martes, 7 de agosto de 2018

LA DELGADA LÍNEA ROJA





   Tiene su aquel el modo en que, en muchas ocasiones, la actualidad se pone a favor de las canciones que escuchas, las películas o series que ves, las ciudades que visitas o, en este caso, los libros que lees; no es que el arte, de un modo u otro, la reproduzca o que sea la vida la que diríase empeñada en imitar al arte, sino que, curiosa, misteriosa, casual y/o causalmente, aquello que aún tienes fresco porque hace pocos días que terminaste la lectura vuelve a ti (en realidad, aún no se ha ido, menos cuando es algo que deja huella profunda como a continuación se contará) reforzado por algo que se le asemeja o actúa como catalizador, como agente evocador, algo con lo que encuentras puntos en común, en parte porque tu mirada, tus percepciones, tus pensamientos se han quedado impregnados y afectados (en el sentido de cambiados) por, y entramos así en materia, una novela en la que es claro aquello que el propio autor explica en su epílogo, esa relación “compleja, tenue, a veces incluso mentirosa” que mantienen ficción y realidad. El enganche que un servidor ha hecho entre aquello que enseguida paso a glosar y un hecho ocurrido recientemente ha venido más por la reflexión que venía haciendo a partir del poso (y el peso) que la lectura me dejó (a la que se sumó, por cierto, Talión, el estimulante debut como novelista de Santiago Díaz y que merecerá dentro de no mucho su espacio en este rincón): el caso es que, como pretendo indicar al robar a James Jones el título del presente escrito, andaba pensando en ese siempre complicado equilibrio que es vivir, somos funambulistas a los que cuesta mantener la verticalidad por más que tengamos convicciones firmes, una ética personal sólida, valores arraigados que no traicionamos (al menos de un modo deliberado y/o cínico), cuando sucedió el lamentable episodio en que Mercedes Martel llamó en un informativo del Canal 24 Horas de TVE a los etarras encarcelados “presos políticos”, hecho que, por más que algunos se empeñen en de ese modo quitarle importancia, no es un mero error, no lo es aunque quedase demostrado que el adjetivo (nada inocente, por otra parte) fue algo que la periodista añadió (como traición del subconsciente, por eso afirmo que no basta como decir que fue un lapsus) a la entradilla que leía en el prompter (que, si estaba redactada de ese modo, aún tiene más delito, menos error y bastante intencionalidad). Y es que, especialmente en asuntos tan delicados y que afectan tan directamente al dolor de muchas personas, hay que exigir a nuestra profesión aún mayor rigor del que debe presidir cualquier información u opinión que emitamos, una voluntad clara de no enturbiar, de no confundir, de no manipular, de no resultar equívocos, de no ser tibios, de no parecer cómplices del crimen.

   A alguno le parecerá que cojo el rábano por las hojas (y estaría dispuesto a reconocerlo -hacerlo así es parte de lo que acabo de demandar al final del párrafo anterior- en el sentido de que cada uno reinterpreta la realidad a su modo, en la clave que mejor cuadra con sus intereses), pero, como digo, andaba pensando en esa delgada línea roja que tantas veces separa (o sólo lo intenta) lo que consideramos bueno, deseable, necesario o adjetivos equivalentes de lo que rechazamos sin paliativos, al menos (y aquí aparece el matiz más importante) de cara a los demás (el subconsciente, vuelvo brevemente a lo de antes, sólo puede traicionar la confidencialidad exigida cuando hay algo que revelar, cuando hay algo oculto) porque me lo motivó la portentosa, estremecedora y brillante novela con la que Rodrigo Murillo Bianchi se ha hecho merecedor del Premio Ángel Mañas 2018 a la mejor ópera prima y que lanzó recientemente al mercado la editorial Nuevos Talentos en su plausible empeño por mantener vivo y en constante renovación el panorama literario. Los héroes sentimentales, a través de la vida de tres personajes de y con realidades muy diferentes, tal y como se presenta a los lectores, “ilustra las desavenencias y dificultades que personas corrientes sufrieron en el Perú de los años ochenta y noventa, enfrascadas en una lucha sangrienta y cruel, que enfrentó al movimiento maoísta Sendero Luminoso con las fuerzas de seguridad del Estado”, es decir, nos coloca en la encrucijada de aquellos que intentan sobrevivir en un territorio claramente hostil (como lo es cualquiera en que se han tomado las armas y divido a la población -a veces sólo por el lugar en que está su hogar-en bandos) y con los que, por tanto, podría parecer sencillo empatizar, pero el asunto se complica cuando nos vemos incapaces de compartir y justificar determinados métodos, cuando no podemos seguir aquella máxima que nunca escribió Maquiavelo de “el fin justifica los medios” porque el logro alcanzado supone asesinar (aunque sólo sea virtualmente con la aquiescencia muda de no condenar los crímenes) y aplaudir (me basta con aceptar) el resultado conseguido a base de sembrar terror y muerte (o minimizar las culpas -o no asumirlas-, que es lo que quise expresar al traer a colación lo de Mercedes Martel).

   Rodrigo Murillo Bianchi consigue que todas las partes del conflicto se expresen, lo que no quiere decir que sea complaciente o contemporizador, sino que va cambiando el prisma en cada capítulo para procurar ser lo más fiel posible a lo que sucedió, sin ocultar la brutalidad, los odios, el fanatismo, utilizando toda la gama de grises para dotar de verismo a sus criaturas, logrando una novela polifónica que cautiva y deslumbra por su prosa vigorosa, por sus diálogos plenos de viveza, por capturar la vida en pequeños detalles, en gestos, en silencios, en las palabras dichas (a veces masticadas, otras susurradas, en ocasiones como latigazos, también las hay que estallan y arrasan). Por eso el lector se va cuestionando tantas cosas, se va cuestionando a sí mismo, tal vez cambie su modo de ver algunas cosas, a buen seguro se mantendrá inamovible en otras, el autor no pretende convencernos de nada, está muy claro de qué lado está, dónde se posiciona, a quiénes señala con el dedo sin cortapisas, pero no nos condiciona, expone la situación, deja que la expliquen los que la vivieron, y cada uno de nosotros se va preguntando qué hubiésemos hecho, cómo habríamos actuado, a qué o a quién seríamos fieles, hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar por salvaguardar nuestra vida y las de los nuestros, qué pérdidas somos capaces de asumir, qué lágrimas sentimos como propias, qué causa (o así considerada por otros) justifica la muerte (si es que podemos encontrar alguna que lo haga), al menos, repetimos, de cara al exterior, porque es a ese interior de cada uno en el que no respondemos ante nadie más que ante nosotros mismos al que más apela Rodrigo Murillo con su modo de insertarnos en pleno(s) conflicto(s) y, por momentos, al menos con esa zozobra anímica, ética y hasta si se quiere ideológica ha vivido la novela quien esto escribe, pensar que lo correcto es lo que hace un personaje (o colectividad, empleado el término en su sentido más amplio) que nos repugna y a quien llevamos condenando desde las primeras páginas.

   La nota final de Los héroes sentimentales también se confunde con parte de lo que se está leyendo, viendo, escuchando en estos días porque, aunque el autor ha señalado primero que el Perú actual es “un país diametralmente opuesto al retratado en esta novela”, Enrique Murillo Bianchi expresa “la esperanza de que su lectura sirva para recordar una época dolorosa, triste, que afectó gravemente a mi país. El tiempo no se detiene. Antiguos asesinos van dejando las prisiones, absueltos por el paso de los años y una sociedad ajetreada, sin tiempo, con ganas de olvidar. Recordemos, sin embargo, lo siguiente: toda reconciliación debe proteger la memoria y, lo que es más importante, anticiparse a los peligros del olvido”. Y son obras como ésta las que lo impiden porque no consienten que la historia la cuenten sólo algunos, esos a los que se suele considerar vencedores cuando poco o nada debería celebrarse lo que ha costado muchas vidas, lo que ha sembrado destrucción, lo que ha herido a un país y ha dejado heridas supurantes que, si se cierran mal (si el polvo se mete debajo de la alfombra), volverán a sangrar, seguirán formando pus hasta que sea incontenible. Los héroes sentimentales se recibe como una bofetada, como un grito de furia, como un estallido de rabia, como una expresión de dolor porque toma su aliento de miles de seres que, como diría José Martí, esclavos de su edad y sus doctrinas (o de las de otros, lo que es aún más espantoso y, si me apuran, deleznable), se defendieron como pudieron/supieron/les dejaron/les forzaron o ni tan siquiera eso y fueron arrollados, diezmados, torturados, asesinados por los desmanes de algunos (y en este sentido también hay mucho que seguir recordando y echando en cara a gentes de ambos lados, de ahí que una vez más piense en esa línea roja que de pisoteada no se distingue o que se confunde con la mucha sangre derramada). No querría concluir este a modo de reseña que espero consiga el efecto deseado (despertar el interés por una novela que, creo que es fácil colegirlo, tanto me ha removido que incluso me cuesta verbalizarlo u ordenar la vorágine de sensaciones y reflexiones) sin destacar un breve capítulo que, de nuevo a juicio personal, desvela por encima del resto y sin que puedan surgir dudas que no encontramos ante un escritor que nos dará muchas alegrías, alguien que escribe con pulso, con personalidad, que absorbe la vida para plasmarla e inmortalizarla negro sobre blanco, que, permítanme que cite otra vez a Martí, viene de todas partes y hacia todas partes va: el capítulo tercero en que su madre, en un maravilloso homenaje a unas gentes y a su tradición oral, nos narra el “origen violento” de su hijo Basilio, uno de los personajes principales, otro que, a su pesar, tiene que comportarse como un héroe, lo que no impide que deje aflorar su sentimentalidad. ¡Bien hallado, Rodrigo Murillo Bianchi!