domingo, 13 de junio de 2021

EN FEMENINO, COMO EL ARPA

 

Jueves 27:

 

TÚ ERES ESA (Y ESTA Y AQUELLA)

 

   Han sido muchos años pensando en masculino porque me refería al blog, desde hace algo más de un par de meses pienso y hablo del programa, para colmo hablo a velocidad de crucero, soy más consciente de este defecto (de esta dificultad para hacerme entender) de lo que pueda parecer aunque no lo corrija todo lo que debería, sobre todo cuando estoy delante de un micrófono/una cámara, es algo (demasiado) natural, me disparo, siempre llevo la mente en multitarea y contagio mi verborrea con múltiples bandazos, quiero decir varias cosas a la vez, se me apelotonan las palabras. Pero reconocerlo no sirve como disculpa, se trata de manejar las palabras con habilidad, soltura y, sobre todo, propiedad, es mucho más que mi trabajo como muy bien señaló Alejandro Sanz, es mi modo de vivir, entre ellas, con ellas, para ellas, soy consciente de que por más que la interiorice y asuma como necesaria la enmienda va a seguir quedándose (al menos en un porcentaje muy alto) en propósito, pero me lo he grabado a fuego a costa de equivocarme más de lo debido. El arpa, esta arpa, cualquiera, por más que para evitar la cacofonía lleve artículo determinado masculino es un sustantivo femenino, hay que hablar de “esta”, hay que adjetivarla acorde con su género, metí la pata hasta el fondo cuando, en la primera emisión del programa, dije (por dos veces, ¡mátame, camión!) “este es el arpa de Bécquer”, hace poco me volvió a pasar algo similar pero, por fortuna, caí en la cuenta según cometía el error y rectifiqué: es arpa y es femenina y me encanta que así sea, a no ser que me refiera en concreto al formato televisivo o a este ángulo oscuro del salón prometo no volver a las andadas, faltaría más.


Viernes 28:

 

MÚSICA EN EL AIRE



 

   Nunca podré agradecer lo suficiente el hecho de haber recibido con inmensa naturalidad, como disfrute cotidiano, como alimento para el alma, como vivencias, como abono para mi pasión, como regalo de vida, las músicas que me acompañaron desde que tengo memoria e incluso antes, ese mundo tan rico, variado e inagotable conformado a base de zarzuelas, coplas, boleros, tangos, cantes flamencos, musicales de Broadway (aunque con el tiempo descubrí que muchos éxitos nacieron/se forjaron en el West End londinense, ese lugar donde tan felices hemos sido y al que, lo sabemos, algún día regresaremos) y/o Hollywood, las diferentes canciones que tarareaban la abuela, la tía Carmen, mi madre o las vecinas mientras tendían, las que sonaba a todo trapo por el patio cuando Isabelo escuchaba (y nos hacía escuchar al resto) Feria de coplas (“Una noria con la gloria de los cantes”, ¡no era nadie Miguel de los Reyes”), las que nunca faltaron en las tardes de invierno haciendo tiempo hasta la cena después de haber cumplido con los deberes escolares y visto Barrio Sésamo, las que aprendí junto a mi hermana y sus amigas, es decir, canciones que, aunque no me correspondiesen por época o edad, hice mías y se han quedado en mi memoria, todavía acunan mi corazón y me reavivan, también me humedecen los ojos de añoranza, de tristeza por lo que no se puede repetir, por los que ya no están aquí (aunque sigan conmigo).

 

   Gracias a la estupenda Flor de arrabal de Carmen Santos, publicada por Grijalbo, he vuelto a canturrear muchos de los cuplés que acompañaron tantas horas, que aprendí de aquella histórica grabación de Lilian de Celis con acompañamiento de la orquesta del maestro Cisneros, del tronchante El primer cuplé que se marcó en su día Lina Morgan (con monólogos presentando cada tema que aún hoy soy capaz de repetir), así me reía con La chica del 17 o La Lola, me arrebataba con La cruz de guerra (el favorito de la tía), me sorprendía con La regadera (especialmente cuando, unos años después, entendí el doble sentido de la letra), me enamoraba al modo de sus protagonistas con y de Bajo los puentes del Sena, de donde he robado el título de este escrito (“Luces en el cielo claro de París, / música en el aire, / aspas del Moulin, / él como Roberto, / yo como Mimí, / nos sentimos presos en un mismo afán”). La novela de Carmen recrea de manera brillante un momento histórico (o varios, puesto que su acción se extiende por la primera mitad del siglo XX), una sociedad, una cotidianeidad descrita a través de olores, vestidos y harapos, fríos, oscuridades, tradiciones, sentimientos, una verdad que la autora captura con precisión y minuciosidad y transforma en relato vívido y vivaz que no se puede abandonar. Es también (o sería más correcto decir “sobre todo”) un homenaje a tantas mujeres (y también hombres, aunque en menor grado) que se sacrificaron lo indecible por salir adelante, por dar de comer a sus familias, por respetar y obedecer a quien no lo merecía, que fueron sometidas y relegadas en lo doméstico, en lo profesional, en lo educativo, en lo social, tantas que ni se atrevieron a buscar su propio camino, tantas que lo pagaron muy caro, tantas que a pesar de conseguir el triunfo no dejaron de ser vilipendiadas, menospreciadas, infravaloradas, consideradas productos de usar y tirar.

 

   Carmen Santos se mueve (y mueve al lector) como pez en el agua en la tradición folletinesca (esa que tanto defendemos y de la que tanto gustamos por aquí), manejando con soltura los mejores ingredientes del mismo para dotar a la narración de un interés que no decrece, sin precisar/recurrir a rocambolescos giros para mantener la atención, consiguiendo la complicidad y complacencia del lector sin trucos efectistas, recuperando un brío y una naturalidad esenciales en el género que, por desgracia, han olvidado quienes se tienen por herederos de creadores a los que, como mucho, plagian (o lo intentan, porque hasta en eso fallan). Con guiños muy propicios y sutiles a El último cuplé de Juan de Orduña, la película que convirtió en estrella/mito a Sara Montiel, poniendo de fondo el devenir de los acontecimientos históricos de cada momento, sin precipitación ni morosidad, con un ritmo muy bien medido, Flor de arrabal es una invitación irresistible a recuperar aquellos tiempos del cuplé (y de otras composiciones). Gracias a mi Pepa Muñoz, los del club de lectura LL compartimos una tarde de lo más completa con Carmen Santos en la que, como ella mismo dijo, sólo nos faltó echarnos un cantecito. Pueden verlo en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=kh93lis1kuM&t=9s.


Sábado 29:

 

COMPAÑERA Y COMPAÑÍA

 

   Entrevistar a alguien de la profesión siempre me pone más nervioso de lo habitual, sobre todo cuando se trata de alguien que ha hecho infinidad de entrevistas, no sé cuantísimas horas de radio y televisión, ha participado en un montón de tertulias, conoce a la perfección los resortes y recursos del oficio, es una comunicadora de probada solvencia, de larguísimo recorrido, periodista de y en mil batallas, también escritora de éxito en diversos géneros. Pero Marta Robles lo pone todo muy fácil, rema en/a tu favor, se integra a la perfección en el tono del programa, colabora, participa, da lo mejor de sí, hace sonar el arpa con jocosidad y conocimiento, cuenta su Pasiones carnales (y otras cosas) con el mismo embrujo con el que lo ha escrito, como puede comprobarse en este link: https://www.youtube.com/watch?v=fBqf4YKmoPU&t=59s.   ¡Gracias, compañera, por tu generosidad!


Domingo 30:

 

LO PEQUEÑO NO ES INSIGNIFICANTE



 

   Abrir un libro escrito por Elizabeth Strout es adentrarse en lo más profundo de nosotros mismos o de nuestros semejantes (que no deja de ser lo mismo, como señaló y expresó con magnificencia John Donne), escudriñar los sentimientos más ocultos, asomarse al abismo de lo que no decimos, de lo que no expresamos, de lo que reprimimos, de lo que callamos, de lo que evitamos y, sin embargo, está a la vista, aflora sin que seamos conscientes de ello, tanto en nuestro caso como en el los que nos rodean, hay que ser un observador muy fino, muy empático, incluso muy audaz, para captar las señales mínimas que los otros lanzan, que cada uno de nosotros emite de manera muy imperceptible. Strout alcanzó fama y prestigio gracias a la misma obra, Olive Kitteridge, título por el que consiguió un premio Pulitzer y que se transformó en miniserie protagonizada por una sublime (aunque eso no sea novedad) Frances McDormand; en Luz de febrero, publicada por Duomo a principios de año con traducción de Juanjo Estrella, continúa la historia de esta mujer, en realidad la de los habitantes de Crosby, un pequeño pueblo en la costa de Maine, puesto que la novela (al igual que su predecesora) se estructura en forma de relatos que se van superponiendo, completando unos a otros, en los que va avanzando el tiempo, narraciones a veces autónomas aunque mantengan vasos comunicantes más o menos claros con las demás, un microcosmos con entidad propia donde, a veces, Olive Kitteridge es alguien que aparece un momento, que pasa por allí, una mera mención, su presencia se percibe, su sombra sobrevuela, pero son otros personajes (hermanados por hilos sutiles pero firmes, por la atmósfera creada, por la sensibilidad con que la autora los describe a todos) los que ocupan el primer plano.

 

   Elizabeth Strout aborda sin tabúes ni medias tintas asuntos muy dolorosos, pero lo hace con exquisitez, fijándose en los pequeños detalles que son los que mejor expresan tantas tragedias cotidianas que se pasan por alto o se asumen como “normales”, hurgando sin saña pero con contundencia en las fisuras de la máscara tras la que escondemos la frustración, el desarraigo, la soledad, los afectos desordenados, los no correspondidos, los hurtados, los negados, levantando corazas no tan sólidas como pretendemos y que, al final, nos desprotegen y no funcionan como escudo sino como prisión. A pesar de la dureza implícita (y a ratos explícita) de muchas de sus páginas, Luz de febrero (como el resto de títulos que conozco de la autora) se lee con sumo deleite porque acoge, consuela, anima, hace caer en la cuenta, nos alerta de cosas que no hacemos como deberíamos, de palabras que negamos, de personas a las que damos por sabidas, de ocasiones que perdemos (aunque no lo creamos así), de vida que desperdiciamos pero que, en algunos casos, aún podemos recuperar/reciclar. Podría escribir mucho más, pero como Pablo se ocupará en un próximo programa de este título y de su autora, prefiero esperar el momento.


Lunes 31:

 

ROMPER LA RUTINA

 

   Hoy he creído que me confundía de día, casi doy la vuelta al calendario, por un momento he pensado que era martes y, por lo tanto, ya estábamos en junio, me ha pasado lo mismo que a los habitantes de Königsberg cuando, absorto en la lectura del Emilio de Rousseau, Kant no dio su habitual paseo, aquel que servía para poner los relojes en hora porque nunca se retrasaba ni un segundo. Hay una tienda en el barrio que, desde hace cosa de un año, sólo abre martes y jueves, así lo anuncia en su escaparate, así podía leerse hoy, lunes, aunque el cierre estaba subido. Mi estupor creció al confirmar que, efectivamente, atendían al público y, por lo tanto, tuve mis dudas de que si estaríamos a martes (lo del jueves se me antojaba más lejano/imposible), he tenido que hacer memoria para confirmar que no estaba equivocado, que era el aviso el que no debería estar ahí, vamos, que es lunes para todo el día.