domingo, 23 de diciembre de 2018

EL UNIVERSO SE EXPANDE





   En muchas ocasiones, la admiración (o la confianza, la sana familiaridad, la broma compartida que expresa fraternidad) convive con el tono peyorativo, es decir, todo depende del tono, de quién se lo diga y a quién, de la manera de decir una palabra, es arma de doble filo porque la palabra puede ser malinterpretada (también en eso se escudan algunos para tirar la piedra y, si vienen mal dadas, esconder la mano, rebajar y hasta negar la verdadera intención con que pronunciaron/escribieron el vocablo), pero en el contexto adecuado y con interlocutores que conocen/comparten ese código más o menos restringido sobra cualquier tipo de explicación. Llamar a alguien por su apellido está muy vinculado a las jerarquías, a la despersonalización que practicaban (lo diré en pasado, aunque se sigue empleando de ese modo y no en un lugar o dos) los jefes que marcaban distancias y señalaban a cada paso su posición privilegiada en el organigrama, aquellos revestidos de autoridad por galones o capas púrpuras que trataban (como poco) con displicencia a quien veían como inferior y/o lacayo (y dentro de estos, por supuestos, había quien pronunciaba el apellido como simple identificación, incluso puede que con afecto, al menos con el debido respeto a quien merece ser tratado como lo que es, es decir, un semejante). Recuerdo una divertidísima conversación (como cualquiera con ella) que Pablo y yo mantuvimos en el camerino de María Luisa Merlo mientras ella se iba transformando en Leonor de Aquitania (dos veces la gozamos interpretando aquel monólogo) en que se mostró toda orgullosa de que el público la llamase -la llamásemos- LA Merlo -y cómo remarcó el adjetivo, ¡qué grande es!- porque conseguir eso en España es haberse ganado el aplauso y el cariño del que no siempre merece, por cierto, ser llamado respetable (sobre todo en estos tiempos de móviles siempre encendidos -y atendidos-), ser identificada de un plumazo, haberse convertido en categoría (echen cuentas: la Velasco, la Baró, la Maura, la Rivelles, la Ponte, las Gutiérrez Caba -ahí sí hace falta el nombre para identificarlas, Irene y Julia, ambas gloriosas-, la Penella, la Riaza, la Carrillo, la Montes, la Galiana, podríamos seguir un buen rato más y eso sin movernos del cine y el teatro). Del mismo modo que hay nombres que no precisan de apellidos y viceversa porque no hay duda de a quién nos referimos cuando evocamos a Rosalía, a Lope, a Gloria, a Tirso o a Quevedo, tampoco descubro nada al referirme a aquellos apellidos que en las artes han dado paso a adjetivos que sintetizan un modo de hacer, de pensar, de escribir, de pintar, de crear, ahí está lo lorquiano (este era y es tan enorme que de cualquier modo le idolatramos y reconocemos), lo cervantino, lo almodovariano, lo berlanguiano, lo valleinclanesco, lo velazqueño, de nuevo la lista puede ser (casi) infinita, pasando de una disciplina artística a otra, saltando de épocas pretéritas a la actual hasta llegar a alguien que, aunque firma con sus dos apellidos, ha sido con el segundo con el que se ha hecho tremendamente popular y el que han utilizado sus seguidores y los críticos para hablar de su modo de escribir y de lo que ha construido (sigue haciéndolo, a eso vamos) con lo que ha publicado hasta el momento, entramos de lleno en (regresamos a él en lo que al blog se refiere) el conocido como género Gellida.

   Hace prácticamente dos años que dejé en el aire una promesa que hoy cumplo en parte, puesto que en aquel momento la hice en lo relativo a la séptima novela publicada por César Pérez Gellida, la que ya anunciaba cuando tuve el placer de conocerle y conversar con él durante la promoción de Cuchillo de palo (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2016/12/el-lector-en-su-encrucijada.html); pero las cosas van como van, no puedo dedicar a este ángulo oscuro del salón todo el tiempo que querría (al fin y al cabo, hay que hablar claro, no me proporciona ningún beneficio económico y, por desgracia, las cosas siguen fatal en ese terreno), el caso es que él ha seguido publicando (de hecho, tras la séptima -A grandes males- llegó la octava -Konets-) pero este arpa no ha podido sonar a su compás -y mira que de música sabe un rato y es decisiva en su narrativa: sus millares de lectores saben a qué me refiero- hasta que a finales de octubre, coincidiendo con la aparición de Todo lo mejor, tuve el privilegio de ser invitado por su editorial -Suma de Letras- junto a mi Pepa Muñoz y casi toda la pandilla bloguera (¡Gracias, Mar Molina, por las atenciones y la nueva oportunidad!) a un encuentro previo a la presentación de la novela en Madrid. Había gran expectación por el rumbo que tomaría César tras ocho libros emparentados entre sí, un asombroso proyecto que cerró con arrojo y firmeza cuando Konets afianzó las ligaduras (y descubrió otras inesperadas) entre las dos trilogías protagonizadas por Ramiro Sancho y Khimera, en apariencia un título independiente hasta que la octava de la serie hizo encajar todas las piezas y, aunque el punto de partida vincula su reciente nueva novela con el universo desgranado a lo largo de la sinfonía de ocho movimientos ya conocida, el autor sale muy airoso (a fuerza de talento y de capacidad de invención) del envite y se quita de encima con enorme facilidad el peso de lo anterior y, sobre todo, consigue no repetirse, no quedarse en un cliché, entregar una obra compacta que aguanta las inevitables comparaciones y que rebosa grandeza, vigor, poderío y emociones propias. “Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está”, así arranca la novela que ahora nos ocupa y por esa primera línea, es decir por el título, comienza César a contar cómo fue fraguando este vibrante thriller: “Ya en “Konetz” está esa frase, una paradoja, no tiene mucho sentido en sí misma, pero en el contexto en que aparece habla de la dualidad entre el bien y el mal y, sobre todo, dicha por el personaje principal, Viktor [Lavrov]. Tenía una deuda pendiente con Armando Lopategui, personaje que no existía al principio en “Memento mori” hasta que me di cuenta de que necesitaba a alguien que rompiese la clásica dualidad que representaban Augusto y Sancho, que basculase entre uno y otro. Y este personaje, que no iba a aparecer, como tiene mucho que ver con mi forma de ser, va ganando escenas, comiéndose páginas, tanto que en “Dies irae” es casi el protagonista, pero tuve que tomar la determinación de dejarle fuera de lo que vino después y en ese momento, como digo, contraje una deuda que sabía terminaría por pagar aunque aún no tenía claro cómo. Lógicamente, tenía que ser en el pasado y el mejor germen me pareció el momento en que es agente del KGB destinado en el Berlín Oriental para formar parte de la Stasi. Y la frase, como decía, la recupera Erika en “Konetz” de un cuaderno que nunca se había encontrado hasta ese momento”.

   Ya tenemos el escenario, el Berlín de 1980, dividido por el infame muro, época terrible y convulsa, de enorme tensión (y algo -mucho- más) aunque se la conozca como Guerra Fría, un momento/ciudad que César retrata con verosimilitud que provoca frío, malestar, que duele, ambiente opresivo de permanente sospecha que asfixia y contamina que el autor recrea con la crudeza magníficamente manejada a que nos tiene acostumbrados, con la tensión que caracteriza su modo de escribir, con un manejo sublime de la descarga de adrenalina necesaria, sin permitir que nos relajemos del todo porque, tal y como sucedía entonces, nunca se sabe por dónde puede venir lo próximo o cuándo puede estallar la olla a presión: “Políticamente, me atrae mucho la Guerra Fría y los años 80 fueron el momento más crudo: el bloque soviético está viendo que no se va a poder imponer al capitalismo pero no quiere dar su brazo a torcer y es cuando se implementan políticas aún más férreas para que todo lo que tienen tras el Telón de Acero quede al margen de lo que llaman capitalismo o imperialismo. Y el epicentro de todo eso es Berlín, un escenario que siempre me ha resultado atractivo, lo visité con esa intención y debo reconocer que siempre me ha atraído más la parte oriental que la occidental, de hecho se dice que quien diseñó el muro era del Berlín comunista porque se quedaron con lo mejor. Es una ciudad maravillosa que ha tenido que reconstruirse tantas veces, me resultó complicado ser honesto con ella: la hemos visto muchas veces en cine, en literatura, en documentales, podría haber recurrido a todo ello para documentarme y hasta para escribir, pero quise hacer el trabajo de encontrar mi propio Berlín y, por otro lado, dosificar la información porque no me gusta lo descriptivo en exceso, quiero que el lector tenga margen para completar la realidad que se narra. Algunas cosas sí quise dibujarlas lo mejor posible: la arquitectura brutalista y, sobre todo, cómo vivían unos berlineses frente a otros en ese momento”. César escribe novelas de largo aliento y alcance, también de muchas páginas, pero nunca le sobra nada, los diálogos le permiten avanzar sin descanso e imprimir una velocidad de crucero a la trama pero sus descripciones imprimen carácter, atmósfera, un mínimo momento para lo contemplativo aunque en seguida empieza a escarbar, a horadar, a ir más allá de lo meramente descriptivo, a dotar de nervio a cada palabra o escena por muy anodina que en principio pueda parecer, todo se conjuga a la perfección para que el lector esté dentro de la historia, tiemble, se sobrecoja, sospeche, vibre con/como los personajes.

   Quien no haya leído alguna de las novelas anteriores de César no debe inquietarse porque Todo lo mejor se sostiene por sí misma, no importa no conocer el futuro devenir de Armando Lopategui, aquí se le presenta mucho antes de lo ya narrado, los guiños al lector enterado son sutiles (y provocan a veces las mismas sorpresas que al neófito, eso sí, más agudas y notorias), esta nueva entrega de Gellida va por otros derroteros (¡Bien por él!): “No me ha costado volver al personaje, aunque he tenido que despojarle de la experiencia que ya había demostrado: aquí está en sus orígenes, cuento el modo en que se intoxica con la obsesión de descifrar la mente criminal y ese es el centro tanto de esta novela como de “Todo lo peor”, en la que estoy trabajando, cuento la evolución de Lopategui para que se entienda por qué se comporta del modo en que lo hace en las otras novelas”. Es decir, quien comience por aquí podrá disfrutar de otro modo (pero con la misma intensidad y -espero y deseo- idéntico deleite) cuando se adentre -que lo hará porque, hablo desde mi experiencia y la de gente que conozco, estamos ante una de las prosas más adictivas y mejor trabajadas que pueden encontrarse en la actualidad- en las novelas anteriores, cronológicamente posteriores a Todo lo mejor que, por cierto, no es el inicio de ninguna nueva serie, a pesar de lo que pueda parecer cuando el autor habla de aquello en lo que está trabajando: “No es una bilogía: son dos novelas conclusivas que se pueden leer de forma independiente, sólo unidas por un hilo que dejo suelto en “Todo lo mejor” y se retoma en “Todo lo peor”, pero no es un hilo fundamental para las dos tramas que planteo aquí, es decir, la investigación que lidera Otto Bauer y la trama de espionaje en sí misma, tramas que discurren en paralelo y que prácticamente no se influyen más allá de la intervención en ambas de Viktor que es el que unifica todo y genera la tensión de estar en medio de dos asuntos que le crispan, dejémoslo en eso”. Sí, es cierto, dejémoslo ahí para no anticipar nada, para no dar pistas, para no influenciar la lectura, para que cada cual haga la suya a su modo, pero antes de que ustedes se vayan a leerle congratulémonos de nuevo de que César no quiera quedarse en una fórmula (“No quise repetir todos los recursos que ya me habían funcionado, me gusta ser equilibrista y a veces saltar sin red, por eso esta vez no quise canciones aunque me costó dejarlas fuera”), algo que en realidad ya había demostrado con novelas tan dispares como las que conforman su segunda trilogía (Sarna con gusto, Cuchillo de palo y A grandes males) por más que las unifique con mano maestra, de los fabulosos personajes -y van…- que saca de la chistera con mención especial para el otro gran protagonista, Otto Bauer -y su hermanastra, Birgit- (“No quería que Otto se pareciera a otros personajes y en el primer borrador el registro era una mezcla entre Olaffur y Sancho. Su condición de homosexual estaba ahí desde el principio, pero le di una vuelta en los diálogos para marcar aún más la paradoja de que en el Berlín Oriental de aquel momento existía un movimiento de liberación de gays y lesbianas que supera con creces al de la RFA como lo demuestra que todos los fines de semana los gays de la parte occidental cruzaban el Muro para ir a los locales de ambiente de la RDA. Del mismo modo, es otro detalle, mientras que el nudismo estaba permitido podían encarcelarte por hacer un chiste sobre Honecker. La opresión estatal, como suele ocurrir, provocó un auge en la música, el teatro, el arte en general, una corriente cultural liberadora”) y que a lo que uno le gusta llamar (porque es lo que es) universo Gellida sigue en expansión incontenible.