No pensaba regresar tan pronto a Natalia
Ginzburg, pensaba dosificarla algo más (aunque lo de hoy tampoco agota el
material recopilado durante la lectura de Ensayos),
pero ha habido algunos fieles a este blog (y seguidores de la autora) que me
han pedido que no dilatase demasiado la espera y como, por otro lado, hoy fue
día de preparativos para una nueva función de La voz hermana y, al cambiar de sala para participar en el Festival
Con-Vivencias que se celebra en el barrio de Lavapiés (estaremos en La Escalera
de Jacob los viernes 9 y 16 de junio a las 22:30), anduvimos preparando el
atrezo, las luces, ajustando los movimientos de Alejandro al nuevo espacio, lo
cierto es que he llegado a casa bastante agobiado por el bochorno que hoy se ha
abatido sobre la ciudad (y anuncian que las temperaturas aún subirán más
durante el fin de semana, ¡socorro!), pero me apetecía escribir algo, seguir en
contacto con esos amigos virtuales (aunque a algunos los conozco) con los que
me encanta entrar en contacto para compartir experiencias lectoras, por lo
tanto nada como robarle a alguien sus palabras, tomarlas prestadas suena menos
violento, en parte me las apropio pero no para reclamar ninguna autoría sino
para rubricarlas, para hacerlas propias, para sentirlas en la mente y el
corazón, para habitarlas, para vivirlas, porque en muchas ocasiones parece que
Natalia Ginzburg escribe en estos días y no, como es el caso concreto que ahora
abordamos, en abril de 1969, precisamente donde la dejamos ayer, con Cien años de soledad aún en las retinas,
emocionada y satisfecha, feliz como sólo es posible serlo cuando se concluye un
libro que transforma y enriquece, no le duelen prendas en confesar que lo ha
leído “por casualidad, y lo empecé sin ganas y con escepticismo. ¡Qué
escépticos nos hemos vuelto! Nos hemos convertido en malos lectores de novela. Por
otra parte, las novelas a las que intentamos acercarnos a menudo nos expulsan
desde las primeras líneas, o bien nos parece al leerlas que estamos mascando
piedras, serrín o polvo, o bien las leemos distraídos y tristes, como si
estuviéramos de pie y cargados de maletas en la sala de espera de una estación,
llenos de tedio y de frío. No sé si la novela se muere [léase, al menos, el
final del primer texto dedicado a Ginzburg para poder comprender por qué habla
de esto] porque a nosotros ha dejado de gustarnos, o si ha dejado de gustarnos
porque pensamos que se muere. Se ha difundido a nuestro alrededor la idea de
que está próxima a extinguirse, y esta idea se ha adentrado en nosotros como un
sutil cansancio, envenenada de novelas malas y de alimentos muertos. Se ha
extendido la idea de que es un pecado abandonarse a las novelas, que las
novelas son evasión y consuelo, y lo que hay que hacer es no evadirse y no
consolarse, sino quedarse firmemente clavado en medio de la realidad. Estamos oprimidos
por un sentimiento de culpa ante la realidad.”. ¡Y no hemos avanzado en casi
cincuenta años!
Ya se apuntó que Natalia Ginzburg es
implacable consigo misma y se percibe que no es falsa modestia, tal vez un
pesimismo exacerbado, un contemplarse con excesivo rigor, una conclusión
lapidaria cuya única aspiración es la de ser realista, habla con
convencimiento, sin titubear, en lo general y en lo concreto, por ejemplo para
expresar su admiración por Munch, matizando que su modo de mirar los cuadros “no
es el de quien ama y entiende la pintura, sino, por el contrario, un modo de
mirarlos completamente tosco, de novelista. Para mí son como relatos de la
angustia. No quiero decir que todos los novelistas contemplen cuadros de un
modo tosco, pero mi modo es tosco, mi curiosidad se mueve por cuestiones que
nada tienen que ver con la pintura.” Tal vez no sea mala forma de mirar, ¿no?,
intentar entrar en comunicación con la obra sin ningún tipo de idea
preconcebida (aunque resulte muy difícil ser aquel espectador virginal del
principio, es inevitable llegar con un equipaje muy repleto de sensaciones,
prejuicios, filias, fobias, premoniciones, opiniones ajenas). Y, así, se
enfrenta a El grito, reconoce haberse
preguntado qué ha sucedido, por qué esa mujer aúlla sin consuelo, “pregunta
estúpida, ya sea porque jamás lo sabré, ya porque de pronto me digo a mí misma
que no quiero saberlo, de hecho siento que, apenas avanzo en mis conjeturas,
mato algo en mí, cualquier conjetura es más vil y menos desgarradora que ese
grito desconocido. Llevaremos ese grito en los oídos toda la vida, más fuerte
que el aullido del viento o el estruendo del río, toda la vida seguiremos
preguntándonos, estúpidamente, por qué grita y respondiéndonos que da igual,
porque los fantasmas de la angustia no tienen nombre ni lugar, y porque las
interrogaciones acerca de la angustia se sitúan quién sabe dónde, en un país de
nuestra alma abrasado no se sabe si por el verano o por el invierno. Pienso que
Munch quizá se volvió loco porque ese grito, atrapado en la tela por él, le
hería los oídos. La convivencia con nuestros fantasmas, creados por nuestra
fantasía, fuente de expresión y de liberación para nosotros, y por lo tanto de
felicidad, puede volverse sin embargo una convivencia obsesiva, puede invadir
nuestra vida y alterar nuestra mente; nuestros fantasmas tienen en sus manos
armas mortales.”
El texto que dedica a la crítica (y que se
titula de ese modo) es para enmarcarlo, para estudiarlo, para aplicárselo, para
repetírselo a tantos que dicen ejercerla y en realidad hacen propaganda, para
los que no analizan, no reflexionan, no experimentan, vienen decantados de
casa, también para los que se limitan a insultar y ofender sin aportar un
juicio, sin fundamentar su opinión, una mera bravata que no debería publicarse
en un medio de comunicación que se tenga por tal, algo que no se sabe muy qué
es pero, desde luego, no es periodismo ni se corresponde con un género
literario (ambas cosas puede ser la crítica): “Cualquiera que escriba hoy en
día, y sea lo que lo fuere lo que escriba -novelas o ensayos o poesía o
teatro-, deplora la ausencia o la rareza de la crítica, es decir la ausencia o
la rareza de un juicio claro, inquebrantable, inexorable y puro. En el deseo de
un juicio semejante tal vez se esconde el recuerdo de la fuerza y de la
severidad que sobre nuestra infancia proyectaba la figura paterna. Sufrimos por
la ausencia de la crítica del mismo que en nuestra vida adulta sufrimos por la
ausencia de un padre.” Puede sonar exagerado, pero es cierto que se echa de
menos en muchas ocasiones una crítica honesta, constructiva, sin disfraces, sin
embustes, que nos ayude a enmendar errores, que nos haga descubrir otros, que
nos permita reforzar nuestro trabajo (de algo de eso anda uno escribiendo tras
haber visto el montaje de Arte de
Yasmina Reza que Miguel del Arco ha estrenado la semana pasada en el Pavón
Teatro Kamikaze), “así vamos en vano a la búsqueda entre nosotros de aquel del
que tenemos una profunda sed, una inteligencia inexorable, clara y distinta,
que nos examine con distancia y desapego, que nos observe desde lo alto de una
ventana, que no baje a mezclarse con nosotros en el polvo de nuestros patios;
una inteligencia que piense en nosotros y no en sí misma, mesurada, implacable
y límpida frente a nuestras obras, límpida al conocernos y revelarnos lo que
somos, inexorable para encontrar y definir nuestros vicios y errores. Pero para
albergar entre nosotros una inteligencia de esta clase, deberíamos tener en
nuestro espíritu una lucidez y una pureza de las que en la actualidad todos
carecemos, y no puede vivir entre nosotros un ser demasiado distinto a
nosotros.”
Pero la epifanía definitiva, cuando diríase
que Natalia Ginzburg está viva y frecuenta las redes sociales, tiene lugar
cuando se lee: “Solemos esperar, de la crítica, la benevolencia. La esperamos
como algo que se nos debe. Si no la obtenemos, nos sentimos incomprendidos,
perseguidos, víctimas de un odio injusto, y estamos de pronto preparados para
vislumbrar en los otros algún fin despreciable.” Y cuando pone el dedo en la
llaga y escarba, cuando demuestra que el clásico siempre tiene razón (por eso
se le considera y venera como tal) y que no hay nada nuevo bajo el sol es
cuando escribe: “Si un crítico es amigo nuestro, o incluso si se trata de
alguien con quien a veces cruzamos algunas palabras, la amistad o aquellos
encuentros ocasionales nos dan la seguridad de que su juicio para con nosotros
será halagador; si no es así y en lugar de un juicio halagador obtenemos, por
el contrario, una lección despiadada, o quizá tan solo un prudente silencio,
nos sentimos golpeados por un desconsuelo estupefacto e inmediatamente después
por un venenoso rencor, como si la amistad o aquellos raros encuentros nos
hubiesen dado derecho a un favor eterno, porque nuestra mala costumbre nos
lleva a pedirle a la amistad, o incluso a una simple sonrisa de cortesía, no ya
la verdad sino una resuelta inclinación a nuestro favor.” Y tampoco se libran,
claro, los críticos esos que son, “como los padres de hoy en día [octubre de
1969], frágiles, nerviosos y sensibles al rencor de los otros, temen perder a
los amigos u ofender a los conocidos, su vida social es muy vasta y tan llena
de ramificaciones que al ofender a una persona pueden ofender a otras mil; como
hoy en día los padres, tienen miedo del odio: tienen miedo de encontrarse solos
diciendo la verdad en una sociedad hostil. O, por el contrario, quieren odio,
aspiran a él como un condimento fuerte y esencial en su vida de críticos,
desean estar vestidos de odio, como de un uniforme rico y resplandeciente. Y la
aspiración al odio, si se luce como una coquetería en sociedad, al igual que el
miedo al odio, no puede constituir un terreno estable para la búsqueda y la
afirmación de la verdad.” Se diría que conoce a autoproclamados expertos, a vocingleros,
a palmeros, a falsos afectuosos desmesurados, a los que siempre estarán en
ciernes, a los que buscan su minuto de gloria, a los poetas hueros, a los
diletantes que no saber crear ni apreciar aquello a lo que llaman arte (no
digamos ya si hablamos de lo que gusta a los otros, dicho con todo el desprecio
del mundo).