Hoy no me remonto a los romanos ni me pongo a buscar mil antecedentes,
hoy no toca rememorar experiencias resucitadas/reavivadas/puestas al día
gracias a la lectura, puesto que, por así decirlo, vienen de fábrica con el
volumen que acabo de cerrar hace apenas una hora, se mantiene muy vivo y
presente el recuerdo de tantas horas de felicidad y jolgorio (nunca
desaparecidas del todo por más que, por razones lógicas, fueron disminuyendo
con el paso del tiempo) asociadas a los tebeos y libros de la editorial
Bruguera; ya sé que muchos contarán la parte negativa, el ocaso de la empresa,
los contratos draconianos (y puede que me quede corto) que sometían a los
creadores y hasta les despojaba de la paternidad de sus criaturas, la mala
gestión, lo que se quiera decir y puede ser demostrado, pero no es eso lo que
ahora me interesa (ni lo niego ni lo oculto, bien se ve, pero permítanme que me
quede sólo con lo bueno), puesto que es el momento de celebrar como merece la
oportunidad de recuperar/descubrir/regresar a los tebeos a los que tanto
debemos (hablo por mí, pero me consta que son sentimientos y agradecimientos
compartidos con muchos y muchas, de generaciones muy diferentes además). Y
aunque ese catálogo no se había perdido del todo gracias a diferentes ediciones
(a veces poco cuidadas en lo que a contenido y/o tratamiento del material se
refiere, se apelaba sin disimulos a la nostalgia y el entusiasmo de los
lectores utilizando -más o menos arteramente o sin responder a la realidad- los
nombres de autores y personajes míticos), resulta emocionante volver a tener
entre las manos un Súper Humor en el que, como puede comprobarse en la foto que
encabeza este texto, aparece el famosísimo logotipo del gato negro, nombre
original de la editorial cuando fue fundada en 1910 por Juan Bruguera y que
mantendría hasta que en 1939 -él había fallecido seis años antes- sus hijos y
herederos decidieron homenajearle llamando a la empresa con el apellido
familiar, el mismo que aparece junto a la palabra “clásica” en la contraportada
(instantánea que reservo para Instagram).
A pesar de los tebeos semanales (durante años coleccioné los Zipi y Zape, después la nueva época de Pulgarcito con el personaje homónimo de
Jan como estrella principal -una de las historietas, con toda justicia, mejor
valoradas de aquel universo, este en el que seguimos moviéndonos y gozando-), de
los almanaques especiales, de las posibilidades que ofrecía el cambio de
ejemplares en tiendas en las que surtirse para un tiempo (hubo una muy cerca de
casa en la que creo que experimenté por primera vez en mi vida, antes de saber
nombrarlo, el síndrome de Stendhal), un tomo de Súper Humor nos parecía lo más,
era el regalo habitual (y anhelado) en Navidades o cumpleaños, un porrón de
páginas (360 se anunciaba en las portadas de los primeros libros aparecidos con
este nombre) de nuestros personajes favoritos (aunque, obviamente, cada uno
teníamos querencia especial por alguno/-s en concreto, lo cierto es que la gran
mayoría lo eran), varios ejemplares de la colección Olé (porque de eso se trataba) reunidos y no sólo los dedicados a
los más famosos aunque estos se llevasen el gato al agua (eran los más
deseados, todavía sucede, por eso es estimulante saber que, poco a poco, van a
ir apareciendo -ya lo están haciendo- volúmenes monográficos dedicados a
autores que no pueden ser dejados en el olvido -nombres a reivindicar o a
situar al lado de los de sus creaciones que, en tantas ocasiones, se han comido
al padre- y a personajes que, aunque permanecen en el recuerdo, se han visto un
tanto silenciados o arrinconados por el brillo fulgurante de las primerísimas
figuras). Y los intercambiábamos en el colegio, pasaban de unos a otros,
regresaban a las manos originales y se releían como si fuesen nuevos, como si
no hubiese un mañana, recordábamos situaciones en el recreo y nos partíamos la
caja como si fuese la primera vez, rastreábamos qué aventuras aparecían en el
número cuatro o en el nueve, por ellas los identificábamos a veces, también
porque en aquel aparecían las hermanas Gilda y en este doña Tecla Bisturín (la
enfermera de postín debida al talento de Raf), leíamos transversal, anárquica,
deleitosamente, pasando de don Pío a Sir Tim O´Theo, yendo del profesor
Tragacanto a Petra, alternando al botones Sacarino con doña Urraca, con tiempo
para el repórter Tribulete, La Panda, Pepe Gotera y Otilio, Carioco, el doctor
Cataplasma, la familia Trapisonda (y la Cebolleta) y lo que nos echasen, sin
olvidar (cómo hacerlo) a los habitantes del 13, Rue del Percebe, los ya
mencionados hermanos Zapatilla (es decir, Zipi y Zape), Rompetechos o
Superlópez (que tuvieron su momento en este blog -el primero en https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/09/mi-vivo-retrato.html
y el segundo en https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/08/uno-mas-de-la-familia.html-,
pero volverán a aparecer a no tardar mucho porque siguen generando novedades
editoriales) y, por supuesto, Mortadelo y Filemón.
Y a la vieja usanza (del tirón y disfrutando del recopilatorio), he estado
viviendo hasta llegar a la última página y lanzarme al ordenador momentos
explosivos gracias al tomo 63 de Súper Humor, en el que se reúnen las que eran,
hasta su aparición el pasado mes de septiembre, las tres últimas aventuras
largas de los agentes de la TIA (muy poco después, en octubre, se publicó Urgencias del hospital… ¡fatal! con
Rompetechos como artista invitado), la ya comentada en este rincón El 60 aniversario (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/03/estar-hecho-y-seguir-siendo-un-chaval.html),
la cita de cada cuatro años con el fútbol (Mundial
2018) y la disparatada y repleta del sabor clásico de la serie (en
estructura, en la manera de encadenar diferentes episodios en una trama central,
cambiando de argumento cada pocas páginas pero dotando de unidad y coherencia
al conjunto) Por el Olimpo ese.
Además, algunas aventuras de 8 páginas y el suculento (aunque breve) añadido
del primer Tete Cohete, el original, el que Ibáñez creó/presentó haciéndoselas
pasar canutas a Mortadelo y Filemón. Y la ocasión es propicia para rendirse de
nuevo ante la inventiva del maestro, ante su dibujo veloz y detallista, ante su
pasmosa facilidad para el gag (visual o textual, en ambos terrenos brilla),
ante su humor blanco, alocado, desopilante, sin malicia, combinado a la
perfección con guiños adultos, con referencias muy directas a lo que leemos en
la prensa, con ironías, coñas y sátiras políticas, caricaturizando (a veces lo
justo puesto que la realidad sigue empeñada en superar a la ficción) a
mandatarios y famosos de distintos ámbitos, con chistes que tienen diferentes
niveles de lectura, en definitiva, con unos personajes que continúan en plena
forma (al igual que su creador), algo que también sirve para esos
imprescindibles secundarios como son el Súper, el profesor Bacterio (que tiene en
esta ocasión mucho tiempo para el lucimiento -o para todo lo contrario, es
decir, sus apariciones más estelares (la mayoría) se deben a sus continuos y
estrepitosos fracasos a la hora de inventar gadgets que, al más puro estilo 007
(eso querría él), ayuden a Mortadelo y Filemón en la resolución de los casos
encomendados-) y Ofelia, al margen de otra desternillante colaboración de
Rompetechos en Por el Olimpo ese.
Como ven, hay motivos más que sobra para el regocijo, historieta a historieta
o, como en este caso, juntando varias para que no nos quedemos con ganas de más
(aunque, en realidad, el número de páginas es lo de menos: siempre queremos
otra y, gracias a Bruguera Clásica, vamos a estar muy bien surtidos y
nutridos).