Empecé a leer a Juan José Millás cuando Juan Mairena me regaló por Reyes
El desorden de tu nombre, novela de enorme éxito en aquel tiempo ya
lejano (primer año de universidad) que debo confesar me dejó un tanto
descolocado, más allá de lo sorprendente y novedosa que pudiera resultar
(valores indudables, aún más para alguien con curiosidad infinita en un momento
tan concreto como aquel en que se recibían tantos estímulos); el caso es que empezó
atrapándome, tardé poco en sentirme enganchado, pero casi a la misma velocidad
me saturé, me pareció que la historia se estancaba, continué leyendo para
conocer el punto de llegada, en algunas páginas el entusiasmo, el asombro y el
deleite renacían, en otras mi ánimo se despeñaba, siempre la he puesto en lo
más alto de lo que considero lecturas contradictorias/ambivalentes, descubrí a
un autor al que he seguido desde entonces, alguien de quien devoro sus textos
periodísticos (sean columnas, artículos, reportajes, narraciones que mezclan/rompen
géneros) pero a quien abandoné (demasiado pronto, es cierto) como novelista, me
bastaron apenas un par de títulos, tenía la sensación de que, aunque hubiese un
argumento, un desarrollo, una estructura clara, se limitaba (con enorme
pericia, demostrando oficio, sabiendo lo que hacía -que yo no lograse entrar
del todo o me quedase en las puertas e incluso antes, obviaré la novela en
concreto, no significa que no apreciase un estilo, un modo de contar, una
personalidad que me cautivaba en la distancia corta, por eso afirmo lo que
ahora sigue-) a reunir unas cuantas ocurrencias, deslumbrantes la mayoría, destellos
surrealistas y/o esperpénticos, aportaciones ingeniosas que por sí solas (era
mi percepción) no daban para tanto recorrido, brillantes, jocosas y profundas
en una columna, perdiendo su efectividad y sentido al mezclarse con otras, al
repetirse, al no evolucionar ni aportar nada más sustancioso. Se dirá que estoy
rompiendo el pacto establecido conmigo mismo y con cualquiera que se asoma a este
rincón por el cual condeno al silencio a aquellos libros que no me han
satisfecho, tras muchos años de ser (y lo asumo) crítico mordaz y hasta cruel
(siempre procurando argumentar, radiografiando mis fobias buscando su porqué),
por más que conserve algunos ramalazos (se me antojan necesarios para mantener
en lo posible la ecuanimidad), he optado (sobre todo a partir de entrar en
Instagram: no merece la pena publicar una foto de algo/alguien a quien no
quiero dar más notoriedad) por escribir sólo sobre aquello que me ha provocado
algún tipo de placer, hacer pública la experiencia por si alguien se anima a la
aventura (deseando que, a su manera, viva algo similar o totalmente diferente
-es lo mismo mientras lo disfrute-), no malgastar más tiempo del ya empleado en
aburrirme durante la lectura, no alimentar egos que se crecen en/con la
polémica, quitarles toda la notoriedad posible; sin embargo, si expreso en esta
ocasión mi desencanto/desencuentro con el Millás novelista es para transmitir mi
estado de ánimo, mi disposición, mi modo de llegar al libro que hoy nos ocupa
(y porque, repito por si no he sabido explicarme con claridad, El desorden
de tu nombre no me parece desdeñable, tal vez llegué con unas expectativas demasiado
altas por lo que había escuchado, no tengo conciencia de haber leído nada de su
autor antes de eso, tal vez ese desconocimiento y mi precocidad lectora hicieron
el resto, me topé con un narrador que me rompió de golpe varios esquemas, se enfrentaron
sentimientos ambivalentes que continuaron en tensión -y así han seguido hasta
hoy- según lo que escribiese).
Mientras me alejaba de las novelas de Millás (en el sentido de no dar
muchas más oportunidades tras otras dos tentativas -a las que llegué con cierto
desaliento, no puedo negarlo, lastre del que uno no siempre sabe desprenderse a
la hora de encarar una nueva lectura-), fui convirtiéndome en un fiel seguidor
de su labor periodística, de sus reportajes, de sus crónicas, de sus análisis (la
sección La mirada es una de mis favoritas de El País Semanal), de
sus columnas de los viernes en la última página, textos sorprendentes,
impactantes, incluso transgresores en su modo de cabalgar al mismo tiempo por
varios géneros no sólo en lo que a nuestro oficio se refiere sino en lo
literario, no se sabe muy bien si estamos leyendo un cuento, una fábula, una anécdota
real, un poco de todo ello, el caso es que en un espacio muy pequeño, en unas
cuantas líneas sabe crear tensión, estupor, interés, complicidad, verosimilitud
incluso aunque quede claro que todo es una invención, un delirio, un juego, desarrolla
una historia completa y, lo más plausible, deja al lector meditando, sopesando,
cabeceando, pasmado porque ha retratado a la perfección algo que él ha vivido/sentido/pensado
alguna vez, boquiabierto porque eso tendría que habérsele ocurrido a él solito,
depende de cada escrito en qué punto del arco de posibles reacciones nos
situaremos, el caso es que no nos deja indiferentes (y la mayoría de las veces
a su favor, se gana el nuestro), capta la extrañeza que es vivir con enorme
agudeza, con infinita comprensión por el eterno debutante que es el ser humano,
con la dosis precisa de sorna, con un enfado ostensible pero muy medido cuando
se trata de señalar la estupidez, la estulticia, la mendacidad, la farsa de
aquellos que, a pesar de haberles sido quitada la máscara (o ni haberla llevado
puesta jamás), se enrocan en su soberbia, en sus privilegios, en su impunidad
(iba a escribir “aparente”, pero por desgracia se demuestra demasiadas veces
que no es así), una columna de Millás contiene bocados de realidad, incluso (o
más aún) aunque se presente como ficción, no es que la vida pase por allí, es que
nace de ella, se alimenta de la misma, nada le resulta ajeno al modo de John
Donne, por eso consigue que todo nos ataña. Y ha sido en estos textos,
especialmente en las columnas, donde uno se ha ido reencontrando/reconciliando
con el Millás novelista, sobre todo a través del personaje en que se ha convertido,
entreverando realidad y ficción, crónica e hipérbole, testimonio y sublimación,
diluyendo fronteras con maestría, creando un género híbrido impregnado por su
personalidad, la literaria, la si se quiere literaturizada, un modo de narrar
muy elaborado que suena cotidiano, cercano, propio, reconocible (y que no se
puede imitar: habría que vivir/soñar/expresar la vida al modo en que lo hace
él, es decir, habría que ser él, tanto escritor como personaje).
La vida a ratos, su hasta ahora última obra que publicó Alfaguara
en abril del recién terminado 2019, supone todo un paso de gigante, la eclosión
definitiva de un autor en plena vena creativa que revienta y reinventa géneros,
una novela presentada como diario, un diario concebido y estructurado
interiormente como una novela, lo que se escribe para uno mismo elaborado (y
pensado/previsto) para que lo lean los demás, la intimidad de quien reflexiona
para sí (que tan bien sabe expresar en sus columnas) propagada a los cuatro
vientos, un libro torrencial que se extiende a lo largo de casi 200 semanas y
que puede leerse a sorbos, un mosaico deslumbrante en su conjunto en que cada
tesela guarda alguna sorpresa, un guiño, un pellizco, una propuesta, un gozo
leído de cabo a rabo, un regocijo cuando se abre por una página al azar (si se
hace eso, léanse semanas completas, narraciones a veces cerradas en sí mismas
por más que haya siempre un soplo azaroso e inconexo muy bien captado de lo que
sería un diario auténtico). Un servidor, que reniega bastante del término “autoficción”,
encuentra aquí más razones para seguir haciéndolo o, al menos, lo ve
ampliamente superado porque se defienden/explotan por igual ambas posibilidades
sin decantarse por una de las dos ni dejar claro cuánto hay de cada una: “La
realidad, la realidad. Me pregunto en qué momento entró la realidad en mi vida
y cuánta irrealidad se coló detrás de ella, disfrazada de lo que no era”. Sólo
un gran fabulador puede alcanzar tales grados de verosimilitud, de veracidad,
de verdad, porque “la realidad que ataca es la interior, la del alma, para
entendernos”, sólo alguien que vive con todas las de la ley puede
percatarse del modo en que la ficción siempre acecha, invade, fagocita, afecta,
varía el devenir diario, la rutina, la inercia, el respirar como acto mecánico
y obliga a tomar cartas en el asunto, es decir, a actuar e interactuar: “Con
lo difícil que es llevar una sola vida sin que se note que no es una verdadera
vida, ¿cómo hay gente capaz de llevar dos o tres, las dos o tres reales?”.
“¿Hay en la vida de cada uno de nosotros una mentira fundacional, una
invención remota por la que, sin dejar de ser quienes éramos, nos convertimos
en quienes no éramos?”, se pregunta en un momento dado el autor/personaje
de La vida a ratos (por cierto, ambos se llaman igual, es decir, Juan
José Millás) metiendo (sin necesidad de hurgar ni mucho menos escarbar) el dedo
en una llaga en la que ya escarbó, por ejemplo, en El mundo, su a modo
de autobiografía narrada como una novela, manteniendo un perfecto equilibrio
entre los dos extremos, emotiva y contenida a partes iguales, sin necesidad de
exhibicionismos para llegarnos al corazón (¿Ven por qué, entre otras razones,
lo de “autoficción” me resulta innecesario, por no decir que se queda corto -y
que se está abusando demasiado de la palabrita-?). Aquí vuelve a hacerlo, demostrando
una vez más su maestría en la brevedad, su apabullante concisión, la que
destella en el relato, a la que me rindo sin paliativos en sus columnas o en
textos como el que sigue: “Leo que la tristeza aumenta las posibilidades de
sufrir un infarto. De ser cierto, yo tendría que haber muerto a los siete u
ocho años, pues fui el niño más triste de mi generación. Luego, al crecer, y a
base de disimular, cambié de carácter. Quiero decir que me fabriqué un carácter
falso, un carácter de individuo alegre, una prótesis. Y ha funcionado. Todavía hoy
muchas personas creen que soy alegre. Si he de decir la verdad, soy triste,
triste, muy triste. Y jamás he padecido del corazón”. ¿Cómo no creérselo a
pies juntillas? Y así es cómo, a través del propio Millás, interesándome por el
personaje, también por la persona -o al revés, en este punto no sé si estoy en
el haz o en el envés, tampoco creo que sea necesario, es algo que he aprendido cada
viernes a lo largo de muchos años, se trata de mantener viva la extrañeza y, al
mismo tiempo, no dejarse paralizar por ella-, decía que a base de querer saber
más sobre él pero, especialmente, junto a él, a través de él, gracias a lo
mucho que me he regocijado con La vida a ratos, he vuelto atrás, he
buscado algunas de sus novelas (como la citada El mundo), voy a releer El
desorden de tu nombre, que si sigue sin convencerme tampoco pasa nada, lo
uno no quita lo otro, hay gente a la que se admira incluso en lo que uno
considera errores/tropiezos, ninguno gustamos siempre ni, desde luego, gustamos
a todos, con que la conexión se dé a ratos (y en el caso de Millás son muchos),
¿para qué pedir más? “No puede uno hacerse preguntas. A veces encuentra las
respuestas”, por ejemplo en una novela, tal vez en un diario (dicho con
toda la polisemia del mundo) cualquier viernes de estos.