lunes, 26 de noviembre de 2018

SIN LA VOZ DEL AUTOR








   Casi como algo inédito, hoy comenzaré hablando del título de este escrito, explicándolo un poco en el sentido de que nadie piense que voy a hacer una crítica negativa del libro que ven ahí arriba retratado, es algo que pudiera inferirse de la preposición que lo inicia y que, como señala el DRAE, “denota carencia o ausencia de algo”; creo que, en todos estos años llenado el ángulo oscuro del salón con mi verborrea, no he publicado ningún texto dedicado (o escupido, nunca se sabe) a un libro que no me haya gustado, algo a lo que en general tampoco soy muy proclive (no puedo decir lo mismo -además, no lo evito- en lo que se refiere a películas y series u otros programas de televisión, en menor medida al teatro, si bien es cierto que mis mayores diatribas -algunas, lo reconozco, muy duras, pero siempre procuro argumentarlas- las reservo para las redes sociales y quedan fuera de aquí), en algún momento he hecho burla, sátira, mofa, he lanzado andanadas, he expresado mi desacuerdo con galardones, loas y parabienes concedidos/dedicados a títulos y/o autores que me aburren/agotan/no me interesan/me desagradan (o lo hicieron, lo digo en pasado porque procuro hablar sobre lo que conozco y, comportándome como el gato escaldado -no regresaré al tema ya tratado de los prejuicios y de cómo algunos no son tales por más que así los denominemos-, hay gentes a las que he dejado de frecuentar o, al menos, procuro mantenerlas lo más lejos posible), pero todo ello (en lo que al blog se refiere, reitero) no ha pasado de una frase, una ironía, un dardo, unas cuantas palabras, una parte muy breve de una entrada dedicada (como la mayoría) a contar experiencias gratas como lector, a compartir el placer y entusiasmo sentidos (luego, eso sí, puede suceder -y sucede- que determinados títulos me hayan provocado más regocijo que otros y eso se note en la intensidad de los adjetivos utilizados, en dar rienda suelta a la emoción o mantener un tono más correcto y/o profesional, podríamos decir). Dicho lo cual, no es que el autor de hoy no haya dejado su voz, su huella, en su última novela sino que, en las dos ocasiones anteriores en que Antonio Mercero visitó este rincón ocurrió eso literalmente, es decir, tuve el privilegio de conversar con él, de preguntarle sobre diferentes aspectos de su obra, de compartir aficiones, amores y devociones (especialmente en lo relativo a Patricia Highsmith), de tener tiempo para estrechar lazos personales (que, lógicamente, quedan para nosotros, no han aparecido aquí), de, eso sí me gusta decirlo a boca bien abierta, rendir continuo homenaje a su padre, el genial Antonio Mercero de quien heredó nombre, apellido y talento para narrar, de rogar que le diese algún abrazo de mi parte como eterno agradecimiento por todo lo que me hizo aprender y disfrutar (y lo sigue haciendo, ahí está, por no irnos más lejos, la web de TVE con gran parte de su obra al alcance de cualquiera), algo que ya no podré hacer más (sí enviar mi constante admiración hacia las estrellas), pero confío en tener una nueva oportunidad (o las que sean) de reencontrarnos para seguir hablando, fundamentalmente, sobre literatura, algo a lo que he tenido que renunciar (ha sido una decisión unilateral) porque mi horario de estos meses es tan caótico que ni yo mismo puedo hacer planes con un día (y hasta horas) de antelación, tengo la sensación de que mi tiempo no me pertenece, raro es que pueda cumplir los plazos para que me marco hasta para algo tan rutinario como hacer la compara y, por lo tanto, no quería tenerle pendiente de mí (es algo que me encorajina bastante), ya nos quitaremos la espinita (si a él le apetece, por supuesto).

   Intento no citarme más de lo tolerable (depende del límite de cada uno, claro, confieso que el mío es bajo en este aspecto), baste con señalar que no es la primera vez que se glosa una novela de Antonio, pero como El caso de las japonesas muertas publicada por Alfaguara es una novela que el autor prometió desde la propia solapa de El final del hombre, su anterior trabajo, y que, aunque pueden leerse de manera independiente porque ambas se explican en sí mismas, esta que ahora nos ocupa es una continuación de aquella en el sentido, como él mismo explicaba en su momento, de completar el viaje de su heroína, “la llegada a su destino”, nada mejor que remitirles a sus palabras de hace poco más de un año  (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2017/10/silogismos-llenos-de-poros.html) y, así, evito repetirme para aquellos que tuviesen la amabilidad de leerme en su momento y repetir ahora. Tanto esta novela como su predecesora poseen las suficientes entidad y coherencia como para ser fácilmente comprendidas sin necesidad de leer la otra, incluso pueden leerse al revés, es decir, primero la aparecida el pasado octubre y después la que lo hizo en 2017, pero no cabe duda de que quienes conozcan lo sucedido en la vida de Sofía Luna hasta llegar a ser quien ya es de pleno derecho desde las primeras páginas de El caso de las japonesas muertas captarán al vuelo detalles, anticiparán (lo intentarán al menos) hechos, reacciones, les bastará una frase para evocar o reconocer a un personaje, dialogarán con la novela a un nivel más si se quiere íntimo y/o profundo, aunque cualquiera que abra el libro quedará seducido por las personalidades (muy trabajadas, espléndidamente definidas, reflejadas y expresadas con la sabiduría adquirida tras una larga trayectoria como guionista) de unos seres que son tales, es decir, que suenan reales, que rehúyen lo inverosímil, que participando en una trama compleja (hablando de lo estrictamente policiaco) no están puestos al servicio de esta sino que es su participación en los diferentes hechos que se narran, su modo de ser, comportarse y pensar los que imprimen nervio, emoción e intriga a una historia que, como ya sucediera en El final del hombre, sigue con acierto un esquema clásico, por más que el modo de desarrollarla siga un camino particular, ese que permite a Antonio destacar una vez más como magnífico cronista de lo cotidiano, de lo aparentemente (o verdaderamente, así es la vida) trivial.

   Porque si resulta apasionante el misterio a resolver (que, además, le permite desplegar una paleta de colores -personajes- de lo más variopinta), tanto o más lo es la cotidianidad de los involucrados en el mismo, lo uno es indisoluble de lo otro, el autor consigue sin aparente esfuerzo (pero con indudable trabajo detrás) que no haya tiempos muertos y/o páginas prescindibles, que nada resulte anecdótico o estrambótico (en el sentido más literario del término), que sintamos tanta o más ansiedad cuando aparece un nuevo cadáver o cuando Sofía se enfrenta a su progenitor, cuando sentimos el peligro cernirse sobre alguien o cuando no sabemos cómo juzgar a un personaje (sobre todo si se trata de una traductora de japonés que parece estar jugando con más de una baraja a la vez -todo un hallazgo, no digamos su perro, un dúo irresistible aunque inquietante, tal vez si no fuesen lo segundo no serían lo primero-). Antonio posee un pulso bien templado que no precisa de recursos estridentes para que la tensión se mastique, dosifica con acierto y prudencia las sorpresas para que lo sean sin sobresaltos que, al final, provoquen una acusada pérdida de credibilidad, consigue que la intensidad pivote entre las varias subtramas que conforman el conjunto para que en cada página pueda olfatearse el aroma del mejor género negro/policiaco y demuestra gran capacidad de inventiva puesto que no se limita a repetir fórmula o jugada (ni lo intenta siquiera), ahí es donde cada novela de las dos que, por el momento (uno no puede -ni quiere- dejar de pensar que Sofía Luna aún tiene mucho por contar/vivir y anhela que el autor, como me comentó en su día, sienta que tiene que hay algo más que quiere contar), conforman lo que no hay que tener reparos en calificar como serie (menos ahora que se han vendido los derechos de ambas para ser adaptadas a televisión) adquiere su propia personalidad, su unicidad, no hay posibilidad de equívocos (y no sólo por su protagonista, quien marca con su sola presencia en qué título concreto estamos -prefiero no ahondar en detalles para quien quiera sorprenderse o descubrir quién fue/es Sofía Luna sin saber mucho más de lo que haya podido leer/escuchar por aquí o por allá-). Lo cierto es que Antonio Mercero ha cumplido con las expectativas y, en algunos casos, las ha superado, demostrando/confirmando su eficacia, su solvencia, su madurez narrativa en general (y en lo policiaco en particular, sobre todo si tenemos en cuenta que esta es su segunda inmersión en el género) y, al mismo tiempo, la de sus criaturas, esas que conforman el que podemos llamar sin miedo a sonar exagerados “universo Sofía Luna”.