Cuando Jake Gyllenhaal y su cuñado Peter Sarsgaard visitaron Madrid para
presentar la tan decepcionante Jarhead dirigida por Sam Mendes, en uno
de esos encuentros con la prensa (sí, hay un término en inglés para ellos pero
lo rehúyo todo lo que puedo) en que, a pesar del siempre escaso tiempo y de ser
unos cuantos a preguntar (en esta ocasión creo que ocho -y hasta puede que
alguno más-), se establece un cierto vínculo más íntimo y cercano de lo
habitual (gracias en gran medida a la disposición de las estrellas que se
prestan a ello con amabilidad y profesionalidad), intenté resumir sus a mi
juicio muy interesantes y plausibles carreras diciendo que ambos solían estar
vinculados a proyectos que podían ser denominados valientes, cintas que de un
modo u otro defendían libertades, estaban muy recientes los estrenos de Brokeback
Mountain y Kinsey (en realidad, la primera aún no había llegado a
España, lo haría poco después, pero algunos periodistas la vimos cuando Ang Lee
pasó por el Festival de Valladolid y tuvimos el inmenso honor/placer de
entrevistarle), no hacía falta remontarse muy atrás, me preguntaba si ellos buscaban
especialmente películas de ese tipo o se las ofrecían de manera natural, tal
vez debido a lo señalado. Gyllenhaal tomó inmediatamente la palabra y, con unos
ojos penetrantes e hipnóticos que miraban de frente al interlocutor, me replicó
que ojalá esos y otros títulos no tuvieran que ser calificados de ese modo
porque todo estuviese más normalizado, no se siguiera considerando peligroso (y
hasta ilegal, matizó con ahínco) demostrar el amor, practicar sexo consensuado
entre adultos sin prohibiciones ni estigmas; lo cierto es que durante un
momento me pareció que le había molestado mi afirmación y me la estaba reprochando,
pero muy pronto dejó claro que comprendía la intención de mi comentario, que su
respuesta un tanto desabrida iba dirigida a quienes habían hecho una campaña furibunda
contra los filmes citados y otros similares; de todos modos, me apresuré a
aclararle que estaba completamente de acuerdo con su reflexión y que, en todo
caso, lo que pretendía era transmitirles mi agradecimiento por promover/facilitar
con su participación (aunque sería más preciso decir implicación, ambos han
dejado clara en multitud de ocasiones su posición claramente activista con
respecto a determinados temas) que llegasen a buen puerto (y a los cines)
películas así. Mientras recogíamos micrófonos, grabadoras, cuadernos y demás
para dejar el salón despejado para el grupo siguiente, puesto que, como digo,
ambos se mostraron en todo momento cercanos y atentos, en ese inglés
macarrónico que se vuelve más fluido cuando tengo delante a alguien a quien
admiro, repetí lo dicho a un muy sonriente y atractivo (por qué ocultarlo)
Gyllenhaal y aproveché para decirle que, aunque ambos me parecían grandes
actores, saludase de mi parte a su hermana Maggie porque me parecía maravillosa
en todo lo que hacía dentro y fuera de la pantalla; él sonrío aún más
abiertamente, los ojos le brillaron de un modo especial, dijo a boca llena que
era la mejor y que, “you know”, era alguien muy importante tanto para él
como para Peter (su pareja desde dos años antes, aún siguen juntos -y
casados-).
Me he marcado esta historieta de viejo periodista como extenso introito
porque en todo este tiempo (el encuentro, si no recuerdo mal, tuvo lugar en
diciembre de 2005) he recordado en más de una ocasión el lamento del actor,
ante muchas (y, precisamente por ello, se me antojan demasiadas) obras
artísticas he sentido ese escalofrío, esa rabia porque aún sea necesario
demandar derechos, reclamar libertades, enfrentar injusticias, afrontar
tragedias, topar contra impunidades (iba a escribir “aparentes”, pero por
desgracia son reales -y abundantes-), denunciar crímenes de diversos tipos,
dolerse y condolerse de que se trate de historias reales aunque se pretendan
ficticias, extraídas de lo más hondo de corazones torturados, desposeídos del
placer, enseñados a cohibirse, a anularse, a negarse, a flagelarse, crueldades cotidianas
que en muchos casos son bien conocidas y consentidas/promovidas/encubiertas
(cuando no igualmente cometidas) por muchos que callan, ocultan, desmienten,
niegan, disimulan, miran hacia otro lado, esconden la basura moral debajo de la
alfombra, esgrimen abstrusas justificaciones sobre el funcionamiento de la
empresa/sistema/sociedad, aplastan sin recato laboral, económica, social,
íntimamente a personas a las que niegan su derecho a ser. Precisamente como un
canto a esto último ha concebido la periodista Minerva Piquero su primera
novela, Nacida libre, publicada en octubre de 2019 por Ediciones Alfar,
sobre la que pudimos por fin (estaba previsto hacerlo a principios de año, pero
hubo que retrasarlo y después ya saben lo que pasó/está pasando) conversar con
ella los miembros del club de lectura en un encuentro vía Zoom coordinado por
mi Pepa Muñoz (si lo desean, pueden verlo en YouTube, es jugosísimo y
apasionante, es fabuloso ver a la magnífica comunicadora en acción: https://www.youtube.com/watch?v=LOvHJo3v1B0),
un libro que nace “de mi propia rebeldía”, que da voz a muchas mujeres,
destacando aquellas a las que se les pretende negar su verdad, su identidad, su
femineidad (y por desgracia son otras mujeres las que atacan con mayor saña,
las que se sienten amenazadas sin razones para ello, las que se reducen a sí
mismas a algo que habría que tildar de anecdótico si les parece tan fácil de
borrar), aquellas que son perseguidas, castigadas, encerradas, expulsadas,
consideradas aberraciones y otras cosas aún peores por atreverse (de nuevo esa
valentía que no debería ser necesaria, que no debería exigirse, que no tendría
que pagarse tan caro -incluso con la vida-), es decir, las mujeres transexuales,
realidad que tantas veces se utiliza como insulto, como estigma, que se esgrime
con odio, negando lo importante, lo único que importa, esas mujeres son mujeres
y punto (lo mismo, por supuesto, vale para los hombres, pero esta novela habla
de lo femenino -aunque, obviamente, aparece lo masculino, es imposible
desligarlos-).
Minerva Piquero demuestra saber de lo que habla, hay muchos párrafos que
golpean con su crudeza al expresar/reflejar sensaciones que, a buen seguro, en
algún momento se han adueñado de nosotros, esa es una de sus mayores virtudes:
sin desvirtuar ni recurrir a simplificaciones/generalizaciones que tanto daño hacen
a la convivencia, a la imprescindible igualdad legal/social, a la justa
reivindicación, la novela se empapa de un mensaje claramente feminista y
femenino sin pretender dejar fuera a nadie, sin crear guetos ni ahondar en las
grietas, todo lo contrario, enarbolando la auténtica bandera del movimiento,
sin caer en errores que provocan el efecto contrario (cuando no lo buscan, pero
ese es otro debate, otra reflexión, otra crítica que ahora no importan -y que
aquí aparece en su justa medida, es decir, como telón de fondo, como caldo de
cultivo, como pesado lastre-). “Cuando te rompen el corazón la sangre que
bombea se vuelve de plomo, y las venas ya no pueden sujetarla, por eso el
cuerpo entero se desmadeja y uno camina arrastrándose lastimoso, cabizbajo,
moribundo”, así lo cuenta Cora, una de las dos narradoras de Nacida libre,
y resulta muy sencillo empatizar con ella, por más que hasta en esto los
hombres hayamos tenido unos privilegios (creo que, por desgracia, debería
utilizar el verbo en presente), también un castigo puesto que se supone que no
lloramos, no sufrimos, estamos por encima de lo que se tilda de
sentimentalismos, “es una cobardía que ninguno debe hacer, que, por mucho
sufrimiento que haya dentro de sus vidas, en los hombres hay heridas que nunca
se dejan ver”, como cantaba Raphael para reivindicar que, “se diga lo
que se diga”, lloramos también cuando perdemos el amor. Pero a pesar de la
magnífica canción de los hermanos García Segura (primer gran éxito, por cierto,
del de Linares, o sea, que había muchos que estaban deseando volver fuente sus
ojos como Maruja Limón sin sentir vergüenza por/de ello), no podemos negar que
el fracaso/la necesidad de una relación se echa sobre los hombros de la mujer,
se la considera como poco sospechosa si se muestra independiente, fuerte,
capaz, autónoma, creativa, creadora, satisfecha y realizada más allá de las
cárceles de oro (y, con perdón, de mierda y miseria que son las que abundan) a
las que son reducidas en el esquematismo machista/misógino que ha imperado
durante siglos: “Cuánto miedo da asomarse al abismo de la nada. Mirarse al
espejo y tener el valor de enfrentarse a esa mirada que todo lo muestra, que no
podemos engañar, que nos desnuda el alma”, sí, Cora, os han educado (ejem)
para sentirlo, para que creáis que ahí no hay nada, pero la mirada puede
cambiar, debe hacerlo, al principio hay que ser valiente, después también (lo
siento, Jake, pero aún no es tan sencillo), pero con muchas como tú
conseguiremos que un día dejemos de aplaudir novelas como Nacida libre por
el valor (en su más pura esencia) para hacerlo por sus valores.
Cora se redescubre, se reinventa, se da nuevas oportunidades, se pone en
marcha y nos regala páginas desternillantes (que invitan a la reflexión, ahora con
ello) y plenamente sexuales, ese territorio con tantos tabúes que reventar, con
tantos mitos que derribar, con tantos fantasmas (en ambos sentidos) que exorcizar,
esa parte de nosotros a la que atender y satisfacer con la misma naturalidad
que al resto, ese instinto al que dar rienda suelta sin prejuicios ni maniqueísmos,
esa liberación que sentir, ese gozo que alimentar, ese inicio rompedor de la
novela que muy pronto se integra en el argumento (“El sexo que aparece en la
novela no es gratuito”) y se convierte en uno de los pilares básicos, no en
vano es una rémora más, un enorme peso que no deja avanzar a la protagonista,
un compendio de culpabilidades, traumas, sinsabores y frustraciones que tantas
mujeres heredan y les impide disfrutar (eso es pecado/vicio). Y mientras estas
escenas se suceden (muy bien dosificadas y, ¡olé tú, Minerva!, muy bien
descritas, con viveza, jadeos, morbo, excitación y éxtasis), como digo, uno se
va dando cuenta de lo mucho que aún queda por desterrar, de lo fácil que es
caer en la trampa, de cómo, aún sin quererlo, uno emplea un lenguaje
agresivo/insultante, claramente superior, como es el hecho de llamar “consoladores”
(no te queda otra, bonita) a lo que ya por fin son “estimuladores”, juguetes
sexuales que utilizar sin recato (obvio) y sin culpabilidad/ocultamiento. Y ahí
es donde aparece Rita, un personaje a idolatrar, una mujer a admirar (con huellas/cicatrices
de algo que la autora ha sufrido muy de cerca, en el vídeo de YouTube pueden
comprobarlo), una superviviente emocional que puede construir fantasías muy
reales porque se ha dado de bruces con lo más tenebroso y se atreve a decirlo
en voz alta: “El amor es una falacia, eso decía Rita. «Una mierda que te
incrustan desde que naces. Te adoctrinan en esa gran mentira para hacer que
todo siga funcionando. La sociedad, el sistema. Princesas. Dragones y valientes
caballeros. Ángeles con alas y rosas con bombones. Te quieros y para siempres
que nunca duraban. La farsa de una dependencia que te llevaba al deseo de
posesión y te hacía creer que, además, tenías derechos sobre esa otra persona.
Y un día descubres que el amor es para tontos. Qué paradoja. Te mueres por
tener un amor y luego el amor te mata. Así somos de ridículos. Todo son
problemas porque al final todo son decepciones. Cuando amas dependes de otra
persona. Sufres por ella. La necesitas hasta para respirar. Sufres porque
tienes miedo de no ser correspondido, miedo de que no te piense a todas horas
como tú haces con ella. Estás todo el día en un estado de idiotez sublime,
esclavizado, dependiente, ingrávido, como tocado por el polvo mágico del hada
ñoña. Pero estos polvos mágicos caducan. El amor siempre se acaba. Y cada vez
cuesta más volver a pegar todos los trocitos de tu desmadejado corazón. Nada se
rompe como un corazón». Yo sabía lo que era eso”.
La otra narradora de la novela es Valentina, “una mujer olvidada por
Dios y castigada por los hombres a pedir perdón el resto de su vida por ser lo
que era”, llega a España huyendo de México, de una familia y un entorno que
la tratan como una abominación, como un monstruo, porque en su documentación figura
otro nombre y otro sexo –“Rubén Mendoza, así fui bautizado por mi mamá”-,
sólo ha recibido el cariño y las enseñanzas de su abuela, mujer sabia que le
transmite aquello que Minerva Piquero defiende y alienta su novela, de ahí el
título –“Nacida libre es una actitud”-: “Nana Sara me enseñó que si la
serpiente moría, el cascabel quedaba pegado a la piel. Las serpientes mudan la
piel muchas veces a lo largo de su vida para poder crecer. Una vez que son
adultas pueden hacerlo hasta cuatro veces al año. Las culebras no son como el
resto de los reptiles, a veces necesitan volver a cambiar de piel para poder
curarse una herida o una quemadura. Solo cambiarse la piel les permite seguir
vivas”. Y de eso se trata: de aprender a mudarla y a no sentirse mal por ello,
es una cuestión de crecimiento, de maduración, de supervivencia, de transformarse
en aquel/aquella que queremos ser, sin chantajes emocionales, sin peajes, sin
cortapisas, sin negarnos a nosotros mismos, sin morir, sin matarnos (renunciar
a nuestros sueños, a la verdad que fluye por nuestras venas, es la condena más
terrible y provoca una muerte muy lenta, agónica, dolorosa más allá de
cualquier umbral): Minerva Piquero no da fórmulas magistrales porque no existen,
no diseña un cuento de hadas, no ilumina lo que siempre va a ser tenebroso,
pero construye una novela que impulsa, anima, apoya, grita, da visibilidad,
demanda una sociedad más igualitaria, más justa, donde ser libre sea sencillo,
un derecho y no un castigo, por más que, como ella recuerda, “la libertad,
al menos al principio, es un camino de soledad”. Qué fantástico poder
hacerlo y sentirse acompañado con Nacida libre en el corazón.