A los amigos los elegimos, es uno de nuestros pocos privilegios, y sin
duda podemos ser definidos a través de esas personas con las que nos gusta
pasar el tiempo, compartir los malos momentos, los fracasos, los dolores, las angustias
(prueba de fuego que hace a más de uno abandonar el barco a las primeras de
cambio dejando clara su verdadera condición), con las que sentimos y
experimentamos una conexión particular que supera cualquier barrera (hay
compañías sinceras, perennes y sustentadoras que no entienden de distancias,
mientras que otras son efímeras, endebles, ficticias a pesar de la proximidad,
grandes burbujas que estallan para hacer patente la nada que les daba forma); y
tiene su intríngulis que sean precisamente ciertas personas que han demostrado
con creces no comprender el significado genuino de esa palabra (a la que hay
que llenar de contenido cada día, aportar una acepción propia, querer habitar y
ejemplificar sin atender a otras razones que a las irracionales –sí, pedazo de
oxímoron, pero estoy convencido de que más de uno, el que lo probó como diría
Lope de Vega, sabe de lo que hablo-, sin poder ni querer explicarnos el porqué,
limitándonos a desarrollarla, sin apuntes ni cuentas de resultados,
aprehendiendo las satisfacciones de que tenga lugar), esas que antes o después
ponen precio al acto más nimio (recuérdese a Antonio Machado, por favor, y cómo
calificaba a los que confundían lo que pone en la etiqueta con lo intangible,
con lo que queda, con lo que importa, con lo que es valioso) y sopesan las
consecuencias de posicionarse, de apoyar, de defender, y sólo actúan en la
dirección que les permite seguir disfrutando de sus privilegios (o sea,
haciendo todo lo contrario a lo que es esperable de un amigo, sobre todo porque
no lo exiges, no lo demandas, no lo impones, casi puedes llegar a comprender la
salvaguarda de sí mismo, pero no es necesario porque se inmola por ti antes de
que tengas ocasión de exigirle lo contrario –y no intenta enredarte en
explicaciones lastimosas, dar la vuelta a la tortilla, hacerte compartir su
retirada, confraternizar con su cobardía, con su endeble actitud, vender humo
apelando, precisamente, a la amistad que os une para cimentar su nulidad como
tal-). Son esos dogmáticos (de vaya usted a saber qué en realidad), esos
totalitarios, esos que sólo ven el haz que les interesa, que ignoran el
necesario envés que imprime carácter a aquel, que le da carta de naturaleza, el
contrario, lo opuesto (sin que eso implique enfrentamiento: tan sólo la perdida
y añorada dialéctica, el diálogo que debería centrar la existencia y que es el auténtico
motor que ha hecho avanzar por momentos el periplo del ser humano sobre este
mundo), el hecho de que hay luz porque existen las sombras, apreciamos –o deberíamos-
las bonanzas porque conocemos las penurias y, en definitiva, regresando como
tantas veces a las palabras certeras de Serrat, “cada uno es como es, cada
quien es cada cual y baja las escaleras como quiere” y esa variedad es la que
hace apasionante el día al día, son esos incapacitados para respetar y añadir
matices, para poseer una paleta anímica en la que seguir jugando con los
colores básicos y ampliar su gama hasta el infinito, los que osan censurar,
denostar, hablar de tus idas de olla (obviaré otras palabras más gruesas o
directamente groseras, hirientes, injustas, porque eso supone sepultar un poco
más en el olvido a gentes que, por propia decisión, puse muy lejos –aunque, tal
vez, volvamos dentro de poco, no a ellas, sino a las sensaciones provocadas por
sus actitudes, pero será en otro texto), mover la cabeza con repulsa e
incomprensión (aunque tampoco les interesa saber: se sienten más cómodos
encastillados en sus esquemas, ciertamente esquemáticos, reduccionistas,
maniqueos) cuando expreso mi orgullo por haber conocido y sentirme cercano
(amigo es una palabra, como se ha dicho, demasiado importante como para usarla
alegremente, pero me consta que la intención de seguir abonándola existe por
ambas partes) a una periodista que desborda humanidad, comprensión,
conciliación, apertura de miras, sabiduría (de la de verdad, la mundana, la
cotidiana, la que nunca deja de expandirse si estamos dispuestos a ello –“será
que soy muy cotilla” dice en más de una ocasión y yo me reconozco en esa
definición: “Por eso nos hicimos periodistas, ¿no? Porque somos curiosos y
tenemos la fortuna de poder saciar en parte ese ansia”-), una verdadera
encantadora de serpientes a la que es imposible resistirse (incluso aunque
vayas predispuesto a lo contrario: su cordialidad, su temple, su bondad, su
capacidad narrativa te desarman en un minuto), una mujer de la que sólo se
conoce (y muy someramente) la superficie, a la que se constriñe en un
estereotipo que no le corresponde, imagen pública de la que no reniega pero que
no la define ni le hace justicia; y es por eso, entre otras cosas, por lo que
hoy quiero hablar de mi querida Paloma Gómez Borrero.
Son ya muchos los años en que nos vamos tropezando aquí y allá, en el ejercicio
de la profesión, a veces compartiéndola, otras como autora a la que
entrevistar, últimamente como compañera de conversación (nuestros encuentros no
son meros compromisos de una promoción: son un disfrute, una alegría, un placer,
“Óscar, ¡otra vez! ¡Qué bueno!” –ese fue su saludo hace unos días cuando nos
sentábamos a charlar-), siempre como referente por su pulcritud a la hora de
informar, todo un descubrimiento para mí, debo reconocerlo, desde el momento en
que la acompañé en un taxi hasta los estudios de Radio Intercontinental en 1996
donde nos esperaba Miguel Ángel Yáñez -¡Cuántas cosas buenas a su lado!- para
que fuese la invitada especial del Cita a
las dos de esa jornada. Yo, y ella lo sabe porque se lo he contado, llegaba
a esa ocasión con escepticismo, incluso con prejuicios, nunca he sido muy
religioso desde que tuve capacidad para decidir ciertas intimidades por mí
mismo, no tenía nada claro cómo enfrentar el diálogo con alguien como Paloma
(con alguien con la imagen que yo tenía de ella), por un lado me apetecía la
oportunidad de verla de cerca, por otro me podía mi sempiterna curiosidad, quería
encontrar mis propios adjetivos, mi habitual diplomacia, la educación que me
dieron en casa, me hizo esperarla en la acera con la mejor de mis sonrisas, la
que se ensanchó y tornó en franca pocos minutos después, los necesarios para
que Paloma extendiese sus redes (en las que nunca pretende confundirte) al
asomar por el portal muerta de la risa (“Miguel Ángel me estaba llamando porque
no tenía claro si venías a recogerme y yo le decía que me llamó alguien muy
simpático que decía que tenía mi libro lleno de pósits, con muchas preguntas
que hacerme, y él no lo ha dudado: “Entonces, hablaste con Óscar”. Y, claro,
cuando además suena el portero automático y me dices que eres tú, yo le suelto:
“Oye, parece que un Óscar está aquí, ahora nos vemos, a no ser que sea un
secuestrador muy educado. ¡Qué gracia!”), al iniciar una conversación de igual a igual,
tratándome como colega, sin ponerse en un escalón superior, hablando de mil
cosas, ninguna relativas a Juan Pablo,
amigo, el libro que venía a presentar, interesándose por mi trabajo, por
mil cosas ajenas al Vaticano. “En realidad, la mayoría de las veces son los
demás los que sacan el tema: se quiera o no, el Papa interesa, ese pequeño
Estado en medio de Roma, ese lugar estudiado en Arte, que sale en los telediarios,
en mil películas, que rezuma Historia, despierta interés, tiene una aureola
propia que no tiene nada que ver con las creencias, nadie es inmune”, y puedo
dar fe (nunca mejor dicho, aunque lo que sentí estremecerse en mi interior tuvo
más que ver con el vértigo de los siglos, con la belleza que me rodeaba, con
esa sensibilidad que llevo tan a flor de piel cuando me enfrento al eco de los
que nos antecedieron, cuando me coloco ante cualquier manifestación artística),
pude constatar que eso sucede cuando miras ese balcón tantas veces visto en
fotos o televisión, esa Basílica impresionante, esa columnata de Bernini que
quita los sentidos por su perfección geométrica, por su juego óptico, por su
contundente realidad.
Paloma siempre me pregunta por Pablo, no arruga la nariz, nos dedica los
libros a los dos, insiste en que tenemos que ir a verla a Roma (¿Se imaginan
tenerla como cicerone? Yo, desde luego, sólo de pensarlo me pongo a temblar por
la emoción, porque con ella sería como entrar en el libro de texto al modo en
que Mary Poppins se llevaba de excursión a los niños al interior de la baldosa
dibujada por Bert), me habla de Madres de
película (uno de nuestros reencuentros fue durante la promoción del mismo y
se llevó un ejemplar a Roma), es una persona que no niega el saludo a nadie,
que no pretende catequizar, que no esconde sus creencias pero no las impone,
que acepta la oposición siempre que se cimiente, se explique, mantenga un
discurso coherente, huye de lo incendiario, es una Sherezade que sabe tejer la
historia para hipnotizarte (el modo en que, regresando de un Premio de Novela
Ciudad de Torrevieja, paralizó a todos los que íbamos en su vagón contándonos
el día en que pensó que habían asesinado a la revisora del tren de cercanías en
que regresaba hacia Roma es digno de una maestra del suspense –es largo, y
pierde al escribirse, al margen de que es su anécdota, pero puede que algún día,
sobre todo si ella me da permiso, la transcriba-), sus ojos son vivaces, sus
manos no paran quietas, es vitalista, infatigable (como va y viene de Roma y
sólo estaba en Madrid poco más de un día la cita es a las nueve y cuarto de la
mañana, pero cualquiera diría que ha dormido diez horas y te contagia el
entusiasmo –“No me digas que este madrugón no te lo pegas por nadie más, que no
sé qué decir”, “Es que es cierto, Paloma: ahora, para mi desgracia, tengo
demasiado tiempo libre, pero lo de levantarse tan pronto como que no, jajaja.
Pero no es un reproche: es necesidad de verte, ganas por estar un rato juntos” “No,
si al final me sonrojaré”-). Sé que, de nuevo, habrá alguna voz que me acuse de
sufrir el síndrome de Estocolmo, pero no se trata de eso porque lo que me gana
es la persona, la colega cariñosa y respetuosa, la conversadora amena, a la que
le preocupa poco si hablamos sobre Juan Pablo
II: Recuerdos de la vida de un santo, su último trabajo publicado por Plaza
y Janés, aunque lo hacemos, por supuesto, ya que gracias a este volumen –“Es
una deuda que tenía pendiente, pero tenía muy claro que sólo iba a saldarla
cuando le canonizasen; de no haber llegado ese momento, no lo hubiera escrito”-
nos enteramos de que el Papa Wojtyla invitó a Liliana Cavani al Vaticano para
ver junto a ella su película Francesco (ella,
como Pasolini, como Saramago, como Scorsese, como tantos, se hace preguntas al
margen de la ortodoxa, no pudiendo resistirse a lo que es una pulsión del ser
humano, “y en contra de lo que algunos dicen, yo no lo veo una ofensa, porque
su intención es la de comprender, comprenderse, son pensadores que engrandecen
su objeto de estudio”, dice Paloma, “y así lo entendía el Papa, por eso quiso
poner en común con Liliana lo que ella plasmó en la pantalla… ¡y mira que le
dijeron que era como invitar al demonio!”), se reviven momentos muy conocidos a
los que la autora aporta su visión, su recuerdo (“Es un libro que he ido anotando
en mi corazón, es un archivo emocional, todo lo que no tenía cabida en las
crónicas, sensaciones, evocaciones, los detalles esos que tanto me gustan,
incluso más que el propio acontecimiento pero es al que toca prestar atención
cuando ejerces como periodista”), mantiene sus opiniones (“No me hubiera
gustado verle en sus últimos días, sé que no quiso esconder su agonía, que casi
exigió aparecer en aquellos momentos terribles, muerto literalmente de dolor,
sin poder emitir más que ese sonido gutural estremecedor, pero hubiera
preferido no quedarme con esa imagen”), se descubren otros inéditos, insólitos,
sorprendentes (“No escondo mi predilección, es comprensible, han sido 27 años y
medio muy cerca de él; mi devoción es otra cosa, pertenece a mi intimidad, como
debe ser. De todos modos, no quiero imponer ni convencer a nadie de nada: es un
libro para los incondicionales, sí, pero no es excluyente, aunque tengo muy
claro a quién agradará y a quién no”, y yo le digo que, a pesar de todo, cualquiera
que la conoce la quiere y, de nuevo, deja que el candor coloree sus mejillas,
mientras que empiezo a echarla de menos y a anhelar un próximo encuentro).