jueves, 8 de junio de 2017

PALABRA DE GINZBURG (II)







  No pensaba regresar tan pronto a Natalia Ginzburg, pensaba dosificarla algo más (aunque lo de hoy tampoco agota el material recopilado durante la lectura de Ensayos), pero ha habido algunos fieles a este blog (y seguidores de la autora) que me han pedido que no dilatase demasiado la espera y como, por otro lado, hoy fue día de preparativos para una nueva función de La voz hermana y, al cambiar de sala para participar en el Festival Con-Vivencias que se celebra en el barrio de Lavapiés (estaremos en La Escalera de Jacob los viernes 9 y 16 de junio a las 22:30), anduvimos preparando el atrezo, las luces, ajustando los movimientos de Alejandro al nuevo espacio, lo cierto es que he llegado a casa bastante agobiado por el bochorno que hoy se ha abatido sobre la ciudad (y anuncian que las temperaturas aún subirán más durante el fin de semana, ¡socorro!), pero me apetecía escribir algo, seguir en contacto con esos amigos virtuales (aunque a algunos los conozco) con los que me encanta entrar en contacto para compartir experiencias lectoras, por lo tanto nada como robarle a alguien sus palabras, tomarlas prestadas suena menos violento, en parte me las apropio pero no para reclamar ninguna autoría sino para rubricarlas, para hacerlas propias, para sentirlas en la mente y el corazón, para habitarlas, para vivirlas, porque en muchas ocasiones parece que Natalia Ginzburg escribe en estos días y no, como es el caso concreto que ahora abordamos, en abril de 1969, precisamente donde la dejamos ayer, con Cien años de soledad aún en las retinas, emocionada y satisfecha, feliz como sólo es posible serlo cuando se concluye un libro que transforma y enriquece, no le duelen prendas en confesar que lo ha leído “por casualidad, y lo empecé sin ganas y con escepticismo. ¡Qué escépticos nos hemos vuelto! Nos hemos convertido en malos lectores de novela. Por otra parte, las novelas a las que intentamos acercarnos a menudo nos expulsan desde las primeras líneas, o bien nos parece al leerlas que estamos mascando piedras, serrín o polvo, o bien las leemos distraídos y tristes, como si estuviéramos de pie y cargados de maletas en la sala de espera de una estación, llenos de tedio y de frío. No sé si la novela se muere [léase, al menos, el final del primer texto dedicado a Ginzburg para poder comprender por qué habla de esto] porque a nosotros ha dejado de gustarnos, o si ha dejado de gustarnos porque pensamos que se muere. Se ha difundido a nuestro alrededor la idea de que está próxima a extinguirse, y esta idea se ha adentrado en nosotros como un sutil cansancio, envenenada de novelas malas y de alimentos muertos. Se ha extendido la idea de que es un pecado abandonarse a las novelas, que las novelas son evasión y consuelo, y lo que hay que hacer es no evadirse y no consolarse, sino quedarse firmemente clavado en medio de la realidad. Estamos oprimidos por un sentimiento de culpa ante la realidad.”. ¡Y no hemos avanzado en casi cincuenta años!
   Ya se apuntó que Natalia Ginzburg es implacable consigo misma y se percibe que no es falsa modestia, tal vez un pesimismo exacerbado, un contemplarse con excesivo rigor, una conclusión lapidaria cuya única aspiración es la de ser realista, habla con convencimiento, sin titubear, en lo general y en lo concreto, por ejemplo para expresar su admiración por Munch, matizando que su modo de mirar los cuadros “no es el de quien ama y entiende la pintura, sino, por el contrario, un modo de mirarlos completamente tosco, de novelista. Para mí son como relatos de la angustia. No quiero decir que todos los novelistas contemplen cuadros de un modo tosco, pero mi modo es tosco, mi curiosidad se mueve por cuestiones que nada tienen que ver con la pintura.” Tal vez no sea mala forma de mirar, ¿no?, intentar entrar en comunicación con la obra sin ningún tipo de idea preconcebida (aunque resulte muy difícil ser aquel espectador virginal del principio, es inevitable llegar con un equipaje muy repleto de sensaciones, prejuicios, filias, fobias, premoniciones, opiniones ajenas). Y, así, se enfrenta a El grito, reconoce haberse preguntado qué ha sucedido, por qué esa mujer aúlla sin consuelo, “pregunta estúpida, ya sea porque jamás lo sabré, ya porque de pronto me digo a mí misma que no quiero saberlo, de hecho siento que, apenas avanzo en mis conjeturas, mato algo en mí, cualquier conjetura es más vil y menos desgarradora que ese grito desconocido. Llevaremos ese grito en los oídos toda la vida, más fuerte que el aullido del viento o el estruendo del río, toda la vida seguiremos preguntándonos, estúpidamente, por qué grita y respondiéndonos que da igual, porque los fantasmas de la angustia no tienen nombre ni lugar, y porque las interrogaciones acerca de la angustia se sitúan quién sabe dónde, en un país de nuestra alma abrasado no se sabe si por el verano o por el invierno. Pienso que Munch quizá se volvió loco porque ese grito, atrapado en la tela por él, le hería los oídos. La convivencia con nuestros fantasmas, creados por nuestra fantasía, fuente de expresión y de liberación para nosotros, y por lo tanto de felicidad, puede volverse sin embargo una convivencia obsesiva, puede invadir nuestra vida y alterar nuestra mente; nuestros fantasmas tienen en sus manos armas mortales.”
   El texto que dedica a la crítica (y que se titula de ese modo) es para enmarcarlo, para estudiarlo, para aplicárselo, para repetírselo a tantos que dicen ejercerla y en realidad hacen propaganda, para los que no analizan, no reflexionan, no experimentan, vienen decantados de casa, también para los que se limitan a insultar y ofender sin aportar un juicio, sin fundamentar su opinión, una mera bravata que no debería publicarse en un medio de comunicación que se tenga por tal, algo que no se sabe muy qué es pero, desde luego, no es periodismo ni se corresponde con un género literario (ambas cosas puede ser la crítica): “Cualquiera que escriba hoy en día, y sea lo que lo fuere lo que escriba -novelas o ensayos o poesía o teatro-, deplora la ausencia o la rareza de la crítica, es decir la ausencia o la rareza de un juicio claro, inquebrantable, inexorable y puro. En el deseo de un juicio semejante tal vez se esconde el recuerdo de la fuerza y de la severidad que sobre nuestra infancia proyectaba la figura paterna. Sufrimos por la ausencia de la crítica del mismo que en nuestra vida adulta sufrimos por la ausencia de un padre.” Puede sonar exagerado, pero es cierto que se echa de menos en muchas ocasiones una crítica honesta, constructiva, sin disfraces, sin embustes, que nos ayude a enmendar errores, que nos haga descubrir otros, que nos permita reforzar nuestro trabajo (de algo de eso anda uno escribiendo tras haber visto el montaje de Arte de Yasmina Reza que Miguel del Arco ha estrenado la semana pasada en el Pavón Teatro Kamikaze), “así vamos en vano a la búsqueda entre nosotros de aquel del que tenemos una profunda sed, una inteligencia inexorable, clara y distinta, que nos examine con distancia y desapego, que nos observe desde lo alto de una ventana, que no baje a mezclarse con nosotros en el polvo de nuestros patios; una inteligencia que piense en nosotros y no en sí misma, mesurada, implacable y límpida frente a nuestras obras, límpida al conocernos y revelarnos lo que somos, inexorable para encontrar y definir nuestros vicios y errores. Pero para albergar entre nosotros una inteligencia de esta clase, deberíamos tener en nuestro espíritu una lucidez y una pureza de las que en la actualidad todos carecemos, y no puede vivir entre nosotros un ser demasiado distinto a nosotros.”
   Pero la epifanía definitiva, cuando diríase que Natalia Ginzburg está viva y frecuenta las redes sociales, tiene lugar cuando se lee: “Solemos esperar, de la crítica, la benevolencia. La esperamos como algo que se nos debe. Si no la obtenemos, nos sentimos incomprendidos, perseguidos, víctimas de un odio injusto, y estamos de pronto preparados para vislumbrar en los otros algún fin despreciable.” Y cuando pone el dedo en la llaga y escarba, cuando demuestra que el clásico siempre tiene razón (por eso se le considera y venera como tal) y que no hay nada nuevo bajo el sol es cuando escribe: “Si un crítico es amigo nuestro, o incluso si se trata de alguien con quien a veces cruzamos algunas palabras, la amistad o aquellos encuentros ocasionales nos dan la seguridad de que su juicio para con nosotros será halagador; si no es así y en lugar de un juicio halagador obtenemos, por el contrario, una lección despiadada, o quizá tan solo un prudente silencio, nos sentimos golpeados por un desconsuelo estupefacto e inmediatamente después por un venenoso rencor, como si la amistad o aquellos raros encuentros nos hubiesen dado derecho a un favor eterno, porque nuestra mala costumbre nos lleva a pedirle a la amistad, o incluso a una simple sonrisa de cortesía, no ya la verdad sino una resuelta inclinación a nuestro favor.” Y tampoco se libran, claro, los críticos esos que son, “como los padres de hoy en día [octubre de 1969], frágiles, nerviosos y sensibles al rencor de los otros, temen perder a los amigos u ofender a los conocidos, su vida social es muy vasta y tan llena de ramificaciones que al ofender a una persona pueden ofender a otras mil; como hoy en día los padres, tienen miedo del odio: tienen miedo de encontrarse solos diciendo la verdad en una sociedad hostil. O, por el contrario, quieren odio, aspiran a él como un condimento fuerte y esencial en su vida de críticos, desean estar vestidos de odio, como de un uniforme rico y resplandeciente. Y la aspiración al odio, si se luce como una coquetería en sociedad, al igual que el miedo al odio, no puede constituir un terreno estable para la búsqueda y la afirmación de la verdad.” Se diría que conoce a autoproclamados expertos, a vocingleros, a palmeros, a falsos afectuosos desmesurados, a los que siempre estarán en ciernes, a los que buscan su minuto de gloria, a los poetas hueros, a los diletantes que no saber crear ni apreciar aquello a lo que llaman arte (no digamos ya si hablamos de lo que gusta a los otros, dicho con todo el desprecio del mundo).