domingo, 27 de septiembre de 2020

LIBROS QUE (TE) CUENTAN




   Hay épocas en que, por unas razones u otras, uno está más sensible, más receptivo, más si se quiere obsesionado, en que sólo piensa en una situación, en una persona, en una ficción, en hacer realidad un deseo, en recuperar el tiempo perdido, en deshacer un error, en algo/alguien que le mantiene (pre)ocupado y quiere creer que lo/le conseguirá porque el universo conspira en su favor, encuentra señales de ello por todos lados: el horóscopo más irrisorio y ridículo promete vaguedades polisémicas (o sea, ni vaticina ni adivina), frases hechas de humo que se asumen como certezas, que se aceptan como destino irremediable (el que gustaría que tal fuese) al que nadie puede torcer la mano; se reinterpreta la palabra/el gesto más anodino e incluso opuesto a nuestros intereses como pretendida promesa de aquello que jamás vamos a conseguir (y no sería tan difícil percibirlo si no estuviéramos cegados) o cuando menos no tenemos tan al alcance de la mano como nos jactamos; todas las canciones se convierten en propias, son “mías”, “suyas”, “nuestras” (según quien lo diga), sus letras hablan de nosotros, son misiles directos al corazón como, precisamente, decía una de tantas que sonando en el momento preciso diríase compuesta para uno mismo. Pero, al margen de esta situación que suele corresponderse con el enamoramiento más adolescente y sublimado para el que la edad no es solución (hay quien se queda toda la vida en lo mismo, por más que esta desmienta a cada paso las fábulas almibaradas con obligatorio final feliz, si lo que leen -al menos lo hacen, algo es algo- no lo tiene lo rechazan sin contemplaciones y se les llena la boca afirmando que eso no es literatura romántica -¿Dónde queda el joven Werther? ¿Qué hacemos con Love Story? ¿También por esto vamos a perseguir y estigmatizar a Lo que el viento se llevó?-), es indudable que determinados artistas -por eso los admiramos, por eso seguimos su obra, por eso no pasan de moda novelas, obras de teatro, ensayos, canciones, poemas, artículos de prensa, pinturas, sinfonías, monumentos, cualquier manifestación artística-, alcanzan tal categoría porque trascienden, porque transmiten, porque nos retratan, porque nos comprenden, porque consiguen establecer un diálogo íntimo con nosotros aunque en apariencia (y en esencia) se estén refiriendo a otra cosa, sean de otra época, otras latitudes, creasen en otro contexto, otra sociedad, no buscasen más que dar salida a su instinto, a su fuerza, a su inspiración, a sus sentimientos. El caso es que, centrándonos en la literatura como es lo habitual es este ángulo oscuro del salón, esos escritos/escritores siempre llegan en el momento idóneo porque en seguida surge la chispa, la identificación, la implicación, el reconocimiento, aunque sólo sea parcial, puede darse la circunstancia nada paradójica de que lo que estemos leyendo nos resulte/sea algo lejano, por no decir ajeno, pero en su esencia, en lo más profundo, en el tiempo que aún debe pasar para estrecharlo y anudarlo ya existe un lazo indubitable que nos une a esas palabras y a lo que sugieren, proponen, describen (así me sucedió con, por ejemplo, Muerte en Venecia: a los catorce-quince años no podía ni concebir una mínima parte de la melancolía, la decadencia, el patetismo, la rendición física, ética y vital que asfixia a Aschenbach, pero noté la puesta en marcha de algún resorte en un rincón del alma, el mismo que ha seguido trabajando cada más a mayor rendimiento y, sin llegar a esos extremos, me ha colocado en relecturas posteriores muy próximo a la obsesión insana -si es que hay alguna sana, tal vez la de, en mi caso al menos, leer- y las ganas de abandonarlo todo, incluso a uno mismo -sé que sonará melodramático y exagerado, pero quien haya navegado esas procelosas y pantanosas aguas tal vez comparta mis sensaciones-).

 

   Al margen de mi tendencia habitual a desbarrar y tardar un buen rato en entrar en materia (en la que puede interesarles a ustedes), he expuesto lo anterior porque últimamente ando inmerso en una de esas épocas y, sea por el centenario de Benedetti o ante la muerte de Juliette Gréco, cualquier frase/poema/canción me viene bien para mis intenciones, para mis pesares, para pedir perdón, para dar la lata como sufren cada día aquellos leales que tienen a bien interesarse por lo que publico en las redes sociales, pero, precisamente por ello, me gustaría dejar claro que la identificación/complicidad que experimento cuando me adentro en alguno de los libros de Nando López no responde a nada en concreto sino a todo, es decir, pocos autores capturan con detalle y hondura lo que uno vive, lo que a uno le pasa, lo que uno recuerda, lo que uno fue y es (y según pasen los años llegaremos al “será”, parte del cual a buen seguro ya se encuentra reflejado en alguna de las páginas a él debidas). De hecho, leí Hasta nunca, Peter Pan a principios de marzo, cuando estaba recién publicado por Espasa, cuando tuve el inmenso placer de asistir a uno de esos encuentros que tanto añoro, cuando mi Pepa Muñoz (sí, lo sigue siendo y lo será para siempre) consiguió (e inmortalizó, pueden ver la secuencia completa en https://www.youtube.com/watch?v=zRifaBpicF8&t=133s) que conociese y entrevistase a un autor al que admiro, respeto y quiero desde hace tiempo (lo consigue tanto por lo que cuenta, por cómo lo cuenta y, fundamentalmente, por cómo nos cuenta, cómo habla de/con nosotros), cuando aún no queríamos creer lo que pocos días después iba a venírsenos encima; fue uno de los libros que dejé de lado porque, como saben, tuve que terminar un trabajo que, además, se prolongó más de lo esperado/deseado debido al confinamiento, lo dejé reposar, quise recuperar el brío y el espíritu necesarios para transmitir mi entusiasmo, mi agradecimiento, mis vínculos con lo que Nando narra, con lo que nos hace vivir/revivir y así he podido reconfirmar lo que ya sabía, es decir, que da igual en qué momento le lea porque siempre me siento parte activa de sus obras, me involucra, me representa (en todos los sentidos), a veces tengo la sensación de que ha estado a mi lado en momentos de mi vida (o ha sido testigo de los mismos).

 

   Y lo dicho no se refiere sólo a que, repasando las notas tomadas durante la lectura, revisando la entrevista, recordando el encuentro que mantuvimos en Cervantes y Compañía (y que pueden ver completo en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=AbqMflDAJns&t=7s), me he reafirmado en sensaciones que, al fin y al cabo, apenas tienen unos cuantos meses, sino a que quise releer La edad de la ira, con permiso de los demás tal vez el título más importante y significativo de los escritos por Nando (hasta que llegó Hasta nunca, Peter Pan a igualarlo/cerrar el círculo); de hecho, me hubiese gustado que fuera el primer libro comprado tras el confinamiento, pero cuando por fin pude visitar una librería me encontré con el chasco/la gran noticia de que estaba agotado y tuve que esperar unos días (pero no me fui de vacío porque le compré a Pablo Los vecinos de Fredrika Bremer, recomendación de la tan llorada y añorada Belén Bermejo). Cuando lo leí por primera vez, cuando me lo prestaron, cuando era novedad hace cosa de diez años, ya llevaba, obviamente, mucho tiempo alejado de las aulas y, a pesar de ello, volví a respirar y a sentir como cuando estaba en el instituto, me eran muy cercanos aquellos chavales, también sus profesores, Nando posee una sensibilidad extrema (agudizada por su experiencia como docente) para captar lo más recóndito, para conectar con lo más hondo, para llegar hasta y comprender lo más íntimo, una verdadera prospección sin prejuicios ni juicios que cristaliza en personajes tan verosímiles, tan tremenda y fieramente reales que perturban, conmueven, sacuden y duelen, son como nosotros, son nosotros. La iba a decir sorpresa pero no es tal, la infinita satisfacción lectora y personal es comprobar que, hace apenas un mes, las impresiones son las mismas (o intensificadas), los latidos de entonces son los de ahora, por supuesto algo ha cambiado en mi modo de leer y asumir lo que leo, pero La edad de la ira se mantiene prístina, fresca, dispuesta, sigue teniendo vigencia emocional (y social), aún me representa (como a tantos, de ahí sus reediciones, de ahí su triunfo, de ahí que sea lectura para jóvenes y adultos) y me consta que lo seguirá haciendo cuando la relea (me comprometo a ello si llego -cruzo los dedos-) dentro de otros diez años (puesto que, como bien dice en esta que ahora nos va a ocupar, todos arrastramos “esos breves episodios adolescentes que necesitan gran parte de nuestra vida adulta para ser olvidados”).

 

   En estas, como digo, llega Hasta nunca, Peter Pan a cerrar un círculo porque sus protagonistas son más mayores, están más cercanos a un servidor en edad y realidad (aunque también hay un adolescente que vuelve a demostrar la maestría de Nando a la hora de escribir sobre esa edad tan complicada y tan mal entendida y peor expresada en demasiadas novelas/películas/series), incluso los más diferentes o distantes establecen algún punto de contacto (aunque sea esa atracción de los polos opuestos) con un servidor, bien por motivos particulares, bien porque se parecen a alguien que he conocido/conozco, bien porque dicen/hacen cosas que uno ha pensado a veces en decir/hacer y o no se ha atrevido o no ha tenido la oportunidad, también porque uno ha querido que sucediese algo parecido: “De vez en cuando desearía hacer un fundido en negro. Cambiar de escena sin que fuera necesario atravesar los minutos incómodos que siguen a esas conversaciones en las que siente que, diga lo que diga, ha de salir magullado”. Al igual que ya sucediese en La edad de la ira, pero aquí elevado a la máxima potencia, jugando con brillantez todas sus cartas, permitiéndose juegos expresivos y formales que reflejan su madurez como autor, Nando López se decanta por una estructura que tiene mucho de collage, de dar a cada fragmento su peculiaridad, mezcla con enormes solvencia y naturalidad estilos, géneros, incluso formatos, pero nada resulta forzado o rebuscado: de hecho, uno de los momentos más emocionantes y logrados puede que sea al mismo tiempo el más metaliterario, el más punzante, el más revelador, del que más enseñanzas (que el autor jamás subraya ni tan siquiera presenta como tales) extraer, pero todo está resuelto con tan pasmosa sencillez, todo se hace fluir, se pone el foco en lo fundamental, es decir, en los personajes, que sólo una vez se termina de leer se percibe lo que subyace, lo que se nos queda dentro, lo que nos queda por hacer y avanzar; por supuesto, no les romperé la magia describiendo/destripando lo que no se debe, baste con decir -para que lo reconozcan cuando lleguen- que las barreras en apariencia insalvables pueden ser abatidas, en contra de lo que tantas veces, gracias a la tecnología, que los aparatos/pantallas que solemos utilizar para aislarnos son, para eso se inventaron, una muy buena forma de comunicación.

 

   David por fin se explica el frío minimalismo de ese apartamento donde el vacío no es ausencia, sino necesidad de olvido. Nada que recuerde. Nada que ate. Nada que pueda ser convertido en un improvisado altar fúnebre. Por eso las paredes blancas. Las mesas transparentes. La sensación casi etérea de un espacio donde nada pesa. Donde todo goza de esa levedad que tanto tiempo ha echado de menos”. Con Nando López ocurre aquello que expresó como nadie Lope de Vega con respecto al amor, que quien lo probó lo sabe, es decir, que habla de situaciones cotidianas (en lo digamos social, en lo compartido como en lo íntimo) que, repetimos, o uno identifica/asume como propias (a veces obra ese llamémosle milagro de que caemos en la cuenta de que así de injustos/lerdos/simples fuimos, así de enamorados estuvimos, así de geniales -también puede haber/hay ocasión para ello- fuimos) o sabe que, si diesen las circunstancias (o sin ser consciente de ellas), las reproduciría de ese modo, no sólo porque hable de películas y diga lo mismo que uno firmaría (“(…) no podía compartir el entusiasmo de su amigo por aquel pastiche romántico [Call Me by Your Name] con el que tanto Sergio como Héctor, su novio, se habían obsesionado”), no sólo porque refleja con la necesaria crudeza pero sin crueldad excesiva el eterno desencanto de todas las generaciones consigo mismas y, al mismo tiempo, de cualquier persona con sus logros (“Quizá nos hemos imaginado tanto lo que íbamos a ser que es imposible que nos satisfaga lo que estamos siendo”), el maltrato a que nos sometemos por tener unas expectativas demasiado altas o asumir una nostalgia sublimada y paralizante que, inevitablemente, nos lleva al fracaso o a sentirnos de ese modo (“Lo peor, Sergio, es que si lo mejor fue aquello, si es cierto que lo mejor ya lo hemos vivido, no tengo ni idea de qué estamos haciendo aquí”), sino por algo que yo mismo he dejado caer casi al principio, esa especie de rechazo de la felicidad, su negación, su presunta falsedad, es efímera, sí, la sublimamos, por supuesto, pero no es imposible y, sin embargo, nos hemos empeñado en ir en dirección contraria: “Nuestras canciones. Nuestras películas. Son todas tristes. Dramas de gente que echa de menos lo que pudo ser. O lo que ni siquiera fue, pero cree que debería haber sido. No ha habido ni una puta canción feliz ahí dentro. Todo va de gente a la que deja. O que deja. Gente que tira una moneda al aire y le sale cruz. Siempre”.

 

   Nando López es honesto, es realista, de ahí que sus obras contengan un nudo dramático, de ahí que alerte (de un modo natural y podríamos considerar amable -o recurriendo a la ironía, a los toques esperpénticos, a tintes paródicos- cuando se trata de adultos -o eso decimos, jajaja-, de manera implacable -para ver si despertamos- cuando se refiere a adolescentes),  nos alerta, decía, sobre aquello en que nos equivocamos o directamente ignoramos o sobre lo que no reflexionamos lo suficiente. Al mismo tiempo, al menos es fácilmente detectable en Hasta nunca, Peter Pan, le alienta un optimismo moderado pero irreductible en el ser humano, en nuestra capacidad de adaptación, en nuestro instinto gregario, en nuestra necesidad (por más que la neguemos, como aquí el asocial que gusta presentarse de ese modo) de los demás: “Pero [los otros] son el infierno porque permitimos que lo sean. Preferimos no pensar en lo que estamos haciendo y nos limitamos a seguir haciéndolo. Cualquier cosa es mejor que parar y mirarnos, no vaya a ser que nos asuste la mediocridad de lo que estamos componiendo”. Aunque se pretenda escogida (o así se quiere, pero casi nunca se sabe gestionar ni mucho menos vivir sino como caldo de cultivo para el rencor, cuando no el odio), la soledad termina por oprimirnos, por molestarnos, por inquietarnos, por roernos, por resultar insoportable, asfixiante, terrorífica, destructiva, puesto que para apreciarla hay que haber conocido antes su opuesto, la compañía, y no se puede renunciar a ella para siempre, sobre todo de la de ciertas personas por más que queramos convencernos de ello: “Puede que la nostalgia surgiera en otros lugares. En algún bar compartido. En alguna calle especial. Incluso antes de entrar a ver algún estreno en los Verdi, donde le había contado que, huyendo de las aglomeraciones y las palomitas, solían acudir juntos a la última sesión de los domingos. Diez años eran demasiado tiempo como para que no hubiesen trazado un mapa urbano propio, así que Bea estaba convencida de que su hermano solo se daría cuenta de que Marta no continuaba a su lado cuando la buscase fuera de esas paredes, en una ciudad en la que empezaría a encontrar pequeñas traiciones en los mismos rincones donde antes hubo memorias compartidas. Madrid acababa de llenarse de trampas que él aún no podía ni siquiera prever”. Sí, he vuelto a hacerlo: me ha adueñado de las palabras de Nando López, he vuelto a lamerme las heridas, a hablar de mi monumental error de los últimos tiempos, ese del que parece que me voy recuperando gracias al buen hacer de una amiga a la que nunca debí poner en esa tesitura, pero no es afán de protagonismo, en serio, es lo que este autor provoca/consigue como pocos, es que de mí (y de ustedes) habla con gran ternura en Hasta nunca, Peter Pan. ¡Gracias!