Si tuviera que definir en pocas palabras (ese ejercicio tan complicado
para alguien como yo –aunque el micrófono me ha ayudado a saber sintetizar si
la ocasión lo requiere y el tiempo apremia-), si debiera señalar la causa
principal por la que tengo tanta querencia por el formato del magazín, al
margen de por la experiencia, de haberle dedicado tantas horas, de sentirme
como pez en el agua precisamente porque es un territorio muchas veces
explorado, diría sin dudarlo que lo más enriquecedor, lo más estimulante, lo
que lo convierte en una apasionante tarea es su flexibilidad, su permanente
capacidad para la sorpresa, su verdad: requiere mucho trabajo, hay que
prepararlo concienzudamente, no se puede bajar la guardia incluso en el momento
más mecánico, inyecta dosis maravillosamente letales de adrenalina, produce un
gran placer cuando se está fabricando, ofreciendo, viviendo, es irrepetible,
incluso aunque pueda resultar de lo más convencional (en el fondo, no hay nada
que inventar, sólo pillarle el punto, cogerle el aire, imprimir un sello propio
–o intentarlo- colocándose bajo los auspicios de los grandes radiofonistas que
en el mundo han sido, haciendo lo que algunos tildan de “radio antigua”, malentendiendo
como “moderna” la que sobrecarga de sonidos, de trucos, de distorsiones, de
arabescos que la mayoría de las veces no suponen sino “ruido”, en el sentido en
que se emplea la palabra en nuestro oficio, cuando en realidad se limita a
acelerar y multiplicar recursos, pero en su base es clavadita a aquella de la
que intenta distanciarse –por eso hay muy pocos que la hagan bien y, además,
logren comunicar, trasciendan la escaleta plagada de indicaciones, la rigidez
del guión-, enamorarse cada día de la palabra, la conversación, la música, el
pulso de la vida marcado por la luz roja que indica que se está en el aire), es
recoger aquella máxima de los maestros a la hora de colocarse frente a un
público (se haga en el ámbito que se haga), “la mejor improvisación es la
ensayada”, poner todos tus resortes, tus conocimientos, tu experiencia al
servicio del programa, del invitado, ir haciendo kilómetros, atesorando
reacciones, intentando no viciarse ni caer en la monotonía (por mucho que, es
natural, pueda haber un contenido, una entrevista, un momento que no te guste,
que no te pellizque, que ni te implique –no es culpa del oyente ni debe
percibirse la desgana (excepto que sirva para expresar el desagrado ante
ciertos discursos o determinadas circunstancias en las que, para no perder el
oremus, mejor escudarse en la indiferencia que dejar salir lo que puja por
hacerlo, pero que un buen profesional debe guardarse para su vida privada)-);
son muchas las ocasiones en que echo la vista atrás (a veces sólo me hacía
falta salir del estudio) y me recrimino no haber tenido más cintura o mejor
capacidad de reacción o haber sabido trenzar con más brío mi opinión o haberme
expresado con más claridad, es inevitable no estar siempre a la altura que se
debe, pero esa es parte de la magia: querer estar un poco por delante,
anticipando, reconociendo tonos, derivas, idas de olla, aplicando los mil y un
recursos aprendidos, sabiendo que en esta carrera de fondo nunca se deja de
aprender y, por eso, es tan enriquecedor, excitante, único, participar en un
magazín, dar en cada emisión el triple salto mortal (y ser consciente de que a
veces tú mismo te olvidaste de poner la red de seguridad).
Así, por ejemplo, jamás olvidaré la llegada al estudio de Edith Salazar,
pletórica, entregada, jacarandosa, espléndida, arrastrando a su chihuahua, Blacky, temblorosa, desconfiada,
intentando ubicarse, porque “cuando iba a cerrar la puerta empezó a ladrar
desconsolada y me dio un no sé qué… Además, a estas horas de la noche, pensé
que a mi regreso iban a estar esperándome mis vecinos para lincharnos a las
dos, jajajaja. Lo siento, veras que en cuanto se tranquilice no da nada de guerra”.
Y comenzó la entrevista, tan sólo emitió un breve ladrido y algún suave gañido,
la perrita no se manifestaba (su presencia casi fue imperceptible para los
oyentes, más allá de esos sonidos y de que nosotros la desvelamos para
justificar que Edith, en un momento dado, pudiese perder el hilo de la
conversación) pero no dejaba de olfatear aquí y allá, intentaba zafarse de la
correa con que Edith intentaba refrenar sus lógicos deseos de inspeccionarlo
todo, sin abandonar el temblor al sentirse un tanto desvalida, sin comprender
qué pasaba y por qué su dueña no paraba de hablar, carcajearse, departiendo
amigablemente con esos desconocidos, hasta que en un momento dado, comprobando el
azoramiento de la artista aunque todo se desarrollaba con normalidad, me
agaché, cogí a Blacky por sorpresa,
sin darle tiempo a reaccionar, y la cobijé en mi regazo, donde se sintió cómoda
inmediatamente tras dedicarme un gesto de estupor y reconocer el terreno con su
hocico (eso de que los perros se reconocen sigue funcionando, jajaja), desde
donde asistió al resto de la entrevista, en la que Edith, con su generosidad
habitual, entonó a capela un bolero y nos desarmó con la contundencia de su voz,
se mostró todo lo artista que es, y en la que me lo pasé de miedo mientras de
vez en cuando acariciaba a mi inesperada compañera. Desde entonces, en todas
las oportunidades en que repetíamos la experiencia, Blacky acompañaba a su ama para ser la testigo más directa y
cercana de la charla, bien recuperando su puesto de honor sobre mis piernas (y
no saben lo bien que se hace una entrevista de ese modo), bien sobre las de
Paulo, el marido de Edith, cuya presencia tiene efectos balsámicos en la
chihuahua; sin embargo, el otro día Edith vino sola puesto que habíamos quedado
en una cafetería para que me pusiera al día de lo que más que un proyecto ya es
una realidad: sus conciertos íntimos en el teatro Alcázar de Madrid (sí, ya sé
lo del nuevo nombre, lo hemos comentado muchas veces, pero todo el mundo sabe
de qué local hablamos y lo encuentran a la primera aunque sólo escriban esa
palabra) durante los jueves del mes de junio.
“Llevaba dos años sin cantar en Madrid y, chico, por un lado me apetecía
mucho, claro, pero es que además ha habido gente que ha llegado a decirme que
pensaba que me había retirado de los escenarios”, me dice Edith, con el lógico
disgusto de una artista que se siente arrinconada y, por otro lado, sólo
considerada cantante, “cuando yo, de verdad, lo que soy es música, compositora,
investigadora, creo que ofrezco muchas facetas, no reniego de ninguna, pero me
gustaría ser más valorada en las que no tienen la misma proyección que salir a
cantar”. Aunque reconoce estar muerta de miedo –“en realidad, nunca quieres
perderlo: supone respeto por el público, asunción de tu responsabilidad,
tomarte las cosas en serio”-, no dudó en aceptar la propuesta de, en principio,
actuar cuatro jueves y retomar el contacto con el escenario; mujer de recursos
(lo que decíamos antes: hay que improvisar, continuar, no plegarse a lo
escrito), topando con el terrible y castrador IVA cultural, con lo inestable
del mercado, con lo impredecible de la recepción del público, Edith comenzó a
reducir, a prescindir, a eliminar costes y, al final, “por mucho que eche de
menos a la banda”, llegó a la conclusión de que ella y su piano tienen la
suficiente entidad para enfrentarse al patio de butacas, “acompañada, eso sí,
por "Pájaro" Juárez, un fantástico
guitarrista con el que ya grabé el disco de boleros y que conoce mi garganta
mejor que yo misma”. Y así fue naciendo este recital pequeño, minimalista,
íntimo, muy pensado para el público (es un formato para paladear, para dejarse
arrastrar), “todo un regalo para mí, no lo puedo negar, porque me está
permitiendo encontrar nuevos registros, olvidarme del virtuosismo, de la
excesiva dramatización, estoy descubriendo el placer de cantar pequeñito, de no
exagerar, de evitar los aspavientos, de trabajar con las sonoridades, esto es
otra cosa: lo de antes estuvo muy bien, no reniego, seguro que volveré a ello,
pero ahora me apetece trabajar las emociones, sentirlas puras, sin tener que
demostrar nada”. Coincido con ella en que, más allá de esas grandes voces
indiscutibles y poderosas, las que más me cautivan, las que más me llenan son
las que tienen personalidad, las que saben extraer de cada frase todo su
potencial más allá de elevar el volumen, de demostrar capacidades huecas,
gritos y alardes inadecuados o sin sentido, las que expresan: “Sí, cuando
empezaba en esto no comprendía por qué se llamaba La Voz a Frank Sinatra hasta
que empecé a escucharle sin prejuicios ni prisas, hasta que me fui empapando de
sus matices, de su vocalización, de lo que debe ser un intérprete, ese paso más
allá en que la técnica, el aprendizaje, el ensayo no se nota, parece que está
cantando la canción por primera vez… ¡Quién pudiera!”. Y le digo que ella, sin
duda, está capacitada para este ejercicio de desnudez porque, al margen de sus
facultades, de su pundonor, de su maestría, juega a su favor su amplia cultura
musical, su afán por seguir explorando y aprendiendo, su respeto por los demás
artistas: “Nunca me gustó que me llamasen bolerista, por ejemplo, porque no lo
soy, porque tardé mucho en cantarlos y porque los llevé a un terreno en el que
me siento cómoda: el género tiene grandes defensores, yo soy una admiradora
más, pero no puedo evitar, es influencia de mi madre, que aparezca alguno en el
concierto, claro, ¡el público no me lo perdonaría, jajaja!”, pero tampoco ella
quiere perderse la oportunidad de llevar Contigo
aprendí o Bésame mucho hasta sus
últimas consecuencias, extraerles todas las esencias o, por ejemplo,
transformar Resistiré en una canción
abolerada –“He descubierto al Dúo Dinámico como autores y sigo boquiabierta…
¡Qué lujo de letras! De hecho, por indicación de mi compañero José María Íñigo,
también he incorporado al repertorio el "La,
la, la", paseándome por la letra, incorporando otros ritmos al suyo
original, tan pegadizo y precioso”-.
“El directo no te permite corregir, parar, volver a grabar, pero es el
riesgo lo que te mantiene vivo, lo que te ayuda a crecer sobre el escenario,
esa emoción que no quiero perder, que echo tanto de menos, y que me apetece
recuperar pellizcando al público para que me devuelvan multiplicado el sentir”
y por eso sigue probando, ensayando, cambiando el orden de los temas del
concierto, buscando la mejor manera de crear un ambiente agradable y, a buen
seguro, lo conseguirá y, ojalá, estos conciertos íntimos tengan el recorrido
que merece, un espectáculo cambiante al que Edith pueda ir ajustando las
costuras, incorporando canciones, alternándolas, haciendo cada noche un recital
irrepetible, diferente, como por fuerza lo son cuando hay una verdadera artista
que late con los espectadores, “como si estuviera diseñado en especial para
cada uno de los asistentes”. A buen seguro joyas como Love me tender o Yesterday van
a estar cuidadas, pulidas, abrillantadas, con facetas inesperadas y gozosas, al
pasar por la garganta de Edith, al igual que sucederá con The winner takes it all, My Funny Valentine o Moliendo café y será una ocasión propicia para conocer algunas de
sus composiciones, entre ellas dos instrumentales, todo para conocer el inmenso
corazón, las pasiones, aquello que arrebata y estremece a la artista, esa que
desde su piano irá buscando las teclas adecuadas para que el espectador vibre
con ella. ¿De verdad se lo piensan perder?