martes, 25 de diciembre de 2018

A SALVO DE LA INTEMPERIE








   Nunca he creído demasiado en las casualidades a pesar de que utilice la palabra en muchas ocasiones (al fin y al cabo la tengo, como cualquiera, en mi vocabulario desde siempre), aunque en seguida la retiro por inapropiada, por no estar de acuerdo con lo que representa, porque, como tantas veces repito, me gusta más pensar en ese oxímoron que habla de un destino azaroso, mezclando un cierto determinismo con la carambola de lo que sucede de ese modo, buscando unas causas e incluso un impulso, un deseo, un sueño u objetivo que se ha perseguido hasta lograrlo (o, y tampoco en eso soy excepcional, juego con la palabra y la transformo en “causalidad”, destacando el libre albedrió, la decisión propia); el caso es que, aunque estuve viendo Todas las noches de un día en el Teatro Bellas Artes el pasado día 7 y aunque tuve la magnífica y anhelada oportunidad de conversar telefónicamente con Luis Luque, su director, pocos días después, aunque el presente escrito empezó a fraguarse la semana pasada, no es hasta hoy cuando me pongo a concluirlo y a darle difusión, día de Navidad que, al igual que la noche previa, he querido vivir en solitario, al margen de la celebración, lamiéndome algunas heridas, tomándome el tiempo para hacer lo que me apeteciera en cada momento (ver televisión, leer, reflexionar, abandonarme en el sofá) y no sentir, como tan a menudo sucede el resto del año, que son los demás los que deciden por mí, los que toman, ocupan y (en demasiadas ocasiones) desperdician mi tiempo, los que llenan mi agenda con compromisos (por no llamarlas obligaciones y/o imposiciones) que me impiden atender aquello que me apetece, los que ni tan siquiera preguntan qué tal me viene esto o aquello, no digamos nada en lo que a lo más profundamente familiar se refiere porque no es el lugar y, en todo caso, es algo que no quiero vomitarle a nadie mientras pueda contenerlo. Sea como sea, con un punto de nostalgia por épocas pasadas y gentes a las que nunca dejaré de echar de menos, con un poso de amargura, con cierta pena, pero sobre todo con la cabeza muy fría y el corazón a medio latir para acallar los ecos de la tristeza, me ha venido bien esta podemos decir terapia, esta pequeña catarsis, este reactivarme y (a pesar de interferencias inevitables a no ser que se corte por lo sano y tampoco me gustaría llegar a tanto), parafraseando la popular canción, dedicarme ese tiempo que me quedó libre (porque así lo quise y, las cosas como son, tomarlo me fue mucho más fácil de lo que pude pensar), mantenerme a buen resguardo (por más que las nubes negras que avecinan tormenta nunca se alejen del todo y, al final, estalle aunque sea brevemente para hacerme sentir mal -muy mal- por mi reacción -no puedo evitarlo: me arrepiento de casi todo, por más que en el fondo haya querido actuar de ese modo- mientras los demás olvidan muy pronto -o ni sienten- las secuelas del huracán.

   Entro por fin en materia para decir que el desvarío de un poco más arriba tiene su sentido y su porqué (o eso quiero pensar) a la hora de hablar de Todas las noches de un día porque ese es el modo en que me he sentido vinculado con Samuel, el personaje que interpreta con emotividad, fragilidad y grandeza un Carmelo Gómez más allá del estado de gracia porque lo que consigue en escena supera muchas de sus cotas y nos ofrece una faceta inédita (o poco/mal/nada aprovechada) de su contundencia interpretativa (que también se demuestra en los tonos medios o bajos, en el infantilismo de actitudes y reacciones, en las bondad y lealtad a prueba de bombas que exhibe y demuestra). Samuel pasa la vida en un invernadero, en una permanente primavera, sin depender de los caprichos de la meteorología, las plantas viven gracias al artificio, a una atmósfera reproducida, estén preservadas pero, por así decirlo, prisioneras, el propio jardinero está refugiado pero al mismo tiempo parece querer esconderse, hay toda una dicotomía por no decir dilema, el espacio escénico (como todo el texto de Alberto Conejero, poético en lo íntimo, en lo mínimo, en lo cercano, en lo anímico, en lo que propone, en lo que sugiere, en lo que deja intuir, en lo que no cuenta y no es necesario -el espectador debe hacer su propio viaje y el autor no le condiciona-), ese invernadero en que Samuel cuida/vigila sus plantas (y mucho más) puede interpretarse de muchas maneras, esa es la magia de esta función, eso es algo que siempre consigue Luis Luque con sus montajes, apoyándose en textos (tomándolos como punto de partida y colocándolos, como debe ser, en el hipocentro) que se lo permiten/consienten, que coadyuvan a forjar dramaturgias plenamente emocionales, unas gustarán más, otras gustarán menos, unas llegarán de un modo, otras de manera diferente, en estas te sentirás más implicado que en aquellas, el caso es que nunca te son indiferentes, se quedan dentro, las recuerdas, así sucede de nuevo (y así lo refrenda el éxito de crítica y público por donde pasa) con Todas las noches de un día que, tras casi un año de gira, estará en el Bellas Artes de Madrid hasta el próximo 6 de enero para continuar después su periplo por los escenarios españoles. Y llega el momento de callarme más allá de lo necesario para contextualizar sus respuestas y emitir algún que otro elogio más (todos los que me parezcan necesarios) porque, como ya dije, tuve el inmenso placer de compartir charla con Luis Luque, uno de los directores de teatro actuales cuya pista sigo incansable, director al que somos fieles y adictos, responsable de montajes impactantes en y a diferentes sentidos y niveles, un prodigio de equilibrio y contención, conjugando todos los elementos para que lo que vemos y escuchamos rompa la cuarta pared y llegue incontenible al patio de butacas y todo desde la mesura, desde el respeto al espectador (no sólo en evitar la estridencia o lo que apabulla sino en su delicadeza para tocar fibras y tratar a sus interlocutores como seres pensantes y participantes).

    Lo lógico es comenzar por el principio y hablar de cómo se gestó la función, sabiendo que Luis se involucra y está presente desde el principio: “ -“Alberto [Conejero] me trajo el comienzo de una función, la génesis de la que ahora puede verse: se trataba de una mujer, Rosa, que tenía lejos a su prometido, éste le mandaba cartas, llevaba muchísimos años sin verle, también había un jardinero que llevaba una vida paralela a la suya y nunca confluían. Las referencias a “Doña Rosita la soltera” eran evidentes, creo que el boom de “La piedra oscura” y su trabajo posterior, todo lo que se ha relacionado a Alberto con Federico estaba muy presente y me pareció que había que despegar el texto de todo eso para llevarlo hacia otro lugar. Hicimos confluir a los dos personajes, hablando de una historia de amor que no llegaba a florecer, a él le pareció más interesante esa historia de dos personajes que están presentes y hablar del anhelo de ese modo, desde la proximidad. Así, el nombre de ella pasó a ser Silvia, un nombre arraigado en la naturaleza, para no recordar tanto a doña Rosita aunque queden reminiscencias de esa génesis, por supuesto. Tanto con Alberto como con Paco [Bezerra] sigo el mismo proceso de trabajo: me pasan el material, yo les doy las notas, como ellos dicen, que en realidad son una opinión de por dónde creo que puede ir la dramaturgia, lo que pienso que psicológicamente viene mejor a los personajes, trazo las líneas de pensamiento y así saco partido a los años que hice terapia, jajaja”. Sale a relucir el invernadero, por supuesto, la escenografía siempre tiene mucho que decir en los montajes de Luis, le hablo de la excelente disposición de volúmenes, de paredes, de cristales, el modo en que el espacio escénico puede ser opresivo o liberador, prisión o cobijo, algo a lo que ayuda que no esté acotado del todo, que haya una pared que no se ve (aunque cuando hace falta se nota su presencia): “Esa esquina abierta al público está muy pensada. Fíjate, he cambiado de compositor o iluminador en unos montajes u otros aunque tengo un equipo bastante cerrado, pero el trabajo que hacemos con Mónica [Boromello] es absolutamente poético, buscamos que permita jugar a los actores dentro de él, que provoque alguna evocación, que el espectador termine de construir o imaginar: por eso no quise que se viese ninguna planta, que cada uno aportase algo, no hay que ser irrespetuoso con el imaginario del espectador, hay que hacer una propuesta que no puede cerrarse, eso le pertenece al espectador. Soy muy exhaustivo en cuanto al uso del espacio, me gusta utilizar cada rincón del escenario para que el personaje se desarrolle, por eso reniego de que a la escenografía se la llame “decorado”: yo no decoro un espacio, lo habito con el conflicto que se plantea en escena, por eso “El pequeño poni” fue del modo, por eso es “Fedra” así [otro montaje que mantiene de gira y arrasa por donde pasa, versión del clásico a cargo de Paco Bezerra, con una Lolita que ha tapado muchas bocas y una Tina Sáinz absolutamente legendaria], todo cuenta algo o ayuda a contarlo”.

   Que nadie tenga miedo o dudas (no digamos prejuicios, puede que motivados por quienes toman su nombre en vano) cuando, con toda justicia, lea que Todas las noches de un día es una obra tremendamente poética y piense que será críptica, que no la va a comprender, que será una sublimación de algo que le resulte ajeno porque Luis Luque siempre va a la esencia, a la médula, porque explora con sus autores hasta llegar a la verdad (que no tiene porqué ser rotunda, puede -e incluso debe- estar abierta a diferentes interpretaciones): “Nunca he estrenado la primera versión de una obra, siempre la hemos trabajado, la hemos pensado y repensado, se va retocando la escritura hasta que hemos escuchado por boca de los actores lo que nos parecía adecuado, además hay que sumarles su carne, su propia propuesta, ya en el montaje aparecen los champiñones, como me gusta decir, los agujeros negros en que percibimos que la dramaturgia no está hilada todo lo fina que debiese y el actor tiene problemas o de memorización o porque hay una línea de pensamiento que no se llega a desarrollar, el caso es que hay que volver a reescribir, tengo una grandísima suerte tanto con Paco como con Alberto en ese sentido, siguen cambiando y buscando la calidad sin descanso”. Y en esa búsqueda de la calidad, uno se atrevería a decir, viendo los resultados, que es la máxima prioridad es siempre la verdad: “Vengo del mundo de la actuación y detecto en seguida la mentira, en cuanto a una escena le noto la actuación en el sentido más técnico paro y me pongo a trabajar con los actores a otro nivel más profundo. Ahora mismo se está haciendo un teatro muy íntimo, de sentimientos, muy emocional, creo que los actores no pueden proyectar por el hecho de hacerlo: aunque fui el primero en tener muchos apriorismos con los micrófonos ahora no lo dudo para que la magia, la poética de lo pequeño no se destruya y, así, buscar esa respiración, ese latido, mantener esa cercanía con el espectador y evitar que la mentira aflore. Decía [Miguel] Narros, mi gran maestro, que el escenario es muy obsceno, se ve todo y la mentira se detecta en seguida, es cierto, bien sea por una voz engolada o un tratamiento de la poesía fuera de la vida, bonito y punto, ya lo decía Miguel: “No lo hagas bonito, hazlo de verdad”, el viaje ha de hacerse al contrario y esa es mi obsesión. Además, en caso contrario me aburro en seguida y necesito acción, movimiento, verdad”. Le digo que ahí está la madre del cordero y siempre queda patente en sus montajes: “Sí, escenario, texto y actores, me encantan. Yo no sabía que iba a terminar trabajando en ello cuando montaba con los clicks de Famobil el festival de Eurovisión, la OTI, los videoclips del momento. Luego, por supuesto, tuve la suerte de trabajar con Narros y Andrea [D´Odorico] y aprender el respeto al ancestro, a la raíz, a lo que hemos sido y a lo que somos; es un viaje que, aunque no lo hago muy conscientemente, siempre lo aplico y tomo conciencia de ello cuando me lo preguntáis en entrevistas. Es el respeto a ese teatro al que no llamaré clásico por las connotaciones negativas del término para muchos, ese teatro que aprendimos los de nuestra generación, hecho, además, por auténticos renovadores que daban acción vital a la palabra”.

    Hablamos, por supuesto, de los intérpretes, de Carmelo Gómez a quien descubrí, precisamente, dirigido por Miguel Narros en un deslumbrante El caballero de Olmedo durante mis años universitarios, tándem que volví a disfrutar en A puerta cerrada, precisamente en el Bellas Artes: “Trabajar con Carmelo ha sido fascinante. Confieso que la primera vez que me entrevisté con él me aterrorizó, no sabía si se iba a fiar de mí, ¡con todas las tonterías que hago en la sala de ensayo, jajaja!, el espíritu vital que intento insuflar, pero me encanta porque nos hemos respetado muchísimo y hemos trabajo magníficamente. Tanto Carmelo como Ana son de un rigor impresionante, pasan texto a diario, lo tienen cogido al milímetro, hay muy poco que retocar o variar con estos intérpretes”. Ana es Ana Torrent, la actriz que por fin puede demostrar en escena quién es cuando pisa las tablas: “Con Ana volveré a trabajar, es un hecho, queremos hacer una comedia; para mí, como para tantos, era una actriz icónica, hemos nacido con su mirada, la de esa niña que sigue ahí, mirando con delicadeza y al mismo tiempo con una enorme fortaleza. Es perfecta para Silvia porque le da fragilidad pero la llena de un humo negro, de una oscuridad que le viene fenomenal a su personaje”. Le confieso que al entrevistar a Ana en una ocasión me costó mirarla a los ojos porque me imponían, eran los que dieron vida a la criatura debida al doctor Frankenstein, los que veían a su madre muerta con la naturalidad que sólo el maestro Saura es capaz, esos ojos son imanes pero sobrecoge asomarse a ellos, dejarse capturar: “Hay algo en Ana que tiene que ver con el enigma, un lugar de interrogación, conecta con ciertas palabras o imágenes y eso le sirve para dar un halo al personaje que la convierte en insustituible. Hay algo en ella que tiene poesía, esa mirada dolida que tiene turbulencias, hay un elemento muy poderoso que casi parece atávico”.

   Una de las mejores cosas que pueden decirse de Todas las noches de un día es que resulta complicado resumirla porque habla de muchas cosas, tiene muchas lecturas posibles, trabaja a diferentes niveles pero llega tan profundamente que, al hablar de lo experimentado, de lo evocado, de lo pensado durante la función (y, a buen seguro, sobre todo después cuando uno la va aposentando y colocando en su interior, poniéndola en común con latidos propios y ajenos), es muy fácil desvelar más de lo debido por lo que si quieren saber más (y creo que les merecerá mucho la pena) búsquenla y vívanla, aunque no están de más algunas palabras del director sobre la misma: “La función habla de lo presentes que están algunos recuerdos, habla de la memoria, habla del derecho a marcharnos cuando queramos, hay temas que me resultan muy sensibles por mi realidad familiar, por eso el tema de lo que somos mientras somos recordados, hay unas líneas dramatúrgicas que me conmueven especialmente y creo que en ese sentido está llegando mucho a los espectadores”. Y puede que no queramos ciertos recuerdos, por eso nos resguardamos o aislamos, para conjurarlos, para enterrarlos, para arrancárnoslos, pero hay que enfrentarlos, no podemos confiar en que llegará el olvido porque ese sólo aparece y lleva a cabo su cruel labor de anular y borrar cuando no se le requiere/necesita, a deshora y a traición, como la amenaza que siente Samuel cernirse sobre su invernadero, ese que se llena de vida real cuando lo habita Silvia.