viernes, 3 de enero de 2020

LA VIDA, UNA COLUMNA DE MILLÁS





   Empecé a leer a Juan José Millás cuando Juan Mairena me regaló por Reyes El desorden de tu nombre, novela de enorme éxito en aquel tiempo ya lejano (primer año de universidad) que debo confesar me dejó un tanto descolocado, más allá de lo sorprendente y novedosa que pudiera resultar (valores indudables, aún más para alguien con curiosidad infinita en un momento tan concreto como aquel en que se recibían tantos estímulos); el caso es que empezó atrapándome, tardé poco en sentirme enganchado, pero casi a la misma velocidad me saturé, me pareció que la historia se estancaba, continué leyendo para conocer el punto de llegada, en algunas páginas el entusiasmo, el asombro y el deleite renacían, en otras mi ánimo se despeñaba, siempre la he puesto en lo más alto de lo que considero lecturas contradictorias/ambivalentes, descubrí a un autor al que he seguido desde entonces, alguien de quien devoro sus textos periodísticos (sean columnas, artículos, reportajes, narraciones que mezclan/rompen géneros) pero a quien abandoné (demasiado pronto, es cierto) como novelista, me bastaron apenas un par de títulos, tenía la sensación de que, aunque hubiese un argumento, un desarrollo, una estructura clara, se limitaba (con enorme pericia, demostrando oficio, sabiendo lo que hacía -que yo no lograse entrar del todo o me quedase en las puertas e incluso antes, obviaré la novela en concreto, no significa que no apreciase un estilo, un modo de contar, una personalidad que me cautivaba en la distancia corta, por eso afirmo lo que ahora sigue-) a reunir unas cuantas ocurrencias, deslumbrantes la mayoría, destellos surrealistas y/o esperpénticos, aportaciones ingeniosas que por sí solas (era mi percepción) no daban para tanto recorrido, brillantes, jocosas y profundas en una columna, perdiendo su efectividad y sentido al mezclarse con otras, al repetirse, al no evolucionar ni aportar nada más sustancioso. Se dirá que estoy rompiendo el pacto establecido conmigo mismo y con cualquiera que se asoma a este rincón por el cual condeno al silencio a aquellos libros que no me han satisfecho, tras muchos años de ser (y lo asumo) crítico mordaz y hasta cruel (siempre procurando argumentar, radiografiando mis fobias buscando su porqué), por más que conserve algunos ramalazos (se me antojan necesarios para mantener en lo posible la ecuanimidad), he optado (sobre todo a partir de entrar en Instagram: no merece la pena publicar una foto de algo/alguien a quien no quiero dar más notoriedad) por escribir sólo sobre aquello que me ha provocado algún tipo de placer, hacer pública la experiencia por si alguien se anima a la aventura (deseando que, a su manera, viva algo similar o totalmente diferente -es lo mismo mientras lo disfrute-), no malgastar más tiempo del ya empleado en aburrirme durante la lectura, no alimentar egos que se crecen en/con la polémica, quitarles toda la notoriedad posible; sin embargo, si expreso en esta ocasión mi desencanto/desencuentro con el Millás novelista es para transmitir mi estado de ánimo, mi disposición, mi modo de llegar al libro que hoy nos ocupa (y porque, repito por si no he sabido explicarme con claridad, El desorden de tu nombre no me parece desdeñable, tal vez llegué con unas expectativas demasiado altas por lo que había escuchado, no tengo conciencia de haber leído nada de su autor antes de eso, tal vez ese desconocimiento y mi precocidad lectora hicieron el resto, me topé con un narrador que me rompió de golpe varios esquemas, se enfrentaron sentimientos ambivalentes que continuaron en tensión -y así han seguido hasta hoy- según lo que escribiese).

   Mientras me alejaba de las novelas de Millás (en el sentido de no dar muchas más oportunidades tras otras dos tentativas -a las que llegué con cierto desaliento, no puedo negarlo, lastre del que uno no siempre sabe desprenderse a la hora de encarar una nueva lectura-), fui convirtiéndome en un fiel seguidor de su labor periodística, de sus reportajes, de sus crónicas, de sus análisis (la sección La mirada es una de mis favoritas de El País Semanal), de sus columnas de los viernes en la última página, textos sorprendentes, impactantes, incluso transgresores en su modo de cabalgar al mismo tiempo por varios géneros no sólo en lo que a nuestro oficio se refiere sino en lo literario, no se sabe muy bien si estamos leyendo un cuento, una fábula, una anécdota real, un poco de todo ello, el caso es que en un espacio muy pequeño, en unas cuantas líneas sabe crear tensión, estupor, interés, complicidad, verosimilitud incluso aunque quede claro que todo es una invención, un delirio, un juego, desarrolla una historia completa y, lo más plausible, deja al lector meditando, sopesando, cabeceando, pasmado porque ha retratado a la perfección algo que él ha vivido/sentido/pensado alguna vez, boquiabierto porque eso tendría que habérsele ocurrido a él solito, depende de cada escrito en qué punto del arco de posibles reacciones nos situaremos, el caso es que no nos deja indiferentes (y la mayoría de las veces a su favor, se gana el nuestro), capta la extrañeza que es vivir con enorme agudeza, con infinita comprensión por el eterno debutante que es el ser humano, con la dosis precisa de sorna, con un enfado ostensible pero muy medido cuando se trata de señalar la estupidez, la estulticia, la mendacidad, la farsa de aquellos que, a pesar de haberles sido quitada la máscara (o ni haberla llevado puesta jamás), se enrocan en su soberbia, en sus privilegios, en su impunidad (iba a escribir “aparente”, pero por desgracia se demuestra demasiadas veces que no es así), una columna de Millás contiene bocados de realidad, incluso (o más aún) aunque se presente como ficción, no es que la vida pase por allí, es que nace de ella, se alimenta de la misma, nada le resulta ajeno al modo de John Donne, por eso consigue que todo nos ataña. Y ha sido en estos textos, especialmente en las columnas, donde uno se ha ido reencontrando/reconciliando con el Millás novelista, sobre todo a través del personaje en que se ha convertido, entreverando realidad y ficción, crónica e hipérbole, testimonio y sublimación, diluyendo fronteras con maestría, creando un género híbrido impregnado por su personalidad, la literaria, la si se quiere literaturizada, un modo de narrar muy elaborado que suena cotidiano, cercano, propio, reconocible (y que no se puede imitar: habría que vivir/soñar/expresar la vida al modo en que lo hace él, es decir, habría que ser él, tanto escritor como personaje).

   La vida a ratos, su hasta ahora última obra que publicó Alfaguara en abril del recién terminado 2019, supone todo un paso de gigante, la eclosión definitiva de un autor en plena vena creativa que revienta y reinventa géneros, una novela presentada como diario, un diario concebido y estructurado interiormente como una novela, lo que se escribe para uno mismo elaborado (y pensado/previsto) para que lo lean los demás, la intimidad de quien reflexiona para sí (que tan bien sabe expresar en sus columnas) propagada a los cuatro vientos, un libro torrencial que se extiende a lo largo de casi 200 semanas y que puede leerse a sorbos, un mosaico deslumbrante en su conjunto en que cada tesela guarda alguna sorpresa, un guiño, un pellizco, una propuesta, un gozo leído de cabo a rabo, un regocijo cuando se abre por una página al azar (si se hace eso, léanse semanas completas, narraciones a veces cerradas en sí mismas por más que haya siempre un soplo azaroso e inconexo muy bien captado de lo que sería un diario auténtico). Un servidor, que reniega bastante del término “autoficción”, encuentra aquí más razones para seguir haciéndolo o, al menos, lo ve ampliamente superado porque se defienden/explotan por igual ambas posibilidades sin decantarse por una de las dos ni dejar claro cuánto hay de cada una: “La realidad, la realidad. Me pregunto en qué momento entró la realidad en mi vida y cuánta irrealidad se coló detrás de ella, disfrazada de lo que no era”. Sólo un gran fabulador puede alcanzar tales grados de verosimilitud, de veracidad, de verdad, porque “la realidad que ataca es la interior, la del alma, para entendernos”, sólo alguien que vive con todas las de la ley puede percatarse del modo en que la ficción siempre acecha, invade, fagocita, afecta, varía el devenir diario, la rutina, la inercia, el respirar como acto mecánico y obliga a tomar cartas en el asunto, es decir, a actuar e interactuar: “Con lo difícil que es llevar una sola vida sin que se note que no es una verdadera vida, ¿cómo hay gente capaz de llevar dos o tres, las dos o tres reales?”.

   ¿Hay en la vida de cada uno de nosotros una mentira fundacional, una invención remota por la que, sin dejar de ser quienes éramos, nos convertimos en quienes no éramos?”, se pregunta en un momento dado el autor/personaje de La vida a ratos (por cierto, ambos se llaman igual, es decir, Juan José Millás) metiendo (sin necesidad de hurgar ni mucho menos escarbar) el dedo en una llaga en la que ya escarbó, por ejemplo, en El mundo, su a modo de autobiografía narrada como una novela, manteniendo un perfecto equilibrio entre los dos extremos, emotiva y contenida a partes iguales, sin necesidad de exhibicionismos para llegarnos al corazón (¿Ven por qué, entre otras razones, lo de “autoficción” me resulta innecesario, por no decir que se queda corto -y que se está abusando demasiado de la palabrita-?). Aquí vuelve a hacerlo, demostrando una vez más su maestría en la brevedad, su apabullante concisión, la que destella en el relato, a la que me rindo sin paliativos en sus columnas o en textos como el que sigue: “Leo que la tristeza aumenta las posibilidades de sufrir un infarto. De ser cierto, yo tendría que haber muerto a los siete u ocho años, pues fui el niño más triste de mi generación. Luego, al crecer, y a base de disimular, cambié de carácter. Quiero decir que me fabriqué un carácter falso, un carácter de individuo alegre, una prótesis. Y ha funcionado. Todavía hoy muchas personas creen que soy alegre. Si he de decir la verdad, soy triste, triste, muy triste. Y jamás he padecido del corazón”. ¿Cómo no creérselo a pies juntillas? Y así es cómo, a través del propio Millás, interesándome por el personaje, también por la persona -o al revés, en este punto no sé si estoy en el haz o en el envés, tampoco creo que sea necesario, es algo que he aprendido cada viernes a lo largo de muchos años, se trata de mantener viva la extrañeza y, al mismo tiempo, no dejarse paralizar por ella-, decía que a base de querer saber más sobre él pero, especialmente, junto a él, a través de él, gracias a lo mucho que me he regocijado con La vida a ratos, he vuelto atrás, he buscado algunas de sus novelas (como la citada El mundo), voy a releer El desorden de tu nombre, que si sigue sin convencerme tampoco pasa nada, lo uno no quita lo otro, hay gente a la que se admira incluso en lo que uno considera errores/tropiezos, ninguno gustamos siempre ni, desde luego, gustamos a todos, con que la conexión se dé a ratos (y en el caso de Millás son muchos), ¿para qué pedir más? “No puede uno hacerse preguntas. A veces encuentra las respuestas”, por ejemplo en una novela, tal vez en un diario (dicho con toda la polisemia del mundo) cualquier viernes de estos.