lunes, 10 de agosto de 2020

"¡ESTÁN LOCOS ESTOS ROMANOS!"

 


   Una de las cosas buenas de aquellos larguísimos veranos de la infancia era que algunas mañanas acompañaba a la tía Carmen a las casas en las que limpiaba y, siempre con el permiso de sus dueños (incluso a veces con su presencia, como era el caso de la que llamábamos “señorita Mari Carmen” por más que era casada y con hija, que hasta me preparaba el terreno), mientras ella atendía sus tareas yo me sentaba en algún lugar donde no la estorbase y devoraba los tebeos de los jóvenes de la familia, así como aquellos maravillosos tomos llamados Películas u otros similares; así fue como leí prácticamente completas las colecciones de Tintín y Astérix, tebeos (así los llamábamos aunque estuvieran mejor encuadernados y tuviesen otros formatos, así los sigo llamando con emoción y devoción, con la misma ilusión y aún más admiración) que me han acompañado (tengo todos los tomos de la primera y no cejaré hasta poder hacer lo mismo con la segunda), me han forjado, me han divertido (y divierten) y me han enseñado muchas cosas (como a tantos de diferentes generaciones: hablo en primera persona porque son mis vivencias, no porque crea que soy el único al que le ha pasado -los hay que sí, en esto y en mil circunstancias más, dándose una importancia que ni tienen ni tendrán-). Centrándonos en la irreductible aldea gala, que es lo que toca hoy, una diversión compartida con mi hermano (y en esos años no éramos muy dados a tal complicidad, debo confesar, pero ante ciertas películas, series o lecturas no había discusión), recuerdo con especial intensidad el momento en que descubrí que no iba a tener que renunciar a las aventuras y desventuras de sus habitantes cuando creciese (para demostrar que ya eras mayor, sobre todo en el colegio, había que renegar de todo aquello que se consideraba para niños) puesto que la tía Acracia (“la tía francesa”, la cuñada de la abuela, así conocida por más que fuese española -obviaremos hoy, que el asunto es jocoso, el porqué de este apelativo, aunque en alguna ocasión me he referido a ello-), en una de sus visitas se confesó fan acérrima de la creación de Uderzo y Goscinny, “porque no deja de ser Historia, aunque muchas cosas estén alteradas o inventadas”.

 

   Nos familiarizamos con detalles, personajes, topónimos de la época, incluso aprendimos algunos rudimentos de latín, eran libros de texto que no sentíamos como tal, desde el principio los tomábamos como lo que eran, o sea una ficción, pero iban dejando un poso que era muy gratificante reconocer en lo que teníamos que aprender/memorizar para superar los exámenes, aquello que demasiados profesores no sabían transmitir ni narrar ni hacer atractivo, todo lo contrario, incluso algunos renegaban de Astérix y de otros acercamientos similares acorde con nuestra edad, ellos sólo entendían una letra que entrase con sangre (es decir, hiriendo, doliendo, así no hay manera de interesarse -ni de nada más-), no estimulaban sino que imponían, si resultaba divertido/simpático no les parecía lo suficientemente serio, menos mal que otros muchos no pensaban como ellos (o, mejor dicho, sí lo hacían mientras estos permanecían pétreos, con el ceño permanentemente fruncido, sacudiendo de palabra y obra) y tuvimos a nuestro alcance mil y una posibilidades para aprender de manera natural, sin sentirlo como una obligación sino como un pasatiempo, un entretenimiento, un disfrute, seguro que los leales a este ángulo oscuro del salón ya han anticipado lo que a viene a continuación, es decir, el agradecimiento a aquella programación infantil y juvenil de TVE en la que los contenidos culturales abundaban, Gloria Fuertes leía sus poemas, los referentes literarios abundaban en las peripecias de los Chiripitifláuticos o los Plaff, los programas matinales de los sábados iban sembrando nombres, títulos, escritores, los dibujos animados adaptaban a Cervantes, a Twain, a Dumas, a Verne, Petete abría su libro gordo y, como decía la canción que el propio pingüino (con la maravillosa voz creada por Mari Carmen Goñi) cantaba con Parchís, lo mismo se fijaba en las diferentes clases de nubes o explicaba por qué la raíz no sube, si lo de enumerar es lo mío, en este caso podría seguir horas y horas, pero creo que la intención ya está más que clara y el introito ya ha sido suficientemente largo (por no decir excesivo, pero es marca de la casa, no lo puedo ni quiero evitar).

 

   Es una pena la de información/conocimientos que uno ha perdido (o no ha querido fijar como acto de rebeldía una vez aprobada la asignatura correspondiente) o a los que nunca se ha acercado debido a lo mucho que se ha aburrido en clase o con determinados libros que solían ser los escogidos por los docentes como lecturas obligatorias y objeto de examen (menos mal que en algún momento aparecieron Margarita, Nati, Mari Ángeles, Luis, Bernardino, aquella que será por siempre mi maestra y tendrá un lugar destacado en mi memoria, una huella profunda en cada texto: Mercedes Gómez del Manzano), por fortuna Emilio del Río ha recopilado muchos de estos datos (y otros que un servidor desconocía) en su a ratos desternillante Calamares a la romana, que Espasa publicó hace unos meses. Bajo el lema Somos romanos, aunque no nos demos cuenta, el doctor en Filología Clásica ha recogido aquí y allá mil detalles para reactivar las conexiones que nunca debimos perder (que no hemos perdido) con aquellos que a juicio de Astérix y los suyos no estaban muy bien de la azotea (su empeño un tanto suicida o cuando menos masoquista en atacar mil veces la aldea y sufrir un varapalo efecto de la poción mágica que convertía a los galos en invencibles así lo confirma). Gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz mantuvimos el pasado mes de junio un encuentro vía Zoom (que pueden ver en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=D1jUodblg-M&t=3s) tan desopilante como el contenido del libro, un estupendo ejercicio de síntesis (que abre las ganas de recuperar/descubrir autores, libros de Historia, reportajes), una mixtura perfecta entre erudición y didáctica que nunca pierde de vista su mayor propósito (y acierto), aquello que, no en vano, emana del Ars poética de Horacio: instruir deleitando. Con ánimo jocoso, con una narración muy bien trenzada en que cada nueva anécdota se engarza a la perfección y va conformando un conjunto que nos acerca con viveza la vida cotidiana de la Roma clásica, estableciendo paralelismos muy acertados y lógicos, no hace falta forzar la metáfora o la semejanza: en algunas cosas no hemos cambiado/inventado nada.

 

   Del mismo modo en que en este rincón apenas se esbozan argumentos, en que se procura animar al lector a zambullirse en el libro sin desvelar demasiado, en que se habla de sensaciones/emociones pero no se especifica qué las ha provocado, al igual que intento no anticiparles/reventarles las sorpresas (e incluso, a pesar de la inevitable adjetivación que exprese mi sentir, no condicionar su lectura, sólo despertarles las ganas), hoy no voy a hablar de mis pasajes preferidos, de los momentos en que más me he carcajeado o alzado las cejas y abierto la boca al más puro estilo de La Máscara, cada uno debe hacer su propio camino y escoger lo que le parece digno de ser destacado; me limitaré a comentar que Calamares a la romana es una magnífica oportunidad para reconciliarnos con la Historia, para dar la importancia debida a lo que tantas veces era denostado en las aulas por anecdótico (cuando eso es lo que mejor cuenta/explica quiénes fueron aquellos que nos precedieron y por qué, aunque nos parezcan locos, actuaban del modo en que lo hacían), estamos ante un libro que estimula nuestra curiosidad, que nos ilustra, que nos descubre/redescubre un periodo que tanta impronta dejó y que todavía hoy (en sus páginas lo comprobarán) sigue presente, como señala el autor en la contraportada “este es un libro pensado para los que no tienen ni idea del mundo clásico, para los que lo conocen pero no les interesa o incluso lo odian (se van a reconciliar) y, por supuesto, para los que lo aman”. Algunos anacronismos o historias mal o imprecisamente contadas quedarán desterrados, ciertas leyendas se desvanecerán ante la evidencia de los datos comprobados, determinados hechos quedarán bien fijados gracias a la labor documental y docente y al buen humor de Emilio del Río.