En muchas ocasiones, la admiración (o la confianza, la sana
familiaridad, la broma compartida que expresa fraternidad) convive con el tono
peyorativo, es decir, todo depende del tono, de quién se lo diga y a quién, de
la manera de decir una palabra, es arma de doble filo porque la palabra puede
ser malinterpretada (también en eso se escudan algunos para tirar la piedra y,
si vienen mal dadas, esconder la mano, rebajar y hasta negar la verdadera
intención con que pronunciaron/escribieron el vocablo), pero en el contexto
adecuado y con interlocutores que conocen/comparten ese código más o menos
restringido sobra cualquier tipo de explicación. Llamar a alguien por su
apellido está muy vinculado a las jerarquías, a la despersonalización que
practicaban (lo diré en pasado, aunque se sigue empleando de ese modo y no en
un lugar o dos) los jefes que marcaban distancias y señalaban a cada paso su
posición privilegiada en el organigrama, aquellos revestidos de autoridad por
galones o capas púrpuras que trataban (como poco) con displicencia a quien
veían como inferior y/o lacayo (y dentro de estos, por supuestos, había quien
pronunciaba el apellido como simple identificación, incluso puede que con
afecto, al menos con el debido respeto a quien merece ser tratado como lo que
es, es decir, un semejante). Recuerdo una divertidísima conversación (como
cualquiera con ella) que Pablo y yo mantuvimos en el camerino de María Luisa
Merlo mientras ella se iba transformando en Leonor de Aquitania (dos veces la
gozamos interpretando aquel monólogo) en que se mostró toda orgullosa de que el
público la llamase -la llamásemos- LA Merlo -y cómo remarcó el adjetivo, ¡qué
grande es!- porque conseguir eso en España es haberse ganado el aplauso y el
cariño del que no siempre merece, por cierto, ser llamado respetable (sobre
todo en estos tiempos de móviles siempre encendidos -y atendidos-), ser
identificada de un plumazo, haberse convertido en categoría (echen cuentas: la
Velasco, la Baró, la Maura, la Rivelles, la Ponte, las Gutiérrez Caba -ahí sí
hace falta el nombre para identificarlas, Irene y Julia, ambas gloriosas-, la
Penella, la Riaza, la Carrillo, la Montes, la Galiana, podríamos seguir un buen
rato más y eso sin movernos del cine y el teatro). Del mismo modo que hay
nombres que no precisan de apellidos y viceversa porque no hay duda de a quién
nos referimos cuando evocamos a Rosalía, a Lope, a Gloria, a Tirso o a Quevedo,
tampoco descubro nada al referirme a aquellos apellidos que en las artes han
dado paso a adjetivos que sintetizan un modo de hacer, de pensar, de escribir,
de pintar, de crear, ahí está lo lorquiano (este era y es tan enorme que de cualquier
modo le idolatramos y reconocemos), lo cervantino, lo almodovariano, lo
berlanguiano, lo valleinclanesco, lo velazqueño, de nuevo la lista puede ser
(casi) infinita, pasando de una disciplina artística a otra, saltando de épocas
pretéritas a la actual hasta llegar a alguien que, aunque firma con sus dos apellidos,
ha sido con el segundo con el que se ha hecho tremendamente popular y el que
han utilizado sus seguidores y los críticos para hablar de su modo de escribir
y de lo que ha construido (sigue haciéndolo, a eso vamos) con lo que ha
publicado hasta el momento, entramos de lleno en (regresamos a él en lo que al
blog se refiere) el conocido como género Gellida.
Hace prácticamente dos años que dejé en el aire una promesa que hoy
cumplo en parte, puesto que en aquel momento la hice en lo relativo a la
séptima novela publicada por César Pérez Gellida, la que ya anunciaba cuando tuve
el placer de conocerle y conversar con él durante la promoción de Cuchillo de palo (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2016/12/el-lector-en-su-encrucijada.html);
pero las cosas van como van, no puedo dedicar a este ángulo oscuro del salón
todo el tiempo que querría (al fin y al cabo, hay que hablar claro, no me
proporciona ningún beneficio económico y, por desgracia, las cosas siguen fatal
en ese terreno), el caso es que él ha seguido publicando (de hecho, tras la
séptima -A grandes males- llegó la
octava -Konets-) pero este arpa no ha
podido sonar a su compás -y mira que de música sabe un rato y es decisiva en su
narrativa: sus millares de lectores saben a qué me refiero- hasta que a finales
de octubre, coincidiendo con la aparición de Todo lo mejor, tuve el privilegio de ser invitado por su editorial
-Suma de Letras- junto a mi Pepa Muñoz y casi toda la pandilla bloguera (¡Gracias,
Mar Molina, por las atenciones y la nueva oportunidad!) a un encuentro previo a
la presentación de la novela en Madrid. Había gran expectación por el rumbo que
tomaría César tras ocho libros emparentados entre sí, un asombroso proyecto que
cerró con arrojo y firmeza cuando Konets afianzó
las ligaduras (y descubrió otras inesperadas) entre las dos trilogías protagonizadas
por Ramiro Sancho y Khimera, en
apariencia un título independiente hasta que la octava de la serie hizo encajar
todas las piezas y, aunque el punto de partida vincula su reciente nueva novela
con el universo desgranado a lo largo de la sinfonía de ocho movimientos ya
conocida, el autor sale muy airoso (a fuerza de talento y de capacidad de
invención) del envite y se quita de encima con enorme facilidad el peso de lo
anterior y, sobre todo, consigue no repetirse, no quedarse en un cliché,
entregar una obra compacta que aguanta las inevitables comparaciones y que
rebosa grandeza, vigor, poderío y emociones propias. “Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está”, así
arranca la novela que ahora nos ocupa y por esa primera línea, es decir por el
título, comienza César a contar cómo fue fraguando este vibrante thriller: “Ya en “Konetz” está esa frase, una paradoja,
no tiene mucho sentido en sí misma, pero en el contexto en que aparece habla de
la dualidad entre el bien y el mal y, sobre todo, dicha por el personaje
principal, Viktor [Lavrov]. Tenía una
deuda pendiente con Armando Lopategui, personaje que no existía al principio en
“Memento mori” hasta que me di cuenta de que necesitaba a alguien que rompiese
la clásica dualidad que representaban Augusto y Sancho, que basculase entre uno
y otro. Y este personaje, que no iba a aparecer, como tiene mucho que ver con
mi forma de ser, va ganando escenas, comiéndose páginas, tanto que en “Dies
irae” es casi el protagonista, pero tuve que tomar la determinación de dejarle
fuera de lo que vino después y en ese momento, como digo, contraje una deuda que
sabía terminaría por pagar aunque aún no tenía claro cómo. Lógicamente, tenía
que ser en el pasado y el mejor germen me pareció el momento en que es agente
del KGB destinado en el Berlín Oriental para formar parte de la Stasi. Y la
frase, como decía, la recupera Erika en “Konetz” de un cuaderno que nunca se
había encontrado hasta ese momento”.
Ya tenemos el escenario, el Berlín de 1980, dividido por el infame muro,
época terrible y convulsa, de enorme tensión (y algo -mucho- más) aunque se la
conozca como Guerra Fría, un momento/ciudad que César retrata con verosimilitud
que provoca frío, malestar, que duele, ambiente opresivo de permanente sospecha
que asfixia y contamina que el autor recrea con la crudeza magníficamente
manejada a que nos tiene acostumbrados, con la tensión que caracteriza su modo
de escribir, con un manejo sublime de la descarga de adrenalina necesaria, sin
permitir que nos relajemos del todo porque, tal y como sucedía entonces, nunca
se sabe por dónde puede venir lo próximo o cuándo puede estallar la olla a
presión: “Políticamente, me atrae mucho
la Guerra Fría y los años 80 fueron el momento más crudo: el bloque soviético
está viendo que no se va a poder imponer al capitalismo pero no quiere dar su
brazo a torcer y es cuando se implementan políticas aún más férreas para que
todo lo que tienen tras el Telón de Acero quede al margen de lo que llaman
capitalismo o imperialismo. Y el epicentro de todo eso es Berlín, un escenario
que siempre me ha resultado atractivo, lo visité con esa intención y debo
reconocer que siempre me ha atraído más la parte oriental que la occidental, de
hecho se dice que quien diseñó el muro era del Berlín comunista porque se
quedaron con lo mejor. Es una ciudad maravillosa que ha tenido que reconstruirse
tantas veces, me resultó complicado ser honesto con ella: la hemos visto muchas
veces en cine, en literatura, en documentales, podría haber recurrido a todo
ello para documentarme y hasta para escribir, pero quise hacer el trabajo de
encontrar mi propio Berlín y, por otro lado, dosificar la información porque no
me gusta lo descriptivo en exceso, quiero que el lector tenga margen para
completar la realidad que se narra. Algunas cosas sí quise dibujarlas lo mejor
posible: la arquitectura brutalista y, sobre todo, cómo vivían unos berlineses
frente a otros en ese momento”. César escribe novelas de largo aliento y
alcance, también de muchas páginas, pero nunca le sobra nada, los diálogos le
permiten avanzar sin descanso e imprimir una velocidad de crucero a la trama pero
sus descripciones imprimen carácter, atmósfera, un mínimo momento para lo
contemplativo aunque en seguida empieza a escarbar, a horadar, a ir más allá de
lo meramente descriptivo, a dotar de nervio a cada palabra o escena por muy
anodina que en principio pueda parecer, todo se conjuga a la perfección para
que el lector esté dentro de la historia, tiemble, se sobrecoja, sospeche,
vibre con/como los personajes.
Quien no haya leído alguna de las novelas anteriores de César no debe
inquietarse porque Todo lo mejor se
sostiene por sí misma, no importa no conocer el futuro devenir de Armando
Lopategui, aquí se le presenta mucho antes de lo ya narrado, los guiños al lector
enterado son sutiles (y provocan a veces las mismas sorpresas que al neófito, eso
sí, más agudas y notorias), esta nueva entrega de Gellida va por otros
derroteros (¡Bien por él!): “No me ha
costado volver al personaje, aunque he tenido que despojarle de la experiencia
que ya había demostrado: aquí está en sus orígenes, cuento el modo en que se
intoxica con la obsesión de descifrar la mente criminal y ese es el centro
tanto de esta novela como de “Todo lo peor”, en la que estoy trabajando, cuento
la evolución de Lopategui para que se entienda por qué se comporta del modo en
que lo hace en las otras novelas”. Es decir, quien comience por aquí podrá
disfrutar de otro modo (pero con la misma intensidad y -espero y deseo- idéntico
deleite) cuando se adentre -que lo hará porque, hablo desde mi experiencia y la
de gente que conozco, estamos ante una de las prosas más adictivas y mejor
trabajadas que pueden encontrarse en la actualidad- en las novelas anteriores,
cronológicamente posteriores a Todo lo
mejor que, por cierto, no es el inicio de ninguna nueva serie, a pesar de
lo que pueda parecer cuando el autor habla de aquello en lo que está
trabajando: “No es una bilogía: son dos
novelas conclusivas que se pueden leer de forma independiente, sólo unidas por
un hilo que dejo suelto en “Todo lo mejor” y se retoma en “Todo lo peor”, pero
no es un hilo fundamental para las dos tramas que planteo aquí, es decir, la
investigación que lidera Otto Bauer y la trama de espionaje en sí misma, tramas
que discurren en paralelo y que prácticamente no se influyen más allá de la
intervención en ambas de Viktor que es el que unifica todo y genera la tensión
de estar en medio de dos asuntos que le crispan, dejémoslo en eso”. Sí, es
cierto, dejémoslo ahí para no anticipar nada, para no dar pistas, para no influenciar
la lectura, para que cada cual haga la suya a su modo, pero antes de que ustedes
se vayan a leerle congratulémonos de nuevo de que César no quiera quedarse en
una fórmula (“No quise repetir todos los
recursos que ya me habían funcionado, me gusta ser equilibrista y a veces
saltar sin red, por eso esta vez no quise canciones aunque me costó dejarlas
fuera”), algo que en realidad ya había demostrado con novelas tan dispares
como las que conforman su segunda trilogía (Sarna
con gusto, Cuchillo de palo y A grandes
males) por más que las unifique con mano maestra, de los fabulosos
personajes -y van…- que saca de la chistera con mención especial para el otro
gran protagonista, Otto Bauer -y su hermanastra, Birgit- (“No quería que Otto se pareciera a otros personajes y en el primer
borrador el registro era una mezcla entre Olaffur y Sancho. Su condición de
homosexual estaba ahí desde el principio, pero le di una vuelta en los diálogos
para marcar aún más la paradoja de que en el Berlín Oriental de aquel momento
existía un movimiento de liberación de gays y lesbianas que supera con creces
al de la RFA como lo demuestra que todos los fines de semana los gays de la
parte occidental cruzaban el Muro para ir a los locales de ambiente de la RDA.
Del mismo modo, es otro detalle, mientras que el nudismo estaba permitido podían
encarcelarte por hacer un chiste sobre Honecker. La opresión estatal, como
suele ocurrir, provocó un auge en la música, el teatro, el arte en general, una
corriente cultural liberadora”) y que a lo que uno le gusta llamar (porque
es lo que es) universo Gellida sigue en expansión incontenible.