lunes, 5 de noviembre de 2018

SI YO PUDIERA...





   El tío Miguel decidió comprar un vídeo para que pudiésemos estrenarlo en Navidad, al final se retrasó un poco y, lo que son las cosas, llegó con los Reyes Magos de 1985; gracias a muchas tardes de domingo (por fortuna, las hubo -a veces, cierto es, espoleados por la urgencia de que llegaría alguna de esas visitas que interrumpían todo-) y a días festivos (o, sencillamente, cuando en televisión no había algo interesante -y, con sólo dos cadenas, eso ocurría sólo esporádicamente-) pude alimentar mi cinefilia, mi pasión audiovisual, accedí a películas que, por edad o porque no hubo oportunidad, no había podido ver en cine pocos años antes (¡Esos primeros años 80, es decir, Gente corriente, Justicia para todos, Veredicto final, En el estanque dorado, las que irían llegando!), tuve opción de conocer aquellas de las que oía hablar a los tíos (y en menor medida a mis padres que no eran tan aficionados) desde hacía tiempo (El crimen de Cuenca, El expreso de medianoche, Rocky, incluso Cristóbal Colón, de oficio… descubridor, todo era bien recibido, todo era en sí mismo un acontecimiento cuando el título deseado nos había dado esquinazo en diferentes tentativas de llevarlo a casa -y te topabas con la carátula ostentando el indeseado cartelito de “alquilada”-), fue mi lanzamiento definitivo hacia el género de terror, ¡con qué poco -y con qué pocas personas- era sumamente feliz, a salvo por unas horas de los deberes, exámenes y demás padecimientos propios del estudiante! Y el vídeo sirvió para que, los que éramos de una generación posterior, hiciéramos de Clint Eastwood nuestro ídolo; sí, por supuesto que seguía trabajando (como ahora mismo), estoy hablando de los años en que estrenó El jinete pálido o El sargento de hierro, pero en los recreos o entre clase y clase los aficionados al cine (y nos juntamos unos cuantos en el instituto) compartíamos entusiasmo por lo que podíamos alquilar en el videoclub, títulos como El fuera de la ley, Cometieron dos errores, Infierno de cobardes y Harry el sucio, que es donde quería venir a parar.

   No nos parábamos a hacer otro tipo de análisis, éramos maniqueístas por definición y casi por naturaleza, era el momento de las adhesiones incondicionales (y también de los rechazos sin contemplaciones), discutíamos sobre esto y aquello, algunas asignaturas (algunos profesores, los escasos que pueden ser llamados maestros) invitaban a ello, lo facilitaban, proporcionaban argumentos, pero tendíamos a ver la vida en blanco y negro, nos perdíamos la gama de grises (algo que se deja atrás lo mismo que la adolescencia, aunque la realidad lo desmienta), por eso veíamos a Harry Callahan como un héroe, porque no se sometía al código restrictivo que le impedía terminar con los malos, porque se jugaba su carrera, su posición, sus medallas, las palmaditas en la espalda de los jefes con tal de defender a las víctimas, porque perseguía al criminal hasta que conseguía abatirlo, porque no le dejaban ser policía y a él se la sudaba (o no, pero no se dejaba amilanar ni cejaba en su empeño). Eran también los años en que triunfaba Charles Bronson con Yo soy la justicia y El justiciero de la noche, secuelas ambas de El justiciero de la ciudad, estrenada en 1974 (de la que, por cierto, protagonizó Bruce Willis un remake hace poco), pero incluso en este asunto nos regíamos por el binomio buenos/malos, es decir, los que nos gustaban y los que no, el caso es que proliferaban títulos (fue una especie de subgénero y se filmaron bastantes productos de serie B -o menos-, muchos destinados directamente a televisión o al formato doméstico) en que alguien se tomaba la justicia por su mano y nosotros le aplaudíamos e incluso queríamos imitar sin parar mientes en nada más, al menos comprendíamos que no era posible, que yo sepa ninguno pasó a la acción, nadie imitó lo que ocurría en la pantalla, pero en más de una ocasión, en nuestro fuero interno o en encendida conversación con los colegas, nos lamentábamos “ay, si yo pudiera…”. Y ese, no lo neguemos, deseo que tantas veces rebrota (y con enorme virulencia) cuando leemos un periódico, vemos o escuchamos un informativo, navegamos por Internet, cuando nos damos de bruces con tantas víctimas que lo siguen siendo (vivas o muertas) porque los criminales quedan impunes o reciben un castigo mínimo que casi parece una burla (o lo es o se recibe como tal por las declaraciones de ciertos abogados, por hirientes legalismos, por leyes que calificamos de injustas), porque se llega a dar la vuelta a la tortilla y considerar y tratar a las víctimas como culpables de lo que les sucedió, porque se pisotean sus derechos en aras (se supone/dice) del mantenimiento del Estado de derecho, ese caldo de cultivo tan espeso en el que día a día intentamos mantenernos a flote (a veces dudo de que lo consigamos por más que sigamos respirando y eso en sí mismo parece una victoria la mayor parte del tiempo), ese, vuelvo a decir que no podemos negar que así lo sentimos/expresamos, no nos hagamos los inocentes, ese, decía, anhelo de hacer justicia, de erradicar lacras, de hacer pagar el daño infligido, esa rabia contenida (por diferentes motivos, ahora lo veremos) estalla en el hipocentro de Talión, una impactante y vertiginosa novela que Planeta publicó el pasado mayo, ese “si yo pudiera” constituye la columna vertebral del soberbio debut como novelista de Santiago Díaz.

   Uno de los aspectos más inteligentes en una narración que abunda en ellos, tal vez el más capital, el que más atrapa al lector porque le consiente libertad para juzgar y hacerse preguntas (o, simplemente, dejarse llevar por el vértigo de lo narrado, por un thriller soberbiamente construido, volver a ser aquellos espectadores adolescentes que no nos planteábamos dilemas morales -es un modo de leer que Talión acepta sin perder emoción, intensidad, motivo de elogio-), es el hecho de que el autor no juzga a sus personajes, sobre todo a Marta Aguilera, la periodista que deviene en justiciera, expone los hechos que lleva a cabo, profundiza en sus motivaciones, en sus dilemas, en sus porqués, los traslada, nos los plantea, consigue que nos paremos a pensar, que estemos de acuerdo con ella en una página y no la comprendamos/compartamos sus acciones, sus sentencias, sus juicios sumarísimos. Porque una cosa es indignarse del modo en que describí antes, proferir aquello del ojo por ojo y diente por diente (es decir, la conocida como ley del Talión, principio jurídico de justicia distributiva, por más que algunos crean que viene de las películas del Oeste), afirmar con rotundidad que a hierro debe morir quien a hierro mata (olvidando que en el Evangelio es una advertencia, o sea, que si tú lo haces se volverá en tu contra), y otra bien distinta llevarlo a cabo, de hecho era por ese lado por donde aquello que llamábamos y vivíamos como heroicidad se nos iba resquebrajando y nuestros mayores (y nosotros mismos con el paso del tiempo), nuestros estudios, el estar en el mundo (incluso nuestra experiencia) nos iba haciendo caer en la cuenta de que, por un lado, yendo a lo más obvio, no es tan sencillo tomarse la justicia por propia mano, prisioneros de un sistema económico/laboral que obliga a comulgar con muchas ruedas de molino si uno quiere seguir recibiendo un sueldo (por mísero que sea) todos los meses, incluso para eso habría que ser un privilegiado y podérselo permitir, no sólo en lo personal/profesional sino en cómo sufragar gastos para poder ejecutar (nunca mejor dicho) nuestros planes sin dejar pistas (por ahí surge también otro aspecto nada desdeñable a tener en cuenta -o no, depende de la desesperación de cada uno-). Todas estas consideraciones (e igualmente las éticas/morales) las salva con solvencia y mucho acierto Santiago Díaz con la posición vital/económica que concede a su personaje principal, aquel que cuenta su parte de la historia en primera persona, detalle que le permite llegar a la médula del asunto y sugerir la inquietante pregunta que sobrevuela durante la lectura: si lo tuvieras todo a tu alcance para ello, si no tuvieras miedo a las represalias, a las leyes, a lo que tus acciones provocarían, a tu propia inmolación, ¿te vengarías?

   Junto a Marta Aguilera, compartiendo protagonismo, aparece otro personaje muy potente, una absoluta creación que (ojalá) merece otra (u otras) novelas, porque se enfrentará a nuevos casos que resolver, porque aún queda mucho por descubrir, porque tiene muchas aristas que limar, porque exuda verdad, porque está llena de inseguridades, de rencores, de debilidades, porque es poderosa en el desempeño de sus funciones pero dolorosamente humana (con todo lo que eso conlleva): la inspectora Daniela Gutiérrez es la viga maestra de la novela, alguien con quien empatizar y con quien dirimir los conflictos anteriormente descritos, de nuevo Santiago Díaz nos lleva hasta el límite (y cómo lo disfrutamos) para volver a preguntarnos de qué modo actuaríamos. Y el caso es que entendemos a ambas, ambas nos atraen por más que Marta nos lleve a zonas muy oscuras (que a ella misma sorprenden), tampoco es que lo de Daniela sea placentero, lo correcto, lo que debe hacerse, aquello en que se supone creemos y defendemos, la deontología profesional colisiona con los dolores particulares, con la cólera, con la ira, con el odio que, además, compartimos y calificamos como justo, no lo olvidemos, se trata de impartir nuestra justicia, la que sentimos como tal por más que nos la refrenden, la que no aparece en los códigos o es reinterpretada por jueces y abogados, sí, suena terrorífico (y es lo que tantas veces nos revuelve frente al televisor, lo que nos lleva a escribir tuits preñados de amenazas -no dejan de serlo por más que nos amparemos en la condición de víctimas-), pero no se puede arreglar lo que no nos gusta llegando a ciertos extremos (por más que, volvemos al principio, así nos nazca, por más que ese sea nuestro instinto y lo demás una mera construcción para convivir -aquello del pueblo de demonios que dijo Kant y dio título a un espléndido libro de Adela Cortina-).

   Y de todo ello (y de muchas cosas más) habla Santiago Díaz en Talión sin enredar las cosas tanto como yo, es decir, construyendo una trama muy sólida con personajes que, como ya se ha dicho, insinúan estos asuntos, los plantean con sus palabras, con sus hechos, pero cualquier discurso por bien armado que pueda estar, no digamos cualquier tentación moralista, queda fuera de la historia, en los márgenes de lo escrito por más que esté en su corazón, que sea elemento fundamental (diríase incluso imprescindible -para que la novela sea lo que es, un dardo que da en el centro de la diana en todos los sentidos-) de su contexto, los nudos que sustentan la fabulosa red literaria (y real) que el autor despliega con la sabiduría de experto narrador, que lo es por más que debute en estas lides en concreto. Y en esto demuestra también su talento el reputado guionista de largo y fructífero recorrido que se transforma en novelista con todas las de la ley: recoge lo mejor de su oficio a la hora de saber combinar y mezclar diferentes historias, enriqueciendo continuamente la principal, integrando a la perfección unas subtramas en otras sin que nada provoque distorsiones o desacordes, moviendo, alterando, atendiendo al conjunto mientras utiliza cada pieza para que, así, todo siga encajando cuando la investigación de Daniela, la carrera contrarreloj de Marta, el núcleo de la novela vuelve a quedar al descubierto; dibuja personajes con precisión (por sus comportamientos, por sus palabras), dotándoles de verosimilitud, de sangre, de piel, de alma (da igual su relevancia, su participación, su protagonismo o carácter episódico, jamás cae en el arquetipo, en lo fácil, se nota el trabajo de construcción individual para que cada uno tenga personalidad, por más funcional que pueda ser su aparición). Santiago lleva muchos años demostrando lo fantásticamente que dialoga, ahí está su trabajo diario en El secreto de Puente Viejo (por no irnos más lejos), aquí lo deja claro una vez más pero esa brillantez queda, si me permiten decirlo así, opacada por las cualidades que demuestra a la hora de narrar, de describir espacios, situaciones, momentos desbordantes de adrenalina, de su tremenda habilidad para crear escenarios y mover en ellos a sus personajes.

   Talión combina, ya lo apunté más arriba, pasajes en primera persona con otros muchos en tercera; en aquellos, Marta Aguilera habla consigo misma, nos interpela, provoca que nos posicionemos (incluso contra nosotros mismos, volvemos a la dicotomía entre respetar el consenso establecido -las leyes- para -se supone- garantizar la convivencia y el instinto de venganza), nos enfrenta a nuestras contradicciones, a nuestras ambigüedades, a cómo reinterpretamos el significado de las palabras (y acciones) según nos convenga, a cómo nos justificamos (o lo pretendemos) cuando, a pesar de todo, sentimos titilar una alarma en algún rincón que nos dice que, por más que queramos revestirlo de justicia, estamos actuando de un modo tan o más punible que aquel a quien castigamos (aunque sólo sea con el pensamiento, si el remordimiento hace acto de presencia es muy complicado acallarlo, incluso aunque llevemos a cabo lo planificado -o nos dejemos llevar por el impulso del momento-), pero que nadie espere un tratado a lo Dostoievski porque aquí se trata de que reflexione el lector ya que el personaje no puede detenerse en ello (ya que estamos, conviene señalar -y alabar- que el manejo del tiempo -y del tempo- es portentoso como debería ser capital en todo guionista que se precie). Las partes en tercera persona permiten a Santiago trazar un cuando menos perturbador recorrido por algunos de los horrores cotidianos que enfrentamos, por heridas que no dejan de supurar, por enfermedades sociales (por darles un apellido) enquistadas en nuestra cotidianidad por más que queramos considerarlas ajenas, actúa como notario implacable, como cronista ejemplar porque no se anda con chiquitas ni elude la confrontación con asuntos espinosos, haciéndonos una vez más sentir el vértigo del dolor, de la rabia, de la desesperación, metiéndonos de nuevo en la vorágine de a qué atendemos primero, le sucede a Marta Aguilera, pero también (y de qué estremecedor modo) a Daniela Gutiérrez. Como siempre (sí, hablo sin parar pero bien saben los habituales que no me gusta destripar -ni tan siquiera esbozar en la medida de lo posible- argumentos), no les cuento más porque Talión es una novela que hay que vivir, simple y llanamente.