Desde que decidí dejar de escribir en el blog hermano a éste (en
realidad, el primero que cree) hace casi un año (publiqué la última entrada,
centrada en la muerte de Federico Luppi, el 24 de octubre de 2017), amigos,
conocidos y lectores leales (gran parte fueron primero oyentes) me han
preguntado por qué lo hice e incluso alguno (siempre con cariño y expresando
sus ganas de que eso sucediera) me ha medio exigido que regresara a mis
orígenes profesionales (la primera vez que así puede ser considerada en que me
senté delante de un micrófono de radio, me puse los cascos, miré hacia la
pecera y esperé que se encendiese la luz roja fue para hablar sobre cine, mis
primeros años radiofónicos se centran en esa única función), que retomase la
crítica de cine, algo que no he abandonado (imposible refrenar una de mis
pasiones), bien lo saben aquellos que frecuentan las redes sociales (especialmente
Facebook, sí, por lo que aquellos comentarios tienen un acceso más restringido
-el que, en gran medida, yo deseo-), también porque terminé un tercer libro de
esa temática junto a Pablo que, aunque fue sugerido/pedido por nuestra
editorial, por el momento duerme el sueño de los justos en los discos duros de
nuestros ordenadores, pero quise distanciarme un tanto de algo que llegó a
saturarme, que no me dejaba perder de vista parte de mis peores experiencias en
el ejercicio de mi profesión (no por el cine, desde luego, sino por cómo, dónde
y con quién tuve que hacerlo), en un momento dado necesité oxígeno, por un lado
no podía permitirme estar tan al día como antes por obvios motivos económicos,
por otro me sentí muy incómodo, verso libre como siempre he sido, en un
microcosmos cada vez más enviciado, enconado, fanatizado, crispado y, las cosas
como son, en manos (o boca o dedos o tuits o frasecitas o supuestos análisis
llenos de inexactitudes, ignorancias varias y/o falsedades) de gentes que
siempre hablan sentenciando, subidas a púlpitos que no les corresponden (malo
es que lo haga cualquiera por más preparado que pueda parecer para ello, aún
peor cuando quien se encarama es alguien sin conocimientos ni amor por aquello
de lo que se ocupa), género periodístico (como tantos, como el resto) puesto en
almoneda, usurpado, pisoteado, tergiversado, ensuciando un nombre que no le
pertenece. Y por eso opté por pasar a un segundo plano, en el sentido de
privilegiar mi otra gran pasión (la primera) en la vida y en mi oficio, la
literatura, asunto principal (y a ratos casi único) de este blog, con permiso
del teatro (que aparece menos de lo que se querría, no se trata de falta de
interés sino, ¡ay, poderoso caballero!, de presupuesto -mientras seguimos sin
ingresos recurrentes, por pequeños que fuesen, hay que escoger mucho y renunciar
a más de un espectáculo-), ser más que nunca espectador (aunque la deformación
profesional, los años de práctica, el músculo desarrollado, la mente y el
corazón habituados a expresar impresiones/emociones provocan que, sin abandonar
el disfrute -si lo hay-, durante el visionado vaya emitiendo un juicio que
termina por cristalizar en algo que, cuando menos, comparto con Pablo),
observar desde la barrera (por más que me indigne, no sólo por mí: duele que los
asuntos culturales en los medios -o así considerados- estén/sigan en manos de
personas que no lo merecen, aunque lo más insólito sea que los consumidores de
esa información, en su mayoría más cinéfilos que quienes escriben/profieren
sandeces tales como que Tom Cruise, Brad Pitt y Keanu Reeves compartieron pantalla,
a veces en la versión de Drácula firmada
por Coppola, a veces en Entrevista con el
vampiro -aunque esto último ya está corregido porque alguien lo advirtió-,
según tenga el día la autora de estos y otros errores mayúsculos, lo extraño es
que, como digo, que los receptores no protesten -será que nadie pone atención o
cuidado, que nadie conoce el dato auténtico, que nadie lee a la tal y
similares-).
Pero, aunque pueda parecer lo contrario, el cine (lo audiovisual) sigue acompañándome,
se ha asomado a este ángulo oscuro del salón en que planta sus reales el arpa
en algunas ocasiones, si bien es cierto que no en críticas más o menos ortodoxas
sino en reflexiones, recuerdos, evocaciones, en las melodías que habitualmente
extraigo del polvoriento instrumento. En esta ocasión, llega por varias
razones: la fundamental, que se trata de una película que me ha resultado muy
interesante, que me ha llevado a hacer una introspección muy profunda, que me
ha hecho sentir, pero, además, tuve la oportunidad de conversar con su director
y coguionista y sus dos intérpretes principales, personas a las que admiro y respeto,
gentes que aman su trabajo e invitan a disfrutar de y con él, a vivirlo en su
plenitud (y eso incluye malos ratos, por supuesto, más aún sabiendo que se está
reproduciendo un hecho real, pero cuando un filme te golpea, te remueve, te
angustia, te implica del modo en que éste lo hace el balance es positivo y
gratificante, uno no va al cine a quedarse impasible -no digamos a aburrirse-).
Hora es, pues, de ceder el espacio a Solo,
la segunda película de Hugo Stuven, protagonizada por Alain Hernández y Aura
Garrido. La película, como ya se ha indicado, narra las angustiosas 48 horas vividas
por Álvaro Vizcaíno tras caer por un acantilado de la isla de Fuerteventura,
ese es el poderoso arranque del filme, así lo cuenta el cineasta: “El primer plano de la película es un plano
secuencia que fue muy difícil de rodar: es Alain el que está colgado, se ve
toda la inmensidad de las dunas, un paisaje muy bonito, pero cuando la cámara
gira empiezas a darte cuenta del percal y ésta se va alejando hasta que a él no
se le ve. Creo que ese plano simboliza toda la película, tenía que ser así.
Precisamente ese arranque y el final, que no voy a desvelar, por supuesto,
fueron lo más difícil de rodar porque con el agua nunca se sabe, es complicado
siempre, y el acantilado, sin duda, lo más peligroso”. En realidad, lo que
vemos precede a la auténtica caída, puesto que, tras resbalar y no tener donde ni
a qué agarrarse en la arena que le arrastró hasta el precipicio, Álvaro quedó
sujeto por los codos, enganchado como pudo a la pared rocosa hasta que las
fuerzas le fallaron y cayó sobre las rocas golpeándose la cadera y rompiéndose
la pelvis, momento sobrecogedor también en la pantalla puesto que el
protagonista es consciente de que su única opción es esa por más que no pueda
prever qué sucederá cuando impacte con el agua plagada de rocas, no existe otra
salida y parece mejor tomar impulso y dejarse caer que esperar a ser vencido del
todo, su cuenta atrás es agónica, algo a lo que contribuye de manera sustancial
(como en el resto de la cinta) la prodigiosa interpretación de Alain Hernández,
tanto en lo físico como en lo humano, tal y como decía Hitchcock de Cary Grant
al espectador le preocupa lo que le está sucediendo, si pudiese se levantaría
de la butaca y entraría en la pantalla para socorrerle, y eso es algo que Alain
consigue porque desborda humanidad, porque se entrega a fondo para que, a pesar
de sus oscuridades, del rechazo que provoca por su modo de tratar a otros, su
personaje sea poliédrico y por momentos duela tanto o más lo que piensa, lo que
se reprocha, lo que asume que las heridas y fracturas sufridas.
“Me daba más miedo la parte
emocional que la parte física, y mira que fue de aúpa rodar en el mar y encima
el lugar en concreto en que sucedió todo, porque una cosa es leerlo y otra
verte en el escenario natural. Pero no lo podía concebir de otra manera: Hugo me
propuso hacer el 85% de las secuencias de riesgo y sólo dejé de hacer aquellas
que ponían muy en riesgo la producción y la continuidad del rodaje. Puede que
hiciese cosas innecesarias, pero pensaba que si la cámara estaba cerca y se me
veía la cara, el espectador empatizaría mucho más con el personaje que con un
plano general rodado por un doble, entendía que así debía ser y merecía la pena
el esfuerzo cada vez que al terminar una toma Hugo salía del combo feliz y me
decía “gracias”. Pero la parte emocional hace bajar a mucha profundidad, hay
que tocar fondo para volver a salir a la superficie, tuve la suerte de tener
cerca a Álvaro para hacer ese viaje, que se abriese totalmente para poder
comprender cómo alguien puede desaparecer dos días sin que lo echen de menos,
algo muy duro porque eso significa que has acostumbrado a la gente a que te
gusta hacerlo, pero también significa otras cosas más dolorosas”. Alain
Hernández cuenta sus experiencias durante este rodaje con las emociones aún muy
a flor de piel, incluso habla de su vida personal y consiente que su interlocutor
entre en su intimidad (pero, por más que esté grabado, es algo que creo debo
dejar ahí, como privilegio de periodista, como agradecimiento por la confianza
otorgada, un momento en que un servidor se sintió cómodo como para compartir
confidencias), demuestra de este modo tan vívido su manera de abordar
personajes muy complejos a los que él imprime veracidad con la furia de un
actor de raza (así es como le define sin titubeos Hugo Stuven): “Parece que me estoy especializando en
personajes con muchas capas: Jacobo en “Palmeras en la nieve” no quería
expresar sus sentimientos y al final era alguien muy vulnerable; eso también
sucedía en “El rey tuerto”, un estereotipo de tío duro que al final es un oso
enjaulado que se vuelve un gatito en cuando le dan amor, ahora aquí algo
similar, debe ser que tengo algo en común con ellos, no sé, jajaja. Pero me
interesaba mucho el trabajo hasta llegar a darle la vuelta porque no era fácil,
sobre todo con tan poca información previa del personaje, dos o tres detalles
que le pintan como un auténtico capullo, a partir de ahí conseguir que el
público sintiese empatía en otros momentos, sobre todo en lo relacionado con la
familia, con esos abrazos que no damos a los que más deberíamos dárselos, con
lo que no decimos”. Si uno tuviese que destacar un instante especialmente
sobrecogedor (y mira que hay varios que estremecen antes de que seamos
conscientes de ello) sería cuando el protagonista (uno mismo en la butaca) es plenamente
consciente de que no le están buscando y él es el único culpable de que eso
suceda: “Se trata, en parte, del egoísmo -cuenta
Alain-, de esa soledad mal entendida en
que se reclama estar solo cuando conviene y los domingos por la tarde te quiero
en el sofá para ver una película, te llamaré yo cuando quiera. Y para lograr la
redención, para pedir perdón y asumir los errores, hay que llegar a un punto
tan dramático como el que se cuenta, pero eso, por desgracia, pasa muy a
menudo, tenemos la asignatura pendiente de reflexionar mucho más en cómo nos
comportamos, cómo tratamos a los demás”.
Solo no es una clásica película
de supervivencia, no es sólo eso (¿Ven cómo lo de acentuar la palabra viene
bien para evitar confusiones?) porque Hugo Stuven y su coguionista Santiago
Lallana siempre plantearon la historia en otros términos: “Hay gente que en seguida ha establecido la comparación con “127 horas” [la
película de Danny Boyle inspirada en un suceso similar al aquí narrado], pero en realidad no se parecen mucho, más
allá de que ambos personajes, en la vida real, pasaron por el proceso mental
que se cuenta en pantalla. Si tengo que buscar referentes, aunque tampoco tiré
tanto de ellos, serían “Tiburón”, “Náufrago” e incluso “Infierno azul”, pero no
era algo que se hubiese hecho en España y eso me pareció un plus y me hizo la
idea aún más atractiva. Aunque lo fundamental fue que me apeteció contar esta historia
y poder hacerlo de un modo introspectivo”. Y todo ello en un espacio
abierto, al aire libre, con la claustrofobia propia de un lugar bellísimo que
se transforma en hostil porque, aunque la vía de escape parece al alcance de la
mano, no es posible alcanzar la salida: “Era
una prisión natural y al aire libre, sin duda. Uno de los mayores retos fue
rodar en los escenarios reales: estuvimos mucho tiempo localizando con Álvaro y
fue durante ese proceso cuando nos dimos cuenta de que no podíamos rodar en
piscina o en plató. Yo quería algo muy orgánico, ver la luz del sol entrando en
el mar, los peces nadando, porque todos los peces que se ven son de verdad, no
hemos empleado técnicas digitales para hacerlo más bonito. Y, sí, todo aquello
es espectacular, pero te percatas de que es una cárcel y, para colmo, una
cárcel que se inunda, por la noche hace mucho frío y por el día muchísimo
calor, apenas había sombra, sin agua ni comida, todos componentes muy poderosos
para contar la historia, pero terribles para vivirlos”. Un rodaje
tremendamente complicado que gracias al montaje de Nacho Ruiz Capillas, a la
fotografía de Ángel Iguácel, al despliegue físico y emocional de Alain
Hernández, a un equipo volcado, a un director que tenía muy claro qué y cómo
quería contarlo, ha dado como resultado una película controlada y medida que
sacude sin necesidad de trucos o trampas: “Fue
ciertamente difícil mantener la elegancia visual que siempre quisimos para la
película con las condiciones naturales a las que nos enfrentamos, el agua va por
su lado. Si había mar de fondo el agua no estaba todo lo transparente que
queríamos y lo dejábamos, a Alain le picaron unas medusas y tuvo que ser
hospitalizado, decidir rodar o no rodar suponía dejar correr un tiempo que
siempre iba en nuestra contra, al margen de tener involucrados en el rodaje a
buzos, rescatadores, especialistas, lanchas, motos de agua, sólo teníamos cinco
semanas, fue un reto absoluto”.
Esa claridad de ideas de Hugo Stuven fue primordial, según explica la propia
actriz, a la hora de lograr el código adecuado en que debía moverse el
personaje de Aura Garrido, que está poco tiempo en pantalla pero cala (y de qué
modo) en el ánimo y el corazón del espectador: “Hugo tenía muy claro qué quería contar con mi personaje y eso facilitó
mucho la búsqueda. Me pareció muy interesante poder explorar las cuestiones a
las que se enfrenta el personaje, asumir que está en una relación tóxica, poner
los pies en la tierra y decir que así no va a seguir, que eso no es amor.
También me interesó mucho el punto de vista de Hugo que, al llevar a la
pantalla una historia de supervivencia, no se preocupaba tanto de digamos las
escenas de acción sino del proceso interno que vive el personaje, cómo se
enfrenta anímicamente a lo que le está sucediendo”. La (afortunada)
elección de Aura Garrido también es algo en lo que el director no se permitió
ni un titubeo: “A
Aura la tuve clara desde el principio porque eleva todo lo que hace, mejora lo
que le das. Es la luz de la película mientras que podría decirse que Alain es
el faro: es un personaje con mucha fuerza, muy valiente, toma decisiones, se
enfrenta a una relación tóxica, no se somete, toma las riendas de su vida.
Actúa como conciencia”. Y todos estos elementos tan terrible (por cómo nos
horadan) y absolutamente humanos son los que coadyuvan a que Solo deje una huella muy profunda, más
allá del hecho en sí, ese titular de periódico o aquella noticia de televisión que,
por desgracia, olvidamos demasiado pronto y, como mucho, pasan a engrosar las
estadísticas.