lunes, 18 de agosto de 2014

...PERO LO NUESTRO ES PASAR






   Hoy, para variar, no hablaré de libros o, en realidad, sí, es inevitable, aunque tan sólo me servirán como punto de partida porque no voy a centrarme en su contenido sino en su mera presencia, en lo que simbolizan, en lo que me evocan, en lo que son por sí mismos una vez han encontrado su lugar en nuestro hogar: ahora que, de alguna manera, hice balance al cumplir 100 entradas de este blog y me apeteció compartir la celebración con todas esas personas que lo merecen porque están ahí sin que uno exija, pida o reclame, que regalan compañía, que hacen posible que el arpa siga sonando y haciendo realidad la partitura que Pablo puso en mis manos (no saben la alegría, la conexión, la complicidad que se siente ante un simple “me gusta” que, además, se sabe sincero, partícipe, no un mero gesto para quedar bien –aunque los hay que ni siquiera se molestan en eso, tal vez porque saben que han sido descubiertos ante el notorio desinterés que muestran por cualquier circunstancia que no les ataña o tenga como centro, tal vez porque su desidia llega a límites insospechados, tal vez constatando parte de lo que hoy quiero explicar-), me dio por volver la vista hacia algunos de los objetos que nos acompañan, que forman parte de nuestro hogar, especialmente hacia los volúmenes que tenemos en la mesita del salón, esos libros que dejan patente nuestra cinefilia, nuestra mitomanía, la única religión a la que rendimos culto (bueno, compartiendo honores con el teatro, la literatura, la música, las artes en general), ese a modo de carta de presentación que se extiende ante los ojos de cualquier invitado, una reafirmación innecesaria, una redundancia, puesto que los buenos amigos saben, conocen, comparten y alientan esa pasión que es al mismo tiempo nuestra forma de vida. En esa mesa estuvo hasta hace poco un ejemplar de 24 horas de un periodista desesperado pero Pablo decidió que debía dejar hueco a una biografía de Judy Garland, “y así el conjunto queda más armónico”; sí, es cierto que ahora, como cantaría Gurruchaga, lo que se ve es sólo cine, mucho cine, siempre cine, pero fue, precisamente, ese libro, su estadía en esa ubicación privilegiada, el que provocó que pusiera la lavadora a dar vueltas (y sé que me paso con el centrifugado, pero ya que, por educación, por no tener ganas de pelea, porque es preferible que sea el viento el que nos lleve al infinito sin que opongamos resistencia ni demos golpes de timón, me callo muchas cosas, dejo que la indiferencia, la distancia, el desprecio por ausencia, el silencio adquiera toda su elocuencia, bien está que, para exorcizar del todo fantasmas, ponga negro sobre blanco algunas cositas y dé carpetazo definitivo al asuntillo –en diminutivo, tampoco merece más consideración-).

   Mirar esa mesa es poder resumir en un simple vistazo algunas de las columnas vertebrales de nuestro imaginario cinematográfico y, al tiempo, un recordatorio de momentos inolvidables, no todos por razones positivas: las memorias de Helen Mirren que Pablo compró en Heathrow en una de las tantas ocasiones en que regresábamos de Londres con el ánimo y el corazón henchidos de emociones impagables; un precioso álbum fotográfico que Katharine Hepburn consintió en publicar (ella, tan reacia a exhibir su intimidad) y que encontramos a precio de saldo en una tienda del Soho que nos chifla porque nunca sabes con qué puedes toparte, pero siempre habrá algún objeto, fotografía, imán de nevera, curiosidad vintage que guardar en el equipaje; las memorias que Marilyn Monroe dictó a Ben Hecht y un espléndido y lujoso volumen con millones de fotografías de Lana Turner (recopilado y comentado por su hija) que Pablo me regaló; una caja que contiene varios tesoros (y la edición en Blu-ray) relacionados con Sonrisas y lágrimas; el emotivo libro que su hijo dedicó a Audrey Hepburn y que tiene un sabor agridulce porque se lo regalaron a Pablo al poco de los vergonzantes sucesos ya conocidos por los lectores de su novela pero cuyo obsequio habla de una de las personas más nobles y bondadosas que me he tropezado en este oficio tan perverso y pervertido llamado periodismo: Marta Conde; sendos ejemplares de Finales de cine y Madres de película, “nuestros niños” como los llamamos cariñosamente, impacientes por tener a un hermanito para completar el trío. Todo esto es lo que acompaña a esa ya comentada biografía de Judy Garland y a otra sobre Elizabeth Taylor, motivo fundamental de mi digresión sobre nosotros (no los dos, ustedes, los demás, todos), que sólo somos pasar: sin duda, los lugares, los objetos, las músicas, los sucesos quedan impregnados por las personas relacionadas con los mismos, es algo inevitable por mucho que en ocasiones nos sea desagradable, inquietante, doloroso o pudiera ser que vomitivo volver a experimentar aquellas sensaciones que, al modo de la magdalena de Proust, regresan (no se han ido) sin que nadie las convoque; todos tenemos posesiones (y lo mismo puede ser un pañuelo como un televisor, unas tijeras como un microondas) que están asociadas a aquel que nos las regaló o a aquella junto a la que las adquirimos, lo que no implica que su presencia nos traumatice o entristezca o que menospreciemos ese recuerdo con tintes de felicidad, alegría, circunstancia que nos produjo gozo: no voy a dejar de ver una película, leer un libro o ponerme una camisa porque llegasen a mí a través de alguien que ya no está en mi vida, sería concederle más importancia de la debida, sería reconocer que la herida (si la hay) no ha cicatrizado, sería traicionar mi propio recuerdo porque puede que esa bufanda me la regalase ese que se decía amigo y un día demostró que no lo era tanto pero, como en realidad el estupor, el desengaño, la congoja ya quedaron atrás, como los efectos de lo que en su momento me torturaba ya no conturban mi ánimo, como mi dicha presente es el mejor lenitivo, puedo disfrutar de esa historia, de esa prenda de vestir, de lo que sea sin necesidad de martirizarme con algo que quedó muy atrás y está más que superado.

   Además, nuestra videoteca (o como deba llamarse con las continuas innovaciones en los soportes domésticos) es precisamente eso, nuestra, sigue creciendo, a veces no sabemos exactamente de dónde vino una pieza de la colección u otra porque, sencillamente, las fuimos incorporando a la comunidad y porque, por otro lado, no se trata de vivir angustiados como la nueva señora de Winter porque todo evoca a Rebeca ni acariciamos los tesoros como Gollum, perdidos en un ayer que no tiene sentido: cada objeto tiene ahora ese algo especial, esa pátina de estar aquí, de crear hogar, el pasado es precisamente eso (menos cuando nos apetece rememorarlo porque es hablar de la madre de Pablo, del tío Miguel, de gentes que nos acarician el corazón). Del mismo modo, nos contamos representaciones de teatro, viajes, mil y una cosas que hicimos antes de encontrarnos, es lógico y natural, no resquebrajan nuestra unión, todo lo contrario; no somos como aquel que en cuanto tiene nuevos amigos (bueno, así los llama pero en realidad son conocidos que aguantan a su lado un tiempo, bien hasta que descubren su carácter evanescente, caprichoso, de hoy y ahora, de “mañana algo –alguien- nuevo”, bien hasta que él los arrincona porque ya los ha exprimido y le aburren), en cuanto aparecen otras “víctimas” vuelve a repetir los mismos viajes, itinerarios, espectáculos, para quitarse espinitas y tener buenos recuerdos (es decir, que valora muy poco lo que vive porque si ya no tiene la pareja que tenía cuando fue allí parece que aquello que hizo no sirvió para nada –me encantó repetir en Londres El fantasma de la ópera puesto que Pablo sólo la había visto en Madrid, fue maravilloso compartirla, tener esa evocación común, lo que no quita ni un ápice a la emoción que viví en 1999 puesto que fue mi primer musical en aquella ciudad: son diferentes momentos, diferentes sensaciones, nadie traiciona a nadie por haber vivido, aunque esta persona de la que hablo lo vive así porque tiene su propia canción en la cabeza y tiende a querer repetirla, rodeado de quimeras e inconsistencias-). Y, sí, es cierto que el regalo siempre va a representar a quien te lo obsequió, pero no podemos ir deshaciéndonos de todo cada vez que dejamos de hablarnos con alguien, sobre todo porque eso sucede muy a menudo como propia circunstancia de la vida, porque hay personas que pasan (igual que nosotros lo hacemos para ellas y para otras), gente que en realidad supone tan sólo una estación en la que cambiar de tren, un mero apeadero y no hay que traumatizarse porque eso suceda, personas que te deslumbraron pero a las que se les agota la batería, gentes que demuestran saber muy poco de afectos, que son verdaderos analfabetos en esa materia, que no valoran a nadie más allá de si les aporta algo material (y no hablo de dinero, sino de que miden cada palabra, cada gesto, cada plan, reprochan si tienes iniciativa propia y vida al margen de ellos pero en realidad sólo cuentan contigo para poder decir “fuimos aquí”, “estuvimos en ese sitio”, “vimos aquello”, se apuntan a todo, se imponen, se adueñan de cualquier plan pero no proponen nada –eso sí, cuando saben que vas a hacer algo o lo has hecho tienden a actuar como la zorra con las uvas, esa fábula que tanto me gusta evocar, aunque, enfermos de la envidia, terminen por hacer eso mismo y contarlo con entusiasmo como si no tuvieras memoria (por eso hablaba antes de ser educado y optar por no discutir)-).

   LO dijo el gran Antonio Machado, “caminante, son tus huellas el camino, y nada más”, porque estamos en perpetuo movimiento anímico, equivocándonos, rehaciéndonos, en constante aprendizaje, y a veces quemar una etapa es despedirse de un buen compañero, vecino, incluso alguien a quien recordarás como amigo y lo dirás con la boca bien abierta, dando verdadero sentido a la palabra, pero que no volverá a tu vida más que a través de Internet, por teléfono, manteniendo un esporádico contacto y, sin embargo, importándote mucho más que gente cercana físicamente pero totalmente alejada, ajena, extraña en tu corazón; en otras ocasiones, puede decirse que cada cual cumplió con su papel, cambiamos de escenario emocional y, aunque presentes en tu ánimo (una vez concretemos de quién hablamos ya veremos con qué ánimo), hay personas que salen de escena porque lo de acumular un millón de amigos sólo era una cancioncita de Roberto Carlos (si es por ganar una competición en Facebook, vale, venga, pasa el rato, pero para poder cuidar la amistad, para poder llamarla así, conviene no dispersarse); y hay quien se marcha porque se siente ofendido, porque no le bailas el agua, porque para él ser amigo es darle en todo la razón (ni siquiera hace caso a los refranes, ya ves tú), porque se considera por encima, porque no tiene recato en decir lo que no le gusta (y lo llama sinceridad, no brutalidad o mala educación) pero se revuelve como una fiera en cuanto le llevas la contraria e incluso aunque sus argumentos demuestren tu solidez guarda resquemor y se mantiene en su desconfianza; y hay a quien decides dejar de hablar porque, si los años compartidos, lo mucho vivido juntos, los logros alcanzados se borran de un plumazo para malinterpretarte, poner palabras en tu boca y, sobre todo, querer que comulgues con ruedas de molino (aunque en su vida profesional alardee de todo lo contrario), personaje mendaz y mezquino, sólo preocupado por salvar su parcelita (esa que le dan como cuota, no por él mismo: puede que aparezca otro tonto más útil y desaparezcas por mucho que contemporices, querido), mejor estás lejos, igual que esa que ignora la profesionalidad y talento de tu pareja, a la que pides una opinión y le das libertad y amistad para que diga lo que piensa, valorando su experiencia, pero decide callarse y que todo siga igual, no dando la oportunidad de réplica o de aceptación de errores o cosas que pueden mejorarse, debe ser que cree que todo es terrible (aunque se le da muy bien intentar quitar méritos a cualquiera que pueda considerar intruso, ahora resulta que uno se gradúa como autor teatral cuando ella lo decide y no por escribir bien y mantener una obra en cartel más de un año, mientras que una concursante de GH sí alcanza el estatus de “compañera” porque coincidieron en un cortometraje -¿Y eso no le da urticaria o vergüenza?-) o aquella que toma partido público por un vocinglero ofensivo, misógino e insultante, borra a Pablo de las redes sociales (ni siquiera tiene la decencia de decírselo, o sea, sabe que no ha actuado correctamente), pero luego me viene con su gestito habitual como si yo fuera tonto o no tuviese dignidad (hay tantos que no saben qué es el amor ni siquiera a través de Lope –aunque, bueno, a ese le leerá poco, mejor empaparse de Cormac McCarthy, autor que me gusta mucho, puede que algún día explique esta frase-). Y luego están esos evanescentes, que parecen que se van a comer el mundo, que te envuelven con su energía, que te hacen creer en ellos, pero que se les va la fuerza con más facilidad que una bebida con burbujas en botella de dos litros, que buscan subterfugios, explicaciones vanas, que no dan la cara, que se esconden tras una inconstancia vital que les hace ir de acá para allá como vacas sin cencerro; pero, como muy bien me dijo Pablo cuando quise quitar alguno de los libros antes citados de la mesa, esos volúmenes ya son nuestros, no dicen nada de los que nos los regalaron cuando les considerábamos amigos, y no tenemos que privarnos de contemplar los rostros de la Garland y la Taylor (al fin y al cabo, son regalos que acertaron, que tuvieron en cuenta a quién iban dirigidos, no como esos estrambóticos, extraños, que demuestran que el que los eligió no sabe nada sobre ti ni se preocupa lo más mínimo, esos que o están escondidos o han servido para quedar bien con alguien que sepa apreciarlos –es cuestión de gustos, claro, pero es que me lo regalabas a mí, se supone, no a ti- o, simplemente, han pasado, se fueron, como tantas cosas en la vida).