Por favor, ten paciencia; sé que no es una de tus virtudes, en eso estamos
a la par, tampoco puede decirse que yo haga gala de ella más que en
determinados momentos que, puedes creerme, no dejan de sorprenderme (si a veces
me es tan fácil refrenarme, ¿por qué lo habitual es que suelte una réplica
desabrida y/o a pleno pulmón sin contener un impulso que, lo sé de antemano, va
a llevarme a un lugar que no me satisface? Por eso ando como ando, ahora te lo
cuento). Sin embargo, me consta que eres alguien que sabe escuchar, alguien que
de las palabras de los demás extrae conclusiones certeras que permiten la
resolución de crímenes y otras intrigas, no sólo las obvias (una mujer
asesinada en una sauna como en la novela que terminé hace ya unos días y en la
que vuelves a hacer gala de tus habilidades -y de tus defectos-) sino especialmente
en lo que se refiere a aquellas que se han ido enredando con el paso de los
años, las familiares, las personales, las sociales, las que de un modo u otro
han sido causa de lo que te toca investigar, madejas emocionales a las que
quitas los nudos más apretados con precisión quirúrgica. Hace mucho tiempo que
no hago esto, por más que procuro tener el músculo escritor en forma, por más
que es el único ejercicio que practico a diario (bueno, y los paseos con Fosco
que, puedes creerme, no son cortos -no me reproches nada porque tu mayor e
intensa actividad es la cerebral-), por más que ahora se escribe más que nunca,
todo son mensajes de WhatsApp, textitos de diferente enjundia en las redes (la
mayoría deberían ser llamados con aquel genial neologismo que acuñó Nuria
Barrios en Amores patológicos, es decir, “textículos”), frases sueltas,
comentarios, reflexiones e irreflexiones, ocurrencias y naderías (dejemos fuera
lo por desgracia más abundante, es decir, lo tóxico, lo nefasto, lo delictivo -bastante
tienes con tus casos-), aunque estamos gran parte del día tecleando, por más
que el tráfico postal se haya incrementado/globalizado en el formato
electrónico (o como deba decirse, para muchas cosas soy tan fósil como tú), el
caso es que hemos dejado de escribir cartas, el género epistolar ha caído en
picado o se ha transformado en otra cosa; sí, lo seguimos llamando correo, pero
tú y yo -y muchos más- sabemos que no es lo mismo, que por mucha disposición
que pongas, por muy íntimo que sea el contenido, por más que tengamos oficio en
lo que a la escritura se refiere, lo del e-mail marca una inevitable (y a veces
insalvable) distancia, parece que las palabras/los sentimientos no fluyen del
mismo modo, se estancan, se convierten en impenetrables y, para justificar una
escasa por no decir nula comprensión lectora, incapacidad manifiesta incluso
entre quienes mantienen (mantenemos, todos caemos más de lo debido en el vicio
de leer rápido, mal, de modo incompleto, tergiversando, reinterpretando) muy
vivo el sano hábito de sumergirse en las páginas de un libro, se suele utilizar
el escudo/comodín del público (o de la llamada si alguien se siente señalado),
la endeble justificación de que en las redes/los mensajes no hay tonos y todo
se malinterpreta, excusa un tanto absurda a la que incluso recurren
experimentados escribidores, esos que son capaces de
emocionarnos/conmocionarnos con su obra, esos que saben conectar y transmitir,
como cantaba aquella, con solo una palabra, de quienes captamos sin género de
dudas la ironía, el doble sentido, la ambigüedad buscada, lo que pretendan
(bueno, siempre hay quien no, claro, pero eso es abrir un melón que ahora no
viene a cuento, si es que todo lo anterior es pertinente, motivo por el que
vuelvo a apelar a tu paciencia o, cuando menos, a tu saber escuchar).
Aunque sea algo habitual en quien suscribe, me he enredado más de la
cuenta y ese es el mejor ejemplo de lo que intentaba decirte: hace muchísimo
que no escribo una carta en el sentido más canónico; por más que sea un tanto
redicho y de tecla fácil, por más que conmigo no va desde hace mucho lo de
sujeto, verbo y predicado (excepto en comunicaciones que por su propia
naturaleza requieran laconismo, cuando no plegarse a fórmulas establecidas),
aunque mis emails procuren estar muy elaborados, he perdido la práctica y me
siento un tanto perdido, estoy como Lope de Vega en su día (sin querer/poder
compararme, no creas que estoy tan pagado de mí mismo), sintiéndome en tal
aprieto que la única forma de salir del mismo es ir “burla burlando”
dando salida a las palabras y confiando en tu indudable humanidad (por más que
la camufles, por mucho que evites que los demás la perciban -yo hago lo mismo,
¿te das cuenta de lo mucho que nos parecemos?-). Lo fácil sería no escribir
esta carta, no hay ninguna obligación, no envío misivas desde este ángulo
oscuro del salón, pero quiero que lo sea porque me sirve como desahogo, me
sirve para intentar explicarme, para apelar a tu complicidad, para rogar que
obres tu magia, esa que despliegas de manera innata y con la que consigues, al
margen de encontrar al culpable, despejar borrascas que ennegrecen corazones,
aliviar pesadas cargas emocionales, reconciliar a personas con su pasado, con
su familia, con sus amigos, con ellas mismas, extirpando las malas hierbas,
disolviendo traumas y rencores, despejando futuros. Por eso, Vera, tengo que
escribirte una carta, pero así me lo propuso alguien a quien quiero seguir
llamando (porque es como la siento) “mi” Pepa Muñoz cuando le dije que estaba
leyendo las novelas en que Ann Cleeves te dio vida, las que por fin van
llegando a España gracias a Maeva, en cuanto le comenté que tenía claro el
título del texto (algo imprescindible para ponerme a la tarea), el mismo que
puedes ver ahí en lo alto, se echó a reír, dio una palmada, y lo tuvo muy
claro: “Escríbele una carta”. Y en esas andamos, pero necesito que me
hagas un favor porque en la actualidad Pepa y yo vivimos un alejamiento, un
desencuentro, una ruptura que acepto/admito/me acuso de haber provocado al
dejarme llevar por un arrebato, lo que te decía al principio, es cierto que
algo estalló en mi interior, que como ya he ido desgranando en algún escrito
anterior y en las redes (no tendrás problema en que Joe, Charlie o Holly
recopilen toda la información que puedas necesitar) me sentí agobiado, pero el
único culpable de ello he sido yo, necesitaba espacio, soltar cargas que aunque
no lo fuesen yo había transformado en tales, solté amarras de golpe, más de las
debidas/queridas, en realidad no quería hacerlo, llevaba unos meses acariciando
esa idea, si lo consultaba con alguien (especialmente con Pepa) no me iba a ver
capaz de hacerlo (no porque ella me convenciese de lo contrario, sino porque me
iba a resultar aún más difícil mirándola a los ojos o escuchando sus palabras),
fui drástico, injusto, desproporcionado, lo he dicho muchas veces desde aquel
día y seguiré haciéndolo. Asumo las consecuencias del daño que he hecho, puesto
que yo no quise hablar cuando debí Pepa está en su pleno derecho de zanjar la
cuestión sin más, pero me gustaría que, ahora que estoy más tranquilo y entero,
ahora que mis lágrimas siguen siendo negras pero sólo brotan de vez en cuando,
ahora que conozco su comprensible rabia, su dolor, su desengaño, ahora que la
amistad aún puede salvarse, así lo creo firmemente, me gustaría que le dijeras
que me dé la oportunidad de hablar, aunque sea para echarme a la cara todos los
justos reproches (e incluso los injustos), no se trata de dar pasos atrás, no
se trata de suplicar una tabla rasa, lo del olvido no va conmigo (hay que
aprender de los errores), sino de retomar desde la herida (que he infligido yo,
repito), pedir perdón, aceptar la penitencia, pero intentar que la sentencia no
sea tan inapelable, no la quería así, sé que tiene muchos motivos para
rechazarme, se los he dado, pero creo que ambos los tenemos (y más poderosos,
firmes y sinceros) para escucharnos, para enfadarnos, para pelearnos, para
discutirlo, para ganarnos, para recuperarla. Sé que ella lee tus historias y te
aprecia y valora, tú has sido capaz de abatir muros de incomprensión,
desprecio, resentimiento, olvido, enemistades enquistadas en los árboles
genealógicos, creo que lo nuestro es mucho más sencillo y nadie como tú, Vera,
para acercar posiciones y (re)hermanar corazones, yo no estaría escribiéndote
esta carta de no ser por Pepa, creo que nos lo debes, no me abandones.
Lo cierto es que me dirijo a ti, personaje de novela, pero veo el rostro
de la magnífica actriz Brenda Blethyn, la que te ha dado vida en televisión
durante los últimos diez años (no hace mucho se ha confirmado que empezará a
rodarse en breve la undécima temporada), la que te ha hecho enormemente popular
(aunque, como para tantas cosas, no más que verlo en tu caso y en el de tu
creadora, en España hemos ido con retraso, ¡benditos viajes antes tan frecuentes
a Londres en que descubrir películas y series!), la que te ha hecho justicia,
la que ha captado a la perfección tu idiosincrasia, tus particularidades, tus
imperfecciones, tus oquedades, tus oscuridades, la que te ha dulcificado un
poco (sólo un poquito), a la que resulta imposible no imaginar y escuchar
cuando uno lee alguna de las novelas en que Ann Cleeves te ha dado vida, autora
de la que, por cierto, nos gustaría leer más (guiño -y agradecimiento- a Maeva,
editorial que tanto cuida a los lectores en general con su cuidada selección de
títulos y, en particular, a los amantes del género detectivesco/de
intriga/policiaco/negro). Tu primera aparición tuvo lugar en Una trampa para
cuervos (publicada en España con traducción de Esther Roig hace seis años, quince
después de su lanzamiento en Reino Unido), en realidad eras un personaje
secundario, muy potente, impactante, decisivo en la trama, pero la autora tardaba
en presentarte y, de hecho, no decía tu nombre ni tu cargo ni qué pintabas
hasta algunas páginas después, sin embargo te dibujaba de una manera asombrosa,
no sé si tendría previsto continuar contigo (de hecho, pasaron seis años hasta
que te recuperó para otra novela), pero no puede dudarse de que te tenía muy
clara, sabía bien quién y cómo eras, te hacía irrumpir de esta manera: “Era
una mujer de cincuenta y pico años. La primera impresión era la de una
pordiosera que venía de la calle. Llevaba un gran bolso de piel colgado al
hombro y una bolsa de supermercado en una mano. Tenía la cara grisácea y con
manchas. Llevaba una falda hasta la rodilla y un jersey largo con los bolsillos
llenos. Iba sin medias. A pesar de todo, afrontaba la situación con tal
seguridad y aplomo que todos dieron por sentado que tenía derecho a estar allí”.
Cuando completaba el retrato aún no desvelaba tu identidad, se la reservaba
hasta que tú misma te presentabas unas cuantas líneas más adelante, pero a esas
alturas el lector ya se encuentra cautivado por y prisionero de lo que Ann
Cleeves cuenta, también de ti, tanto aquel que te espera por conocerte a través
de la televisión como el que, de repente, se topa con toda una creación, un
personaje inolvidable desde ese mismo momento: “Era una mujer robusta, una
buena osamenta cubierta con generosidad, una nariz bulbosa, pies grandes, de
hombre. Llevaba las piernas al aire y sandalias de piel. Los dedos, cuadrados,
estaban sucios de barro. Tenía la cara enrojecida y llena de manchas, por lo
que Rachael pensó que debía de sufrir de algún tipo de enfermedad cutánea o
alergia. Llevaba un impermeable de plástico transparente y se quedó quieta,
goteando agua de lluvia en el suelo, con los cabellos grises pegados a la
frente, como una turista de mediana edad sorprendida por una tormenta repentina
en paseo de Blackpool”.
Indudablemente, tuviste tu impacto, al menos en tu creadora porque, como
decíamos, optó por recuperarte y convertirte en protagonista absoluta de una
serie literaria de grandísima altura, heredera de una tradición que fusiona con
maestría lo meramente policiaco con lo psicológico, en que los escenarios
definen idiosincrasias, transforman a los personajes, se adueñan de ellos, los
completan, los absorben, son indisociables los unos de los otros, Ann Cleeves
maneja con pasmosa soltura y resultados impactantes el policial sustentado en
lo particular, en lo cotidiano, tu especialidad son los crímenes podría decirse
domésticos, los que a pesar de su brutalidad (o precisamente por ella), a pesar
de su posible sofisticación, resultan creíbles, probables, porque su germen
está en lo familiar, en lo cercano, en pequeñas comunidades, en lazos de sangre
o convivencia, en lo que tantas veces me gusta repetir, en el factor humano de
que hablaba (y de manera tan sublime describía y escribía) Graham Greene. Y ese
es tu reino, inspectora Vera Stanhope de la Policía de Northumberland, uno de
los cuarenta y siete condados de Inglaterra, Reino Unido, en la región Nordeste
y limitando al norte con Escocia (doy tantos datos para que quien sepa poco o
nada de ti te ubique perfectamente y se entienda lo señalado sobre los lugares
en que se desarrollan las novelas), ahí estás tú, criatura de aquellas
latitudes, con todos los fantasmas que eso conlleva (aunque tú los alimentas y
alientas porque mejor ellos “que la sensación de no ser de ningún sitio”),
con aquellos que sientes latir como si fuesen de carne y hueso, con los que te
comunicas a diario: “No llegué a conocer a mi madre. Murió durante el parto.
No es muy agradable, la verdad. Es como si nacer fuera un delito. O al menos un
acto violento. Podría decirse que me interesé por el crimen desde el principio.
La profesión me eligió a mí”. Aunque la carga más pesada que arrastras es
la que hace referencia a tu padre, veamos lo que se cuenta en Una verdad oculta,
el segundo título publicado por Maeva (aunque es el tercero de la serie) en
2018, también con traducción de Esther Roig: “Cuando era pequeña, la gente
también se había reído de ella. Vivía sola con un padre loco. Sin madre. Nadie
que la planchara el uniforme de la escuela o le hiciera pasteles para el día
del deporte. Nadie que la llevara a la peluquería o le hablara del periodo.
Solo Hector, que pasaba todo el tiempo libre deambulando por las colinas
buscando nidos de aves rapaces, que parecía apreciar más a sus amigos a los que
también les gustaba salir a buscar huevos que a su fea hija. Pero no serviría de
nada que le hablara de ello a Laura. Los jóvenes veían a los mayores como una
especie diferente”. Todo ello (sumado a lo que no conviene contar en espera
de que lo descubra cada lector) te ha forjado así, quiérase o no, te guste o
no, eres una superviviente, pero lo has conseguido sola, equivocándote,
tropezando, tomando el camino erróneo, volviendo a tomarlo, bebiendo más de la
cuenta, despreciándote, replegándote, ocultándote bajo demasiadas capas/corazas,
desarrollando un radar preciso e implacable en lo que al dolor anímico se
refiere, empatizando a tu pesar con gentes tan golpeadas, baqueteadas y heridas
como tú, huraña, solitaria, déspota, desconfiada, rencorosa, huidiza, fiera e
indudablemente humana, un personaje con múltiples aristas que tu creadora va
perfilando y afilando en cada nuevo título, alguien a quien, tal vez por lo
dicho, precisamente por lo dicho, resulta imposible no rendirse.
Almas silenciosas apareció en nuestro país en los últimos meses
de 2019 (con traducción de Isabel Hurtado de Mendoza) y, qué quieres que te
diga, me parece el mejor de los tres títulos que ha publicado Maeva porque
refleja la madurez alcanzada por Ann Cleeves, la solidez conseguida tanto en el
dibujo de personajes como en lo tortuoso de la trama (y en las almas de
aquellos), te mueves como pez en el agua en medio de esa maraña que la autora
enreda sin necesidad de aspavientos, truculencias o pirotecnia artificiosa; lo
bueno es que estamos ante una serie a la vieja usanza, maravillosamente clásica,
orgullosa de esos galones, encontrando su propia voz sin hacerse notar, poniéndose
al servicio del género y no al revés, regalándonos un entretenimiento que deja
poso, también sin que se note demasiado durante la lectura en el sentido de que
lo fundamental es la intriga, pero ahí estás tú, Vera, para ir sembrando el
camino del lector con sombras, brumas, el silencio acumulado, la amargura que
lo tiñe todo, las lesiones morales y las físicas, las que se procuran disimular
y las que se exhiben, ahí estás tú con tu tormento y tu tortura, sin darte
tregua, consciente de lo que te perjudica pero refocilándote en ello,
rescatando a los demás del lodazal, no teniendo claro si tú estarías mejor
fuera, por eso sigues ahí: “Vera estaba sentada en la casa que había
pertenecido a su padre. En noches como esa, tras un par de whiskys, todavía
podía imaginárselo allí, como amo y señor de la única butaca cómoda junto a la
lumbre. También a la mesa, cubierta con planchas de plástico, con los ojos
entrecerrados en un gesto de concentración mientras le metía mano a algún
pájaro muerto para disecarlo. Ese olor a carne muerta y productos químicos”.
Pero eres brillante también en eso porque lo conoces y reconoces, lo tienes
identificado/localizado, aunque sea infernal has conseguido convertirlo en el
fuego que te alimenta y mueve, el que te mantiene alerta, el que te involucra
en cada caso más allá de cualquier prudencia/medida, sin importarte el daño que
te hagas, haciendo de la heterodoxia (por no decir de lo indebido) virtud,
haciendo justicia a/por las víctimas, no reconociendo más autoridad que la tuya
en lo policial y en lo íntimo: “Yo también debería ser así, todo estrategia
y política. Es lo que quieren de mí los jefes. Pero, joder, ¡menudo coñazo!”.
Indudablemente, sobre todo para el lector que a veces no puede evitar la
sonrisa por los métodos y maneras utilizados, por cómo tu creadora hace
hincapié en que tu físico: “Y allí estaba ella, grande y desastrosa, sin
medias y con la piel llena de manchas. Nunca se maquillaba. Parecía una
pordiosera”. Lo que cuentan son los resultados, ¿no?, pues los
tuyos/vuestros (en el plural incluyo tanto a Ann Cleeves como a Brenda Blethyn)
son inmejorables, en lo literario y en lo personal (por eso mismo, no olvides
mi petición: prometo contarte el final que, confío, deseo y presiento, será
bueno, no puede ser de otro modo contigo y con Pepa en la ecuación).