Aún a riesgo de perderse en el camino, de malgastar el tiempo, de
adquirir manías o gustos, aprecios o repulsas tan irracionales y poco
cimentados como lo son la mayoría que desarrollamos en cualquier ámbito de la
vida, de llegar demasiado pronto a unos autores, de escurrirse de la influencia
de otros, de no encontrar nunca el momento para detenerse en este, de abundar
más de la cuenta en aquel, por mucho que sea necesario un faro, una guía, un
oráculo que ilumine nuestro camino (por desgracia, tan escasos los verdaderos
maestros en el arte de envenenarnos con la literatura), es bueno dejarse llevar
de los propios impulsos, de los arrebatos, de las ganas del momento, sentirse
libre para elegir, sin imposiciones, sin que la tarea sea una obligación, una
carga, sino lo que es: un gozo, una constante emoción, una aventura sin final,
una satisfacción permanente (por mucho que lo que ocupe nuestro tiempo nos
desagrade, el resultado, estar inmerso en el proceso, nunca dejará de ser grato
ni de provocar ese agradable cosquilleo durante su realización); ser lector
debe instalarnos en ese estadio en el que queremos perpetuarnos, del que no
queremos salir, esa particular, íntima y propia comunión con el volumen
seleccionado, esa hazaña, esa decepción, ese descubrimiento que sentimos como
algo personal, como inédito hasta que nos sucedió precisamente a nosotros. En
casa siempre hubo muchos libros y no había trabas a que el niño cogiese el que
más le llamase la atención, con la excepción de algunos títulos que el tío
Miguel había colocado en los estantes más altos, alguno incluso con el lomo
hacia dentro, ocultando su identidad, los únicos que forraba con hojas de
periódico cuando los leía o se los prestaba a Pepe el Galleta –así conocido porque trabajaba en Fontaneda-, los que
con el tiempo descubrí eran los subidos de tono, los que versaban sobre clubes
de matrimonios o se centraban en esas a las que a veces la abuela y la señora
Matilde se referían como “bajas pasiones” –qué no sabría uno que prácticamente
nació fan de los melodramas o que tenía libre acceso a series como Hombre rico, hombre pobre, a casi
cualquier contenido televisivo, no había libertinaje ni anarquía, pero tampoco
represión, y eso provoca que se acepte con naturalidad que hay tiempo para
todo, que si no te dejan esos libros en concreto por algo será, y, en realidad,
jamás me llamaron la atención porque, cuando se supone que llegó la edad de
poder leerlos, ya sabía quién era el amante de una tal Lady Chatterley o Emma Bovary
y, claro, habiendo paladeado textos de ese calibre poco podía satisfacerme una
prosa, por llamarla algo, tan burda y mal elaborada (lo único que tenían de
interesante es que eran libros semiprohibidos, editados de tapadillo, que se
encargaban, es decir, una astracanada más de aquel régimen que iba feneciendo
mientras yo crecía)-.
Al margen de esta circunstancia concreta (en la que muchos podrán comprender por qué me sentí Bastian desde las primeras páginas de La historia interminable, por qué adoro esa narración de Michael Ende que algún día, tal y como me prometí en su momento, volveré a leer para reencontrarme con lo que me abdujo a los catorce años –y para cumplir con lo que la primera edición española marcaba, señalaba, refrendaba, aunaba, es decir, el hecho de que era una lectura para cualquier edad y, por eso, Alfaguara publicó un volumen que era a medias un título de su colección infantil y en su otra mitad uno de la dirigida al público adulto-), lo cierto es que hay obras que precisan de un bagaje, de una experiencia, de un conocimiento, y no hablo de esos experimentos, de esos códigos restringidos, de esos cultos al ombligo del autor, de ese fatuo elitismo que presume de no querer ser comercial, sino de sentimientos, sensaciones, universos que requieren una trastienda en el lector, un hábito, una costumbre, algo que no tienen en cuenta ni se preocupan en incentivar, en estimular, en crear, los diferentes programas de estudios que se han ido sucediendo, propiciadores del absentismo lector, continuadores de esa terrorífica máxima que afirmaba (y se ejecutaba y se sigue llevando a cabo) “la letra con sangre entra”, obligando a pasar por el Cantar del Mío Cid sin anestesia, eligiendo los textos más farragosos, las poesías menos estimulantes, imponiendo unos criterios, unos análisis, unas interpretaciones que en muchas ocasiones están totalmente obsoletas, responden a una intención catequizadora, han quedado ampliamente superadas por la realidad, por la Historia, por los investigadores, pero continúan siendo sancionados por pretendidos libros de texto (por panfletos, por propaganda descarada en muchos casos). Pero, sea como sea, agradezco haber sido aquel chaval inquieto, curioso, amante de los libros, apasionado del cine, que siempre fue espoleado para no poner reparos a nada antes de conocerlo y, además, la recepción que uno hace de una obra de arte también depende del estado de ánimo, del momento en que suceda, de los prejuicios o expectativas que no podemos (ni en ocasiones queremos) evitar y, de ese modo, no es insólito que aplaudamos o denostemos algo y que tiempo después hagamos todo lo contrario (lo único que uno se atrevería a exigir –o demandar, para que no suene tan fuerte- es que no haya ningún reparo en reconocerlo, sobre todo cuando hay hemerotecas, videotecas y demás lugares en los que es sencillo encontrar nuestra primera opinión; yo diría que, en contra de lo que algunos piensan y tantos temen, el hecho de desdecirse y argumentar los porqués imprime aún mayor verosimilitud a nuestras palabras, no resultan huecas o tomadas de otros); la revisión, la relectura, una nueva toma de contacto es en ocasiones el mejor refrendo, redoblar el placer, descubrir que la obra está viva, se mantiene, ha crecido, es inabarcable en el sentido de que el tiempo le añade facetas, sorpresas, apreciaciones e, incluso, es como enfrentarse a ella por primera vez. Así lo he sentido al revisar Reflejos en un ojo dorado, la película que John Huston dirigió inspirándose en la novela de Carson McCullers, uno de esos títulos que, como tantos, había visto en televisión, cinéfago impenitente (no me importa que el DRAE no reconozca la palabra: aunque no lo haga nunca, yo seguiré devorando todo el cine que se me ponga por delante, sea en el formato que sea, rodado para el soporte que esté rodado), película de la que no guardaba un recuerdo demasiado bueno: la recordaba un tanto histérica, manierista, con un Marlon Brando muy alejado del mito al que venero, con una Elizabeth Taylor desaforada, una experiencia desasosegante por incómoda, siempre la evocaba como un error de dirección, como desubicada, un envoltorio atractivo que no escondía nada en el interior.
“Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas de los oficiales, cuidadas e idénticas, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas… todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. Pero quizá sean las causas principales del tedio de un puesto militar el aislamiento y un exceso de ocio y seguridad; ya que si un hombre entra en el ejército sólo se espera de él que siga los talones que le preceden.
>>Y a veces pasan también en una guarnición ciertas cosas que no
deben volver a ocurrir. Hay en el Sur un fuerte donde, hace pocos años, se
cometió un asesinato. Los participantes en esta tragedia fueron: dos oficiales,
un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo”.
Así inicia Carson McCullers su narración y los que me conocen
comprenderán por qué devoré Reflejos en
un ojo dorado en apenas un par de días (sí, no es demasiado largo, pero es
una prosa en la que conviene detenerse, saborearla, dejarla que vaya invadiéndote,
que se deslice con facilidad, al fin y al cabo le da un aire de cuento, de
historia contada a un pequeño que no quiere dormir hasta llegar a la
conclusión). Como en otras ocasiones, Pablo me regaló el libro y la película
anteriormente citada, estimulándome a que leyese a una autora a la que sentía
muy lejana, tal vez por no haber captado su esencia o no haber podido conocerla
a través de su traslación fílmica, quizás por esperar algo diferente del filme
o no haber sabido cogerle la onda o, sencillamente, no estar en ella al
desconocer el texto original. El caso es que Carson McCullers me ha dejado sin
aliento, se ha apoderado de mí, ha hablado sin tapujos ni tremendismos de
asuntos muy íntimos, muy personales, esos que todavía provocan ampollas en los
que prefieren esconderlos debajo de la alfombra, fingir indiferencia aunque se
mueren de ganas por dejarse arrastrar, que ensucian lo natural por considerarlo
prohibido o hacerlo inaccesible, propio de animales (¿qué somos nosotros en
realidad?), esos que alzan muros, crean guetos, condenan al ostracismo, a la
desdicha, a la incomprensión, a la clandestinidad; Carson McCullers sabe
exprimir hasta sus últimas consecuencias un tono de evocación, casi de leyenda,
de candor, de calma en la exposición que, precisamente, otorga a su escritura
un valor de denuncia, de demanda, de crítica, de reivindicación de los que la
sociedad que tiene poder para ello margina que no ha perdido un ápice de
vigencia, de furia, de abatimiento de máscaras, de necesidad de estallar: con
una concreción que llega a lo poético en algunos tramos, la novelista se
adentra en lo más profundo, en lo que se agazapa tras capas de hipocresía a las
que se otorga la pátina de buena educación, en los rencores enquistados y cuyas
llagas no dejan de supurar, en el enclaustramiento mental, social y moral al
que conduce esa rutina que se despeña desde lo monótono hasta provocar un
aburrimiento letal del que es imposible despegarse.
Vista tras la lectura, la cinta que dirigió John Huston sigue con gran fidelidad lo que la autora planteaba, se atreve a tocar asuntos que nunca han estado bien vistos en Hollywood (esa pacata doble moral que, en ocasiones, ha sido el mejor caldo de cultivo para obras transgresoras y lapidarias, prueba contundente de la ignorancia y poca perspicacia de la censura), sabe insinuar al modo en que lo hace McCullers, pero falla en el conjunto porque se empeña en mostrar (tal vez como osadía, como descaro, como burla a los vigilantes de la moral) cuando lo sugerido sería mucho más efectivo. A pesar de todo, es una interesante aproximación a un universo muy particular, frágil como la salud de la autora, minúsculo y por eso mismo extensible a cualquiera (esa es la grandeza de los creadores que merecen tal calificativo), con una Elizabeth Taylor idónea para su personaje (sin duda, emparentado con la Martha que venía de encarnar en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, aunque ésta fuese escrita veinte años después), con un Marlon Brando de lo más inadecuado (y aunque nunca dejaré de adorarle –El padrino, La ley del silencio, Un tranvía llamado Deseo-, no dejo de reconocer que cuando se ponía a ello podía resultar el peor actor del mundo), con una ambientación perfecta, con una Julie Harris absolutamente espectacular (otra de esas pequeñas enormes actrices, gran señora en las tablas como sus cinco Tonys avalan, espléndida en pantalla) y un John Huston que a veces pierde el tono, acelera el ritmo sin sentido, se abandona a sus juergas con Brando filmando cualquier cosa, cinta irregular pero nada desdeñable (al fin y al cabo, McCullers exige esa mezcla aunque en imágenes no quede tan perfecta como en sus palabras: y es que si prestamos atención a lo que se refleja en un gran ojo dorado comprobaremos que es algo delicado, pero también grotesco –los antónimos sirven para explicarse mutuamente- y que va a ser lo que ese ojo capte lo que ante los demás lo califique de una manera, de la otra... o de las dos).