sábado, 15 de diciembre de 2018

BAILAR POR DENTRO






   Pido disculpas por comenzar hablando de mí, aunque como tantas veces cuento con/abuso de la complicidad que los fieles visitantes de este ángulo oscuro del salón me regalan (algunos con una lealtad que no deja de emocionarme, sensación que se agudiza según sumamos años juntos), al fin y al cabo esto no son más que reflexiones/desvaríos muy personales de un lector/espectador, alguien que, como cualquiera, incorpora inevitablemente su experiencia, su realidad, sus anhelos, el momento específico que vive fuera de las páginas a aquello que lee, a lo que las palabras de otros le evocan/provocan. A finales de septiembre comencé un curso de Producción Editorial que imaginé con un halo romántico, que pensé destinado a trabajar con el contenido de los libros, es decir, dirigido a la edición en su sentido más puramente literario, cuando, en realidad, se trataba de aprender a editar en un sentido estricto (el de la primera acepción de la palabra recogida en el DRAE) puesto que el curso pertenece a la rama de Artes Gráficas, y ahí me ven ustedes, el más torpe del mundo, el que peor dibuja, el que no tiene ninguna pericia en las manos más allá de aporrear teclados, adentrándome en el Illustrator, el Photoshop, el InDesing, programas que ayudan, ciertamente, pero difícilmente pueden corregir los errores de base, es decir, las torpezas e incapacidades del que suscribe; pero es el caso que, siendo yo el primer y más sorprendido, he ido descubriendo/desarrollando ciertas habilidades y voy obteniendo unos resultados que me encantaría pudiese ver aquel profesor de dibujo de mi primer curso de Bachillerato que tanto me hizo sudar y padecer para llegar al mísero aprobado (no aspiraba a más pero tampoco hay que ponerlo tan cuesta arriba) y que trataba su asignatura como si de empollar se tratase, en lugar de, como hace ahora Marina, la profesora del curso, estimularnos, dejarnos libertad creativa (dentro de que hay atenerse a unos criterios, postulados, ejercicios, nociones básicas, no se trata de hacer -o no hacer- lo que cada uno quiera), alentarnos, centrarse en las capacidades concretas de cada uno de tal modo que, por primera vez en mi vida hablando de aquello a lo que en el colegio denominábamos manualidades, termino un trabajo con la sensación (y la emoción) de haber conseguido aquello que imaginé cuando empecé con la tarea (e incluso de haberlo hecho aún mejor), algo que me resultaba inalcanzable cuando, por ejemplo, jugábamos con la arcilla, yo (que a pesar de tener en ese terreno una autoestima muy baja tiendo a ser muy osado) pensaba hacer un busto de Vickie el vikingo y aquello era un amasijo informe/deforme difícilmente identificable incluso para mí o (uno de mis hitos) moldear (ejem) lo que se pretendía una bandeja con quesitos (sí, siempre fui muy particular) y todo el mundo tomaba por una barra de pan.



   Bueno, no les agoto más, ando tan orgulloso de lo logrado/superado que por las redes sociales pueden topar con algunas de mis creaciones, el caso es que (hace un par de semanas) llegué a la sede de la editorial Siruela en Madrid tras haber obtenido una calificación que no esperaba ni de lejos en el examen del día anterior y por eso me sentí tan identificado con algo que dijo Irene Gracia, la magnífica escritora, la estupenda persona, alguien tocada por aquello que su apellido señala, momentos antes de comenzar uno de esos divertidos e interesantes encuentros a los que tengo la fortuna y el privilegio de ser convocado por mi Pepa Muñoz, reunión de lectores apasionados (y, sobre todo, lectoras apasionadas -hay que hacer hincapié muchas veces en este nada baladí detalle del femenino cuando se trata de estos asuntos y no sólo en mi cotidianidad sino muy en general-) en que compartir e intercambiar emociones vividas con los autores y autoras que las han despertado. Las amantes boreales, su nueva y deslumbrante novela (publicada, como pueden imaginar, por Siruela), se centra en dos bailarinas, dos jóvenes de la alta burguesía del San Petersburgo de 1916 (la historia arranca en el verano de ese año) que son expulsadas de la Escuela Imperial de Danza y enviadas por sus familias (haciéndolas huir de no se sabe muy bien qué o quién, condenándolas a infiernos propios y ajenos) a un internado situado en una remota isla del lago Ladoga y, antes de entrar en materia, mientras nos saludábamos, las chicas me daban la enhorabuena, la escritora se interesaba sinceramente por mis estudios y pedía ver alguna foto de mis trabajos, cuando le explicaba que nunca he creído demasiado en mí mismo, ella me devolvía la confesión de que lo mismo le ha ocurrido siempre, que, entrando ya en materia y de ahí el germen de su novela, ama la danza, la música inunda su sangre por cada poro de la piel y se deja llevar, pero “sólo bailo bien por dentro, nada más” y luego nos tronchamos porque, le digo, eso nos pasa a muchos aunque no está nada mal, al menos, lo de dar piruetas y ser volátil, llegar a lo sublime y bello, aunque sea en nuestros sueños. Y de eso, en gran medida, habla esta novela tan especial, tan emotiva, tan sorprendente, tan poderosa, tan terrible, tan tormentosa, tan honesta, tan mágica, inundada por esa capacidad que Irene tiene como pocas (y pocos) para llevar los sentimientos al paroxismo, para cruzar muchos límites, para hacer alquimia con los géneros, para adentrarnos (y hasta diría enfangarnos) en lo más oscuro pero sin perder jamás la verosimilitud de las emociones por muy fantástico u oculto que pueda ser/resultar el entorno, el contexto en que sitúa su historia, manteniendo siempre un aliento poético (no sé definirlo de otro modo aunque tal vez le cuadrase más otro adjetivo menos condicionante) que consigue imágenes rotundas y plenas de belleza, a pesar de no ahorrarse/ahorrarnos ningún descenso órfico o digno de tal nombre, hay que ensuciarse las manos y el alma para poder limpiarlas de raíz.



   Tengo fascinación desde mi adolescencia por los autores rusos: leí a Dostoievski gracias a mi hermano porque, como nos adorábamos, me animó a leer precisamente “Los hermanos Karamazov”, en seguida llegó Tolstói, ¡son auténticos monstruos! La cultura rusa me atrapó: su sentido del drama, especialmente de la tragedia, su locura, me encantan sus personajes. A eso se conjugó, aunque viene muy pareja, mi pasión por la danza”, así empieza a desgranar Irene Gracia algo de lo que puede contarse de una novela que, como todas las suyas (al menos las que un servidor -cuatro- ha leído), es complicada de sintetizar porque alberga muchas cosas, posee un halo de misterio y ensoñación/pesadilla (es una maestra en hacer mixtura de los opuestos, esa tensión/dicotomía está en el nervio de sus historias) que cada lector despejará/por el que se dejará impregnar a su modo, sin temor a poder ser tildada de gráfica se adentra en terrenos muy pantanosos para escritores que no posean su virtuosismo, su franqueza, su modo espiritual de contemplar y estar en el mundo (en el sentido más amplio posible del término, pretendo señalar su capacidad para hacer prospecciones hasta lo más profundo e íntimo, hasta la esencia de las personas, rehúye lo superficial, lo estereotipado, lo arquetípico tanto cuando habla de los demás como cuando construye personajes tan dolorosamente humanos), pero su prosa sale indemne (o reforzada, revitalizada, purificada gracias a esa inmersión), a salvo de lo grotesco, lo obvio, lo grueso, es deseable que cada quien haga el viaje como desee y sin llevar el camino demasiado marcado por lo que aquí se le pueda anticipar/revelar, hablo de mí, por supuesto, otra cosa bien distinta es aquello que la autora desea compartir con sus lectores, aunque nos quedemos más en la génesis para, así, no descubrir el resultado antes de tiempo: “He pasado una época muy crítica, terrible, por eso esta novela empezó siendo una cosa muy diferente a la que ha terminado por ser; en ese sentido, hay mucha magia, me dejé arrastrar, es lo bueno de estar muy mal: te dejas llevar. Tenía muy claro que quería que fuese una declaración de amor a la danza y a la cultura rusa, también plasmar las diferencias y abusos que provoca la existencia de diferentes clases sociales, fue saliendo todo. De hecho, cuando yo quería dirigir la novela me equivocaba y cuando dejaba que las protagonistas me guiasen era cuando acertaba: creí que era una novela histórica, al menos cuando la inicié, en parte porque no me gusta repetirme, me gustan los retos, pero inevitablemente afloran los mismos fantasmas, en mi caso el amor fraternal, también el amor que espera tiempos y espacios, edades, hasta épocas”.



   Cada novela de Irene Gracia supone una aventura, una catarsis, un deslumbramiento, una conmoción (en realidad, la suma de varias), indudablemente una epifanía porque se nos revela cada vez como una escritora de, nunca mejor dicho, amplio espectro con una voz muy personal que mantiene el equilibrio en todo momento, fundiéndose con el tema/tono/género escogido, reformulándolo para que encaje con su universo ese que me atrevo a sugerirle podría, de algún modo, englobarse bajo el título de la primera novela suya que leí, Mordake o la condición infame (por desgracia, creo que sólo puede encontrarse en librerías de lance), por esa es la mirada que el resto lanza a sus protagonistas, porque así es como ellas mismas se consideran en algún momento, el caso es que rompen moldes, agreden a la restrictiva normalidad impuesta por algunos, quieren ir más allá, poseen de un modo u otro (aquí está mucho más presente al tratarse de dos bailarinas) un ímpetu/instinto artístico que las impele a preguntar, a no quedarse conformes, a investigar, a desbordarse: “El otro día me preguntaba Gustavo Martín Garzo por qué esa fascinación de las niñas por ir a la habitación de Barba Azul: nos hablan del príncipe azul, pero en cuanto se casan se acaba el cuento. Es el misterio de lo prohibido, es algo seductor, también está el impulso de vencer a la bestia, el reto de alcanzar el triunfo sobre ella. En varias ocasiones, hablando con hombres, me han dicho que las mujeres no somos sinceras hablando de nuestros fantasmas sexuales y yo creo que el asunto es que no somos hiperrealistas, somos más abstractas. Por eso me he recreado con Roxana y Fedora, quería que representasen el ideal femenino, fui generosa y les di todos los dones. También para que, al ser mancilladas, la herida sea más sangrante”. Dos jóvenes que van contando la historia, mezclando sus voces, por momentos como si fuese sólo una, multiplicando ese juego de espejos, esa ambivalencia de opuestos/complementarios que Irene maneja con maestría, con conocimiento de gran coreógrafa, por ello no olvida al cuerpo de baile, a lo que da solidez, cobijo y apoyo a las primas ballerinas: “He planteado la novela como si fuese un dúo, pero el pueblo ruso actúa como coro porque he querido retratar todas las clases sociales y ejercer una justicia literaria hasta con los personajes más miserables como el hombre sombra, una cierta comprensión”. No justificación, por supuesto, pero sí evitar los maniqueísmos atroces que tanto lastran, confunden, crean prejuicios, reducen y condenan, los mismos por los que (se cuenta en las primeras páginas) Fedora y Roxana han sido desterradas y arrojadas a las fauces de quienes pueblan (o se ocultan en) Palastnovo.



   Encontré las siguientes palabras de Alma Guillermopietro hace un par de días, no sabía que la periodista (y maestra) se había dedicado antes a la danza, ojalá hubiese podido compartir este descubrimiento con Irene porque a buen seguro hubiese abundado en un tema capital de la novela: “Duró muchos años el deseo de haberme quedado en el baile. Aunque ahora entiendo mejor que la danza no es delicada. Para bailar hay que ser enormemente fuerte y terco, virtudes válidas para el periodismo. La resistencia al dolor, la disciplina diaria… En danza, uno fracasa todos los días como sistema”. O sea, querida Irene, todo el mundo baila (o lo que sea) mejor por dentro, como ves, hay gente que sabe de lo que habla (también podría traer a colación algunas de las a ratos atormentadas declaraciones de Sergei Polunin en Dancer, el estremecedor documental en que se cuenta su (in)voluntaria caída tras tocar lo más alto en su pasión/vocación impuesta por otros), tú misma lo conoces de primera mano (por eso, nos cuentas, te alejaste de Bellas Artes -aunque, por fortuna, sigas vinculada a las mismas-) y todos parecen coincidir de alguna manera con lo que tú afirmas (y un servidor suscribe, no sólo en el contexto de Las amantes boreales): “Todas las artes conllevan un sacrificio, pero eso se ha perdido. ¿Qué nos lleva al éxtasis? El sacrificio, como sabía Santa Teresa o la Pávlova. Es una paradoja, pero es así: es pasión, buscar un anhelo de perfección cuando en realidad somos más lo que deseamos ser que lo que conseguimos y no nos pueden pedir cuentas por ello”. Pero lo hacemos, todos, los unos de los otros, los unos contra los otros, no lo digo como disculpa pero es algo inevitable, también habría que distinguir entre aquellos que hacen todo lo posible por alcanzar un objetivo, que se esfuerzan, que aman la disciplina a la que entregan muchas horas, y esos diletantes (tan abundantes, promocionados, aupados y hasta galardonados) que trivializan (por no decir algo más grueso) lo que en sus manos jamás podrás ser llamado arte, ese que inspira a Irene Gracia: “Los tiempos convulsos, lo mismo que para la vida, son muy buenos para el arte y el pensamiento, las crisis son terribles pero para superarte vienen muy bien, activan, hay que sacar partido de lo malo. En ese sentido, considero que el último renacimiento en arte ha sido el de la época de los ballets rusos por varias razones: primero, por el respeto a la técnica, que después se perdió para primar la firma. Ahí está el caso de Nijinsky, más que bailar volaba y su coreografía para “La consagración de la primavera” es salvaje, rotunda, potentísima, de una gran fiereza, rompe con la técnica, la destruye precisamente porque la conoce, la ha estudiado, sabe ejecutarla. Por otro lado, la figura de Diaghilev está muy desprestigiada, yo le adoro, porque fue la mente lúcida que supo olfatear el talento y reunirlo: juntó a Picasso, a Falla, a Ravel, a Cocteau, encontró los mejores bailarines, los mejores músicos, las grandes obras deberían firmarlas muchas personas”. Por más que ella insista en ello en un constante ejercicio de humildad que se ve sincero, una novela como Las amantes boreales sólo puede llevar una firma, la de su autora, la de la estupenda novelista y mágica persona (y viceversa) que es Irene Gracia, que nos hace bailar por dentro de gozo con cada una de sus páginas.