Una de las cosas buenas de aquellos larguísimos veranos de la infancia
era que algunas mañanas acompañaba a la tía Carmen a las casas en las que
limpiaba y, siempre con el permiso de sus dueños (incluso a veces con su
presencia, como era el caso de la que llamábamos “señorita Mari Carmen” por más
que era casada y con hija, que hasta me preparaba el terreno), mientras ella
atendía sus tareas yo me sentaba en algún lugar donde no la estorbase y
devoraba los tebeos de los jóvenes de la familia, así como aquellos
maravillosos tomos llamados Películas u otros similares; así fue como
leí prácticamente completas las colecciones de Tintín y Astérix, tebeos (así
los llamábamos aunque estuvieran mejor encuadernados y tuviesen otros formatos,
así los sigo llamando con emoción y devoción, con la misma ilusión y aún más
admiración) que me han acompañado (tengo todos los tomos de la primera y no
cejaré hasta poder hacer lo mismo con la segunda), me han forjado, me han
divertido (y divierten) y me han enseñado muchas cosas (como a tantos de
diferentes generaciones: hablo en primera persona porque son mis vivencias, no
porque crea que soy el único al que le ha pasado -los hay que sí, en esto y en
mil circunstancias más, dándose una importancia que ni tienen ni tendrán-). Centrándonos
en la irreductible aldea gala, que es lo que toca hoy, una diversión compartida
con mi hermano (y en esos años no éramos muy dados a tal complicidad, debo
confesar, pero ante ciertas películas, series o lecturas no había discusión),
recuerdo con especial intensidad el momento en que descubrí que no iba a tener
que renunciar a las aventuras y desventuras de sus habitantes cuando creciese
(para demostrar que ya eras mayor, sobre todo en el colegio, había que renegar
de todo aquello que se consideraba para niños) puesto que la tía Acracia (“la
tía francesa”, la cuñada de la abuela, así conocida por más que fuese española
-obviaremos hoy, que el asunto es jocoso, el porqué de este apelativo, aunque
en alguna ocasión me he referido a ello-), en una de sus visitas se confesó fan
acérrima de la creación de Uderzo y Goscinny, “porque no deja de ser
Historia, aunque muchas cosas estén alteradas o inventadas”.
Nos familiarizamos con detalles, personajes, topónimos de la época,
incluso aprendimos algunos rudimentos de latín, eran libros de texto que no
sentíamos como tal, desde el principio los tomábamos como lo que eran, o sea
una ficción, pero iban dejando un poso que era muy gratificante reconocer en lo
que teníamos que aprender/memorizar para superar los exámenes, aquello que
demasiados profesores no sabían transmitir ni narrar ni hacer atractivo, todo
lo contrario, incluso algunos renegaban de Astérix y de otros acercamientos
similares acorde con nuestra edad, ellos sólo entendían una letra que entrase con
sangre (es decir, hiriendo, doliendo, así no hay manera de interesarse -ni de
nada más-), no estimulaban sino que imponían, si resultaba divertido/simpático
no les parecía lo suficientemente serio, menos mal que otros muchos no pensaban
como ellos (o, mejor dicho, sí lo hacían mientras estos permanecían pétreos,
con el ceño permanentemente fruncido, sacudiendo de palabra y obra) y tuvimos a
nuestro alcance mil y una posibilidades para aprender de manera natural, sin
sentirlo como una obligación sino como un pasatiempo, un entretenimiento, un
disfrute, seguro que los leales a este ángulo oscuro del salón ya han
anticipado lo que a viene a continuación, es decir, el agradecimiento a aquella
programación infantil y juvenil de TVE en la que los contenidos culturales
abundaban, Gloria Fuertes leía sus poemas, los referentes literarios abundaban
en las peripecias de los Chiripitifláuticos o los Plaff, los programas
matinales de los sábados iban sembrando nombres, títulos, escritores, los
dibujos animados adaptaban a Cervantes, a Twain, a Dumas, a Verne, Petete abría
su libro gordo y, como decía la canción que el propio pingüino (con la
maravillosa voz creada por Mari Carmen Goñi) cantaba con Parchís, lo mismo se
fijaba en las diferentes clases de nubes o explicaba por qué la raíz no sube,
si lo de enumerar es lo mío, en este caso podría seguir horas y horas, pero
creo que la intención ya está más que clara y el introito ya ha sido
suficientemente largo (por no decir excesivo, pero es marca de la casa, no lo
puedo ni quiero evitar).
Es una pena la de información/conocimientos que uno ha perdido (o no ha
querido fijar como acto de rebeldía una vez aprobada la asignatura
correspondiente) o a los que nunca se ha acercado debido a lo mucho que se ha
aburrido en clase o con determinados libros que solían ser los escogidos por
los docentes como lecturas obligatorias y objeto de examen (menos mal que en
algún momento aparecieron Margarita, Nati, Mari Ángeles, Luis, Bernardino,
aquella que será por siempre mi maestra y tendrá un lugar destacado en mi
memoria, una huella profunda en cada texto: Mercedes Gómez del Manzano), por
fortuna Emilio del Río ha recopilado muchos de estos datos (y otros que un
servidor desconocía) en su a ratos desternillante Calamares a la romana,
que Espasa publicó hace unos meses. Bajo el lema Somos romanos, aunque no
nos demos cuenta, el doctor en Filología Clásica ha recogido aquí y allá
mil detalles para reactivar las conexiones que nunca debimos perder (que no
hemos perdido) con aquellos que a juicio de Astérix y los suyos no estaban muy
bien de la azotea (su empeño un tanto suicida o cuando menos masoquista en
atacar mil veces la aldea y sufrir un varapalo efecto de la poción mágica que
convertía a los galos en invencibles así lo confirma). Gracias a los buenos
oficios de mi Pepa Muñoz mantuvimos el pasado mes de junio un encuentro vía
Zoom (que pueden ver en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=D1jUodblg-M&t=3s)
tan desopilante como el contenido del libro, un estupendo ejercicio de síntesis
(que abre las ganas de recuperar/descubrir autores, libros de Historia,
reportajes), una mixtura perfecta entre erudición y didáctica que nunca pierde
de vista su mayor propósito (y acierto), aquello que, no en vano, emana del Ars
poética de Horacio: instruir deleitando. Con ánimo jocoso, con una
narración muy bien trenzada en que cada nueva anécdota se engarza a la
perfección y va conformando un conjunto que nos acerca con viveza la vida
cotidiana de la Roma clásica, estableciendo paralelismos muy acertados y
lógicos, no hace falta forzar la metáfora o la semejanza: en algunas cosas no
hemos cambiado/inventado nada.
Del mismo modo en que en este rincón apenas se esbozan argumentos, en
que se procura animar al lector a zambullirse en el libro sin desvelar
demasiado, en que se habla de sensaciones/emociones pero no se especifica qué
las ha provocado, al igual que intento no anticiparles/reventarles las
sorpresas (e incluso, a pesar de la inevitable adjetivación que exprese mi
sentir, no condicionar su lectura, sólo despertarles las ganas), hoy no voy a
hablar de mis pasajes preferidos, de los momentos en que más me he carcajeado o
alzado las cejas y abierto la boca al más puro estilo de La Máscara, cada uno
debe hacer su propio camino y escoger lo que le parece digno de ser destacado;
me limitaré a comentar que Calamares a la romana es una magnífica
oportunidad para reconciliarnos con la Historia, para dar la importancia debida
a lo que tantas veces era denostado en las aulas por anecdótico (cuando eso es
lo que mejor cuenta/explica quiénes fueron aquellos que nos precedieron y por
qué, aunque nos parezcan locos, actuaban del modo en que lo hacían), estamos
ante un libro que estimula nuestra curiosidad, que nos ilustra, que nos
descubre/redescubre un periodo que tanta impronta dejó y que todavía hoy (en
sus páginas lo comprobarán) sigue presente, como señala el autor en la
contraportada “este es un libro pensado para los que no tienen ni idea del
mundo clásico, para los que lo conocen pero no les interesa o incluso lo odian
(se van a reconciliar) y, por supuesto, para los que lo aman”. Algunos anacronismos
o historias mal o imprecisamente contadas quedarán desterrados, ciertas
leyendas se desvanecerán ante la evidencia de los datos comprobados,
determinados hechos quedarán bien fijados gracias a la labor documental y
docente y al buen humor de Emilio del Río.