lunes, 9 de junio de 2014

PRIMERA NOVELA, ÚLTIMA LECTURA (POR EL MOMENTO)







   Hay ocasiones en que parece que percibes eso que tantas veces se denomina confabulación cósmica o señal del destino o carambola de casualidades o como cada cual prefiera y se sienta más identificado; sin pecar de demasiado determinista, en general me gusta pensar que las cosas suceden por algo, incluso las más terribles, las que en un principio no comprendes, las que no deseas, siempre termino por encontrar los porqués (en caso contrario, puedo dejarme llevar por la desesperación y no es ejercicio que me motive lo más mínimo, como es fácil adivinar), tal vez forzando el raciocinio, pero es mi manera de continuar camino, hallar las causas que propiciaron semejante circunstancia para intentar detectarlas si se repiten y no tropezar en la misma piedra más de lo debido. Por lo tanto, como creo en las causalidades, resulta que la lectura de La piel dorada, la novela de Carla Montero de la que hablábamos hace pocos días, coincidió en tiempo y espacio con la de Primera mañana, última mañana de Mercedes Salisachs, preparando ese homenaje que le debía y que ahora, así es la vida, ha de ser póstumo; eso propició que, puesto que había algunos elementos en común entre ambas (en la ópera prima de la catalana aparece una modelo de la que abusan, se aprovechan, a la que vejan unos diletantes con ínfulas artísticas –incluido el protagonista- y en un momento dado uno de ellos, el más crápula, el más venenoso, el más déspota, el más amoral, el que se considera superior a los demás por sus orígenes y la distinción que él mismo se otorga, se amosca/extraña/carcajea/contempla con sorna cómo la joven se oculta tras un biombo para despojarse la ropa aunque luego salga del escondite para posar desnuda y recaudar algunas monedas que poder sumar al magro presupuesto familiar, la cosifica del mismo modo en que se hacía con las modelas a comienzos del siglo XIX y Carla refleja en su novela), al señalarle a la madrileña los puntos en común, hablamos, como tantas veces, sobre las lecturas que jalonaron nuestra adolescencia, las que nos transformaron en las personas que ahora somos, esos autores por los que seguir sintiendo devoción y agradecimiento, y comprendió y refrendó mi particular gusto por Mercedes Salisachs. Y ayer, justo cuando ya andaba dando vueltas al presente texto, me tropecé con la nueva novela de Begoña Aranguren, una querida y admirada amiga aunque la rutina, los rituales, la distancia haya mermado la continuidad de nuestro contacto, y supuso toda una sorpresa, una satisfacción, un pellizco muy íntimo, leer que está dedicada, precisamente, a Mercedes, a la que llama mecenas, amiga y maestra, me reconfortó comprobar cómo, por encima de ideologías, preferencias o connivencias, Begoña no se coartaba (como jamás se ha doblegado a lo conveniente, a lo correcto, a lo que se esperaba de ella) en proclamar su vínculo con otra escritora de raza, con alguien que rompió más moldes de los que se le reconocen, con una autora audaz, transgresora, que sacó los colores a más de uno, que no ocultaba su predilección por un sistema político pero que mantenía su obra al margen de dogmatismos, consignas, predilecciones (esas las dejaba para su vida privada, para las entrevistas –y sólo si le preguntaban o venía a cuento: estaba en contra de cualquier tipo de fanatismo y el modo en que retrató su época, sus diferentes épocas, así lo demuestra), una feminista más radical que algunas que sólo alardean de ello o enarbolan la bandera adecuada en el momento en que pueden sacarle rédito (no hay más que analizar los retratos despiadados, descarnados, desoladores por realistas, por certeros, por veraces, porque están tomados del natural, del paisanaje que la rodeaba, podría decirse que crueles pero sin duda necesarios, de los hombres que se asoman a sus páginas, de sus protagonistas, como es también implacable con esas madres, esposas, mujeres, sobre todo las de cierta clase social, que apuntalan, consienten, abonan, convierten en hereditario y genético el machismo más atroz, más terrible, más bochornoso, más obsceno, impregnándolo de normalidad, dotándolo de una lógica que no posee, que no se sostiene, pero que a ellas les vale mientras no socave sus privilegios), en definitiva, alguien que ha influido en mi manera de ver y entender el mundo.

   Hace ya unos cuantos años, cuando Cita a las dos era una gozosa realidad, llegó a la redacción Los clamores del silencio, en ese momento el nuevo y último título de Mercedes Salisachs, y en una nota adjunta se advertía de su visita a Madrid para promocionarlo; casi con precipitación, con la emoción del lector que puede conocer a alguien a quien admira y lee desde que tiene uso de razón (el que, en parte, te han otorgado esas lecturas con las que has dado el salto), no dudé en contactar con la editorial para suplicar una entrevista (había confianza con la persona que se encargaba de prensa en ese momento como para poder mostrarme tal cual) y mi sorpresa fue escuchar que apenas estaban teniendo peticiones y que era un gusto que alguien quisiera charlar con ella desde la pasión y el placer (esta persona, por cierto, según fue asentando su posición en el mundo editorial, ha primado entrevistas en medios y/o programas que considera importantes por encima de profesionales que demuestran la lectura y el conocimiento de aquello sobre lo que hablan, imagino que sus autores se lo agradecerán y se mostrarán encantados, porque uno, cuando se ha visto en la tarea de promocionar sus propias criaturas, ha intentado esquivar esas entrevistas en las que sufrir la ignorancia, la desidia, la constante equivocación del que pregunta). Lo cierto es que me resultó un tanto frustrante saber que se arrinconaba de ese modo a Mercedes Salisachs, sólo porque a algunos les parecía burguesa, anticuada, obsoleta, especialmente a los que demostraban no haberla leído y por eso repetían estos adjetivos u otros parecidos, esos que, como también dice Carla Montero, cacarean (el verbo es mío, ella es más elegante) como si hubieran nacido leyendo a Proust (y si rascas un poco, resulta que tampoco, que le encuentran aburrido, que en realidad no le comprenden, pero no van a decirlo en voz alta para que no se les acabe el chollo y poder seguir pontificando desde su atalaya, menospreciando a todos los demás que, puede ser que leamos a Proust, mira tú por donde, pero también necesitamos recalar en otro tipo de historias –como pasa con tanto amante de la ópera, la que en realidad sólo les satisface por su pátina elitista, renegando si alguien la saca de los coliseos o intenta acercarla al mayor número de espectadores posibles o abrir el abanico de opciones, endogámicos y eugenésicos como pocos, el pobre Pérez acomplejado por sí mismo que se exhibe ante los demás con un pelaje que no le corresponde-); el caso es que es una de las entrevistas que jamás podré olvidar por lo fácil que me lo puso la Salisachs: cercana, divertida, irónica, aguda, agradecida, un auténtico amor, un gozo verla asentir, implicarse, emocionarse, durante la presentación en la que, como tantas veces (truquito de viejo periodista, nada más que eso, aunque es cierto que utilizado desde el respeto, la verdadera admiración, sin tener que recurrir a documentación porque lo lleva uno en el recuerdo, en el alma), fui trenzado títulos de sus novelas para contar por qué Mercedes Salisachs era alguien importante en mi vida, cómo sus textos se habían incorporado a mi imaginario, a mi sentir, a mi experiencia, a mi memoria, y en seguida me puse a navegar por sus palabras, a dejarme mecer por su verbo pausado, por su exquisitez a la hora de explicarse, por su calma, su bondad, su interés por los demás, su jovialidad –todo un ejemplo en alguien con más de ochenta años- y, sin saberlo, ella ejecutó las primeras notas de este arpa, tanto tiempo antes de que Pablo me ayudase a construirla, porque, ya fuera del micrófono, me dijo si había leído su primera novela, que le interesaría mucho saber cómo la juzgaba, qué me parecía, cómo la valoraba alguien que conocía su obra al enfrentarse a ella ahora –hablamos de catorce años atrás, rozando el siglo XXI-, que estaba descatalogada pero iba a intentar conseguirme un ejemplar (ese que nunca llegó, en parte creo que por desinterés de nuestro contacto, ya que pasada la entrevista no demostró mucho entusiasmo cuando un par de veces se lo recordé, si me hubiese atrevido a pedirle un teléfono, a saltarme los intermediarios, estoy convencido de que ese libro hubiese llegado a mis manos –alguien dirá que ella podría haberse aplicado más, pero no creo que se pueda exigir a una persona tan mayor y ocupada que centrase su existencia en esa promesa que, repito, sé que hubiera cumplido de habérsela recordado aquella que recibió ese cometido-). El caso es que, va a hacer ahora un año, echando un vistazo al puesto de libros de lance que hay en San Ginés, mis ojos tropezaron con un volumen de Primera mañana, última mañana y, claro, no me lo pensé dos veces (además, estaba tirado de precio y en muy buen estado), Mercedes aún estaba viva y me pareció que ya era hora de cumplir con mi parte y de hacerle un homenaje desde este rincón en el que, entre otras cosas, voy desgranando mis memorias literarias, mis recuerdos adobados de y por lecturas; después, como ya me lamenté al conocer su muerte, el tiempo se encargó de hacer otros planes, que tal vez eran los correctos porque así pude establecer la conexión con Carla Montero y Begoña Aranguren, y llegaron otros libros, buscados, encontrados, regalados, sugeridos, pero, aunque fuera hablando en pasado, puesto que ella, como cualquier artista al que evoquemos, como sucederá cuando generaciones futuras (¡ojalá!) se asomen a su obra, vivirá un eterno presente, tuve claro que no podía retrasarlo más y, de ese modo, abrí Primera mañana, última mañana.

   El libro se publicó en 1955 y apareció bajo seudónimo (María Ecín), tal vez porque su familia podía considerar esta faceta literaria una frivolidad, una veleidad, un capricho innecesario, incluso una bajeza, algo impropio (era hija de un rico industrial barcelonés, un cachorro de aquellos a los que retrataba sin misericordia en sus páginas, de los que mostraba oquedades, miserias morales –las peores, sobre todo por esa fachada impecable que gustan ofrecer tantos de ellos, por el ejemplo que se consideran y por la censura a los que vulneran esas normas, esas costumbres, esos modelos imperantes-, esos a los que demostraba conocer y de los que quería distanciarse); sea como sea, ser una de las seleccionadas como finalista del Premio Planeta del mismo año –la cuarta edición del galardón que ella obtendría justo veinte años después- con Carretera intermedia y lograr el Premio Ciudad de Barcelona de 1956 con Una mujer llega al pueblo supuso que el nombre de Mercedes Salisachs empezase a ser conocido en los cenáculos literarios, aunque sus problemas con la censura no fueron tan ponderados y encumbrados como los de otros escritores de la época, primero porque su origen la estigmatizaba, después porque su éxito (como sucede ahora) parecía restar altura, hondura y calidad a su prosa. Pero sin saber nada de todo eso, un chaval de catorce años se deja atraer por un título, La gangrena, quiere leer libros para adultos, tras mezclar Los renglones torcidos de Dios con Madame Bovary o pasar de Cumbres Borrascosas a El Padrino sigue leyendo compulsivamente, y de repente descubre a Mercedes Salisachs y engancha con su manera de profundizar en la psicología de sus personajes, de reflejar miedos, dolores, ausencias, inquietudes, de quitar la máscara a aquellos que se escudan bajo el disfraz de buenas personas, consecuentes con lo que está sancionado (e impuesto) como buenas costumbres, esos hipócritas que vuelcan sobre los demás sus frustraciones, que condenan la felicidad ajena, la auténtica, la que uno se fragua y/o tropieza, la que no valoran y desconocen porque a ellos todos les viene por herencia, que persiguen el espejismo, el oropel, lo ficticio, una escritora que sabe reflejar con maestría lo íntimo, lo cotidiano, que retrata personas a las que reconocemos y otras a las que no querríamos conocer, poseedora de un lenguaje riquísimo y muy culto que sabe revestir de normalidad, que no recarga, explicando sus referentes, sus inspiraciones, hablando con naturalidad y sencillez de escritores, pintores, músicos, una autora que ya con su primer título (éste que ahora he leído con más de cuarenta años, el que me ha servido para confirmar su audacia, su compromiso con la literatura, éste que de lo único que peca es de excesivamente ambicioso –error muy común en una primera novela-, de excederse en algunos fragmentos o de intelectualizar demasiado los sentimientos del narrador, de adelantarse a su tiempo, de tocar asuntos prohibidos, de hacer pensar, de no conformarse con las convenciones, con lo que se da por sabido, de seguir plenamente vigente –todo esto son, obviamente, virtudes, pero señalo por qué en su momento fue un título no demasiado bien recibido y por qué es tan difícil encontrarlo en la actualidad, mientras La gangrena, con el que tiene tantos puntos en común, sigue editándose (y, por otra parte, lo merece porque es una novela de una densidad no suficientemente valorada y analizada)-), ya en el que ella consideraba su debut, demostraba poseer un  corpus narrativo, un universo propio sólido y con cimientos para perdurar, una calidad a prueba de modas, corrientes o coyunturas, un primor, un mimo, una delicadeza, un encanto, un placer que nadie debería perderse (luego, si no le gusta, no pasa nada, pero conózcala primero antes de renunciar a algunas de las páginas más estimulantes que uno vaya a tropezarse –por eso mismo, yo pienso releer algo de lo que leí hace tiempo, para comprobar cómo se mantiene, cómo se ha enriquecido, y recuperar alguno de los títulos que tengo por casa y que no leí en su momento).