Cosa bastante extraña en mí, hoy comenzaré citando a Fernando Trueba,
señor del que suelo discrepar bastante en su vida civil y del que sólo aprecio algunas
de sus películas como director, pero nunca me han dolido prendas para reconocer
el logro de alguien por quien no tengo demasiadas simpatías si así lo considero
o viceversa con alguna persona que goza de mi mayor crédito cuando encuentro que
se ha equivocado o no ha llegado a la altura esperada; en este caso, por un
lado estuvo la alegría de ver Belle
Époque, filme que adoré desde el primer visionado en la multitudinaria
presentación a la prensa llevada a cabo en Madrid (se tenían los mejores
auspicios y su carrera comercial y crítica los confirmó e incluso superó),
alzarse con el Oscar a la mejor película en habla ni inglesa del año (una
edición copada, por cierto, por el cine oriental, aunque sólo El banquete de boda de Ang Lee estaba a
la altura de la cinta española –y tal vez la superaba, eso es cuestión de
preferencias, gustos y/o matices-) y poco después del anuncio hecho por Anthony
Hopkins llegó el segundo momento glorioso, el imperecedero, cuando Fernando
afirmó que no sabía si creía en Dios pero siempre lo había hecho en Billy
Wilder. Lo cierto es que uno cada vez tiene menos claro en qué cree, cómo imagina
la vida trascendente, si hay o deja de haber algo más allá, pero cree a pies
juntillas, con fe irredenta que no hace sino apuntalarse y reforzarse cuando
encuentra nuevos dioses a los que rendir culto o nuevas razones para mantener
vivos los ya existentes, y éstos se encuentran entre escritores, músicos,
pintores, personas relacionadas con las artes y, por supuesto, actores. Y
resulta que hace pocos días volví a sentirme imbuido del aire ceremonial del
hecho teatral, de su ritual, de su capacidad para subyugar, de su permanente
provocación en el sentido en que lo defiende la inmensa Nacha Guevara, una
persona (o varias) que nos apela, nos inquiere, nos necesita, nos involucra,
remueve, motiva, sólo armada con la palabra, recreando, inventando, haciendo
soñar, haciendo teatro porque hay alguien mirando, comunicando con su silencio,
con su atención, con sus reacciones, que es parte activa, que hay
representación porque así se desea desde el patio de butacas; y es que no hay
nada más que inventar, está muy bien seguir innovando, explorando,
manteniéndolo vivo, pero no a costa de que pierda su esencia, su verdad, su
importancia, no maleándolo, dando gato por liebre, convirtiendo en lo central,
en lo único importante, en el núcleo, la figura del llamado/considerado/creído
artista sólo por el nombre, por lo fácil, por lo engreído, por lo aparentemente
novedoso y/o rompedor, por un hecho exógeno que tiene poco que ver con la obra
pretendida (que en tantos casos queda sólo en pretenciosa), quedándose en la
superficie, en el nuevo formato que bien usado puede que añada pero que no debe
hacer perder de vista que lo que el público demanda es teatro y si tengo que
descargarme una aplicación o zarandajas por el estilo, si llegamos al momento
en que realmente no asistes a una función porque todo es virtual o en que, más
allá de vivir una experiencia, es el público el que interpreta, participa, se
convierte en el protagonista, en el artífice, llámenme antiguo, me da igual,
hay gentes válidas y autorizadas para elevar la voz, para señalar con el dedo
al Emperador desnudo –es el caso de Francisco Nieva, llamando a las cosas por
su nombre en Barbarie en el teatro,
artículo publicado por La Razón el pasado mes de febrero-, que se oponen a que
eso sea considerado teatro y vendido como tal –no a que exista, tan sólo se
pide un rigor, un criterio, un no confundir, una preparación, un verdadero amor
por este noble oficio se participe en él desde la disciplina que se haga-. Y,
como digo, las buenas esencias, las mejores, se condensan en Novecento. El pianista del océano, la
versión del texto original de Alessandro Baricco que puede verse en la sala
pequeña del Teatro Español hasta el próximo 15 de junio y que dirige con
sabiduría y buen gusto Raúl Fuertes, sirviendo en bandeja a Miguel Rellán una
de sus interpretaciones más brillantes y medidas, un prodigio de sensibilidad,
comedimiento, naturalidad, una capacidad abracadabrante para adueñarse de la
atención, de la voluntad, del cariño del espectador.
Conocido sobre todo por su enorme talento cómico, ese capaz de
merendarse películas como El bosque
animado o Amanece, que no es poco
(su alma en pena de la primera es estremecimiento puro, grandeza actoral,
conmueve, divierte y permanece en la memoria para siempre), con esa facilidad
para el encasillamiento o la repetición que se tiene en España (y es error
achacable tanto a los directores como al público, que en tantas ocasiones
reclama lo mismo), echamos tierra sobre carreras repletas de hallazgos, de
grandes creaciones, ignoramos el grueso de alguien que, como Miguel Rellán,
lleva en esta aventura casi cincuenta años; no en vano, me pareció la elección
correcta (casi diría natural) para encarnar el personaje al que Fernando
Fernán-Gómez dio vida en El viaje a
ninguna parte, el heredero perfecto para imprimir aún más dignidad, cariño,
admiración, respeto a ese cómico de la legua que a tantos representa en el
monumental texto que el académico decidió regalar al mundo (y teniendo en
cuenta que Miguel aparecía en la película, el círculo se cerraba a la
perfección a la hora de llevar esa historia a las tablas). Y el propio actor
cuenta que no estaba interesado en hacer un monólogo, que tuvo el texto mucho
tiempo arrinconado, “pero como Raúl me insistía, al final decidí leerlo una
noche para, así, poder decirle que no y seguir con mis cosas… Y, claro, no pude
resistirme a Baricco, quedé fascinado, atrapado por esa historia maravillosa y
tuve necesidad de contarla, puede decirse que ya tenía al personaje dentro de
mí: él quiere hablar sobre Novecento, glosar su memoria, y yo mismo sentí que
adquiría una especie de obligación. ¡Y aquí estamos!”. Y, efectivamente, ahí
está él, solo, sin más ayuda que sus manos, su cuerpo, su voz, sus ojos (los
matices que puede sacar de cada miembro, de cada expresión, de cada mínimo
movimiento, son inagotables), puesto que el director quiso ir a la médula, a lo
primigenio, implicar al espectador con honestidad: “El teatro se genera en la
imaginación del que mira, por eso no hay nada en escena, ni el objeto más nimio
porque nos dimos cuenta de que cualquiera elemento era un estorbo: condicionaba
tanto a Miguel como al espectador”. Sin duda, la propuesta se fue concretando
cada vez como un reto mayor pero, en realidad, fue cuando Miguel empezó a
sentirse más cómodo: “Soy amigo de lo verosímil, me encanta lo imaginado, lo
que creas tú, siempre que no sea muy fantasioso porque, al menos en este caso,
sería ir en contra del texto, de la historia, del autor, puesto que una de las
señas de identidad de Baricco es provocar emociones y preguntas, dar libertad
al que lee, aquí al que escucha, al que se sienta enfrente”.
Raúl Fuertes guardó diez años en un cajón esta versión de Novecento (también conocida como La leyenda del pianista en el océano, sobre
todo tras la película de Guiseppe Tornatore inspirada en el mismo texto)
esperando el momento y el intérprete oportunos: “Dirigir es establecer una
mirada y ésta fue cambiando a lo largo del tiempo: llegué a pensar en hacerla
con títeres, en grandiosidades de las que estaba un poco saturado tras mis
experiencias en Islandia y Edimburgo, y decidí sorprenderme, esperar, y todo
cuadró cuando, hablando con Miguel, me di cuenta de que tenía delante lo que
llevaba esperando una década”. Y el caso es que, si uno busca la edición
española de Novecento, aunque no es
exactamente la que suena en escena, puesto que Baricco la concibió como
monólogo tetral, ahora resulta imposible no acompasar la lectura al ritmo, a
los tonos, a la manera de decir y sentir de Miguel Rellán, Max Tooney ya será
siempre él, ese hombre a ratos hundido, otros melancólico, con una sonrisa
franca, chulesca, triste, cohibida, ensoñadora (su paleta de colores no tiene
fin), que sólo con el conjuro de su voz nos hace subir a uno de esos enormes
transatlánticos que a principios del siglo XX hacían la travesía entre Europa y
Estados Unidos y trabar conocimiento con la peripecia vital de ese pianista
único al que se conoce como Novecento, existencia circunscrita a uno de esos
paquebotes, del que jamás querrá bajar porque no conoce otro lugar, porque a
bordo fue encontrado cuando era bebé, porque allí ha encontrado su pasión, su
entrega, su virtuosismo, su fama, porque es donde su leyenda aún adquiere
tintes más míticos; y aunque la iluminación es a ratos incómoda (sobre todo
para un miope como yo), el magnetismo que Miguel ejerce es incuestionable y es
difícil no caer en su red, en su cadencia, en la ternura desbordante que inunda
todo (como señala su director), no dejarse mecer y llevar por sus palabras,
sentir la música (“una de las cosas más bonitas que algún espectador me ha
dicho es que quería hacerse un disco con la música que ha imaginado durante la
función”, cuenta el actor, “ese era el máximo problema de la película de
Tornatore: tenía que concretar, plasmar en imágenes y eso restaba magia al
conjunto”), volver a cautivarse para algo tan enorme en su apabullante
sencillez, en su fragilidad, en su mínima expresión: teatro en estado puro,
texto y actor, mientras uno en la butaca da gracias por poder seguir viviéndolo
como un acontecimiento, como una epifanía, en constante reclinatorio ante los
artistas que nos invitan a soñar.