jueves, 10 de septiembre de 2020

LA PARTE EXTRAVIADA DEL MUNDO

 



   No llegamos al extremo porque no se dieron las circunstancias (aunque sí, para algunos, pillerías, hurtos y otros actos delictivos -la historia de tantos barrios en aquellos tiempos, igual que antes, igual que después, sólo quien ha vivido en una burbuja de privilegio pregunta al terminar la película de qué manga se ha sacado/inventado Fernando León de Aranoa unos personajes como los de Barrio-), pero puede decirse que los chavales de esa/esta generación que ronda los 50, los tiene o los sobrepasa por poco fuimos sin saberlo precursores de Henry Hill, el protagonista de Uno de los nuestros, puesto que nos pusieron muy fácil aquello de querer ser un gánster desde que tuvimos uso de razón. Curiosamente, a la hora de reproducir en el recreo las películas que TVE emitía los sábados por la tarde, todos queríamos ser el sheriff, un vaquero, formar parte del Séptimo de Caballería, identificábamos a los indios como los malos (y, por cierto, ese tipo de influencia preocupa muy poco a los que procuran salvaguardar la moral, la inocencia, a los que no quieren que los niños sean “manipulados” -en lo mental-, a los que practican aquello que se supone condenan/persiguen e imponen con sangre -literal- sus dogmas sin preocuparse entonces de las “pobres criaturitas”), también preferíamos hacer de Mazinger Z que de alguno de los ingenios del doctor Infierno (lo que no es óbice para nos molasen un montón, sobre todo para coleccionar sus cromos), lo mismo puede decirse en lo tocante a las series policiacas del momento, daba igual que se tratase de Harrelson y sus hombres, de Starsky y Hutch e incluso de aquellas tres muchachitas que fueron a la Academia de Policía (excepto los que más alardeaban de machitos, todos competíamos por ser Sabrina, Jill o la fastuosa Kelly Garrett -mi favorita-, sin ninguna otra connotación más que la de ansiar encarnar al héroe/heroína); sin embargo, cuando el género negro entró en nuestras vidas ya éramos algo más mayores y lo prohibido (lo sea del modo en que lo sea) resulta irresistible, no es de extrañar que todos nos sintiéramos inmediatamente atraídos, cautivados y casi abducidos por los capos de la mafia, por los que no respetaban las leyes, personajes atractivos que nos parecían modélicos porque, además, los encarnaban actores tan magnéticos y asombrosos como Humphrey Bogart, Edward G. Robinson o James Cagney.

 

   Como tantas cosas, fue la televisión (TVE, ¡quién te ha visto -muchísimo- y quién -no- te ve!) la que nos permitió y facilitó el acceso al cine negro, la que nos convirtió en admiradores, en fans ansiosos que esperábamos la entrega de cada miércoles (recuerdo mis entusiasmadas charlas con Carlos Vázquez al día siguiente entre clase y clase), fue a partir de octubre de 1983 cuando ese universo que, además (también como tantas cosas -lagrimita-), los tíos adoraban se materializó semanalmente en casa gracias al histórico ciclo dedicado al género, ciclo previsto para el último trimestre del año pero, ante el éxito de convocatoria (y no porque sólo hubiese dos cadenas, sino porque los títulos eran, por ejemplo, Hampa dorada, El halcón maltés o El cartero siempre llama dos veces -eso por citar tan sólo los tres primeros que fueron emitidos-), se amplió tres meses más (fue entonces, por cierto, cuando llegaron cintas interpretadas por Cagney, quien, paradójicamente, había quedado fuera de la primera selección). No es de extrañar que, con todo esto, con lo que había oído contar, con lo que el tío Miguel decía sobre la novela y la tía Carmen sobre la película, pidiese como parte de los regalos por mi decimocuarto cumpleaños (estaba a pocos meses de abandonar el colegio para empezar el BUP, ya me hacía mayor) poder leer ese libro que tanto me llamaba la atención y estaba en uno de los estantes altos de la librería (“tienes que estar preparado, aún es pronto”), la edición de El Padrino del Círculo de Lectores con una pistola dibujada sobre fondo azul en la portada, ejemplar que aún conservo y al que siempre me refiero como “es el del tío”, la que por siempre será del tío (como remate, ese verano se reestrenó el filme de Coppola y lo vi con ellos en pantalla grande), no es ilógico que se fuesen grabando a fuego en mi corazón, en mi personalidad, algunas de las indudables cualidades de estas gentes que, obviando lo que hacen y los crímenes que cometen (sí, es mucho obviar, pero no crean que he cambiado tanto en ello, entiéndanme el sentido en que lo digo, más aún con los años que tenía cuando forjé esta alianza/identificación), son personas de respeto (como se les conoce y reconoce), tienen unos códigos éticos a los que se ciñen sin fisuras, no perdonan la traición, si están contigo lo están hasta la muerte (nunca mejor dicho), se puede contar con ellos para todo (con matices, por supuesto) y puede que nunca se cobren el favor (que, seamos sinceros, es más de lo que hacen muchos que se llaman amigos y/o tienen por generosos). No los glorifiqué en ningún momento (ni mis compañeros, más allá de que nos molase G. Robinson en Cayo Largo -aunque no dejábamos de reconocer que era un esto y un aquello- o nos fascinase una Lana Turner que justificaba cualquier crimen), no fue necesaria una caída del caballo en el camino de Damasco como la que viven los jóvenes protagonistas de Ángeles con caras sucias, no hacía falta un Cagney fingiendo cobardía como acto de redención, nadie tuvo que reclamar la retirada de esas películas o la inserción de un cartel explicativo, el discernimiento estaba activo, el revisionismo (y los complejos) aún no habían llegado, todo era mucho más sencillo, fluido y, sobre todo, se permitía al público pensar por sí mismo, lo de evitar influencias perniciosas se dejaba para aspectos más trascendentales -y reales- del día a día (tal vez hubo quien, tras ver Los violentos años veinte o La ley del Hampa se lanzó a las calles a balear a los de las pandillas rivales -porque no podían considerarse bandas, mucho menos familias (en el sentido estricto, sí, los Molina, por ejemplo), las que trapicheaban o atracaban alguna tienda en el barrio-, pero no es algo que me conste o, al menos, sucediese cerca).

 

   Por supuesto, en medio de todo ello, no podía ser de otro modo en un ratoncito de biblioteca tan curioso y voraz como quien suscribe, llegó la literatura negra, ha quedado reflejado en mi anhelado encuentro con la novela más famosa de Mario Puzo, por ese mismo cumpleaños mi hermano (en las lides literarias siempre nos hemos entendido de maravilla) me regaló Cosecha roja, decir que Hammett revolucionó mi vida es decir poco, su lectura me zambulló de cabeza (algo que nunca aprendí a hacer en la vida real) en un género del que ya no me he despegado, del que acepto revisiones, añadidos, hijos bastardos, lo que llevo mal es (como con el resto) que alguien use la etiqueta indebidamente (sobre todo cuando es a sabiendas como sucede con tantos textos de solapa o contraportada, con tantas fajas, con tantas frases publicitarias, con tantas críticas interesadas -cuando no recompensadas-), se apropie de lo que no le corresponde o venda una ortodoxia que no es tal (o que no conoce, que es lo que más abunda). Lo negro en literatura nace de la crisis, de la Depresión, de lo social, de lo periodístico, tiene un mucho de crónica, de reflejo de una época, hay un desencanto generalizado, una crítica descarnada, transforma unos arquetipos en universales, en características, en señas de identidad, pero no necesariamente se utilizan todos o son imprescindibles que una narración sea considerada parte del género, incluso un clásico, así encontramos, por ejemplo, un título absolutamente canónico como ¿Acaso no matan a los caballos? de Horace McCoy donde no hay gánsteres ni tan siquiera una intriga policial, pero sí un despiadado y estremecedor (por verosímil, por auténtico) retrato que entronca y se hermana con lo que en esos años publicaban o iban a publicar gentes como Steinbeck, Faulkner o Dos Passos, cuya Manhattan Transfer estudié en la facultad como fuente/influencia del citado Hammett, su discípulo más aventajado Chandler y tantos otros que fueron construyendo, puliendo, definiendo y redefiniendo lo que, en términos generales, llamamos novela negra (sea dicho porque, aunque es un aspecto/ingrediente capital, no es cierto que, como afirma por ahí algún enteradillo de medio pelo, “si no hay crítica social, no es novela negra”, asunto que queda muy diluido -o ni esbozado- en muchos de los títulos de Ross Macdonald donde prima lo detectivesco, del mismo modo que demuestran haber leído poco los que piensan que todo son garitos clandestinos, mercado negro, ciudades sin ley, contrabandistas, policías y/o detectives más o menos atormentados, cínicos e incluso violentos -cuando no corruptos-,  olvidando/desconociendo a un señor como James M. Cain con obras señeras como la ya citada El cartero siempre llama dos veces, Mildred Pierce o la que en España se publicó como Pacto de sangre -su título original es Double Indemnity, el mismo de su primera y sublime adaptación cinematográfica a cargo de Billy Wilder y que aquí conocemos como Perdición-).

 

   En nuestro país se ha escrito y escribe una magnífica novela negra que responde a los estándares del género, que los amplifica, que los engrandece, ahí tenemos al inigualable Vázquez Montalbán, al magistral González Ledesma (una de mis epifanías: cogí su Crónica sentimental en rojo porque el título me parecía bellísimo, no sabía más -al margen de que había ganado el Planeta, claro-, no leí nada de lo escrito en la contraportada, me lancé y me encontré con una de las historias más impresionantes que he leído en mi vida -y, además, era policiaca, qué más podía pedir aquel adolescente de quince años-), no puedo olvidarme de una de mis escritoras preferidas en cualquier género, de cualquier época y nacionalidad, como es Alicia Giménez Bartlett, el género en su esencia más pura está muy bien representado y defendido y así lo atestigua la obra del espléndido Juan Ramón Biedma, algo que queda sobradamente demostrado y disfrutado con su título más reciente, El sonido de tu cabello, galardonado con el XXI Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones y que publicó el pasado mes de mayo Alianza Editorial. Conversamos con él a mediados de agosto (fue, sin saberlo entonces, el último encuentro en que tuve el placer de participar, el caso es que no se me ocurre mejor broche), vía Zoom por supuesto, diseccionando una novela de la que conviene saber muy poco porque es un gustazo ir descubriéndola, levantando capas, dejándose arrastrar por su prosa poderosa, contundente, lapidaria, magnífica, desoladora, impactante por su verismo, por su lirismo, por su verdad, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, da igual que uno conozca a Biedma, es una de sus muchas cualidades, de sus mejores virtudes, nunca se repite, siempre golpea con las mismas fuerza e intensidad, nunca se está preparado, nunca deja indemne, siempre regala un inagotable placer lector. Fíjense, por ejemplo y para, como digo, no destripar nada, el modo en que describe/explora/disecciona a un personaje que sólo aparece en las primeras páginas: “Tiene treinta y siete años, aparenta cuarenta y ocho, era viuda desde los veintinueve, volvió a casarse de nuevo hace cuatro y se arrepintió de hacerlo dos días después de la boda”. Esa capacidad de síntesis y, al mismo tiempo, de profundización, de diseño de personalidad, de implacable manera de explicar una vida sólo está al alcance de un maestro, de alguien que, por cierto, es muy cuidadoso con lo que escribe, no se contagia de manierismos, de truculencias excesivas y sobre todo fingidas (eso que, después de ver/sufrir la dichosa peliculita, intensa y ególatra como toda su filmografía -por más que a veces me resulte efectivo como en Amores perros-, llamo el “síndrome Biutiful”, por no denominarlo “síndrome Iñárritu”), como él mismo explica “lo que hay en mis novelas no es peor que lo que hay en los telediarios”, pero a pesar de ello “intento no ser gore, no recrearme en las vísceras, no salpicar al lector” (lo hace, las cosas como son, pero con exquisitez y comedimiento aunque a alguno pueda parecerle contradictorio esto que digo).

 

   Juan Ramón Biedma no duda en citar a Vázquez Montalbán como uno de sus referentes, así como a Ross Macdonald, pero dice que sus máximas influencias son Pío Baroja y Pérez Galdós (y son fácilmente detectables -no por imitación, sino por cómo recoge sus virtudes, sus personalidades, su narrativa, el laconismo del primero y el detallismo del segundo, combinando a la perfección lo que pueden parecer dos extremos-), sin duda posee esa aparente facilidad para definir tipos, para hurgar en psicologías, para pulir y ofrecer unos diálogos veraces y explicativos a través de los cuales la acción avanza y las emociones se expresan/convocan, para captar de un vistazo atmósferas, dolores, ausencias, traumas y dramas, verdades tan lapidarias como que “la penumbra del locutorio huele a mochila repleta de cuarenta mil kilómetros de ropa interior usada”. Es El sonido de tu cabello una novela coral, una novela como un mosaico con las teselas descolocadas en la que cada una va ocupando su lugar pero en la que el lector nunca se siente perdido (en el sentido más estricto del término, en lo puramente narrativo, otra cosa es lo que sucede con su ánimo, con su choque de bruces con una realidad que está al alcance de la mano, a apenas unos metros de casa, con la que se convive/a la que se ignora -pero deberíamos saber que lo que se oculta bajo la alfombra no desaparece, todo lo contrario-), una novela que podría ser varias (técnicamente lo es en el sentido de que algunos personajes que aparecen o son citados son viejos conocidos de los seguidores de Biedma) pero que el autor sabe reunir, cohesionar y convertir en una sola sin que nada sobre; es más, si me apuran, espero hacerme explicar (estoy convencido de que Juan Ramón lo entenderá), a uno puede parecerle prescindible la historia de Luisa Orujo en el sentido de que un personaje de ese calibre hubiese podido protagonizar su propia novela, pero el autor le hace justicia, le dedica páginas admirables, momentos dolorosos, de hecho, nada me ha arrasado tanto como el pasaje en que este juguete roto desde que nació, esta perdedora que acepta la derrota pero no se resigna, esta sociópata que actúa siguiendo los latidos del corazón (no es paradójico, cuando lo lean lo comprobarán) recuerda que “cuando era pequeña, su madre la llevó una vez a la feria. Pasaron semanas malcomiendo, haciéndose trampas en los pequeños gastos, calculando la vida a la baja. (…) Hasta que agotaron el presupuesto y creció la sensación de que allí estaban de más. Que no encajaban. Que ni siquiera eran visibles. Antes de abandonar el recinto, como pertenecían a esos cientos de miles de sevillanos que carecen del privilegio de la caseta propia, cenaron una tortilla de patatas acartonada con un par de refrescos por un precio desorbitado en uno de los puestos callejeros y volvieron a casa sin haber consumado una sola sonrisa”. Ya la elección de ese último verbo, “consumado”, define a la perfección quién es y cómo escribe Juan Ramón Biedma, uno de los mejores cronistas que tenemos en este país de eso que él define como la parte extraviada del mundo que el sol apenas consigue clarear.