jueves, 8 de mayo de 2014

PALOMA DE CONCORDIA





   A los amigos los elegimos, es uno de nuestros pocos privilegios, y sin duda podemos ser definidos a través de esas personas con las que nos gusta pasar el tiempo, compartir los malos momentos, los fracasos, los dolores, las angustias (prueba de fuego que hace a más de uno abandonar el barco a las primeras de cambio dejando clara su verdadera condición), con las que sentimos y experimentamos una conexión particular que supera cualquier barrera (hay compañías sinceras, perennes y sustentadoras que no entienden de distancias, mientras que otras son efímeras, endebles, ficticias a pesar de la proximidad, grandes burbujas que estallan para hacer patente la nada que les daba forma); y tiene su intríngulis que sean precisamente ciertas personas que han demostrado con creces no comprender el significado genuino de esa palabra (a la que hay que llenar de contenido cada día, aportar una acepción propia, querer habitar y ejemplificar sin atender a otras razones que a las irracionales –sí, pedazo de oxímoron, pero estoy convencido de que más de uno, el que lo probó como diría Lope de Vega, sabe de lo que hablo-, sin poder ni querer explicarnos el porqué, limitándonos a desarrollarla, sin apuntes ni cuentas de resultados, aprehendiendo las satisfacciones de que tenga lugar), esas que antes o después ponen precio al acto más nimio (recuérdese a Antonio Machado, por favor, y cómo calificaba a los que confundían lo que pone en la etiqueta con lo intangible, con lo que queda, con lo que importa, con lo que es valioso) y sopesan las consecuencias de posicionarse, de apoyar, de defender, y sólo actúan en la dirección que les permite seguir disfrutando de sus privilegios (o sea, haciendo todo lo contrario a lo que es esperable de un amigo, sobre todo porque no lo exiges, no lo demandas, no lo impones, casi puedes llegar a comprender la salvaguarda de sí mismo, pero no es necesario porque se inmola por ti antes de que tengas ocasión de exigirle lo contrario –y no intenta enredarte en explicaciones lastimosas, dar la vuelta a la tortilla, hacerte compartir su retirada, confraternizar con su cobardía, con su endeble actitud, vender humo apelando, precisamente, a la amistad que os une para cimentar su nulidad como tal-). Son esos dogmáticos (de vaya usted a saber qué en realidad), esos totalitarios, esos que sólo ven el haz que les interesa, que ignoran el necesario envés que imprime carácter a aquel, que le da carta de naturaleza, el contrario, lo opuesto (sin que eso implique enfrentamiento: tan sólo la perdida y añorada dialéctica, el diálogo que debería centrar la existencia y que es el auténtico motor que ha hecho avanzar por momentos el periplo del ser humano sobre este mundo), el hecho de que hay luz porque existen las sombras, apreciamos –o deberíamos- las bonanzas porque conocemos las penurias y, en definitiva, regresando como tantas veces a las palabras certeras de Serrat, “cada uno es como es, cada quien es cada cual y baja las escaleras como quiere” y esa variedad es la que hace apasionante el día al día, son esos incapacitados para respetar y añadir matices, para poseer una paleta anímica en la que seguir jugando con los colores básicos y ampliar su gama hasta el infinito, los que osan censurar, denostar, hablar de tus idas de olla (obviaré otras palabras más gruesas o directamente groseras, hirientes, injustas, porque eso supone sepultar un poco más en el olvido a gentes que, por propia decisión, puse muy lejos –aunque, tal vez, volvamos dentro de poco, no a ellas, sino a las sensaciones provocadas por sus actitudes, pero será en otro texto), mover la cabeza con repulsa e incomprensión (aunque tampoco les interesa saber: se sienten más cómodos encastillados en sus esquemas, ciertamente esquemáticos, reduccionistas, maniqueos) cuando expreso mi orgullo por haber conocido y sentirme cercano (amigo es una palabra, como se ha dicho, demasiado importante como para usarla alegremente, pero me consta que la intención de seguir abonándola existe por ambas partes) a una periodista que desborda humanidad, comprensión, conciliación, apertura de miras, sabiduría (de la de verdad, la mundana, la cotidiana, la que nunca deja de expandirse si estamos dispuestos a ello –“será que soy muy cotilla” dice en más de una ocasión y yo me reconozco en esa definición: “Por eso nos hicimos periodistas, ¿no? Porque somos curiosos y tenemos la fortuna de poder saciar en parte ese ansia”-), una verdadera encantadora de serpientes a la que es imposible resistirse (incluso aunque vayas predispuesto a lo contrario: su cordialidad, su temple, su bondad, su capacidad narrativa te desarman en un minuto), una mujer de la que sólo se conoce (y muy someramente) la superficie, a la que se constriñe en un estereotipo que no le corresponde, imagen pública de la que no reniega pero que no la define ni le hace justicia; y es por eso, entre otras cosas, por lo que hoy quiero hablar de mi querida Paloma Gómez Borrero.

   Son ya muchos los años en que nos vamos tropezando aquí y allá, en el ejercicio de la profesión, a veces compartiéndola, otras como autora a la que entrevistar, últimamente como compañera de conversación (nuestros encuentros no son meros compromisos de una promoción: son un disfrute, una alegría, un placer, “Óscar, ¡otra vez! ¡Qué bueno!” –ese fue su saludo hace unos días cuando nos sentábamos a charlar-), siempre como referente por su pulcritud a la hora de informar, todo un descubrimiento para mí, debo reconocerlo, desde el momento en que la acompañé en un taxi hasta los estudios de Radio Intercontinental en 1996 donde nos esperaba Miguel Ángel Yáñez -¡Cuántas cosas buenas a su lado!- para que fuese la invitada especial del Cita a las dos de esa jornada. Yo, y ella lo sabe porque se lo he contado, llegaba a esa ocasión con escepticismo, incluso con prejuicios, nunca he sido muy religioso desde que tuve capacidad para decidir ciertas intimidades por mí mismo, no tenía nada claro cómo enfrentar el diálogo con alguien como Paloma (con alguien con la imagen que yo tenía de ella), por un lado me apetecía la oportunidad de verla de cerca, por otro me podía mi sempiterna curiosidad, quería encontrar mis propios adjetivos, mi habitual diplomacia, la educación que me dieron en casa, me hizo esperarla en la acera con la mejor de mis sonrisas, la que se ensanchó y tornó en franca pocos minutos después, los necesarios para que Paloma extendiese sus redes (en las que nunca pretende confundirte) al asomar por el portal muerta de la risa (“Miguel Ángel me estaba llamando porque no tenía claro si venías a recogerme y yo le decía que me llamó alguien muy simpático que decía que tenía mi libro lleno de pósits, con muchas preguntas que hacerme, y él no lo ha dudado: “Entonces, hablaste con Óscar”. Y, claro, cuando además suena el portero automático y me dices que eres tú, yo le suelto: “Oye, parece que un Óscar está aquí, ahora nos vemos, a no ser que sea un secuestrador muy educado. ¡Qué gracia!”), al iniciar una conversación de igual a igual, tratándome como colega, sin ponerse en un escalón superior, hablando de mil cosas, ninguna relativas a Juan Pablo, amigo, el libro que venía a presentar, interesándose por mi trabajo, por mil cosas ajenas al Vaticano. “En realidad, la mayoría de las veces son los demás los que sacan el tema: se quiera o no, el Papa interesa, ese pequeño Estado en medio de Roma, ese lugar estudiado en Arte, que sale en los telediarios, en mil películas, que rezuma Historia, despierta interés, tiene una aureola propia que no tiene nada que ver con las creencias, nadie es inmune”, y puedo dar fe (nunca mejor dicho, aunque lo que sentí estremecerse en mi interior tuvo más que ver con el vértigo de los siglos, con la belleza que me rodeaba, con esa sensibilidad que llevo tan a flor de piel cuando me enfrento al eco de los que nos antecedieron, cuando me coloco ante cualquier manifestación artística), pude constatar que eso sucede cuando miras ese balcón tantas veces visto en fotos o televisión, esa Basílica impresionante, esa columnata de Bernini que quita los sentidos por su perfección geométrica, por su juego óptico, por su contundente realidad.

   Paloma siempre me pregunta por Pablo, no arruga la nariz, nos dedica los libros a los dos, insiste en que tenemos que ir a verla a Roma (¿Se imaginan tenerla como cicerone? Yo, desde luego, sólo de pensarlo me pongo a temblar por la emoción, porque con ella sería como entrar en el libro de texto al modo en que Mary Poppins se llevaba de excursión a los niños al interior de la baldosa dibujada por Bert), me habla de Madres de película (uno de nuestros reencuentros fue durante la promoción del mismo y se llevó un ejemplar a Roma), es una persona que no niega el saludo a nadie, que no pretende catequizar, que no esconde sus creencias pero no las impone, que acepta la oposición siempre que se cimiente, se explique, mantenga un discurso coherente, huye de lo incendiario, es una Sherezade que sabe tejer la historia para hipnotizarte (el modo en que, regresando de un Premio de Novela Ciudad de Torrevieja, paralizó a todos los que íbamos en su vagón contándonos el día en que pensó que habían asesinado a la revisora del tren de cercanías en que regresaba hacia Roma es digno de una maestra del suspense –es largo, y pierde al escribirse, al margen de que es su anécdota, pero puede que algún día, sobre todo si ella me da permiso, la transcriba-), sus ojos son vivaces, sus manos no paran quietas, es vitalista, infatigable (como va y viene de Roma y sólo estaba en Madrid poco más de un día la cita es a las nueve y cuarto de la mañana, pero cualquiera diría que ha dormido diez horas y te contagia el entusiasmo –“No me digas que este madrugón no te lo pegas por nadie más, que no sé qué decir”, “Es que es cierto, Paloma: ahora, para mi desgracia, tengo demasiado tiempo libre, pero lo de levantarse tan pronto como que no, jajaja. Pero no es un reproche: es necesidad de verte, ganas por estar un rato juntos” “No, si al final me sonrojaré”-). Sé que, de nuevo, habrá alguna voz que me acuse de sufrir el síndrome de Estocolmo, pero no se trata de eso porque lo que me gana es la persona, la colega cariñosa y respetuosa, la conversadora amena, a la que le preocupa poco si hablamos sobre Juan Pablo II: Recuerdos de la vida de un santo, su último trabajo publicado por Plaza y Janés, aunque lo hacemos, por supuesto, ya que gracias a este volumen –“Es una deuda que tenía pendiente, pero tenía muy claro que sólo iba a saldarla cuando le canonizasen; de no haber llegado ese momento, no lo hubiera escrito”- nos enteramos de que el Papa Wojtyla invitó a Liliana Cavani al Vaticano para ver junto a ella su película Francesco (ella, como Pasolini, como Saramago, como Scorsese, como tantos, se hace preguntas al margen de la ortodoxa, no pudiendo resistirse a lo que es una pulsión del ser humano, “y en contra de lo que algunos dicen, yo no lo veo una ofensa, porque su intención es la de comprender, comprenderse, son pensadores que engrandecen su objeto de estudio”, dice Paloma, “y así lo entendía el Papa, por eso quiso poner en común con Liliana lo que ella plasmó en la pantalla… ¡y mira que le dijeron que era como invitar al demonio!”), se reviven momentos muy conocidos a los que la autora aporta su visión, su recuerdo (“Es un libro que he ido anotando en mi corazón, es un archivo emocional, todo lo que no tenía cabida en las crónicas, sensaciones, evocaciones, los detalles esos que tanto me gustan, incluso más que el propio acontecimiento pero es al que toca prestar atención cuando ejerces como periodista”), mantiene sus opiniones (“No me hubiera gustado verle en sus últimos días, sé que no quiso esconder su agonía, que casi exigió aparecer en aquellos momentos terribles, muerto literalmente de dolor, sin poder emitir más que ese sonido gutural estremecedor, pero hubiera preferido no quedarme con esa imagen”), se descubren otros inéditos, insólitos, sorprendentes (“No escondo mi predilección, es comprensible, han sido 27 años y medio muy cerca de él; mi devoción es otra cosa, pertenece a mi intimidad, como debe ser. De todos modos, no quiero imponer ni convencer a nadie de nada: es un libro para los incondicionales, sí, pero no es excluyente, aunque tengo muy claro a quién agradará y a quién no”, y yo le digo que, a pesar de todo, cualquiera que la conoce la quiere y, de nuevo, deja que el candor coloree sus mejillas, mientras que empiezo a echarla de menos y a anhelar un próximo encuentro).