viernes, 2 de noviembre de 2018

GOLPEANDO DOS VECES





   Lo de seguir la cronología es algo por lo que siempre tuve querencia: por más que se tratase de series en las que cada capítulo poco o nada tenía que ver con el anterior (ahora las llamamos, así en general, procedimentales o antológicas, me refiero sobre todo a las policiacas o de misterio/terror, esas en las que había un personaje -o varios- que se repetía y todo lo demás cambiaba o aquellas que cada semana contaban una historia diferente -cómo olvidarse de Alfred Hitchcock-, algo que también pasaba con frecuencia en los dibujos animados y en el resto de productos dirigidos a los chavales –había muy honrosas excepciones y seriales con una trama global de fondo que unificaba de alguna manera las aventuras), aunque no hubiese ninguna continuidad entre los diferentes episodios y pudieran verse descolocados sin perder ni un ápice de comprensión (incluso aunque recuperasen situaciones o personajes episódicos aparecidos anteriormente), me recuerdo desde muy pronto, pasando ahora al tema literario, queriendo leer en orden la serie de Los Cinco (que tiene coherencia y unidad temporales por más que cada historia se entienda en sí misma) o la de Los Hollister (todo lo contrario: en cada volumen se especificaba la edad de los cinco hermanos, inalterable a lo largo de 33 libros). Lo mismo puedo decir en lo que a la tía Agatha se refiere: por más que empecé el asalto y seguí con el atracón por donde me fue posible, aunque ella misma hizo chistes en alguna ocasión sobre las edades de Poirot y la señorita Marple (no echen cuentas, que no salen), aunque en nada se alteran las emociones y el disfrute si se lee Asesinato en el Orient Express antes que El asesinato de Roger Ackroyd (citemos dos cimas, no nos andemos con chiquitas) por más que la segunda se publicase ocho años después que la primera, una vez tuve en mis manos su deliciosa autobiografía que incluía como apéndice toda su producción ordenada por la fecha de aparición empecé a colocar de ese modo mi colección (e incluso a hacer relecturas concretas aunque aún me queda la definitiva, es decir, desde El misterioso caso de Styles hasta Un crimen dormido deteniéndome en todas las paradas intermedias, libros de relatos incluidos).

   Pero, contradictorio como bien saben ustedes que soy, me cansa bastante que, casi por definición, por decreto (no querría decir por defecto, pero ahí queda, con toda la doble intención del mundo para algunos nombres en concreto), porque vivimos de repeticiones, de fórmulas, de trivializaciones, porque se tiende a la clonación en lugar de a buscar (y valorar) la excepcionalidad, lo que se sale de la norma (o lo que por tal parece tomarse aunque no se la llame de ese modo), lo que rompe, lo que destaca por diferente no lo que sobresale entre iguales (que también es digno de aplauso, por supuesto, pero ahora hablamos de otra cosa), hace tiempo que me provoca algún que otro bostezo, me despierta muchos temores y todos los prejuicios (o viceversa), me hace mirarlo con suspicacia e incluso que aleje -y mira que es raro- un libro de mí, que gran parte de lo que se publica se anuncie como “el inicio de una trilogía” (es lo más recurrente aunque también se utilizan con profusión y no siempre precisión palabras como “saga” y la misma “serie”) o, aún peor, cuando lo que se percibe claramente previsto para un volumen se estira o se va ramificando hasta el infinito (y más veces de lo debido -o deseable- con poca o ninguna destreza, forzando la maquinaria, traicionando el origen, sacando de la manga artificios que sonrojan -por ser suave-). Claro que hay, por fortuna, muchos ejemplos en que sucede todo lo contrario, de algunos ya se ha hablado en este ángulo oscuro del salón y otros llegarán en breve (se trate de trilogías, novelas que se completan -o complementan- unas a otras o series bien trenzadas que, aunque permitan que sus piezas puedan descolocarse, conviene leer en el orden previsto por el autor para vivir la evolución de los personajes, de la historia troncal/central si existe o del modo en que las nuevas se van engarzando en las anteriores o, sencillamente, del modo en que se va ampliando/modificando el particular universo que se esconde en sus páginas), pero a veces gusta (y lo mismo sirve para televisión) que algo dure lo que estaba previsto o poder disfrutar con una pieza (capítulo/novela) en concreto sin necesitar el resto del puzle. Y, tras la agradabilísima sorpresa que supuso La maniobra de la tortuga, la novela en la que Benito Olmo presentó al inspector de policía Manuel Bianquetti, llegó hace unos meses (publicada al igual que la anterior por Suma de Letras) La tragedia del girasol para confirmar que aquello no fue fruto del azar y que, con sólo dos títulos, estamos ante una de las series más estimulantes, entretenidas y satisfactorias que nos ha dado el género negro español (y de cualquier otro lugar) de los últimos años.

   Para no parecer más inconexo, absurdo e incoherente de lo habitual, empezaré por lo último, es decir, por el placer que supone reencontrarse con el aroma de aquellas novelas que me proporcionaron tantas horas de diversión (y aún lo hacen cuando regreso a esos u otros títulos similares) cuando estaba descubriendo (y aún lo hago, que es lo mejor) el maravilloso mundo de la literatura (en el que, como tantas veces he contado -y las que quedan, perdón por la insistencia/redundancia-, aterricé en la pista de lo policiaco, dicho así en grandes términos) y es algo que digo a varios niveles, el primero, como intento explicar, referente a lo que podríamos denominar series clásicas, de nuevo (y siempre) aparece tía Agatha, junto a ella Simenon, las juveniles que ya cité, Los Tres Investigadores, Conan Doyle (aunque le leí menos, lo confieso), Erle Stanley Gardner, autores que pueden abordarse por cualquier lado sin que eso suponga una merma (o varias) en la apreciación (en el sentido más amplio del término) que haga el lector de la novela en concreto que escoja (lo que también sucede con nombres señeros, con maestros de la altura de Vázquez Montalbán o Giménez Bartlett, también en señoras que me entretienen tanto como Anne Perry o Donna Leon-). Y, de este modo, aunque conocer los orígenes de Bianquetti, su pasado, lo que sucedió en La maniobra de la tortuga, cómo es el personaje (y algunos de los secundarios) ayuda a iniciar la lectura pisando firme sobre terreno conocido/territorio amigo, cualquiera que llegue a la tragedia del girasol sin saber nada de lo sucedido en el título anterior jamás se sentirá perdido o ignorante de un código restringido que le deje fuera de la novela porque no existe tal cosa, sólo una historia que se comprende de principio a fin porque todo se explica en sí mismo sin necesidad de repasar/tener fresco/verse obligado a leer (para poder avanzar y captar esencias y significados) lo publicado anteriormente. Ya en este detalle (fundamental, al menos para este lector) demuestra Benito Olmo su conocimiento de los clásicos del género, su gusto por una narración compacta con algún que otro eco de sucedidos que podrían quedarse en eso, que no necesitan más para integrarse en lo que se está contando en ese momento (que se lo digan a Chandler, que se dejaba cabos sueltos aquí y allá, sucesos que no tenían desenlace o solución, atisbos de otros que jamás llegaban a exponerse del todo), La tragedia del girasol tiene entidad propia, se sustenta en su trama sólidamente construida, en sus páginas llenas de acción, en un personaje carismático por su osadía, por su cabezonería, por su sentido de la lealtad, por su sensibilidad, por sus lastres, en definitiva, porque a veces no le comprendemos (o estamos en las antípodas de lo que hace/piensa) pero no podemos evitar quererle/admirarle (y el punto de rechazo que a veces nos brota termina por devenir en mayor atracción -eso que sucede con los opuestos y nos explicaban en el colegio, ya saben-).

   Otra de las causas por las que tanto me ha entusiasmado esta novela es porque, teniendo en cuenta la anterior (aquí sí viene bien), Benito Olmo no se repite, no da más de lo mismo (sólo en aquello que da unidad, características de escritura y de ambiente que son su huella, su marca, aquello que por el momento -veremos qué caminos sigue en las próximas entregas (esperamos/deseamos)- mejor define a la todavía incipiente serie de Bianquetti); si La maniobra de la tortuga era una magnífica puesta al día (o, tal vez dicho con más propiedad, pasada por su tamiz) de la novela de investigación más ortodoxa, La tragedia del girasol hace primar la acción, elemento imprescindible en autores como el ya citado Chandler, Ross Macdonald, James Hadley Chase o James M. Cain (al que volveremos en seguida, de ahí que el título de este escrito sea un homenaje a su obra más popular), también en lo patrio (Vázquez Montalbán logra escenas impactantes en, por ejemplo, Asesinato en el Comité Central), pero una acción bien dosificada que no sólo imprime velocidad a la lectura y fuerza a lo escrito sino que ayuda a que el otro tipo de acción (el que hace referencia al argumento) se vaya desarrollando de manera conveniente/convincente (rizando el rizo, podríamos decir que la acción física tiene acción sobre la narrativa y ambas se retroalimentan consiguiendo un conjunto digno de aplauso). Aunque ciertos nombres hayan sido reivindicados y colocados en el lugar que merecen, hay ocasiones en que se hace de menos a varios de los autores citados (de la época dorada y de las posteriores), encerrándolos en una etiqueta que todavía se dice con bastante displicencia y mirando por encima del hombro, olvidando que eran escritores de variados registros (James M. Cain, para sorpresa de muchos, no es sólo el autor de El cartero siempre llama dos veces sino de Mildred Pierce, cuya versión cinematográfica en 1945 sirvió a Joan Crawford para ganar un Oscar, y de la que un sublime Todd Haynes firmó una esplendorosa adaptación televisiva con una sobrecogedora Kate Winslet), que Manhattan Transfer o ¿Acaso no matan a los caballos? también pueden (y de hecho lo son, especialmente la segunda) ser consideradas novelas negras, que en algunas de las páginas más memorables del género (lo son precisamente por ello) hay espacio para la lírica, para la emoción, para explorar el alma de los personajes. También Benito Olmo sabe hace eso con inmensa sensibilidad, limando el filo de su prosa para acariciar corazones (y estrujarlos un poquito -hablo de los de los lectores, desde luego-) y conseguir imágenes, metáforas, realidades tan sensibles como aquella a la que hace referencia el título -el espléndido título- de esta novela y que, por supuesto, no explicaré para que sean ustedes mismos los que descubran (y tal vez compartan -o lo hayan hecho en algún momento-) cuál es la tragedia del girasol y puede que, como un servidor, cierren el libro con un suspiro, un tanto temblorosos, impactados, pensativos, indudablemente cautivados y con ganas de que, muy pronto, Benito Olmo vuelva a dar el golpe (si es con Bianquetti, mejor que mejor).