sábado, 14 de marzo de 2015

UNA COLUMNA LARGA


 
 
Ya he contado en algunas ocasiones que de mi padre aprendí, entre otras muchas cosas, el hábito diario de leer un periódico: desde bien pequeño le recuerdo llegando del trabajo con alguno bajo el brazo y, como desde siempre me ha llamado la atención la letra impresa (aunque al principio, claro, miraba las viñetas y las fotos), ningún ejemplar se libraba de uno de mis repasos. Poco a poco me fui aficionando a los artículos de opinión, a los reportajes que me resultasen atractivos, a leer con calma las noticias que había escuchado en televisión mientras comía; como, además, nunca compró el mismo (fue por épocas, por rachas, por gusto: recuerdo especialmente los primeros domingos con pasatiempos gracias al Ya, también algunos momentos –fue el que menos se vio por casa- con El País, una época con ABC –en realidad, fui yo el que lo pedía ya que hablo del fantástico momento en que se recuperó la cabecera Blanco y Negro como suplemento dominical y era un deleite leer las muchas páginas que dedicaba a la cultura-, una larga fidelidad a Diario 16 que se quebró para otorgársela a El Mundo –lo que no era óbice para que censurase modos y actitudes de Pedro J. Ramírez, pero decía que el conjunto le agradaba- y en los últimos años optó por La Razón, no por ideología –aunque claramente de izquierdas, nunca fue militante ni se enredaba en polémicas, creo que me enseñó a ser ecuánime, sincrético, a no dar nada por sentado ni a dejar que me lo impusieran, a dialogar con mesura y paciencia (cualidad que también tenía el tío Miguel pero que, por desgracia, no siempre he sido capaz de imitarles)-, sino porque le gustaba coleccionar las películas que regalaban), con esa amplitud de miras y posibilidades fui teniendo un amplísimo panorama de lecturas que me hizo ir desterrando prejuicios o, al menos, corroborando lo que escuchaba, presentía, suponía, pudiendo hablar con conocimiento de causa gracias a leer a unos y otros (y dando uso a los periódicos atrasados estos últimos años, siempre después de leerlos, para usos domésticos, por eso está resultando tan amargo emplear ahora los del pasado octubre, los últimos que compró, los últimos que leyó en casa, es como ir haciendo una terrorífica cuenta atrás porque ahora sí sé cuál es el final y me pregunto si él lo presentía y, como tantas veces, se guardó el dolor, la angustia, el mal presentimiento hasta que el cuerpo hizo patente que ya no había marcha atrás –aunque aún hubo días en los que mantener las esperanzas, en los que estuvo tranquilo y pudo leer la prensa que nosotros le proporcionábamos, esos periódicos de los que me duele desprenderme como si me arrancasen la piel a tiras-).

   Y así fue como me convertí en admirador de Francisco Umbral desde el momento en que empezó a publicar sus columnas en Diario 16 y es por lo que afirmo que fue mi padre quien lo propició/consiguió porque hasta ese momento era un señor que me interesaba más bien poco, que me hastiaba e irritaba, pero al que no me había molestado en leer dejándome llevar por la imagen que ofrecía en sus apariciones televisivas. Pero en 1988, año en que abandonó El País para, como digo, pasar a Diario 16, ya tenía claro que iba a estudiar Periodismo, leía compulsivamente todo lo que caía en mis manos, quería juzgar por mí mismo no por los dictados de otros ni por etiquetas ni por razones que no afectaban a lo meramente literario (o sí y no tenía por qué ser un lastre: ahí están el talento, el estilo, la prosa de cada uno –así fui descubriendo que algunos popes de la modernidad, la progresía, la izquierda no me iban demasiado y cómo otros de ideología opuesta, pero con la que no impregnaban cada palabra, se convertían en mis favoritos y siguen siéndolo-). Por lo tanto, dejé a un lado su voz engolada, sus bufandas, sus astracanadas –y eso que aún faltaban unos años para lo de “yo he venido a hablar de mi libro”, anécdota que tantos han convertido en categoría, en dardo recurrente y muy envenenado, en definición del personaje, olvidando, obviando, ignorando al escritor, aún más al título que defendía con tanto ardor, reduciendo con un interés muy espurio una magna obra a un momento de calentón, al igual que también se hace, por ejemplo, con Fernán Gómez y su sonoro “¡A la mierda!”, que sólo un Académico y enorme actor puede proferir con tanta propiedad, por mucho que no sean los modos ni el ejemplo que uno espere de persona tan insigne-, ese aire de intelectual pagado de sí mismo que tanto me perturbaba, esa gravedad y delectación en cada palabra, esa figura a la que no podía comprender sin conocer su forma de glosar el mundo, sus referentes, su verdadera personalidad que era la que día a día se envenenaba delante de la máquina de escribir (recuérdese que estamos a finales de los 80 del siglo pasado) para dar rienda suelta a su verborreico sentir, a su ingente cultura, a su desabrido pero meditado discurso, a sus filias y fobias (verbo encendido y rendido para las unas, flagelante y contundente para las otras), a ese torrente imparable e inagotable que sólo puede resumirse con su apellido, ese universo umbraliano que nunca deja de sorprender, admirar, servir como guía, como magisterio, que no pierde descaro, vigencia, prestancia, con un uso del castellano que apabulla, con un manejo del idioma que ilumina, que deslumbra, que busca nuevas piruetas, que rompe corsés, que innova y actualiza. Como podrá colegirse de mi irrefrenable elogio, muy pronto fui asiduo lector de esas columnas que buscaba frenéticamente en cuanto el periódico llegaba a mis manos, esas breves piezas que tenían el vigor de un escritor que mezclaba géneros, que a ratos era netamente periodístico pero que no evitaba (antes al contrario, la procuraba y matizaba, la pulía y pergeñaba) la metáfora más o menos lírica según el momento, que daba muestras vibrantes de su maestría como cronista, que con unas cuantas palabras dibujaba tipos, comportamientos, atmósferas, realidades, columnas que imaginabas escritas con furia, con pasión, con entrega, hecho que se corroboraba cuando se afirmaba que le salían de tirón, que no las corregía, que no era necesario, y el caso es que su fluidez parecían demostrarlo (no resultaban improvisadas, en absoluto, pero eran tan perfectas, las piezas encajaban tan sin sentir, leyéndolas día a día ibas viendo la evolución de un hallazgo, los vasos comunicantes entre las anteriores y las siguientes, sus propias réplicas, sus rectificaciones si el vaticinio hecho no se cumplía, que era como asistir en directo al modo en que trabajaba su mente y, por lo tanto, sabías que cada palabra era la precisa, la correcta, la única, y que si estaba allí es porque no podía intercambiar su lugar con otra, porque primero había sido rumiada, vivida, razonada, pero aparecía ante el lector espontánea, dinámica, repentina, sin necesidad de borrar ni rectificar –así hacíamos antes los trabajos de clase y, oye, no nos quedaban tan mal, ¿no? ¡Quién iba a decir que éramos discípulos de Umbral, incluso antes de leerle!-).

   Y unos meses antes de que las cosas se torcieran del modo en que lo hicieron, mi padre compró en un puesto de libros de segunda mano El Giocondo, una de las novelas que dieron fama al amigo Paco (ya saben ustedes que soy muy dado a estas familiaridades con ciertos autores y me dirijo a ellos con epítetos cariñosos), un pequeño volumen que ha estado todo este tiempo en la mesita en que iba acumulando periódicos para que luego yo los leyese y reutilizase, el que me traje entre lágrimas una semana después de su muerte, el que hubiese querido leer con él vivo pero ya se sabe que lo nuestro es sólo hacer propósitos, homenaje que le he rendido estos días dejándome seducir una vez más por esa capacidad de Umbral para retratar con un par de palabras, para recoger en un párrafo los olores, las sensaciones, los ambientes en que viven, por los que se mueven, las atmósferas que crean los personajes en torno a sí, su manera de narrar como al desgaire, casi sin crear una trama, en ocasiones creándola de la nada, haciéndola nacer de la coralidad, del juego de contrastes, de la polifonía de voces y tipos, y, sin embargo, dando unidad, sabiendo armonizar, envolviendo al lector pero dándole las pautas para que reconozca a unos y a otros, para que identifique, destilando una prosa digna heredera de Quevedo, Cervantes, Larra o Valle-Inclán, coloreada o ensombrecida (según el trazo necesario) por las paletas de Goya, Gutiérrez Solana, Dalí o Antonio Saura, acompasada por las partituras de Albéniz, Rodrigo o Quiroga, por las composiciones de Retana, Rafael de León, Sabina o cualquiera de los involucrados en la movida madrileña (incluso antes de que existiera: El Giocondo se publicó en 1970 –el año que nací yo, es decir, el Paleolítico Superior-), esa prosa que ha aprehendido el humo compacto de los locales de alterne (sin buscarle tres pies al gato, aunque en las intenciones del paisanaje primase el anhelo de un encuentro sexual), que posee la reciedumbre del whisky de garrafón y el dulce amargor del destilado añejo, la oscuridad de las noches sin fin, el desencanto de los amaneceres resacosos, la inconsciencia de las madrugadas alocadas, el efímero revivir de un atardecer promisorio, esa prosa que radiografía personas, calles, edificios, habitaciones, salas de fiesta, tablaos, piano bares, que recoge lo mejor de Cela (uno de sus maestros reconocidos) pero no se pierde en su propia y mala imitación sino que en cada entrega aporta algo. Como decíamos antes, no siempre es posible hacer un resumen de la trama porque, en realidad, Francisco Umbral, una y mil veces, se limita a atrapar el devenir humano, un momento concreto, unas gentes, unos usos, pero los transforma en literatura, nos devuelve la vida, nos permite reconocernos (y si algo no nos gusta –no ahorra prendas, sabe dónde atizar-, sólo nosotros podremos cambiarlo –o no, pero al menos sabremos lo que hay-). ¿Cómo no quedarte con la boca abierta y aplaudir con la mente mientras se lee algo como “El pasaje de San Ginés se queda sin tiempo, fantasmal y cruel, hasta que el ruido agrio de los cierres metálicos de la churrería trae una violenta actualidad de luz de bombilla y olor a chocolate con churros. Los grupos saludan a la luz de la churrería como ánimas del purgatorio que han entrevisto de pronto un boquete de cielo por donde les llega aquel aura de desayuno, y la luz amarilla de la churrería pone las caras blancas, los ojos guiñados, las bocas ávidas y las manos crispadas. Los trasnochadores tienen por un momento luz de ametrallados bajo los faroles franceses del Dos de Mayo en Madrid”? ¡Gracias por el regalo, papá! ¡Ya ves que diste en el clavo! (sin ti, me lo hubiese perdido: con lo cabezota que soy, jamás me hubiera dado por leerle –o al menos no tan pronto como empecé-. Lo malo es que ya no puedes comprarme otro de Umbral, pero sí puedes decirle que es un tío casi tan grande como tú. ¡Te quiero!).  

viernes, 13 de marzo de 2015

OFENDE QUIEN QUIERES





En estas cataratas verbales en las que a veces me enredo termino por llegar a lugares a los que no tenía pensado asomarme o establezco conexiones que no tenía claras antes de ponerme a escribir (o que están ahí agazapadas, esperando el momento adecuado para hacer acto de presencia aunque yo no sea capaz de presentirlas hasta que, simple y llanamente, se imponen); en ocasiones cobran vida propia y se convierten en parte fundamental del escrito o al menos ocupan demasiado espacio (una digresión que en realidad traza su propio sendero y podría ser una pieza autónoma), otras veces soy capaz de refrenarme y volver sobre el asunto si creo que lo merece o, sobre todo, si pienso que me he quedado a medias o que, como decía el inolvidable Pepe Isbert en esa maravilla de Berlanga titulada ¡Bienvenido, Míster Marshall!, la insinuación, el esbozo, los puntos suspensivos, el comentario iniciado merece una explicación y uno ha de darla (aunque sea por propia tranquilidad, para acallar la zozobra de lo que puja por salir, para estar martilleándome con el estribillo machacón de “¿por qué no diría esto?”). Y es el caso que, al hablar de cierta polémica que algunos encendieron por el hecho de que al glosar la figura de Amparo Baró tras su fallecimiento se hizo referencia a la muerte de “su pareja” pocos años antes, dejé en el aire mi estupor (aunque no lo es tanto porque es un comportamiento largo tiempo observado y reprendido) por el hecho de que molestaba/escocía/indignaba que un artículo de El Mundo camuflase/escondiese/negase (tal vez, como ya se dijo, sencillamente ignorase o no se diese pábulo a lo que, excepto para sus íntimos, no deja de ser un rumor) la condición sexual de la actriz pero no se actuaba igual con la web de la SER (origen, por cierto, del “suparejismo” que tanto incomoda en salva sea la parte –así lo refería quien acusaba al periódico de mentir) en la que podía leerse también lo de “la pareja” sin entrecomillado que advirtiese que era una cita textual del un tanto bocazas Gerardo Vera, uno de los que sí puede hablar con conocimiento de causa pero, queriendo respetar la privacidad de su amiga, aquello que nunca quiso hacer público, caía prisionero de sus palabras. Y la anécdota se convierte en categoría, es un reflejo muy claro de lo que lleva demasiado tiempo sucediendo: el lector, oyente, espectador, internauta no compara, no contrasta diferentes testimonios, no extrae conclusiones, no piensa por sí mismo en un porcentaje exagerada y lastimosamente alto, sólo quiere que le refrenden sus convicciones, no está dispuesto a establecer una dialéctica, viene radicalizado de casa y sólo busca un medio afín, rechaza por principio todo lo que colisiona con su forma de pensar, sentir, rezar, votar; los medios se han convertido en simples transmisores de ideología, no es que tengan una necesaria línea editorial, no es que reconozcan sus querencias, es que conforman entramados económicos e ideológicos (sobre todo lo primero, bien lo dijo don Francisco y así seguimos varios siglos después –y lo que te rondaré, morena-), es que son meros portavoces, han olvidado la esencia de este a pesar de todo noble oficio, están al servicio de su amo y no lo ocultan, reinterpretan la realidad sin importarles las notorias contradicciones o que alguien pueda exhibir una prueba de su falta de ética (por no utilizar palabras más gruesas y más definitorias de lo que cometen), publican propaganda, injurias, falsas acusaciones, adoctrinan, alarman, persiguen y con el mayor de los cinismos dan un golpe de timón como si no existiesen archivos y hemerotecas si se arriman a otro sol que les caliente más. Un titular, una frase, un dato es discutido, puesto en cuarentena, considerado calumnioso si lo publica cierto medio, pero aceptado si aparece en otro (y esto lo he sufrido más de una vez cuando le dices a alguien “mira lo que dicen aquí” y quien lo da a conocer no es de su agrado; por mucho que le muestres que en otro lugar escriben exactamente lo mismo –este llamado periodismo de copiar y pegar al que tanto se recurren-, seguirá atacando al primero “porque no te puedes fiar de nada de lo que dice”).

   Y esta capacidad para ofendernos sólo cuando nos conviene también puede verse en el circo televisivo organizado en torno a las miserias de gentes que encuentran sus minutos de gloria (porque son bastantes más que los pronosticados por Andy Warhol) y el modo de reaccionar ante algo tan anecdótico, tan intrascendente, tan nimio, en realidad sirve mucho mejor que lo notorio para radiografiar a una sociedad (en ese sentido, sí podemos otorgar una cierta capacidad de “experimentos sociológicos” a este tipo de programas –bandera bajo la que alguna antaño buena e incisiva periodista ha intentado camuflar, maquillar, mentir sobre lo que no deja de ser el subproducto que sigue emitiéndose, perífrasis que delata su prejuicio, su complejo, su vergüenza a llamar a las cosas por su nombre, cuando se vende como adalid de la libertad y la democracia, mezclando churras con merinas, no aceptando lo que hay por mucho que alardee de dignidad). Resulta que Los Chunguitos fueron expulsados del reality en que participaban por unos comentarios homófobos (que uno no disculpa pero, por otro lado, no extrañan en alguien como ellos, gitanos de pura raza que siempre hablan de sus leyes y costumbres, que dan la vida por ellas, hubiese sido muy extraño que dijesen lo contrario por mucho que en su vida privada no te pregunten de dónde vienes o con quién te acuestas para abrirte su casa); el caso es que, como sólo tuve noticia de los hechos a través de las redes sociales, quise ver el programa por si repetían las imágenes ya que iban a darles la oportunidad de explicarse y, en medio de todo el bochornoso espectáculo que parecía reclamar un paredón para el dúo de artistas (por cierto, los únicos que había en ese plató o dentro de una casa en Guadalix de la Sierra que llevan un porrón de años viviendo de su arte, los únicos a los que se recordará dentro de mucho tiempo porque Dame veneno o Me quedo contigo son la banda sonora de una época y tienen un valor documental potenciado por el cine de Carlos Saura o Jose Antonio de la Loma), van apareciendo comentarios, histrionismos, victimismos, insultos, descalificaciones, gestos y modos racistas de Víctor Sandoval, el que orquestó la expulsión de Los Chunguitos con una virulencia aplastante, escupiendo a cámara, utilizando a sus padres como excusa para llorar, clamar a Dios, el mismo que, cuando el programa le ha dado la razón y se ha salido con la suya, sigue fustigando a todo el mundo, haciéndose el ofendido por la mínima palabra sin mala intención (como les ocurrió a los Salazar que sólo se limitaron a expresar su sentir, que ellos no querrían tener un hijo homosexual aunque también aclararon que si eso sucedía tendrían que aceptarlo), maltratando a otro de los concursantes –Coman-, llamándole salvaje, diciendo que no habla español cuando ese es su idioma materno, apoyando y secundando a una tal Ylenia, una señorita que goza de mucho apoyo en las redes sociales (aquí siempre queremos aupamos, engrandecemos, seguimos, convertimos en ídolo al que trabaja, al que piensa, al que crea, al que aporta, al que convive -¿Se nota que he encendido el modo ironía, verdad?-), gentecillas que siguen ocupando horas de televisión sin que, más allá de alguna palmadita o censura tímida, se les recriminen actitudes que, cuando menos, son peligrosas porque resultan impunes y, por lo tanto, extensibles, apetecibles, imitables (Víctor, ese señor que triunfó con un programa desenfadado, petardo, amanerado, explosivo, pero muy pronto se desmarcaba diciendo en algunas entrevistas “yo no soy una loca de Chueca”, o sea, estableciendo diferencias, menospreciando, arrugando el hocico ante su realidad, siendo más homófobo que otros, precisamente porque su público mayoritario era el que está orgulloso de poder ser una loca en la pista de baile de algún local de ese barrio de Madrid –como puede comprobarse, la cosa viene de lejos-). Pero, claro, si son estos personajillos los que dicen que Coman les da asco, los que caminan como un gorila para reírse de él, los que reproducen sin pudor estereotipos y los pregonan, los que se ríen de los defectos físicos, los que utilizan como armas palabras del corte de “fea”, “gorda”, “negro” (y da igual el género), los que transmiten una imagen nefasta, al final se les disculpa “porque son muy simpáticos”, “dan espectáculo”, “qué guasa tienen”, al final son todos cómplices de su miseria moral y humana (porque, aunque repito que no me gustó su comentario y que no tiene justificación por mucho que ellos lo llamen tradición, al fin y al cabo lo hicieron con la mayor naturalidad e inocencia del mundo, sin ser conscientes, mientras que los otros y algunos más que se asoman a la pequeña pantalla –o escriben, se sientan delante de un micrófono o cualquier otra actividad con trascendencia pública- dicen lo que dicen con plena conciencia, con odio, con delectación, pero la mayoría ahí sigue aunque, en más de una ocasión, sus palabras son constituyentes de delito y no se arrepienten de nada, todo lo contrario… ¡Eso sí que ofende y aquello a lo que ni he hecho mención porque sobrepasa mi entendimiento y mi paciencia!-).

lunes, 9 de marzo de 2015

CUANDO SEAS PADRE...



  



 Es inevitable que el niño quiera meter las narices en todo lo que sucede a su alrededor, sobre todo cuando percibe que se habla de algo que los mayores intentan hurtar a su atención, a su curiosidad, a su interés, especialmente cuando entre ellos hablan con sobrentendidos, con elipsis, con metáforas, impregnando de incógnitas cada frase, narrando con más efectividad que algunos autores de relatos policiacos, provocando un cosquilleo irresistible, metiendo los dedos en la boca, motivando la consiguiente e imparable catarata de preguntas con las que uno intenta resolver el misterio y, por encima de todo, sentirse en la misma onda, cómplice de los adultos, alguien que es tenido en cuenta. El admirado y recientemente fallecido Joan Barril publicó a finales de los años noventa del pasado siglo un divertido, emotivo y revelador volumen titulado Condición de padre en el que trataba con mucha comprensión (y conocimiento de causa) al progenitor (ese que, por muchas veces que reincida, por mucha familia numerosa de la que pueda presumir, siempre es un debutante, lo aprendido sirve para poco porque con cada retoño hay que volver a empezar y porque, como siempre se ha dicho, “cada uno somos de nuestro padre y de nuestra madre” incluso aunque tengamos los mismos), pero en el que también  sugería/recomendaba/advertía que nunca se olvidase lo vivido cuando uno fue niño y pensaba que sus padres no le comprendían (y viceversa), que se intentase mirar desde los ojos de la criatura pero poniéndose a su altura puesto que en ese descender hasta el rostro de la misma estaba el mejor camino hacia el entendimiento y la conciliación entre generaciones que, se mire cómo y por dónde se mire, están condenadas a convivir en el extrañamiento, en un desequilibrio que no tiene por qué vivirse como una batalla, una lucha que bien jugada tiene mucho de enriquecedora (al fin y al cabo, con los condicionantes de cada quien, con la familia que a cada uno toque en suerte, con las experiencias propias, con las lógicas diferencias, yendo a lo más básico siempre podemos concluir lo que cantaba Mari Trini en Pero ellos no son cuando concluía: “Siempre existió la distancia, / es algo generacional. / ¿Para qué hacer reproches / si nosotros fuimos igual?”).
   “Llega un momento en que te das cuenta de que, igual que haces tú con ellos, tus padres te mienten, y eso es terrible porque te das cuenta de que no son seres especiales ni superhéroes, resulta que son humanos y, por lo tanto, tienen defectos. Cuando llegas a esa conclusión, da igual a qué edad, es como si dejases de ser niño de golpe”, reflexiona José Antonio Palomares y sobre esa base ha construido la muy divertida aunque a ratos inquietante y perturbadora novela (por lo que remueve, por lo que explora, por las zonas íntimas que transita) Toda la verdad sobre las mentiras que ha publicado recientemente Plaza y Janés. El modo en que el volumen se presenta ante nuestros ojos es muy revelador y deja muy claras algunas intenciones y anticipa su contenido: “Los relatos que autoedité en Amazon y que han sido el punto de partida de la novela, tenían una portada similar hecha por un amigo diseñador que se inspiró en los cuadernillos Rubio de nuestra niñez; aquellas eran narraciones más melancólicas, un tanto tristes, se adaptó un poco el concepto pero estoy muy satisfecho porque creo que se ha pillado el tono en apenas tres dibujos, los que hay debajo de la sobrecubierta, y no creo que nadie pueda sentirse engañado por lo que va a leer”. Es cierto que la gradación de tonos empleada por el escritor responde bastante a esa secuencia que menciona, la que muestra al mismo niño de la portada orgulloso con su globo de chicle, una esfera que crece y crece hasta estallar sin remisión y dejar al chaval un tanto frustrado: al fin y al cabo, sin enredos psicológicos ni disertaciones que coarten la narración, sin análisis pormenorizados o disecciones con tufillo psiquiátrico, sin pretensiones huecas o vanidades psicológicas, se trata de una historia de aprendizaje, la de cada uno, la de todos, esos años en que se vive un tanto en un limbo puesto que el crío ya se siente adulto, es mayor, rechaza que se dirijan a él como “el niño” (quiere vivir más deprisa que Pancho López, suele mentir sobre su edad o camuflarla en fórmulas al modo de “tengo casi diez años”, “cumpliré doce en unos meses”), pero a veces se escuda en la ignorancia, en la inocencia, en una vocecita ñoña para salir airoso del lance si algún adulto le pilla en falta; también los padres quedan a veces prisioneros de ese estado de nebulosa puesto que bajan la guardia o minusvaloran el ingenio, la perspicacia, la agudeza del chaval para detectar las corrientes subterráneas, para sumar dos y dos y reunir cuatro, para leer entre líneas, y en otras ocasiones son excesivamente prudentes con asuntos que no merecen tanta preocupación (y que sólo su celo en preservar a la manada de vaya usted a saber qué peligro convierte en atractivo –puede que ni te acerques a algo pero basta que te lo prohíban, que lo coloquen expresamente fuera de tu alcance para que ingenies con más fortuna que el profesor Bacterio y lograr tu objetivo-).
   Ahí radica uno de los mayores aciertos de Toda la verdad sobre las mentiras puesto que, al modo de Cuéntame cómo pasó pero sin imitarla (no cabe duda que el modo en que Carlos Hipólito narra la serie es una de sus grandes virtudes y la que más fresca la mantiene tras dieciséis -¿excesivas?- temporadas), diríase que el narrador no tiene más de doce-trece años y nos habla desde su presente, desde los años 80; aunque habrá alguno que pueda creer que eso es fácil, y más en este momento en que gracias a Yo fui a EGB retrocedemos en el tiempo muy a menudo y seguimos expandiendo la red de recuerdos comunes con la que tanto nos reímos (y emocionamos, no os hagáis ahora los duros), precisamente en eso radica la mayor dificultad de la novela, ya que puede sonar a leída, a sabida, que no aporta nada, que cada cual tenemos la nuestra, y es dónde el autor más ha demostrado su bien formado músculo literario para hacerla atractiva más allá del recurso a la nostalgia, a la sublimación, a emociones que no siempre resultan sinceras. Sobre ambas cuestiones (sumarse a una corriente, a una moda, jugar la baza “the way we were”) tengo la oportunidad de conversar con José Antonio Palomares y es un placer escuchar cómo describe el proceso creativo: “Sí, es verdad que me topé con algunas dificultades, nada extraño por otro lado cuando se trata de escribir; por un lado, como señalas, parece que la nostalgia parece está de moda, en realidad siempre lo está, y si la novela la lee gente que ha vivido eso que cuento es más fácil que se identifiquen, pero el problema es que se queden sólo en eso porque, claro, no descubro nada nuevo. Por lo tanto, se trata de que aunque el universo sea reconocible y pertenezca a tus recuerdos sea al mismo tiempo sorprendente y te interese porque es la vida de alguien ajeno, lo que siempre buscamos en los libros. Por otro lado, la mayor dificultad es conseguir el tono adecuado: es un niño de unos 10 ó 12 años y, aunque la cuenta desde el presente, quería que pareciese que la cuenta un chaval, que conservase una mirada cargada de inocencia, aunque el adulto puede anticipar algunas cosas y, así, desarrolla una empatía, una complicidad con la narración. En algunos momentos, no he tenido más remedido que poner al adulto a narrar, necesitaba ciertos detalles que completasen la verosimilitud; pero creo que se percibe que el autor se ha divertido, se ha emocionado, ha sido como un crío, que si me apetece cuento una partida de canicas con todo lujo de detalles, que me explayo recordando aquellas películas de kung-fu, que dejo que el niño fluya y no le impongo las restricciones que utilizaría si narrase como un mayor”. Y aunque habrá quien encuentre excesivos ciertos capítulos (dependerá de las aficiones que tuviésemos a aquella tierna edad), es muy grato reencontrarse con las rutinas, las meriendas, la llegada de la televisión en color, las cintas que escuchaban los mayores (esa banda sonora que se imponía como la nuestra y que, al menos en mi caso –y en tantos otros-, se ha convertido en algo propio), reproducidas tal y como sucedían, sin el filtro de la perspectiva, contadas con un lenguaje cuidado y controlado pero muy ágil, espontáneo, propio de un chaval al que le gusta leer, con una cadencia y un decir muy reconocibles, muy creíbles, muy sinceros, fluctuante como el ánimo de cualquier chaval más allá de las circunstancias concretas que se recogen en la novela (“Esa fue otra de mis preocupaciones: no idealizar demasiado, por un lado porque el niño no lo hace, tan sólo vive todo muy intensamente, al límite, se va de cero a cien sin freno porque si la chica que te gusta besa al que es tu enemigo, con el que te peleas todos los días, crees que jamás vas a reponerte”).
   Esa atmósfera de familiaridad envuelve y conquista al lector que no puede resistirse a, como en el caso de quien esto escribe, reencontrarse con el cuento de Los siete cabritillos (el que hice repetir a mi abuela no sé cuántas noches), los viernes promisorios con todo un fin de semana por delante y el Un, dos, tres en televisión (aunque yo tenía la suerte de que me lo dejaban ver hasta el final –también es cierto que soy algo más mayor que Palomares-), las canciones de Rocío Dúrcal (aunque en este caso es Pablo el que más se acerca a lo narrado, puesto que si el protagonista de la novela piensa que Juan Gabriel II –con ese ordinal porque la cinta que tienen sus padres es la segunda que grabó Marieta con temas del mexicano- es el novio de la cantante, Pablo siempre creyó que era su marido –sin lo de “segundo” porque sus padres tenían el primer volumen-) o el donuts del recreo (aunque en mi casa siempre fueron más de hacerme un bocadillo –precisamente por eso recuerdo con absoluto deleite el día en que tocaba fiesta porque llevaba en la cartera ese bollo insuperable-): “Me lo dice mucha gente “¡parece que hablas de mi familia!”; hemos tenido infancias muy parecidas pero es que, más allá de los detalles y ciertos referentes, todas son bastante iguales, se tienen las mismas preocupaciones (padres, colegio, amigos), los mismos estímulos, los mismos juegos”. Poco a poco, como la vida, la narración se va oscureciendo, ciertas amenazas se concretan, el tono jocoso da paso a uno no excesivamente sombrío pero sí más grave, el niño se ve obligado a crecer (en parte porque es lo que le toca, es ley de vida como decían los mayores –como ahora decimos nosotros, es decir, los nuevos mayores-), pero el autor sabe no cargar las tintas en aras de una verosimilitud que es su mejor arma, no traiciona el planteamiento ni el espíritu de su texto: “No quería ser muy brusco a la hora de ir tiñendo la historia de los momentos amargos, no quería enredarme en ciertos barroquismos ni despeñarme por el melodrama: mi intención siempre ha sido que todo suceda de manera natural y que el lector pueda ir páginas por delante de lo que el niño intuye o ni siquiera llega a sospechar, que sus comentarios le diesen pistas pero sin pervertir lo que quería contar y sin que la visión del adulto interfiera en cómo un chaval se enfrenta a la tesitura en la que coloco a mi personaje”. Por el momento, José Antonio Palomares termina así esta aventura literaria porque reconoce que ha dejado fuera muchas cosas ex profeso (“no quería hablar de política, ni tampoco del Mundial 82 por aquello de no dar datos demasiado exactos sobre el año en que se sitúa la acción más allá de dejar claro que me muevo en esa horquilla de los años 80”), aunque a uno se le ocurre que, tal vez, por aquello de comprobar si uno repite los mismos errores que en su día o con el tiempo ha reprochado a sus progenitores, estaría bien que nos ofreciese la otra cara de la moneda, es decir, el protagonista en la actualidad, padre a su vez (o no, es potestad del autor decidirlo), adulto que descubre, como tantos, como todos, que ni inventa ni aprende nada y que en muchas ocasiones hacemos a los niños más vulnerables cuando intentamos protegerlos de lo inevitable, cuando les dejamos a merced de los sinsabores, cuando les complicamos la existencia por recurrir a subterfugios, a placebos que no impiden el estrépito, el daño, el dolor, que incluso lo vuelven más acusado, cuando negamos la evidencia y les exigimos que comprendan nuestras contradicciones, cuando intentamos tejer a su alrededor un país de las maravillas que nunca es tal (y así, de paso, se las ingenia para citar a los Sugus de piña, esos misteriosos caramelos envueltos de azul -¿la piña es azul?-, olvidados en esta entrañable novela).

domingo, 22 de febrero de 2015

LAS PALABRAS NOS SALVARÁN



   



    Una de las últimas conversaciones que mantuve con mi padre versó sobre libros, puesto que mi sobrino me preguntó en la habitación del hospital en que pasó esos días finales (los que no sabíamos que eran tales: ahí estaba opinando, atento, despierto, tranquilo, hasta que algo se quebró y nos precipitó por la pendiente más empinada e insalvable, sin remisión ni posibilidad de variar el rumbo) por el que estaba leyendo en esos momentos, por el volumen que había dejado sobre la cama cuando llegué (Real Sitio de José Luis Sampedro, no es de los que más me ha gustado de este autor, se queda un tanto en lo anecdótico y convencional, es como un esquema de lo que supuso la muy superior y esplendorosa La vieja sirena, pero siempre es un regalo solazarse con su prosa clara y cuidada); fue una sorpresa mayúscula porque, a pesar de los múltiples ejemplos que tiene alrededor, a pesar de los lectores voraces que le rodean, Alberto no había demostrado demasiado interés por la lectura (a duras penas leía alguna cosa aunque en los últimos tiempos había cogido prestados dos o tres títulos de mi muy nutrida biblioteca), pero de repente ahí estábamos compartiendo experiencias sobre El retrato de Dorian Gray, ahí estaba interesándose por Virginia Woolf y algún autor más, todo un universitario al que su abuelo contemplaba lleno de orgullo. Y el caso es que se ha internado en las páginas de La señora Dalloway (como muy bien indicó Pablo, hay que trazar un mapa correcto para llegar a la meta, la prosa de la escritora londinense hay que paladearla e ir probando sin prisas, familiarizándose con su particular modo de narrar), aún tiene pendiente Misericordia de Pérez Galdós (una de esas novelas que cambió mi manera de leer, un estímulo irresistible para seguir abriendo libros) y que, sin obligaciones, sin imposiciones, sin sufrimiento, la letra impresa va ganando otro adepto, noticia que me reconcilia con el mundo y que coincide en el tiempo con el hecho de que uno de sus mejores amigos haya optado por estudiar Filología y haga sus primeros pinitos como articulista defendiendo la palabra, la capacidad y necesidad de comunicarnos, de transmitir, de escuchar, de conocer, de leer, de narrar (http://unono.net/article/1404/de-mayor-quiero-ser-filologo), es decir, que no todo está perdido en contra de lo que la amarga realidad nos hace colegir tantas veces al día, en contra de lo que tantos desearían (alienarnos, que fuésemos su rebaño, que no pensáramos, que perdiésemos la capacidad y la iniciativa de expresarnos por nosotros mismos), en contra de lo que otros afirman porque sólo saben balar al dictado de los de arriba (sí, aún queda mucho por hacer, las artes siempre han de superar obstáculos, nunca dejan de encontrar oposición, enemigos que censuran, prohíben, destierran, prenden hogueras, pero es muy reconfortante que haya gente tan joven que sigue cuidando, puliendo, recurriendo al latín para saber quiénes fuimos y quiénes deberíamos ser).
   “La cultura nos defiende de la adversidad, escuchar historias nos refugia de la fragilidad que es la vida, nos enriquece y nos arma, el espíritu crítico nace de poder vivir en la fantasía, un pueblo impregnado de ficciones es díscolo y se defiende”, éstas fueron algunas de las encendidas (y ojalá incendiarias) palabras que nos regaló Mario Vargas Llosa hace un mes cuando presentó en el Teatro Español Los cuentos de la peste, la obra teatral que ha supuesto su conversión en actor (las anteriores veces que se había subido a las tablas había sido para narrar, para leer, para recrear sin dejar de ser él), un texto inédito que, coincidiendo con este estreno, también ha aparecido publicado por Alfaguara (el sello que pone a nuestra disposición toda su producción con la lógica excepción de Lituma en los Andes, su Premio Planeta) en un hermoso volumen ilustrado profusamente con fotografías del montaje, para que el lector entre en situación, para que ponga en común las imágenes con lo que le sugiere la lectura, para que recuerde la experiencia teatral si la ha vivido, para que la envidie (será inevitable ese sentimiento) si no ha tenido la fortuna de conseguir una entrada (la venta se produjo a gran velocidad, no queda ni un solo billete y, para colmo, las representaciones terminan el próximo 1 de marzo). Vargas Llosa, uno de esos escritores que por encima de todo es lector entusiasta, analista entregado, crítico enamorado de su oficio, ha tomado como punto de partida el Decamerón de Bocaccio para situar al público en la misma tesitura que los personajes (una maravilla el espacio escénico diseñado para la ocasión, sentados en primera fila de una de las gradas nuestros pies pisaban la misma tierra que los actores, parecía que en cualquier momento alguno de ellos nos iba a interpelar, el patio de butacas ha sido benditamente arrasado para ambientar, para erigir, para revivir la Villa Palmieri en que mantenerse a salvo de los estragos de la peste de 1348 que asola Florencia): “Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arregla sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia”, principia el Nobel peruano-español el prólogo que sirve de pórtico al texto teatral en el tomo que no me canso de acariciar, de olfatear, de abrir al azar para reencontrarme con algunas de las palabras escuchadas, para volver a vibrar y cautivarme con lo que ha sido desde muy pequeño una devoción, una pasión, una vocación, un alimento: las palabras.
   “¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?” se pregunta en el prólogo uno de los escritores que más gozo nos ha proporcionado, que más teclas nos ha pulsado, que desde lo más pura, grosera y terriblemente real ha sabido fabular, inventar, pergeñar, fantasear, elevar a categoría literaria el desamparo, la miseria, el dolor, prestar voz a los desheredados, a los olvidados, a los parias, a los humildes, a las víctimas, alternar lo jocoso con lo penoso, lo lacerante con lo grato, lo insustancial con lo hondo, un autor de verbo poderoso, de erudición apabullante que sabe combinar con lo netamente popular, con el habla de las aldeas, con la tradición oral, con las narraciones de los sabios de la tribu, con el bagaje vital y sensorial de los contadores de historias de la Amazonia peruana, un escritor poseedor de recursos ilimitados para romper los planos temporales e incluso espirituales, la sintaxis establecida que tantas veces constriñe y limita, un creador en toda la extensión de la palabra (“Es una pulsión: salir de uno mismo para encarnar otras vidas, enriquecer horizontes, esa es la raíz de la ficción”). Y el espectáculo al que han dado forma y vida Joan Ollé y su equipo consigue que la palabra triunfe, se imponga, conquiste, emocione, interese, cobre vida propia, sea la única tabla de salvación, un bálsamo, un lenitivo, un antídoto, un refugio, aire puro y vivificador, la posibilidad de “escapar de la peste viviendo entre fábulas”, como exhorta Bocaccio al resto en un momento de la función (y añade “corromperemos la realidad con la irrealidad. Viviremos refugiados en una selva de historias a la que la peste no sabrá llegar”).
   Nunca como en Los cuentos de la peste he encontrado tanta pertinencia entre lo que Vargas Llosa ha escrito y lo que se ve, en anteriores montajes he sentido que estaba ante descartes de sus novelas, ante textos más pensados para ser leídos que representados, en esbozos de novelas de cuentos transformados en teatro sólo porque se dialogaba toda la narración; aquí (y poder repasar, fijar en la memoria, volver adelante y atrás, confirmar con lo publicado es un deleite y una confirmación), cada matiz importa, cada pausa es significativa, cada silencio aporta, cada respiración explica, hay que comprobar cómo el poder de las palabras se expande, cómo invade y reconforta el alma de esas personas, cómo se erige en melodía irresistible que encandila como si saliera de la flauta que sonó en Hamelín, cómo imprime vida, cómo la adquiere de los intérpretes (espléndida Aitana Sánchez-Gijón, contundente Pedro Casablanc, versátil Óscar de la Fuente, excesiva Marta Poveda, meritorio Vargas Llosa –aunque le falte un tanto de nervio, buen narrador pero limitado como actor-). “Las historias de Bocaccio trasladan a los lectores (y a sus oyentes) a un mundo de fantasía, pero ese mundo tiene unas raíces bien hundidas en la realidad de lo vivido. Por eso, además de hacerlos compartir un sueño, los forma y alecciona para entender mejor el mundo real, la vida cotidiana, con sus miserias y grandezas, sobre lo que anda en él mal o muy mal y sobre lo que podría y debería estar mejor. Seis siglos antes de que se hablara del compromiso del escritor, de literatura comprometida, Giovanni Bocaccio la practicaba. No lo hacía guiado por razones ideológicas, sino por su certera intuición y su sensibilidad anticipatoria”, explica en el prólogo un autor denostado en muchas ocasiones (como tantos otros) sin haberle leído, sólo por sus opiniones políticas (o por las que se consideran como tales porque ciertas acusaciones que recibe demuestran un desconocimiento total y palmario de sus artículos, de sus ensayos, de su experiencia, de lo sucedido –lean El pez en el agua, pongo por caso-), incorporándolas a sus novelas cuando de lo que habla es de algo bien distinto, tal y como demuestran La ciudad y los perros, La Fiesta del Chivo, La tía Julia y el escribidor o La casa verde, magníficas invitaciones a “salir de esta realidad como hacen los poetas y los soñadores (…) viajando con la imaginación a un mundo mejor que éste”, tal y como hace ver Bocaccio al duque Ugolino para convencerle de que forme parte de su alucinante proyecto (aunque Vargas Llosa hunde sus raíces, sus palabras, sus ficciones que a veces no lo son tanto –varias veces ha reconocido que le gusta “mentir con conocimiento de causa” a la hora de trenzar un argumento- en la realidad más incómoda). Y el modo en que el aristócrata se deja embaucar, atrapar, el modo en que acepta lo que en realidad comprende es el único modo de presentar batalla, las palabras con las que sella el trato son toda una declaración de intenciones, un lema en que todo lector (y espectador de teatro, por supuesto) puede verse reconocido, explicación por la que seguimos regresando a esos lugares en que nos sentimos salvados e incluso inmunizados de la estulticia que, aunque nos pese, rige nuestros destinos: “Tal vez la locura sea la única manera de sobrevivir en un mundo que ha perdido la razón” (y son las palabras de tantos autores las que bastan para salvarnos y devolvernos la cordura necesaria para sobrevivir).   

viernes, 13 de febrero de 2015

FE EN LA RAZÓN (O LA RAZÓN DE LA FE)






 Podríamos comenzar recordando a Fray Luis de León, aunque en nuestro caso sólo tenemos que remontarnos a unos cuantos días atrás y la elipsis, el paréntesis que elimina el tiempo o al menos lo reduce a su mínima expresión no oculta tristes años ni acusaciones falsas ni latigazos de envidia ni tanta miseria humana contra la que tuvo que pelear el insigne humanista, el esplendoroso poeta, el asceta que tenía todo el derecho a despreciar el mundanal ruido; basta con buscar el texto que estará debajo de éste, la anterior entrada del blog, para volver a entrar en el territorio de Ionesco, en lo vivido y experimentado viendo Rinoceronte en el María Guerrero, y evocar uno de los momentos finales, cuando el protagonista ha visto satisfechos y correspondidos sus deseos, cuando se oculta con la mujer amada lo más lejos posible de la insólita epidemia que asola la ciudad, felices y egoístas como sólo pueden serlo los enamorados, cuando su manera de encarar lo que está sucediendo comienza a divergir, él apela a la razón, así, con artículo determinado, casi con mayúscula, y ella le replica que por qué la denomina de ese modo, por qué no acepta que las hay diversas, que todo es susceptible de seizado desde una perspectiva distinta, que lo peligroso, lo que provoca enconamientos, discusiones, enfrentamientos, ataques, guerras, atentados, es considerarse por encima de los demás, poseedor de la única verdad posible, del único credo verdadero, atribuirse facultades divinas, no argumentar ni razonar más allá de enarbolar la bandera fanática de lo que se defiende como única verdad, discurso heredado y en tantas ocasiones tergiversado, manipulado, mal transmitido, peor asimilado. Y esa dialéctica entre el intento por comprender, la necesidad de analizar, la vocación por estudiar y aquello que se considera/llama/venera como cuestión de fe, que se presenta como algo inobjetable, que se da por bueno, que se convierte en guía sin discusión es la que articula el muy interesante montaje que puede verse en la sala pequeña del Teatro Español hasta el próximo 22 de febrero: La sesión final de Freud de Mark St. Germain, dirigida por Tamzin Towsend e interpretada por Helio Pedregal y Eleazar Ortiz (producción de la Fundación UNIR -Universidad Internacional de La Rioja- que, bajo el lema "El teatro como lugar de encuentro", auspicia, propicia, posibilita, consigue que textos, espectáculos, proyectos se transformen en realidades y el hecho teatral continúe siendo algo vivo, estimulante, enriquecedor, cautivando a espectadores convencidos y a los nuevos que se aproximan).
   Justo el día en que empieza la que será conocida como Segunda Guerra Mundial, un Sigmund Freud muy mermado por el cáncer, aquejado de dolores agresivos y casi constantes, sufriendo estragos físicos que convierten el mero ejercicio de conversar en un suplicio, apurando sus últimos momentos de vida (la invasión de Polonia tuvo lugar el 1 de septiembre de 1939 y el fallecimiento del padre del psicoanálisis sucedió el 22 de ese mismo mes), recibe en su despacho a C. S. Lewis, profesor, estudioso, escritor (cuya obra más popular a nivel mundial será el ciclo conocido como Las crónicas de Narnia, que no comenzará a publicar hasta 1950), declarado ateo hasta que en 1931 se convirtió al cristianismo; cualquiera que conozca aunque sólo sean tres o cuatro lugares comunes sobre Freud podrá anticipar la colisión inevitable que se establece entre ambas personalidades, la incomprensión que cada uno siente hacia el otro por mucho que ambos sean dos mentes brillantes, analíticas, precisas, metódicas, por mucho que Lewis explique su proceso, no lo reduzca a una iluminación, a una caída de caballo, sino a una evolución, a un ir buscando respuestas, a un ansia por asimilar y comprender los porqués de lo que sucede, a un anhelo de calma para su desasosiego casi permanente, por mucho que Freud se empeñe en aplicar la lógica incluso cuando ésta resulta reduccionista o inconveniente, cuando se emplea en un tono tan categórico e impositivo como el de su opuesto, cuando arrasa con todo lo que no puede reducir un examen exhaustivo y que despeje todas las incógnitas, cuando no se acepta esa zona oscura, esa penumbra, esa nebulosa que implacable pero necesariamente rodea en tantas ocasiones el transitar por estos pagos. Con un pulso dramático muy medido en el texto que la directora ha sabido respetar con tino y fortuna, Freud y Lewis interpelan al público sin que sea necesario haberles leído mucho o poco, sin trivializar sus figuras, porque lo que interesa es plantear ciertos interrogantes, invitar al debate, a la conversación, al diálogo, no convencer de nada, asomarse al alma de estos pensadores, motivar que se quiera saber más sobre ambos, presentarlos en su faceta más humana e íntima, abocados a la tragedia, supervivientes ambos de las propias, con un equipaje demasiado pesado a cuestas; la función no toma partido por ninguno y, del mismo modo, como mero ejercicio teatral, el espectáculo se presenta perfectamente equilibrado porque sus dos intérpretes saben mantener la tensión requerida y se complementan a las mil maravillas, ajustándose, amoldándose, ayudándose, sin querer destacar sobre el otro, comprendiendo que el conjunto no puede resentirse, creando una extraña unidad que habría que decir como un solo nombre, sin conjunción copulativa, aunque, por otro lado, es justo que se haga hincapié en cada uno para que aquel que aún no lo haya hecho memorice las identidades de estos actores, nombres recurrentes en el panorama teatral, siempre efectivos, todo un ejemplo de oficio y profesionalidad: Helio Pedregal y Eleazar Ortiz son, respectivamente, Sigmund Freud y C. S. Lewis.
   Si el primero es un rostro bastante conocido (aunque, por desgracia, suele ocurrir que no muchos le ponen nombre a las primeras de cambio), todo un camaleón poseedor de registros muy diversos, el segundo es un buen conocido del espectador teatral inquieto y atento, una presencia ciertamente constante en nuestra escena, un trabajador infatigable que no ceja en su empeño, un enamorado de las tablas a las que, por fortuna, ha podido dedicar todos sus esfuerzos (y en esta ocasión es algo que puedo afirmar muy de primera mano, puesto que conocí a Eleazar Ortiz hace ya bastantes años, cuando comenzaba, pertenecimos durante tiempo al mismo grupo que salía de fiesta, que compartía intimidad, nos movíamos en los mismos círculos, y he tenido pruebas de su tesón, su entrega, su pasión, sus ganas, su talento). Conversamos telefónicamente y se le nota satisfecho por el trabajo (la función se convirtió en un éxito casi desde el mismo día del estreno, agotando las entradas a gran velocidad) pero habla con su prudencia y humildad habituales: “Sí, es verdad que ha sido todo muy rápido, que nos ha pillado por sorpresa, pero debe ser que el nombre de Freud siempre llama la atención, nada más”. Él, como ya se ha dicho, da vida a C. S. Lewis, un personaje al que todo el mundo imagina con los rasgos de Anthony Hopkins gracias a la magnífica película de Richard Attenborough Tierras de penumbra (formando un dúo absolutamente magistral con una inmensa Debra Winger), al que sabe evocar con facilidad y sin imitarlo, recogiendo el aire, la presencia, aunque de un modo diferente ya que, para empezar, faltan trece años para llegar al periodo de su vida reflejado en pantalla: “Yo, como los demás, conocía sólo a Lewis por la película, claro, y como autor de lo de Narnia, aunque eso ayuda poco para construir el personaje. Esa era la mayor dificultad y, en parte, también la mayor libertad: Freud es el conocido, en el mundo hispanohablante no se sabe quién es Lewis, no nos engañemos, y por lo tanto mi cometido era hacerle visible, darle forma”. Y es un placer ver cómo sus movimientos responden a la imagen de lo que nos parece debe ser un profesor de Oxford, un inglés ceremonioso, de maneras suaves y educadas, todo un gentleman: “Tamzin dijo desde el primer momento que el personaje era para mí porque parezco más británico que ella, ¡que incluso le da vergüenza que eso pase, pero que es la verdad!”.
   Con el indudable determinismo que caracteriza a parte de sus escritos, reduciendo la psique humana a esquemas en ocasiones muy simplistas (o ampliamente superados), Freud no puede evitar practicar el psicoanálisis sobre Lewis, quien sabe replicar con agudeza intelectual, con razonamientos mundanos, desmontando algunas de las afirmaciones de su oponente, viendo como las propias pueden ser fácilmente derruidas, incapaz de explicar lo que es demasiado íntimo, está demasiado profundo como para compartirlo, incluso para comprenderlo uno mismo (es precisamente por eso por lo que no se puede pretender catequizar a los demás, especialmente en lo que a lo espiritual se refiere: cada quien tiene su propia manera de verlo, de sentirlo, de conformarse, de rebelarse, de llamarlo); Lewis había combatido en la entonces llamada Gran Guerra, perdió de niño a su madre, la vida le seguirá zarandeando de manera un tanto cruel, él no dejará de refugiarse en Dios pero plantándole cara (como puede verse en el estremecedor texto Una pena en observación, escrito tras la muerte de Helen Joy Gresham, su mujer), no es fácil sintetizar el periplo vital, anímico, religioso, intelectual de este autor: “La fe no es certeza, claro, tampoco ciencia ni comprobación porque es eso precisamente: fe. Pero los que la sienten no renuncian a ella, parece que son más felices teniéndola ahí, recurren a ella cuando a otros no les queda nada”, afirma Eleazar, quien defiende esa faceta de su personaje, “comprendiendo sobre todo lo mucho que sufrió, el modo en que el cáncer siempre le persiguió para cebarse con los suyos. ¡Uno de sus compañeros estalló a su lado durante la Primera Guerra Mundial! ¡Cómo no va a temblar ante lo que está por llegar! A veces Freud le trata con demasiada displicencia, pero, bueno, él también le suelta varias que dan donde más duele: en el ego. Por eso hay un momento que llega a decirle que si quiere sustituirle en su propia consulta…”. Son muy de agradecer estos espectáculos que nos impulsan a conocer, a seguir pensando, a no reducir las emociones, las pasiones, las creencias a una frase hecha, a conciliar, a respetar, a tener fe en que siempre encontraremos razones para respirar.