jueves, 6 de diciembre de 2018

LOS OTROS TEBEOS






   Mi hermana me lleva siete años y mi hermano cinco, mucha diferencia cuando de niños se trata, pero eso me permitió el acceso a asuntos (como decía mi abuela a veces remarcando la ene –“asunnnntos”-) que, en teoría, no eran para mí; al haber tenido desde siempre mayor afinidad con ella, compartí sus músicas, sus libros de poesía (y de prosa), su grupo de amigas, es decir, puedo afirmar sin faltar a la verdad que viví de primera mano lo que supuso ser adolescente en aquel periodo que, sea como sea, hay que celebrar y agradecer tal y como se ha hecho en la jornada precedente (escribo en la madrugada del día 7) aunque yo sólo tuviese ocho años cuando se votó la Constitución. Con mi hermano siempre hubo una falta de entendimiento/conexión que con el tiempo y una diferencia de edad más pareja (cinco años apenas se notan cuando entramos en la treintena -¡y la rebasamos!-) se ha ido diluyendo (aunque rebrote periódicamente, no especialmente en épocas navideñas, todo depende de la actualidad política -aunque en eso también nos hemos suavizado bastante, las cosas como son-), lo que no fue óbice para que junto a él descubriese parte del universo de ficción que marcó mi infancia y que hoy en día continúa siendo mi refugio, mi anhelo, mi salvación, mi pasión: fueron muchas las sesiones vividas juntos en aquellos llorados cines de barrio con gloriosos programas dobles y sesiones continuas que permitían, como pasó, que viésemos dos veces seguidas El hombre que pudo reinar o el King Kong donde, sin saberlo todavía, conocimos a Jessica Lange; del mismo modo, el gusto por la lectura ha sido, es y será un lazo fuerte entre ambos (a pesar, por supuesto, de discrepancias, filias y fobias de cada uno). Y, aunque fue algo común a los tres, con él viví con mayor intensidad y más tiempo (cuando yo tenia siete, mi hermana me doblaba la edad, sus intereses más inmediatos y si se quiere vitales iban necesariamente por otros derroteros -aunque, debo decirlo a boca llena, nunca dejó de dedicarme tiempo y, así, meterme en el cuerpo el gusanillo por el teatro -por conocerlo, por frecuentarlo, hasta por interpretarlo-) el placer de los tebeos, él comandaba la visita semanal o poco más (dependía del botín cosechado) a la tienda de cambio para escoger los que sustituirían a los ya leídos, a través de él conocí a personajes que, en puridad, no me correspondían del todo o no en ese momento concreto, pero mi afán lector no conocía límites y, cuando terminaba o tenía más que releídos los míos, buscaba nuevos tebeos, algunos no me resultaban atractivos, a otros no acababa de pillarles el punto, pero otros se convirtieron rápidamente en mis favoritos junto a los lógicos Mortadelo y demás personajes de ese tipo.

   Y así me adentré en los superhéroes (y descubrí lo divertidos y entretenidos que son, algo que han desterrado sus adaptaciones cinematográficas, salvo contadas excepciones), conocí el universo Marvel (y el de DC) antes de que algunos se acomplejaran y se empeñaran en darle una profundidad y seriedad que en muchos casos ya estaba ahí, perfectamente equilibrada con la acción, dando entidad a los personajes sin necesidad de subrayados ni intensidades dramáticas; también hojeé (poco más) uno de sus favoritos de siempre, Hazañas bélicas (es un género que, sea en el formato que sea, sigue interesándome más bien poco por más que a veces lo disfrute, sea en una pantalla o en un libro), lo mismo puedo decir de Creepy (en mi ambivalencia por el género de terror, en aquel momento centrada en que, aunque me atraía mucho, me provocaba pesadillas y un terror incontrolable a cualquier ruido extraño, oscuridad, sobresalto), pero a cambio me dejé cautivar por los tebeos (déjenme que los siga llamando así, es como aprendí a amarlos) de aventuras, creo que el primero fue el que aquí llamamos El hombre enmascarado, es decir, The Phantom, la creación de Lee Falk pionera en tantas cosas, recuerdo unos tomos azules que reunían parte de sus aventuras que mi hermano tuvo desde no sé cuándo (para mí, estuvieron siempre ahí), muy pronto llegué a la serie que sigue siendo mi favorita en este apartado (y casi en el que sea), El capitán Trueno (quería ser Crispín, estaba enamorado de Sigrid), fui niño de El Corsario de Hierro (tenemos la misma edad: empezó a publicarse en 1970) y, por supuesto, también me dejé conquistar por El Jabato, cuyo sexagésimo aniversario se conmemora este 2018, motivo por el que Bruguera Clásica ha lanzado un magnífico volumen que reúne Todos los almanaques y todos los extras , o sea, las aventuras realizadas expresamente para las publicaciones aparecidas en Navidad (almanaques) y verano (extras) entre 1960 y 1965, respetando colores y tamaños originales, algo a destacar puesto que esta serie ha sufrido mucho en ese y otros sentidos, siendo censurada, coloreada y retocada por activa y por pasiva -empezando por el formato: de cuadernillo apaisado a página vertical- para sus reediciones tras el final de la serie original en 1966. Uno, que fue ávido lector de Jabato Color (con aquellas soberbias portadas de Antonio Bernal), ignorante durante mucho tiempo de haber conocido (y gozado, lo uno no quita lo otro) un Jabato mutilado y diferente al creado por Víctor Mora y Francisco Darnís, no puede menos que festejar el presente álbum que se ha metido entre pecho y espalda en la tarde del día festivo, pasando páginas con aquella compulsión de la infancia, doble ejercicio nostálgico que ha provocado más de un suspiro, alguna lagrimilla que otra y, por encima de todo, diversión y placer por arrobas.

   Una de las primeras cosas que sorprende al regresar a estas historias es el hecho de que Fideo de Mileto tardó bastante en formar parte del trío protagonista que hasta su incorporación era tan sólo un dúo, los archipopulares Jabato y Taurus, reproduciendo el reparto de roles entre el capitán Trueno y Goliath que tan buenos resultados daba en la también creación de Mora (en esta ocasión formando tándem con el también mítico Ambrós) que, claramente, inspiró/motivó la aparición de este nuevo héroe (e, indudablemente, el aporte/alivio cómico que supone aquí el delgaducho poetastro armado con su lira fue potenciado y alcanzó sus mejores cotas con el Merlini de El Corsario de Hierro). Es por ello que, en este volumen ordenado cronológicamente (aunque todas las aventuras son autoconclusivas y su lectura puede hacerse desordenada), Fideo no entra en acción (y ya totalmente integrado: estas historias no seguían la que era serie principal, los cuadernillos apaisados en que nacieron y se desarrollaron los personajes y que llegó a sumar 381 números) hasta la cuarta aventura, correspondiente al número extra de vacaciones (verano) de 1961. Sin embargo, se le echa poco de menos porque hay mucha acción, diferentes peripecias, las esencias y el fundamento de la serie, apariciones estelares del apóstol Andrés y Trajano en Rescate en Navidad (la primera historieta del tomo), hay mucho con lo que regocijarse, incluso con los anacronismos o incoherencias históricas, con el modo en que la fantasía (en el sentido más amplio del término) se fue adueñando de la serie hasta desvirtuarla, al margen de que (y es algo de lo que adolecieron gran parte de sus contemporáneas debido a la profusión de publicaciones y al modo en que Bruguera exprimía a sus creadores primando la cantidad por encima de la calidad) hay páginas que aportan poco o nada a la merecida gloria. Pero todo forma parte de la particular historia de El Jabato y, por lo tanto, es apasionante recuperar estos tebeos que pasaban de mano en mano y desgastábamos a fuerza de leerlos una y otra vez, rememorar y revivir tantas horas felices, tomarlos como lo que fueron y son (aunque a ratos sonroje el adoctrinamiento nada sutil impuesto por la época notorio en maniqueísmos y estereotipos, por más que si hacemos una lectura libertaria de estos héroes -que se enfrentaban a los tiranos, que impartían justicia con puños y armas, que se oponían a la violencia consentida y más o menos legalizada de los que mandaban, que estaban al lado de los oprimidos- nos damos cuenta de que, a pesar de sus manipulaciones, la censura no se enteraba de nada), una diversión inagotable que regresa con la fuerza original, restaurando el brillo que pudo perderse por unas u otras razones, colocando al héroe en su sitio, uno de honor. Ojalá muy pronto haya otros volúmenes de este tipo que, poco a poco, vayan completando la colección del auténtico El Jabato para las nuevas generaciones, para los seguidores de entonces y para los que le conocimos con indeseados retoques que, aun así, no pudieron contener sus bravura y grandeza (o que José Revilla continúe ampliando la serie con la misma brillantez y el respeto y la admiración por el original que demuestra en todo lo que acomete).