lunes, 17 de agosto de 2020

TOCAR EL FONDO DEL RECUERDO Y NO TENER MÁS MIEDO





 

   Por desgracia, hace mucho que se desterró de la vida pública (y de la privada) el auténtico debate, no digamos el diálogo, la argumentación y contrargumentación, el raciocinio, incluso el vocabulario (al menos, uno variado, cuidado, correctamente utilizado), lo mismo puede decirse en lo que se refiere al discernimiento, la mayéutica, el ejercicio del conocimiento por uno mismo, es decir, el descubrimiento, la interiorización, la comprensión lectora (como se demuestra en Twitter a cada minuto, todo se toma de un modo literal -o directamente equivocado, a veces por desconocimiento/ignorancia, otras muchas por cinismo, mendacidad o cualquier otra intención dolosa-, no hay tiempo para metáforas, alegorías u otros tropos, son peores tiempos de lo habitual para la lírica); ahora lo que imperan son los refuerzos, textos de mayor o menor extensión (preferiblemente cortos, reducidos, sintéticos, incompletos -hay ideas/comentarios/realidades que no se pueden resumir en 280 caracteres-, torticeros casi por definición al primar la ocurrencia y/o lo incendiario, lo que llame la atención) que responden a lo que sus receptores quieren escuchar, a aquello en lo que creen/defienden, lo que traen impreso y aceptado de casa, dogmatismos a tutiplén, esquematismos, categorizaciones, generalizaciones, propaganda por arrobas, incurriendo en delitos con total impunidad, amparados en el anonimato, en los vacíos legales, en la buena educación y pocas ganas de lío del resto, la autocrítica que se reclama y exige en los demás brilla por su ausencia en tantas proclamas, arengas, soflamas, catequizaciones varias disfrazadas (o ni eso) de discursos, artículos dizque periodísticos, alocuciones de diverso cariz, declaraciones aparentemente inocentes y espontáneas. Ya se ve lo que sucede en cuanto alguien a quien considerábamos “de nuestra cuerda” (léase, por no irnos más lejos, José Sacristán) ejerce su libertad de pensamiento y se atreve (según quienes extienden certificados de idoneidad y buen comportamiento) a expresar en voz alta su descontento, su crítica, su distanciamiento, su visión propia, sus dudas, su mear fuera del tiesto de una ortodoxia rígida que considera disidente a quien no dobla la cerviz: se le expulsa, se le ataca, se niega o borra todo lo trabajado/logrado anteriormente, se le trata como un apestado y se le retira el saludo (y todo lo demás).

 

   Del mismo modo, imbuidos de ese afán que podemos llamar redentor, revisionista, políticamente correcto y/o purista (en el peor sentido posible), la ficción lleva tiempo sometida a un escrutinio feroz, buscando en ella a los culpables de ciertas derivas políticas/económicas/sociales, acusándola de los males que la mayoría de las veces denuncia y saca a la luz, identificando en sus páginas/imágenes a los modelos que siguen criminales o terroristas (es decir, como si no existiesen de antes), anatematizando a autores por lo que sus personajes hacen o dicen (en lugar de ir al origen, es decir, de dónde emanan, qué los inspira, por qué resultan tan estremecedoramente reales), se ha perdido (se reprueba, hace burla y ningunea desde los propios creadores) la diversión, la inocencia, a todo hay que buscarle una intención (más o menos oculta), una carga de profundidad, una enseñanza, una idea preconcebida, todo se interpreta aplicando un maniqueísmo de lo más ramplón, sin matices, sin ambigüedades (el día a día está lleno de ellas, la escala de grises no se pierde por más que tantos se la salten), sin estados intermedios. Por fortuna, son muchos quienes no atienden a este esquematismo y nos entregan personajes muy diferentes a nosotros, a lo que vivimos, a lo que sentimos, a lo que pensamos, nos enfrentan a lo más oscuro del ser humano, a lo que sólo en apariencia parece ajeno, lejano, imposible (seguimos contemplando con pavor cómo la realidad supera una y otra vez lo que en muchos casos ha dejado de ser distópico/apocalíptico), son creadores que nos ponen a dialogar con sus criaturas, con su universo, con ellos mismos, es decir, uno sigue leyendo para aprender, para conocer, para asombrarse, para acceder a verdades que en gran parte le están vedadas en su cotidianeidad, a lo que otros imaginan, para dialogar con la historia (también con mayúscula, depende del contenido/género del libro de que se trate), con los personajes, con el autor, para discrepar de todos ellos, para pensar, para vivir, si todo complace, si todo es más de lo mismo, si todo es lo que ya sé (aunque sea nada, ya entienden en qué sentido digo la frase), ¿para qué leer?

 

   Con este talante desprejuiciado y enemigo de lo apriorístico fue como afronté la lectura de Nadie me contó, la primera novela de Astrid Gil-Casares publicada por La Esfera de los Libros el pasado febrero, un libro notoria y maravillosamente femenino (lo que no nos excluye, señores, todo lo contrario, no pongáis excusas vanas para intentar justificar vuestra falta de interés -por no decir algo mucho peor, ya lo dejáis claro más de lo que sería deseable-), un libro que coloca los sentimientos en primer plano, los analiza, los afronta, los escruta, intenta desentrañarlos (tarea siempre inacabada, así discurre el vivir), por eso, como dejó claro John Donne, es un libro que atañe a cualquiera, como sucede con tantos (con todos, incluso con los más sencillos -dicho por poco complejos, por huir de complicaciones-), aunque sea, volvemos a lo de antes, para no sentirnos identificados, para rechazar el modo de ser y/o actuar de algún personaje, para marcar distancias de un modo u otro con lo narrado. En los agradecimientos que cierran el volumen, Astrid lo deja muy claro: “Este libro es una novela. Sé que algunos querrán ver una biografía (sin embargo, la vida de Gaelle no es mi vida, las experiencias de Gaelle no son las mías) (…)”; volvemos al punto de partida (sí, mis exordios suelen ser inacabables pero tienen un porqué -al margen, como repito tantas veces, de que en este ángulo oscuro del salón no se hacen reseñas, sino que se da cuenta de las experiencias lectoras de un servidor-): puesto que estamos ante una autora novel y, al margen de la lectura, vamos a participar en un encuentro vía Zoom coordinado por mi Pepa Muñoz, uno desempolva sus costumbres periodísticas (las que nunca abandona, especialmente en lo que se refiere a lo que aprendí de mi inolvidable maestra Mercedes Gómez del Manzano, es decir, cómo encarar y vivir cada lectura) y consulta en Google lo que pueda haber en las redes sobre Astrid (puesto que, como se lee en la solapa, escribió anteriormente el guion de la película ¿Qué te juegas?). No voy a contar lo que encontré, en realidad abandoné rápido la búsqueda porque la mayoría de los datos me parecieron ruido (utilizado el término, como otras veces, con el significado que se le da en comunicación, es decir, como distorsión, estorbo, borrón, alteración del mensaje o impedimento de su transmisión), no me ayudaban nada a la hora de acercarme a lo que (hagamos hincapié en ello) es una novela, es decir, lo que importa (al menos a quien esto escribe) es lo que se cuenta en sus páginas, no cuánto hay de real, lo peor que se puede hacer con ella es leerla de ese modo (para eso, mejor no la abran).

 

   Astrid Gil-Casares se muestra muy receptiva a nuestros comentarios (para ver el encuentro, no hay más que pinchar en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=hzzuhYj30C8&t=23s), no esquiva ninguna pregunta por más que pueda ser algo invasiva, comprende que cada uno ponga sus vivencias, sus sentimientos, sus deseos, su realidad y la compare con lo que ella cuenta (es algo en lo que, en algún momento, todos caemos: juzgar -y condenar- a los personajes de un libro/una película/una serie como si nosotros fuésemos el único modelo posible -como si no nos equivocásemos nunca-), es consciente de que más de uno/una llegará con la crítica afilada injustamente desde casa (y no la cambiará ni un ápice), pero por otro lado confía en lo que ha escrito, una estupenda carta de presentación porque, ya que estamos con lo extraliterario -eso es por mucho que inspire, por mucho que sea el motor que la ha llevado al teclado, por mucho que una parte de su vida se haya hecho pública-, si nos ponemos a establecer paralelismos entre la autora y la protagonista, Gaelle es el personaje más frágil, más minado, más imperfecto, con más debilidades, que más cosas se reprocha, que más lastres arrastra, que más intenta comprender (y defender) a los demás, que más culpable se siente por las acciones de los otros, que más cortapisas se pone, que menos se lanza a vivir y, aunque con furia contenida (y comprensible: de hecho, uno está deseoso durante gran parte de la novela de que la deje estallar, le dé rienda suelta), no escribe con rencor, con odio, sí con frustración, con dolor, con pena, pero no es demasiado misericordiosa consigo misma, se fustiga más de lo debido, se niega la posibilidad de enderezar el rumbo, no oculta sus errores/complejos (todo esto es lo que yo pienso y valoro del personaje, pero lo pongo en común con Astrid dedicado a todos aquellos que, quedándose en la superficie y en lo que hayan leído por ahí -o en lo que hayan vivido-, esperen/reprueben una novela que no es esta, todo lo contrario). Esa es la mejor apuesta de la novela porque consigue implicarnos desde la diferencia, desde lo que no querríamos hacer (y tal vez hemos hecho en circunstancias parecidas), nos coloca frente a un espejo cuyo reflejo nos perturba (o debería hacerlo) tal vez porque lo negamos, no queremos verlo, porque de alguna manera (o de muchas) lo tenemos más cerca de lo que creemos (las cosas como son, no siempre en el terreno de la víctima, no es tan difícil ser verdugo en lo sentimental, en lo amatorio/amoroso, en lo afectivo) y, por mucho que hagamos examen de conciencia y propósito de enmienda (con uno mismo y con los demás), no es plato de buen gusto mirarlo de frente.

 

   Creo que nunca he sabido vivir con ligereza, y que siempre he sido intensa. He sido social y superficial (a veces, incluso, frívola), a la vez que reservada y comprometida… He sido segura y seductora y a menudo insegura y celosa. Seria y concienzuda, y en ocasiones también irresponsable y huidiza. Mais… je ne sais rien prendre à la légère [Pero… no sé tomarme nada a la ligera]”. Como se ha dicho, Gaelle está muy minada, demasiado hundida/herida, sabe que debería salir a flote, incluso es consciente de que es capaz de hacerlo, pero el miedo a abundar en el error, a tropezar en la misma piedra (o en obstáculo parecido), la conciencia de que no ha resuelto su conflicto interior (esa madeja siempre enmarañada) le impide tomar/aceptar decisiones, buscar lo que (piensa) jamás va a encontrar: “Siempre había argumentado que hay una enorme diferencia entre la autoestima (la seguridad de valer algo) y el amor propio (la seguridad de merecer ser amada). Siempre había dispuesto de la primera menos los últimos años de mi matrimonio con Sebastián, que me habían desposeído de todo, también de eso (aunque no de sus raíces que fueron las que me «salvaron»). Pero nunca había tenido lo segundo. No sabía cómo encontrarlo”. En ese aprendizaje constante (como el de cualquiera), Gaelle no está sola (ya da gracias muchas veces por esos privilegios), tiene unas amigas que desmienten (como tantas que conozco) ese mito de que las mujeres no estrechan lazos de amistad porque viven compitiendo y enfrentadas (trampa/error en la que caen, por supuesto, de la que se contagian, que se dejan inocular, pero que cada vez -hablo de lo que vivo- está menos extendida) y, sobre todo, una hermana, Olivia, fuente constante de inspiración, ejemplar en/por su imperfección, sus defectos, su impagable lucidez: “Pues me temo que vas a tener que decidir ser de nuevo vulnerable. Pero poniendo límites. En el pasado no has respetado tus límites, no te has respetado. No has dicho «basta» en el mismo momento en que te han pisado, porque elegiste la amnesia emocional a la dificultad de la decisión. Eso ya no sirve. Ahora tendrás que elegir la verdad, la que te grita la acción en vez del deseo. Tú decides. Ahí tienes tu libertad. Tómala, pero hazlo de verdad. Y no te olvides de gritar «Basta» cuando haya que hacerlo”. Astrid ha tomado la libertad de escribir, ha hecho un buen uso de ella, se ha desdibujado en sus palabras dejando un buen rastro de honestidad, verdad y corazón, por eso nos llega, por eso nos deja huella, por eso se/nos cuenta lo que nadie le había contado, aquello con lo que hay que tener cuidado ahí fuera, en la vida.