domingo, 10 de marzo de 2019

¡QUÉ DISTINTA VENECIA SI FALTA EL AZUL!





   No debe privarse quien así lo desee de canturrear el título de este escrito con la música de la maravillosa canción que estará por siempre unida a la susurrante, emocionante y bellísima voz de Charles Aznavour, tampoco es que lo haya puesto muy difícil (en gran medida porque no soy tan ocurrente y me limito a recoger lo que crearon otros), tan sólo me he puesto a juguetear un poco con una de esas músicas que llevo en mi corazón desde casi antes de tener uso de razón gracias, como tantas cosas, a la tía Carmen (aunque ahora ella apenas recuerde eso y casi todo lo demás); en realidad, podría decirse que la palabra (o sea, el lugar) llegó a mí de esa manera, “qué profunda emoción recordar el ayer cuando todo en Venecia me hablaba de amor”, antes de descubrir más sobre su historia, sobre su realidad, sobre el Festival de Cine, antes, por supuesto, de dejarme arrebatar por Thomas Mann y Luchino Visconti, ya estaba ahí Venecia como destino romántico y al mismo tiempo como cruel latigazo que deja al descubierto las heridas sin cicatrizar del amor perdido, aunque era pronto para descubrirlo/saberlo me estaba enfrentando a las dos caras (por resumir) de la ciudad, escenario  e inspiración de lo más bello y también de lo más terrible, en sus calles (y callejuelas) convive el arte con la miseria, en sus canales suspiramos de éxtasis y arrugamos la nariz ante un inevitable hedor que, lo que son las cosas, uno no percibe como tal o envuelve en aromas y fragancias estimulantes cuando está enamorado, no otra cosa dice Aznavour, -“eres otra Venecia, más fría y más gris”-, si cualquier ciudad se ve con otros ojos cuando se visita de ese modo (algo que experimenté con enorme virulencia en París, nunca me ha parecido tan magnífica como cuando paseé por ella junto a Pablo -aunque ya la había conocido y pateado-, jamás podré regresar a sus calles si no es con el mismo sentimiento y alguien -ojalá la misma persona, así que pasen los años- con quien compartirlo, ese es el desencanto que destila la canción que, sin embargo, tan hermosa -en parte por dolorosa- resulta).

   Y eso es lo que nos confiesa Marina G. Torrús en el momento de comenzar uno de nuestros encuentros (comandado, por supuesto, por la gran Pepa Muñoz): “Fui a Venecia en viaje de novios hace veinte años, el caso es que no quería ir, me parecía cursi, como demasiado obvio, pero me cautivó desde que llegué y encima, cuando vas enamorado, te afecta más”. Al margen de vivir algo que nos ha pasado a la gran mayoría de los que hemos visitado la ciudad, bien sea llegar con demasiadas expectativas o hartos y escamados de cierto estereotipo propio de agencias de viajes, con mucha información en el disco duro, óperas, músicas, personajes, carnavales, estrellas de cine, historias, leyendas, mitos, el caso es que en cuanto tienes San Marcos frente a ti (allí nos dejó, como a tantos visitantes, el taxi acuático que nos recogió en el aeropuerto, dándose la circunstancia de que el hotel estaba a pocos metros de la catedral) es como si, por un lado, olvidases todo lo ensoñado (y lo temido), mientras que al mismo tiempo todo aquello y lo que empiezas a percibir/experimentar por ti mismo se mezcla y agita para que el deslumbramiento (y una sublime y cálida emoción) sea incontenible (para colmo, uno es propenso a imitar a Stendhal en este tipo de circunstancias, lo hice en Florencia -no podía ser de otra manera- aunque reservé el síndrome para el David de Miguel Ángel), pues, como decía, Marina también cayó cautivada y rendida ante Venecia pero, además, encontró el punto de partida para su primera novela para adultos (es autora junto a Christian Gálvez de la serie infantil El pequeño Leo Da Vinci, con diez títulos publicados hasta el momento), motivo por el que, como decía, nos reunimos con ella hace cosa de un mes, justo cuando Suma de Letras lanzaba al mercado Azul Venezia. Y, por fin retomo el hilo, fue en aquel viaje donde esta estupenda novela comenzó a fraguarse: “Visitamos el Museo della Pietà y allí conocí algo de la historia de aquellas niñas huérfanas, las alumnas del Ospedale, conocidas en toda la Europa de la época porque se decía que eran “la voz de Dios”: niñas indefensas, ocultas, cantaban sin que las pudiera ver, Vivaldi fue su maestro durante un tiempo, era un material de lo más apetecible”. Y, de nuevo, gracias a la fuerza del amor, la periodista y guionista se atrevió a dar el salto en solitario a la narrativa para público adulto: “Fue mi marido el que tuvo una fe ciega desde el principio tanto en el proyecto como en mí, me dijo que debía lanzarme y escribirlo sola. Confieso que yo le di muchas vueltas porque sabía que sería mucho tiempo de investigación, hay sido dos años, en los que habría que suspender otros trabajos, me parecía un riesgo enorme, pero me puse y… ¡salió, jajaja!.” ¡Y de qué manera, diría este lector entusiasmado!

   Azul Venezia es una novela de misterio (puede que dicho en plural se acercase más a lo que su autora consigue) pero, además, es una novela de un importante y muy bien recreado (e integrado en la trama principal) trasfondo histórico, es de aventuras, es de amor (en sus diferentes manifestaciones), habla sobre música, sobre arte, sobre impresión de libros, sobre medicina, es absorbente y poderosa, posee el ritmo perfectamente medido y controlado propio de una guionista que conoce muy bien su oficio y que ha sabido dejar fuera los posibles vicios adquiridos, combinando con soltura y efectividad diálogos llenos de viveza e información con descripciones detalladas y necesarias de escenarios y, sobre todo, del interior de sus personajes: “Lo que me gusta es contar historias, lo de menos es el canal escogido para ello, se trata de encontrar el impulso y ponerte a la tarea. Sí es cierto que aquí me he soltado porque, además, no tenía que discutir con producción ni echar cuentas de cuánto costaría rodar cada secuencia, jajaja”. Así, combinando lo mejor de sus diferentes facetas profesionales (es, además, periodista), Marina crea atmósferas que estimulan y convocan nuestros sentidos, tiene un modo de narrar pleno de plasticidad en que todo cobra vida (y sentido), especialmente notable y conseguido es el tratamiento que da a Venecia que, en definitiva, se presenta ante nuestros ojos como el personaje principal, el que afecta, maneja, altera las vidas de los demás, influyendo en su ánimo, en sus aspiraciones, en los aspectos más nimios de su cotidianeidad, en su vida y en su muerte, mágica y terrible, señorial y putrefacta (especialmente en lo moral), inspiradora y carcelaria, laberíntica, opresiva, caleidoscópica, cualquier adjetivo le cuadra, del más encomiástico al más deleznable: “En Venecia los opuestos son posibles, conviven, hay luz y hay sombras, más aún en aquella época en que todo está agudizado porque la República caerá en breve”. La acción se sitúa en 1716 y desde las primeras páginas conocemos a las que, así lo hace la propia autora, son las dos protagonistas femeninas: Caterina Sforza, la hija y aprendiz del mejor forense de la ciudad, una heroína inolvidable, y, por supuesto, Venecia que también “es una mujer y, sin duda, lo es de acción, ese es el espíritu que impregna la historia y, de alguna forma, también a Caterina, claro. Es una mujer que lo pierde todo y sabe resurgir de sus cenizas y recuperar lo perdido, es una manera de animar a que las niñas, las mujeres jóvenes se preparen, estudien, hay muchos ejemplos en los que mirarse en aquella época”. Varios de estos aparecen en Azul Venezia, tanto reales (Rosalba Carriera) como ficticios (la maravillosa Madame Chevalier), todos al servicio de la historia y de lo que la autora quiere transmitir: “En estos años finales de la República, cuando el león alado que regentaba la ciudad estaba próximo a expirar por la crisis económica y moral que carcomería la sociedad y las instituciones, mientras sus habitantes miraban para otro lado perdiéndose en fiestas, músicas y bailes, un puñado de venecianas alzaron su voz pareciendo locas descarriadas a los ojos de los hombres. Una pintora, varias poetas, algunas meretrices y ciertas damas nobles reclamaron con su conducta una mejor educación, mayor espacio y más libertad. Pelearon por construir lugares y ocasiones para salir de sus casas, como cuando crearon tertulias en las que debatir el conocimiento racionalista. Fundaron publicaciones. Compusieron música. Y todo eso lo hicieron con una verdad que les quemaba las manos y, por tanto, debían soltar: los sueños de las mujeres son importantes”.

   Con un escenario/personaje como Venecia es inevitable (uno se atrevería a decir imprescindible) que, como ya se ha apuntado, la novela posea diferentes tonos/estilos, se mueva con holgura y brillantez por diferentes géneros por más que todos se aúnen sin fisuras en una voz narradora pletórica de energía y sensibilidad (no son incompatibles ni mucho menos antónimas, todo lo contrario), capaz de ascender a lo excelso y descender a lo truculento, siniestro o pavoroso sin que le tiemble el pulso: “He procurado que el libro también tenga ternura porque hay demasiado dolor, que tiene que estar, pero no se podría sostener si no tuviese contrapuntos. Por eso aparecen la nereida, la magia, ese niño que protege a un bebé en sus brazos, el padre y su relación con Caterina, por supuesto el capitán [Alfonso Guardi, un personaje hermosísimo], incluso el espía [Morelli, un absoluto hallazgo] tiene sus pozos de ternura”. Merece algo más que un comentario entre corchetes (como el resto, pero es cuestión de agotarles para que pueda zambullirse en la lectura cuanto antes, deseo y anhelo) lo que supone el dottore, el padre de Caterina en la historia y, por supuesto, en la personalidad de su hija, cómo cree en ella, cómo le posibilita el acceso a un conocimiento que (como demasiados) estaba vedado a una mujer en aquel momento (algo que no es exclusivo, por desgracia, de épocas pasadas), cómo la estimula, cómo le permite ser ella misma y cómo le habla sin paños calientes: “(…) también el «dottore» le mostró el mundo de las sombras que habitan la ciudad. Le previno de los hombres y mujeres que esconden sus almas tras las máscaras de un carnaval infinito y aún más de los que no las llevaban jactándose de no ocultar nada, pues esos -le dijo- son los peores. Le advirtió de la envidia que se filtra por las piedras y se extiende por el agua de los canales y los pozos de los que beben cada día los venecianos. Y le habló de lo poco que vale la vida de alguien cuando hay dinero, no mucho, de por medio. Había visto demasiados cadáveres como para no saberlo”. No es por pereza por lo que opto por detenerme aquí, sino porque creo haber reflejado suficientemente el placer que ha supuesto habitar en las páginas de Azul Venezia y haber dado las pinceladas justas para no desvelar nada importante y que, en la medida de lo posible, los posibles (que confío sean muchos) lectores lleguen a su lectura con más inocencia de la que uno lleva cuando pisa Venecia por primera vez (aunque bien se ve que la ciudad abate cualquier prejuicio y supera con creces lo que uno se imagina). Tanto para los que vayan a por la novela como para los futuros visitantes (novatos o reincidentes) de la ciudad, ciérrese el texto con el portentoso arranque del capítulo 39 del libro: “Antes de amanecer, Venecia azulea. Lo hace con un añil atornasolado y prodigioso. Resaltando el color amarillo de velas y fuegos prendidos durante la noche. Regalando una promesa de lujo y belleza al día que está por venir". O, permítanme este a modo de coda, a la lectura que está por iniciarse.