miércoles, 29 de agosto de 2018

LA VIDA, ESA OCUPACIÓN




   Ser lector es uno de los grandes privilegios de la vida”, así se expresó John Banville, el fabuloso, impresionante y clásico en vida John Banville, durante la charla/presentación celebrada en el Espacio Fundación Telefónica el pasado mes de mayo con motivo de la publicación en España (de la mano de Alfaguara y con traducción de Miguel Temprano García) de la que es por el momento su última novela, La señora Osmond, todo un órdago a la grande, una osadía de un tamaño descomunal de la que sólo un escritor de su talla puede salir indemne y reforzado, en seguida iremos con ello, pero querría detenerme un segundo en algo que me resulta significativo (y gozoso): prometo que pensaba empezar el texto de otra manera, pero revisando las notas que tomé durante aquel evento (rápidas y a vuelapluma porque estuve tuiteando con el fervor del admirador y el entusiasmo del ratón de biblioteca) topé con esa frase que, de un modo u otro, si no formulada exactamente sí en espíritu, esencia y realidad diaria de un servidor, ya había aparecido en este ángulo oscuro del salón, celebrando esa condición que tuve desde antes de tener verdadera conciencia de la misma, privilegio aumentado por el hecho de que mi profesión me ha permitido/regalado la posibilidad de conocer a muchos autores por los que siento devoción, que me han acompañado, ayudado, enseñado, mejorado, sanado, aliviado, respondido preguntas, hecho nacer otras, abonando y satisfaciendo mi curiosidad. Mi sorpresa (aunque no es tanta porque se nota quién ama algo de verdad y quién no y en ese lugar llevan ya un tiempo demostrando lo primero) viene cuando, al entrar en la página del Espacio Fundación Telefónica para corroborar algún dato, encabezando el resumen del encuentro con Banville, con cuerpo de letra más grande que el resto del texto, actuando como entradilla al mismo, hay unas pocas líneas que, precisamente, recogen la misma frase, ese permanente regocijo que experimenta quien está leyendo o sabe que lo estará haciendo poco después y anticipa el placer (y, como digo, comprendo que, aunque contó cosas muy interesantes, sea esa declaración de amor por la lectura la que más perdure y trascienda).

   Quién tuviese sus recursos, su sabiduría, su capacidad expresiva, su mirada introspectiva, su sensibilidad, su conocimiento, salvado lo cual (o sea, quedándonos a años luz) podríamos decir que de no ser John Banville el lector que reconoce (y demuestra) no tendríamos una novela tan espléndida como La señora Osmond, aunque uno (e imagino que gran parte de aquellos que en algún momento han navegado y habitado -y seguro que se han quedado con parte de lo vivido muy aferrado al corazón- las páginas de esa absoluta maravilla que el genio de Henry James tituló Retrato de una dama sentirán algo similar) no se ve capaz de conseguir ni una sola línea que merezca la pena, mucho menos colocándose a la enorme y poderosa sombra del inalcanzable creador de los personajes que conocen nueva vida (iba a decir “recobran”, pero son inmortales, no han dejado de estar vivos) gracias al arrojo (algo que tampoco poseo y sumo a las carencias anteriormente expuestas) de Banville, por más que él quite importancia al hecho en sí de escribir y no lo dice con menosprecio ni falsa humildad, simplemente describe cómo lo vive él (y práctica no le falta): “Creo que si te concentras profundamente en una tarea, la puedes hacer: es una experiencia extracorporal, me evado de mi propia mano, el tiempo se detiene, no soy consciente del todo, es un estado muy raro”. Lo único que uno puede corroborar, pero únicamente como reflexión íntima o compartida en voz alta con otro lector (se da la circunstancia de que Retrato de una dama es la novela favorita de Pablo, a quien también entusiasma la adaptación cinematográfica dirigida por Jane Campion que, más allá de una esplendorosa Barbara Hershey, me dejó bastante frío -o sea, que la hemos discutido y analizado bastante-), es la imperiosa necesidad de ponerse a hacer cábalas al llegar al punto y final que en realidad no es tal (como, por otro lado, sucede con gran parte de la obra jamesiana) porque deja en el ánimo la sensación de unos puntos suspensivos, invita a especular, a alumbrar y disolver en lo posible la ambigüedad que tan cara es a James y que él supo manejar como pocos, las zonas pantanosas que impregnan sus textos y a los lectores (uno de los motivos fundamentales para que su prosa se mantenga a pleno rendimiento y hablando de tú a tú al mundo actual), al habernos sumergido del modo en que lo hace en la historia casi nos sentimos parte de la misma y, así, vamos pergeñando el destino que cada uno considera más idóneo (o merecido) para el resto de los personajes y, por eso, Banville aceptó el reto, le nació el impulso de “en mi arrogancia, en mi estupidez, terminar un libro que el propio decía que no lo estaba”.

   Vaya por delante que quien suscribe no considera necesario, hablando en términos generales, continuar ninguna de las grandes obras literarias que en el mundo han sido y serán, sobre todo cuando lo hace alguien distinto al creador (aunque, exprimiendo la gallina de los huevos de oro o pecando de falta de imaginación -o de ganas de arriesgar-, muchos de estos traicionan, vapulean, arrastran, ponen en almoneda, pervierten y se ciscan sin rubor -y no sólo una vez- en aquel título -o títulos- que le reportase en su día éxito, fortuna y/o prestigio); por otro lado, John Banville no necesita querer parecerse a nadie o aprovecharse del nombre ajeno para conseguir repercusión, ventas y buenas críticas, es más, con este envite que más de uno calificará de suicida parece condenarse sin remisión a lo contrario (sí, ya se había atrevido con Chandler -o lo hizo su heterónimo, Benjamin Black-, la jugada le salió perfecta, pero fueron los herederos de aquel quienes le hicieron la propuesta, no salió de él-). Con esa dicotomía sobre los hombros (adoro a Banville/¿por qué continuar Retrato de una dama?), uno empieza a leer y a las pocas páginas ya se ha olvidado de la posible polémica (incluso aunque suene a sacrilegio ha dejado atrás a James) porque, aunque la evocación de lo leído sobrevuela necesariamente, La señora Osmond puede leerse sin conocer su predecesora (Banville, como broma, dice que Retrato de una dama es la precuela de su novela), se vale por sí misma, se comprende la historia sin necesidad de leer/releer aquella que la inspira, y lo más gratificante es que huele, suena, se asemeja a James en algunos modos, en ciertos decires, en cómo intrigan comportamientos, frases, silencios, reacciones de los personajes, pero no le copia, no le fusila, no le plagia, se limita a imbuirse de su espíritu y a hacerle/hacerse un traje a medida, es Banville en estado puro soberbiamente mezclado/aderezado con James: “Ella siempre había concedido gran importancia a la idea de la independencia personal: la vida se da una vez, sin posibilidad de repetición o revisión, y el actor individual a quien se concede el don vivificador debe interpretar su papel en el escenario con total convencimiento y sabiendo que sólo habrá una noche de estreno y ninguna “reposición”. ¿Qué derecho tenía nadie a levantarse de su butaca, subir al escenario e intentar modificar sus acciones?”.

   Seguro que habrá (y los hay) expertos en la materia que podrán/sabrán leer con lupa y encontrar defectos, desvirtuaciones, si se quiere ofensas a la obra original (repito que me parece inalcanzable, mucho más insuperable), soy el primero que, a pesar de mi confianza ciega en un señor del que, hasta el momento, todo lo que he leído me ha cautivado, cogí el libro con cierta aprensión, muy temeroso, el listón estaba en una cota tan extrema que sólo podía calificarse de temeridad lo que Banville había hecho, pero, como es marca de la casa, atrapa desde las primeras líneas, maneja con tanta brillantez el tempo, los diálogos, las introspecciones, las diferentes escenas (cómo aparece o la abandona un personaje es la asignatura pendiente de demasiados autores, James se manejaba en ese aspecto con una soltura envidiable -como todo lo demás-, consciente de que no es posible alcanzar el modo maestro en que Madame Merle irrumpía en el original, Banville sigue para su presentación los pasos dados por quien la creó para, ahí sí, hacer un guiño a quienes recuerden aquel para quien esto escribe inolvidable y sublime fragmento del original), conoce tan magníficamente los resortes para articular una narración emocionante que dejamos a un lado aquella Isabel Archer para centrarnos en la Isabel Osmond que huye de ese apellido, el de su marido, por más que reconozcamos a aquella, a la que Banville no quiere ni acallar ni enmendar la plana: “Isabel había declarado una vez, no recordaba con exactitud a quién -debió ser a lord Warburton, o a Caspar Goodwood, daba igual-, su disposición a ser desdichada y sufrir dolor si ese era el precio de vivir una vida plena. La idea, ahora que la revisitaba en la memoria, le pareció un intento de poner a mal tiempo buena cara ante la derrota de su ser”. Es un inmenso placer paladear una prosa tan medida, con tanta musicalidad (¡Gracias, Miguel Temprano García, por un trabajo tan minucioso e impecable!), con un ritmo cronometrado al milímetro, con tanta tensión latente, con descripciones precisas y concienzudas pero nada morosas de ambientes, sensaciones, pensamientos y acciones, con frases para recordar y grabarse a fuego, valgan dos o tres ejemplos: “Es una mujer [Lydia Touchett] a quien la vida ha decepcionado -dijo [Isabel]-. Eso endurece a cualquiera”, “(…) para Isabel la libertad era y había sido siempre una cualidad significativa, tal vez la más significativa de todas, pues ¿cómo iba a ser tolerable la vida si estabas atrapada y rodeada de trabas por todas partes?”, “Isabel se preguntó si no se habría convertido en una de esas personas misteriosamente señaladas, portadoras de una herida tenebrosa, cuya compañía les resulta difícil soportar a los demás”.

   John Banville ha conseguido una hazaña: medirse con Henry James y no perecer en el intento, lo malo es que surge el temor de que lo venga después esté por debajo, aunque, y aquí tenemos la prueba, el irlandés nos ha acostumbrado a esperar de él excelencia sin interrupción, radiografiando a la perfección a los seres humanos, esos que, como escribió el propio James, sienten en lo más profundo de su alma latir la sensación de que la vida va a ser su ocupación durante mucho tiempo (es la cita de Retrato de una dama escogida para dar la bienvenida al lector de La señora Osmond), motivo por el que, tal vez, Banville se siente obligado a explicar que “(…) la vida no es una metáfora. No es un monólogo teatral ni un deslumbrante número circense. Es un proyecto mundano que no se realiza en el aire luminoso ni sobre tablones barnizados, sino en el suelo, sin el toque transfigurador del arte, sin éxtasis de ningún tipo, excepto en esas ocasiones, raras y preciosas, en la que a la luz del día, e impelidos por potencias misteriosas mayores que nosotros, nos parece que el mundo estalla con un resplandor sobrenatural”. Cuando una novela consigue impactar del modo en que ésta lo hace, uno no puede dejar de seguir festejando (y agradeciendo) el privilegio de ser lector y compartir el camino con semejantes compañeros de viaje.