lunes, 11 de agosto de 2014

ICONOCLASTIA MITIFICADORA





   Ya en alguna otra ocasión me he referido a las extrañas políticas editoriales que nos vemos obligados a padecer, decisiones tomadas en despachos por gentes que se supone saben más que el resto de lectores y que se contentan con el éxito efervescente y efímero más que con el fondo de biblioteca, con ese título que se venderá durante muchos años, con el que permanecerá, gentes que en ocasiones te sonrojan por su falta de conocimiento o de criterio, te apabullan con su ignorancia, con su modo de valorar a un autor con una calculadora, que hablan por el público y, sin embargo, pocas veces comprenden los porqués de las ventas o de la ausencia de las mismas, gentes que en sus opiniones, modos y declaraciones dejan muy patente que hoy rechazarían a Proust, a Cervantes, a Virginia Woolf o a Kafka (puede que de la quema se salvara La metamorfosis, pues podrían hacer una campaña dirigida a ese público a veces llamado friki sin tener muy claro a qué se refieren), que no reinvierten lo cosechado con autores triunfadores (algunos interesantes, innovadores, buenos escritores, voces propias, nombres a los que basta con publicar para conseguir la mejor campaña de publicidad, es decir, que han vuelto –y que tienen asegurado el beneplácito de sus seguidores, acierto que sólo puede atribuirse el que aprobó la publicación del título que le propulsó a la fama-, autores a los que en ocasiones se obliga a seguir un esquema, responder a unas expectativas, no salirse de una senda marcada –en lo que también tiene su parte de culpa esa legión de fanáticos que, al más puro estilo Annie Wilkes, creen que su adoración, su título otorgado por ellos mismos de “fan número uno” da derecho a dictar la novela a su antojo y a reprochar al autor por no escribir lo que ellos quieren, al modo que les apetece-), gentes que no aman la literatura porque, en realidad, no saben lo que es. Por fortuna, como hemos comentado en alguna ocasión y, sin ir más lejos, en la última entrega de este arpa (haciéndonos eco de la Biblioteca de Traductores de Alianza Editorial que, a buen seguro, va a seguir dándonos sorpresas y alegrías tan estimulantes como la de recuperar El diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet), todavía hay editores interesados en lo que publican, en lo que va dentro del libro, en las palabras, que tienen sus gustos, sus condicionamientos, sus prejuicios, que se equivocan como cualquiera (no siempre acertamos con el volumen que elegimos para leer, pero es emocionante cada vez que abrimos uno nuevo), pero a los que empuja un anhelo de transmitir, convocar, pensar y provocarlo, encontrar nuevas voces, no quedarse anquilosados, envenenarse con las letras; ojalá entre alguno de ellos cunda el ejemplo iniciado tímidamente por un pequeño sello que ha recuperado un par de títulos y se vaya reeditando la obra de una de las autoras más interesantes, rompedoras, valientes, intrépidas de la segunda mitad del siglo XX –murió en 2004, recién cumplidos los 69, cuando aún podíamos esperar nuevas muestras de su talento en plena madurez creativa y de pensamiento-, una escritora que sacudió el panorama literario en 1954 con una novela que sigue siendo un auténtico vendaval, que respira libertad, sabiduría, emoción y un aplomo envidiable en alguien que sólo tenía 19 años, una mujer que pagó muy caro el precio de un éxito tan descomunal, la etiqueta de “joven promesa”, que nunca fue perdonada por aquellos que sufrieron los efectos del seísmo provocado por su prosa, cuyas nuevas entregas eran juzgadas desde la comparación (injusta porque se quería que siempre escribiera lo mismo) con la deslumbrante Buenos días, tristeza, una mujer inquieta, cultísima, sorprendente, arrinconada en favor de otras escritoras que satisfacen más a los críticos porque alabarlas supone señalar lo inteligentes que son ellos por reconocer su talento (que nadie pone en duda –el de ellas, no tanto el de los que escriben sobre literatura- pero que, en ocasiones, se exorbita un tanto para cobijarse bajo el manto de la grandeza intelectual): hablo, por supuesto, de Françoise Sagan.

   Siendo como es un gran lector, de gusto muy amplio y criterio exquisito, Pablo rechaza bastante la literatura francesa –suele decirme “es más para ti”-, sus intentos por leer a Balzac –autor que, por sus concomitancias con otros que le apasionan como Dickens, Galdós, el propio Henry James, le resulta interesante sobre el papel- se han ido convirtiendo en infructuosos cada vez que, con el mejor ánimo, coge una novela diferente de las varias que hay en casa, no digamos nada de Proust (“Me ha vencido, como a ti te pasó con el Ulises”) y ya saben los fieles lectores de este rincón lo que me supuso adentrarme en su procelosa, barroca y apabullante forma de narrar (tranquilos, no me voy a repetir, aunque sería todo un homenaje al autor de En busca del tiempo perdido), y así podríamos enumerar otros autores con los que ha sucedido algo similar; Pablo no sabe si es por las traducciones, por el modo francés de construir las frases, por qué, pero el caso es que aparecen unas cuantas excepciones con letras de oro (Dumas, Marguerite Duras) entre las que, muy destacada, topamos con Françoise Sagan. De hecho, fue él, como tantas veces, el que me ayudó a descubrirla porque yo me había quedado en su ópera prima, en la que es fácil conseguir, en la que casi siempre aparece en stock en cualquier librería, aunque confieso que nunca la había leído hasta que él me consiguió un ejemplar (en uno de aquellos gloriosos Sábado cine pude disfrutar la versión filmada por Otto Preminger, película que, aun gustándome en su momento, me dejó sin aliento cuando la vi de adulto –junto a Pablo, por supuesto- tiempo después de haberme bebido su original literario); con ganas por conocer más y mejor lo que la Sagan dio de sí, hemos seguido buscando en librerías de viejo y a veces parece que los hados son propicios porque a nuestras manos han ido llegando diversos ejemplares de sus obras, con la sorpresa añadida de que algunas son ediciones de esos años en que un tal Franco campaba por aquí y hacía y deshacía a su antojo (cosas veredes, amigo Sancho). El caso es que en las últimas Navidades Pablo me agasajó con varios títulos de la autora francesa y aún me dura el regocijo, la satisfacción, las carcajadas, la sacudida que me ha provocado Querida Sarah Bernhardt.

   En esta peculiar novela se entremezclan con absolutos brillantez y dominio varios géneros, puesto que lo que se nos ofrece es la supuesta autobiografía de la eximia actriz francesa a la que una rendida Sagan escribe tras haber leído “casi todas las biografías, memorias, comentarios y retratos que actualmente pueden conseguirse, de usted y sobre usted, escritos desde su muerte” (el libro se publicó en 1987, 64 años después de la misma) para pedirle que le aclare las dudas, los misterios, las leyendas, las exageraciones; desde su atalaya en el Olimpo en que ella misma se situó en vida (y sus logros sobre las tablas, el aplauso de sus contemporáneos, sus osadías interpretativas, su carácter de diva, su carácter indomable), la Bernhardt acepta mantener correspondencia para narrar (volver a hacerlo) la historia en primera persona, desdiciéndose, confirmando, mintiendo, alimentando el mito, engordando la incógnita, revolviéndose contra la curiosidad de la escritora, reinterpretando sus preguntas, ignorando otras, abriéndose en canal sin importarle un ardite lo que puedan pensar de ella (“No es que me proponga rectificar la imagen que de mí tengan sus contemporáneos ni la que conserven tal vez todavía sus hijos o sus nietos: lo que me ha interesado es la imagen de mí misma durante mi vida. Dejo el futuro como el pasado a esos impotentes cerebrales que el siglo XX parece engendrar, con el XIX, por millares”). Y, así, fabulando, inspirándose en testimonios propios y de aquellos que la trataron, con una base documental muy amplia, Sagan se introduce en la compleja, dúctil y caleidoscópica personalidad de Sarah, una mujer que supo convertirse en personaje, interpretar tanto sobre las tablas como en su intimidad, difundir leyendas que le conviniesen, negar episodios probados, en definitiva, seguir siendo un misterio a pesar de su proyección pública y es, precisamente, esta dualidad, la posibilidad de mirar debajo de la alfombra, de airear los armarios, de desdoblar las esquinas, de iluminar los recovecos, lo que lleva a la escritora a redactar una correspondencia ágil, vibrante, explosiva, en la que no falta la crítica, la censura, la incomprensión, ante las que la actriz se rebela, se ofusca, manipula, se indigna pero acepta el duelo porque reconoce el valor de la contrincante. El resultado es electrizante, diríase que la Bernhardt escribe ahora mismo, como si nos estuviese viendo, Sagan sabe camuflarse, volatilizarse, asume, recrea, se apropia de la voz de la actriz pero respeta su independencia, su voluptuosidad, su descaro, su inconstante coqueteo, su risa inalterable, su facundia, sus lágrimas, sus lamentos, en definitiva, abordándola, mostrándola, sacando a la luz todas las facetas posibles (y las imposibles, no en vano es una novela, pero todas extraídas e inspiradas por lo previamente estudiado), podría decirse que deconstruye a la actriz y, de esa manera, aún engrandece más el mito al mostrarla humana, con fisuras, con debilidades, permanentemente altiva como manera de protegerse de todo lo que le duele, equivocada como todos alguna vez, inconstante en sus afectos, desperdiciando oportunidades, persona al fin y al cabo; un texto que sirve como aproximación a una figura legendaria y que, de reeditarse, podría servir como espléndido pórtico para regresar a un lugar que nunca debió abandonarse: la literatura, la personalidad, la figura de Françoise Sagan.