Conociendo mi habitual predisposición a irme por las ramas, no creo que
se convierta en costumbre lo de, por decirlo de algún modo, comenzar por el
principio, pero el caso es que hoy, al igual que ocurrió en el texto anterior,
empiezo hablando del título, de la frase que he robado a una antigua canción de
Raphael (debida, por lo tanto, a la inspiración de Manuel Alejandro y Ana
Magdalena), No nos dejan ser niños,
aquella que Pere Cervantes hizo aparecer en una novela a la que también tituló
así, esa era mi primera intención hasta que repasé su letra y, honestamente,
tragué saliva (y no es la primera vez que me sucede buceando en la discografía
del de Linares) ante su crudeza crítica, ante su denuncia descarnada, ante su
desapego quilométrico de la voz oficial e impuesta, de aquella que tanto pesaba
y tanto poder tenía (digámoslo en pasado para exorcizar fantasmas que aún gozan
de buena salud) en 1975 (ignoro el mes exacto en que se publicó el LP que la
incluye, pero es un detalle nimio para lo que estamos hablando, sin embargo el
año es algo a destacar). “No nos dejan
ser niños ni un momento, / pues
apenas nacemos nos recuerdan / con el
agua y la sal y el Padrenuestro / que
el infierno fatal ya nos espera. / Cuando
apenas cumplimos los tres años / nos
retiran del juego y la quimera. / Ya
nos hacen esclavos del trabajo / al
dejarnos atados a una escuela. / No
nos dejan ser niños, no nos dejan. / La
inocencia es un lujo necio y caro / que
nos hacen perder antes que nada, / pues
horrible es creer que existen hadas / y
hace daño esperar al buen rey mago”. Así lo dice, así lo canta, así instala
la melancolía (e incluso iría más allá y añadiría el desasosiego, la
desesperanza, la pena, un resquebrajamiento emocional) en nuestros corazones, así
nos damos de bruces con la realidad de la eterna condena que vive la inocencia,
la burla que de la misma se hace (puede que haya ocasiones en que alguien que
demuestra mantener más o menos prístinas sus emociones provoque cierta ternura,
pero muy pronto nos irrita y, sin solución de continuidad, equiparamos la
candidez honesta a la falta de madurez o algo peor), el modo implacable en que
la abatimos del mismo modo (al que sumamos frustración y rencor propios) igual
que hicieron con nosotros, aunque en nuestro caso no fuese algo traumático es
inevitable recordar con desazón el momento perturbador en que nos zarandearon
anímica e íntimamente y, como suele decirse (y a veces no es tan positivo como
lo venden), nos hicieron abrir los ojos.
Y este fue uno de los asuntos centrales de la charla informal pero
apasionante que tuve la fortuna y el privilegio de mantener hace cosa de un mes
(junto a mi Pepa Muñoz, Maudy y Natalia) con Martín Abrisketa, justo cuando su
segunda novela, El país escondido,
llegaba a las librerías de la mano de Planeta: “Maggie se enfrenta al mundo, lo descubre, pero es una niña, no tiene
prejuicios, no juzga, se limita a ver una sociedad que estaba detrás de muchos
muros invisibles que nos separaban. Los niños, si nadie les influye, sólo ven
el sufrimiento de unos y otros, no hacen distinciones. Esa mirada me resultaba
necesaria porque es la que ayuda a construir futuro”. Esa mirada, esa voz,
esa inocencia fueron las que cautivaron a los lectores hace tres años cuando el
hasta entonces periodista, guionista y reportero gráfico publicó su ópera prima
como novelista, La lengua de los secretos,
la historia de un niño durante la Guerra Civil, su padre: “Lo conté de ese modo porque me resultaba muy curioso que él siempre lo
narraba como una aventura, así lo vivió: recordaba con cariño, sin sufrimiento,
sin ningún atisbo de odio. Tuvo la suerte de no vivir nada realmente traumático
y la guerra fue como un juego, robando para comer como si fuese una aventura, a
lo más dramático supo aplicarle fantasía. Pensando en mi infancia y
adolescencia, me di cuenta de que viví en un país con muchos problemas, con
miedo, nos preguntaban cómo podíamos vivir allí y resulta que nosotros éramos
felices, así lo sentíamos, lo he testado ahora con otras personas preparando la
novela. Y eso fue lo que más me interesó: entrar en el mecanismo de defensa de
los niños, la facultad de ver sólo lo que quieren ver”. Pero El país escondido no repite una fórmula,
sus únicos puntos en común con la anterior novela de su autor son partir de
(algunos) hechos reales y que los pensamientos, las sensaciones, el mundo
interior de una niña de doce años (narrados en tercera persona pero, podríamos
decir, sin filtrar/adulterar por la mirada adulta), su manera de interactuar con
lo que/quienes la rodean, su modo de protegerse de la injerencia de los demás,
sus subterfugios para escapar (aunque sólo sea anímicamente) de los ataques de
los otros son los que vertebran la historia, los que le dan vida, los que alzan
la voz, los que se expresan sin dulcificaciones, no es un mundo color de rosa,
no puede serlo con todo lo que Maggie debe enfrentar, pero Martín consigue con
absoluta maestría que veamos/nos extrañemos de nuestro entorno a través de una
mirada infantil: “Mi protagonista es una
niña introvertida que ha creado un mundo interior en el que sólo entra su
abuelo, está aislada de los demás, y de repente vienen a quitárselo, su abuelo
ya no puede cuidar de ella y decide hacer lo que sea con tal de seguir a su
lado”.
El país escondido, aunque
hunde sin pudor y con el mayor acierto posible sus raíces en la fábula, en lo
imaginario, en el paraíso interior en que resguardarnos de los embates y
perversidades del exterior, tiene mucho de real, de ahí la manera en que,
progresivamente, nos inunda, nos sumerge en nuestro corazón (ese en el que
tanto miedo nos da zambullirnos y bucear), nos saca a flote. Maggie es el trasunto
literario de alguien a quien Martín conoció, una niña con síndrome de carencia
afectiva: “Lo que más me llamó la
atención de ella fue cómo hay cosas que nos influyen a lo largo de nuestra
vida, que nos marcan, que nos hacen no crecer puede que incluso físicamente
pero desde luego emocionalmente, aunque son cosas que ocurrieron cuando no
podemos recordar: a esta niña le pasó con un año de vida. Esta carencia te hace
buscar cariño desesperadamente, es un cariño que no ves colmado y se me ocurrió
pensar qué le pasaría a una niña a la que, sufriendo este síndrome, le quitasen
el único amor que ha conocido, su abuelo en este caso. Como mi familia se está
enfrentando al Alzheimer, elegí esa figura familiar y al mismo tiempo saqué mis
demonios y mirar la realidad de forma mágica para aprender a afrontarlo”.
Y, además, el escenario en que sucede la historia es aquel que mejor conoce el
autor, el que mejor le venía para seguir hablando de esa paradoja entre cómo se
ve (o cómo se acepta o todo lo contrario) el mundo según la edad que tengamos: “Maggie vive en el Bilbao de los 80, en el
que yo crecí. Era un lugar muy impresionante, muy sucio a causa de unas
inundaciones terribles, pero a pesar de esto, a pesar del paro, de la
reconversión industrial, el cierre del astillero, luchas callejeras para
evitarlo, de que la droga invadía las calles, de que el terrorismo estaba siempre
presente, al mismo tiempo había una explosión cultural tremenda, se creó mucha
música, yo creo que la falta de perspectiva hizo que se viviera muy activamente
el presente y yo he querido reflejar mi Bilbao: una olla a presión que
explotaba continuamente para lo malo, pero también para lo bueno”. Y lo
malo, en el caso particular de Maggie y su abuelo, es abundante, claro y
lacerante, más para quienes, como el propio autor, nos enfrentamos a la
crueldad de una enfermedad que borra, anula, deja en nada a las personas
queridas, a quienes nos enseñaron a amar, a soñar, a disfrutar y poco a poco se
van quedando en la carcasa, vaciadas, tristes sombras de sí mismas, con breves
destellos de lucidez en los que, como señala la novela, no pueden olvidar lo
que han hecho durante el delirio, la sensación de haber sido injustos o algo
peor con sus cuidadores y apoyos, pero sin ser capaces de recordarlo (“El abuelo se había girado hacia Maggie con
la mano en alto, esa mano enorme, curtida por toda una vida recogiendo
aparejos. Ella nunca la había visto ahí, amenazándola, ni escuchado una palabra
tan fea de su boca [“puta”]. Aquel no
era su abuelo. Era otro abuelo. ¿Dónde está mi pirata?”).
“El mayor de todos [los
poderes sobrenaturales de Maggie] era que
dibujaba milagros. Resultaba increíble, pero, empleando unos simples
rotuladores y un papel, lograba que sus deseos se hicieran realidad con solo
pintarlos a todo color”, el país escondido asoma en los dibujos de Maggie,
sin ellos no se puede vivir esta historia, hay que poder verlos, hay que entrar
en ellos, hay que atender a los breves textos que los acompañan/completan, son
indispensables para que la novela se construya y la magia se haga realidad,
algo que no sólo ha sucedido en las páginas impresas: “Cuando estaba preparando la novela tenía muy claro que iba a necesitar
una ilustradora porque tenían que estar esos milagros imaginados por una niña
con un mundo interior propio y muy rico que nadie conoce, una niña que sólo
aprecia el cariño, en realidad, estaba haciendo la fotografía perfecta de
alguien con síndrome de Down, sé de lo que hablo porque tengo una sobrina que me
ha enseñado lo que es: son personas llenas de bondad, no esconden el amor; el
dinero, por ejemplo, les da igual, no saben contar, por eso pensé en seguida en
Isabel”. Isabel Holgueras llegó a la vida de Martín el día en que su hermana
Merce decidió incluir en una carta que le envió para explicarle lo que había
sentido leyendo La lengua de los secretos
el dibujo de una mariposa que había hecho Isabel y, sin saberlo todavía, ahí
empezó a fraguarse una fructífera y hermosa colaboración artística: “Isabel no ilustra la novela: crea conmigo
porque ella esconde el secreto de Maggie y lo expresa de ese modo. Ella no
entiende qué es la fama, es un concepto intangible y no puede imaginarlo. Del mismo
modo, no dibuja lo que no conoce, lo que no existe, por eso se negaba al
principio al dibujar una sirena, algo fundamental en la novela, y buscó sus
trucos para cumplir el objetivo: la metió en el agua y no se la ve claramente.
Tampoco, por ejemplo, quería poner en el
castillo que protege a Maggie y al abuelo un foso con cocodrilos porque muerden
y, aunque las funcionarias que vienen a separarlos sean malas, dice que no hay
que morder a nadie”. Y para que su voz, esa que transmite a través de sus
dibujos (“Su obra no es sólo
deslumbrante, sino también simbólica, una especie de lenguaje puro en el que cada
detalle tiene un porqué que no se aprecia a simple vista, pero se siente. Es
Arte en mayúsculas”), para que no hubiese interferencias en el mensaje y el
proceso creativo fluyese sin más, Martín e Isabel no se vieron cara a cara
hasta que concluyeron El país escondido:
“Isabel está en su mundo y no conviene
cargarla de responsabilidad, al margen de que ella lo vivía como si un duende
le pidiese cosas, no como una obligación, por eso no nos conocimos durante el
periodo de creación de la novela. Se identificó muchísimo con Maggie,
experimentaba lo mismo que ella, fue importante no cargarla de más cosas. Al
final, hemos establecido una relación muy mágica”. Maggie e Isabel se
funden en una sola, lo que motiva que la novela sea aún más una bofetada para
el adulto, pero no como castigo aunque haga las cosas mal sino como llamada de
atención, como modo de despertar, como advertencia de lo que está perdiendo o ha
perdido, de lo que arrebataron y puede que él esté arrebatando a otros (o lo
haya hecho): “Los llamados normales hemos
perdido la perspectiva: nos protegemos del amor, intentamos no darlo, hacemos
invisibles los afectos, así nos va”.
El país escondido no se anda
con paños calientes, no minimiza el dolor, no lo relativiza, simplemente lo
pone bajo los ojos escrutadores de la infancia, de la inocencia, de quien no
tiene (o no debería tener, cómo no recordar aquella mirada con demasiada
tristeza para ser las de un niño -aunque lo era, de ahí el desgarro que
provocaba- que narró magistralmente Ana María Matute en Primera memoria) la (mala) experiencia suficiente para guiarse por
los prejuicios, por la sospecha, por la inquina, por el odio, alguien que actúa
por instinto, según le nace dentro, que reacciona sin planes trazados, sin
atender a las posibles consecuencias (en gran parte porque también las desconoce)
y es ahí donde alcanza su mayor esplendor: en su sencillez, en su honestidad,
en su confianza en el ser humano, uno no puede dejar de encontrar (y compartir)
un cierto aliento rousseauniano, no es que la sociedad en sí corrompa, sí, en
todo caso, pervierte, anula, coarta, uniformiza (o lo procura), encorseta la
humanidad de cada uno, al menos la que ahora mismo padecemos, la que tenemos organizada
(o desorganizada). Algunos la acusarán de ser una fábula y, mira tú por donde,
claro que lo es, pero no el sentido peyorativo que ellos dan al término, sino
en el de un género literario que posee intención didáctica pero también crítica
y al que Martín Abrisketa deja en su más pura esencia, prescindiendo de la
tantas veces irritante moraleja que parece no confiar en la inteligencia de los
lectores y, sobre todo, pretende convencerlos de algo, subrayar la conclusión que
deben extraer del texto, conducir el pensamiento. Aquí, el autor (y los dibujos
de Isabel) cuenta una historia despojada de artificio (lo que no implica, en
contra de lo que parece pensarse, prescindir de la imaginación, más cuando
quien la vive es una niña), sabiendo llegar a la médula sin sobrecargar el
conjunto, sin reflexiones sesudas y/o abstrusas, consiguiendo un lenguaje limpio
y genuino, a buen seguro lo reconocerán porque es el de cualquiera que atienda
los latidos de su corazón: “Me cuesta
mucho dar con las palabras, hay como dos realidades paralelas: la realidad
propiamente dicha y la que surge de la mirada de un niño que está muy ligada a
la fantasía. Hay que medir muchísimo para que resulte creíble, para que sea un
cuento que llegue a los adultos. Cuando afronté esta novela pensé que quería
hacer algo entre lo que había hecho, la anterior tenía 500 páginas y me llevó
tres años, y “El Principito” porque es el máximo ejemplo de un cuento para
adultos contado con el lenguaje de un niño, ese tan difícil de encontrar porque
no lo utilizamos. Los niños retratan tal cual, fríamente, yo diría que son el
periodismo más puro”. No está nada mal visto eso que afirma Martín, pero,
por encima de ello (y de, de una manera u otra, barrer para mi negociado), más
allá de posibles etiquetas o concreciones, El
país escondido es una catarata de emociones que merece la pena
experimentar, para no olvidarlas, para reivindicarlas, para reasumirlas, para
sentirlas vivas, para no volver a caer en aquel error que cantaba Raphael: “No nos dejan ser niños, no nos dejan. / Todo
tiene que ser preciso y serio / y nos miden amor, deseos y sueños / porque todo
es absurdo en esta tierra”. Pero gracias a creadores como Martín Abrisketa
e Isabel Holgueras, gracias a personas de y con corazón como ellos, aún estamos
a tiempo de recuperar la lucidez y el amor en su máxima expresión posible.