jueves, 6 de agosto de 2020

NADA SE ROMPE COMO UN CORAZÓN




   Cuando Jake Gyllenhaal y su cuñado Peter Sarsgaard visitaron Madrid para presentar la tan decepcionante Jarhead dirigida por Sam Mendes, en uno de esos encuentros con la prensa (sí, hay un término en inglés para ellos pero lo rehúyo todo lo que puedo) en que, a pesar del siempre escaso tiempo y de ser unos cuantos a preguntar (en esta ocasión creo que ocho -y hasta puede que alguno más-), se establece un cierto vínculo más íntimo y cercano de lo habitual (gracias en gran medida a la disposición de las estrellas que se prestan a ello con amabilidad y profesionalidad), intenté resumir sus a mi juicio muy interesantes y plausibles carreras diciendo que ambos solían estar vinculados a proyectos que podían ser denominados valientes, cintas que de un modo u otro defendían libertades, estaban muy recientes los estrenos de Brokeback Mountain y Kinsey (en realidad, la primera aún no había llegado a España, lo haría poco después, pero algunos periodistas la vimos cuando Ang Lee pasó por el Festival de Valladolid y tuvimos el inmenso honor/placer de entrevistarle), no hacía falta remontarse muy atrás, me preguntaba si ellos buscaban especialmente películas de ese tipo o se las ofrecían de manera natural, tal vez debido a lo señalado. Gyllenhaal tomó inmediatamente la palabra y, con unos ojos penetrantes e hipnóticos que miraban de frente al interlocutor, me replicó que ojalá esos y otros títulos no tuvieran que ser calificados de ese modo porque todo estuviese más normalizado, no se siguiera considerando peligroso (y hasta ilegal, matizó con ahínco) demostrar el amor, practicar sexo consensuado entre adultos sin prohibiciones ni estigmas; lo cierto es que durante un momento me pareció que le había molestado mi afirmación y me la estaba reprochando, pero muy pronto dejó claro que comprendía la intención de mi comentario, que su respuesta un tanto desabrida iba dirigida a quienes habían hecho una campaña furibunda contra los filmes citados y otros similares; de todos modos, me apresuré a aclararle que estaba completamente de acuerdo con su reflexión y que, en todo caso, lo que pretendía era transmitirles mi agradecimiento por promover/facilitar con su participación (aunque sería más preciso decir implicación, ambos han dejado clara en multitud de ocasiones su posición claramente activista con respecto a determinados temas) que llegasen a buen puerto (y a los cines) películas así. Mientras recogíamos micrófonos, grabadoras, cuadernos y demás para dejar el salón despejado para el grupo siguiente, puesto que, como digo, ambos se mostraron en todo momento cercanos y atentos, en ese inglés macarrónico que se vuelve más fluido cuando tengo delante a alguien a quien admiro, repetí lo dicho a un muy sonriente y atractivo (por qué ocultarlo) Gyllenhaal y aproveché para decirle que, aunque ambos me parecían grandes actores, saludase de mi parte a su hermana Maggie porque me parecía maravillosa en todo lo que hacía dentro y fuera de la pantalla; él sonrío aún más abiertamente, los ojos le brillaron de un modo especial, dijo a boca llena que era la mejor y que, “you know”, era alguien muy importante tanto para él como para Peter (su pareja desde dos años antes, aún siguen juntos -y casados-).

 

   Me he marcado esta historieta de viejo periodista como extenso introito porque en todo este tiempo (el encuentro, si no recuerdo mal, tuvo lugar en diciembre de 2005) he recordado en más de una ocasión el lamento del actor, ante muchas (y, precisamente por ello, se me antojan demasiadas) obras artísticas he sentido ese escalofrío, esa rabia porque aún sea necesario demandar derechos, reclamar libertades, enfrentar injusticias, afrontar tragedias, topar contra impunidades (iba a escribir “aparentes”, pero por desgracia son reales -y abundantes-), denunciar crímenes de diversos tipos, dolerse y condolerse de que se trate de historias reales aunque se pretendan ficticias, extraídas de lo más hondo de corazones torturados, desposeídos del placer, enseñados a cohibirse, a anularse, a negarse, a flagelarse, crueldades cotidianas que en muchos casos son bien conocidas y consentidas/promovidas/encubiertas (cuando no igualmente cometidas) por muchos que callan, ocultan, desmienten, niegan, disimulan, miran hacia otro lado, esconden la basura moral debajo de la alfombra, esgrimen abstrusas justificaciones sobre el funcionamiento de la empresa/sistema/sociedad, aplastan sin recato laboral, económica, social, íntimamente a personas a las que niegan su derecho a ser. Precisamente como un canto a esto último ha concebido la periodista Minerva Piquero su primera novela, Nacida libre, publicada en octubre de 2019 por Ediciones Alfar, sobre la que pudimos por fin (estaba previsto hacerlo a principios de año, pero hubo que retrasarlo y después ya saben lo que pasó/está pasando) conversar con ella los miembros del club de lectura en un encuentro vía Zoom coordinado por mi Pepa Muñoz (si lo desean, pueden verlo en YouTube, es jugosísimo y apasionante, es fabuloso ver a la magnífica comunicadora en acción: https://www.youtube.com/watch?v=LOvHJo3v1B0), un libro que nace “de mi propia rebeldía”, que da voz a muchas mujeres, destacando aquellas a las que se les pretende negar su verdad, su identidad, su femineidad (y por desgracia son otras mujeres las que atacan con mayor saña, las que se sienten amenazadas sin razones para ello, las que se reducen a sí mismas a algo que habría que tildar de anecdótico si les parece tan fácil de borrar), aquellas que son perseguidas, castigadas, encerradas, expulsadas, consideradas aberraciones y otras cosas aún peores por atreverse (de nuevo esa valentía que no debería ser necesaria, que no debería exigirse, que no tendría que pagarse tan caro -incluso con la vida-), es decir, las mujeres transexuales, realidad que tantas veces se utiliza como insulto, como estigma, que se esgrime con odio, negando lo importante, lo único que importa, esas mujeres son mujeres y punto (lo mismo, por supuesto, vale para los hombres, pero esta novela habla de lo femenino -aunque, obviamente, aparece lo masculino, es imposible desligarlos-).

 

   Minerva Piquero demuestra saber de lo que habla, hay muchos párrafos que golpean con su crudeza al expresar/reflejar sensaciones que, a buen seguro, en algún momento se han adueñado de nosotros, esa es una de sus mayores virtudes: sin desvirtuar ni recurrir a simplificaciones/generalizaciones que tanto daño hacen a la convivencia, a la imprescindible igualdad legal/social, a la justa reivindicación, la novela se empapa de un mensaje claramente feminista y femenino sin pretender dejar fuera a nadie, sin crear guetos ni ahondar en las grietas, todo lo contrario, enarbolando la auténtica bandera del movimiento, sin caer en errores que provocan el efecto contrario (cuando no lo buscan, pero ese es otro debate, otra reflexión, otra crítica que ahora no importan -y que aquí aparece en su justa medida, es decir, como telón de fondo, como caldo de cultivo, como pesado lastre-). “Cuando te rompen el corazón la sangre que bombea se vuelve de plomo, y las venas ya no pueden sujetarla, por eso el cuerpo entero se desmadeja y uno camina arrastrándose lastimoso, cabizbajo, moribundo”, así lo cuenta Cora, una de las dos narradoras de Nacida libre, y resulta muy sencillo empatizar con ella, por más que hasta en esto los hombres hayamos tenido unos privilegios (creo que, por desgracia, debería utilizar el verbo en presente), también un castigo puesto que se supone que no lloramos, no sufrimos, estamos por encima de lo que se tilda de sentimentalismos, “es una cobardía que ninguno debe hacer, que, por mucho sufrimiento que haya dentro de sus vidas, en los hombres hay heridas que nunca se dejan ver”, como cantaba Raphael para reivindicar que, “se diga lo que se diga”, lloramos también cuando perdemos el amor. Pero a pesar de la magnífica canción de los hermanos García Segura (primer gran éxito, por cierto, del de Linares, o sea, que había muchos que estaban deseando volver fuente sus ojos como Maruja Limón sin sentir vergüenza por/de ello), no podemos negar que el fracaso/la necesidad de una relación se echa sobre los hombros de la mujer, se la considera como poco sospechosa si se muestra independiente, fuerte, capaz, autónoma, creativa, creadora, satisfecha y realizada más allá de las cárceles de oro (y, con perdón, de mierda y miseria que son las que abundan) a las que son reducidas en el esquematismo machista/misógino que ha imperado durante siglos: “Cuánto miedo da asomarse al abismo de la nada. Mirarse al espejo y tener el valor de enfrentarse a esa mirada que todo lo muestra, que no podemos engañar, que nos desnuda el alma”, sí, Cora, os han educado (ejem) para sentirlo, para que creáis que ahí no hay nada, pero la mirada puede cambiar, debe hacerlo, al principio hay que ser valiente, después también (lo siento, Jake, pero aún no es tan sencillo), pero con muchas como tú conseguiremos que un día dejemos de aplaudir novelas como Nacida libre por el valor (en su más pura esencia) para hacerlo por sus valores.

 

   Cora se redescubre, se reinventa, se da nuevas oportunidades, se pone en marcha y nos regala páginas desternillantes (que invitan a la reflexión, ahora con ello) y plenamente sexuales, ese territorio con tantos tabúes que reventar, con tantos mitos que derribar, con tantos fantasmas (en ambos sentidos) que exorcizar, esa parte de nosotros a la que atender y satisfacer con la misma naturalidad que al resto, ese instinto al que dar rienda suelta sin prejuicios ni maniqueísmos, esa liberación que sentir, ese gozo que alimentar, ese inicio rompedor de la novela que muy pronto se integra en el argumento (“El sexo que aparece en la novela no es gratuito”) y se convierte en uno de los pilares básicos, no en vano es una rémora más, un enorme peso que no deja avanzar a la protagonista, un compendio de culpabilidades, traumas, sinsabores y frustraciones que tantas mujeres heredan y les impide disfrutar (eso es pecado/vicio). Y mientras estas escenas se suceden (muy bien dosificadas y, ¡olé tú, Minerva!, muy bien descritas, con viveza, jadeos, morbo, excitación y éxtasis), como digo, uno se va dando cuenta de lo mucho que aún queda por desterrar, de lo fácil que es caer en la trampa, de cómo, aún sin quererlo, uno emplea un lenguaje agresivo/insultante, claramente superior, como es el hecho de llamar “consoladores” (no te queda otra, bonita) a lo que ya por fin son “estimuladores”, juguetes sexuales que utilizar sin recato (obvio) y sin culpabilidad/ocultamiento. Y ahí es donde aparece Rita, un personaje a idolatrar, una mujer a admirar (con huellas/cicatrices de algo que la autora ha sufrido muy de cerca, en el vídeo de YouTube pueden comprobarlo), una superviviente emocional que puede construir fantasías muy reales porque se ha dado de bruces con lo más tenebroso y se atreve a decirlo en voz alta: “El amor es una falacia, eso decía Rita. «Una mierda que te incrustan desde que naces. Te adoctrinan en esa gran mentira para hacer que todo siga funcionando. La sociedad, el sistema. Princesas. Dragones y valientes caballeros. Ángeles con alas y rosas con bombones. Te quieros y para siempres que nunca duraban. La farsa de una dependencia que te llevaba al deseo de posesión y te hacía creer que, además, tenías derechos sobre esa otra persona. Y un día descubres que el amor es para tontos. Qué paradoja. Te mueres por tener un amor y luego el amor te mata. Así somos de ridículos. Todo son problemas porque al final todo son decepciones. Cuando amas dependes de otra persona. Sufres por ella. La necesitas hasta para respirar. Sufres porque tienes miedo de no ser correspondido, miedo de que no te piense a todas horas como tú haces con ella. Estás todo el día en un estado de idiotez sublime, esclavizado, dependiente, ingrávido, como tocado por el polvo mágico del hada ñoña. Pero estos polvos mágicos caducan. El amor siempre se acaba. Y cada vez cuesta más volver a pegar todos los trocitos de tu desmadejado corazón. Nada se rompe como un corazón». Yo sabía lo que era eso”.

 

   La otra narradora de la novela es Valentina, “una mujer olvidada por Dios y castigada por los hombres a pedir perdón el resto de su vida por ser lo que era”, llega a España huyendo de México, de una familia y un entorno que la tratan como una abominación, como un monstruo, porque en su documentación figura otro nombre y otro sexo –“Rubén Mendoza, así fui bautizado por mi mamá”-, sólo ha recibido el cariño y las enseñanzas de su abuela, mujer sabia que le transmite aquello que Minerva Piquero defiende y alienta su novela, de ahí el título –“Nacida libre es una actitud”-: “Nana Sara me enseñó que si la serpiente moría, el cascabel quedaba pegado a la piel. Las serpientes mudan la piel muchas veces a lo largo de su vida para poder crecer. Una vez que son adultas pueden hacerlo hasta cuatro veces al año. Las culebras no son como el resto de los reptiles, a veces necesitan volver a cambiar de piel para poder curarse una herida o una quemadura. Solo cambiarse la piel les permite seguir vivas”. Y de eso se trata: de aprender a mudarla y a no sentirse mal por ello, es una cuestión de crecimiento, de maduración, de supervivencia, de transformarse en aquel/aquella que queremos ser, sin chantajes emocionales, sin peajes, sin cortapisas, sin negarnos a nosotros mismos, sin morir, sin matarnos (renunciar a nuestros sueños, a la verdad que fluye por nuestras venas, es la condena más terrible y provoca una muerte muy lenta, agónica, dolorosa más allá de cualquier umbral): Minerva Piquero no da fórmulas magistrales porque no existen, no diseña un cuento de hadas, no ilumina lo que siempre va a ser tenebroso, pero construye una novela que impulsa, anima, apoya, grita, da visibilidad, demanda una sociedad más igualitaria, más justa, donde ser libre sea sencillo, un derecho y no un castigo, por más que, como ella recuerda, “la libertad, al menos al principio, es un camino de soledad”. Qué fantástico poder hacerlo y sentirse acompañado con Nacida libre en el corazón.