Hoy, para variar, no hablaré de libros o, en realidad, sí, es
inevitable, aunque tan sólo me servirán como punto de partida porque no voy a
centrarme en su contenido sino en su mera presencia, en lo que simbolizan, en
lo que me evocan, en lo que son por sí mismos una vez han encontrado su lugar
en nuestro hogar: ahora que, de alguna manera, hice balance al cumplir 100
entradas de este blog y me apeteció compartir la celebración con todas esas
personas que lo merecen porque están ahí sin que uno exija, pida o reclame, que
regalan compañía, que hacen posible que el arpa siga sonando y haciendo
realidad la partitura que Pablo puso en mis manos (no saben la alegría, la
conexión, la complicidad que se siente ante un simple “me gusta” que, además,
se sabe sincero, partícipe, no un mero gesto para quedar bien –aunque los hay
que ni siquiera se molestan en eso, tal vez porque saben que han sido
descubiertos ante el notorio desinterés que muestran por cualquier
circunstancia que no les ataña o tenga como centro, tal vez porque su desidia
llega a límites insospechados, tal vez constatando parte de lo que hoy quiero
explicar-), me dio por volver la vista hacia algunos de los objetos que nos
acompañan, que forman parte de nuestro hogar, especialmente hacia los volúmenes
que tenemos en la mesita del salón, esos libros que dejan patente nuestra
cinefilia, nuestra mitomanía, la única religión a la que rendimos culto (bueno,
compartiendo honores con el teatro, la literatura, la música, las artes en
general), ese a modo de carta de presentación que se extiende ante los ojos de
cualquier invitado, una reafirmación innecesaria, una redundancia, puesto que
los buenos amigos saben, conocen, comparten y alientan esa pasión que es al
mismo tiempo nuestra forma de vida. En esa mesa estuvo hasta hace poco un
ejemplar de 24 horas de un periodista
desesperado pero Pablo decidió que debía dejar hueco a una biografía de
Judy Garland, “y así el conjunto queda más armónico”; sí, es cierto que ahora,
como cantaría Gurruchaga, lo que se ve es sólo cine, mucho cine, siempre cine,
pero fue, precisamente, ese libro, su estadía en esa ubicación privilegiada, el
que provocó que pusiera la lavadora a dar vueltas (y sé que me paso con el
centrifugado, pero ya que, por educación, por no tener ganas de pelea, porque
es preferible que sea el viento el que nos lleve al infinito sin que opongamos
resistencia ni demos golpes de timón, me callo muchas cosas, dejo que la
indiferencia, la distancia, el desprecio por ausencia, el silencio adquiera
toda su elocuencia, bien está que, para exorcizar del todo fantasmas, ponga
negro sobre blanco algunas cositas y dé carpetazo definitivo al asuntillo –en
diminutivo, tampoco merece más consideración-).
Mirar esa mesa es poder resumir en un simple vistazo algunas de las
columnas vertebrales de nuestro imaginario cinematográfico y, al tiempo, un
recordatorio de momentos inolvidables, no todos por razones positivas: las
memorias de Helen Mirren que Pablo compró en Heathrow en una de las tantas
ocasiones en que regresábamos de Londres con el ánimo y el corazón henchidos de
emociones impagables; un precioso álbum fotográfico que Katharine Hepburn
consintió en publicar (ella, tan reacia a exhibir su intimidad) y que
encontramos a precio de saldo en una tienda del Soho que nos chifla porque
nunca sabes con qué puedes toparte, pero siempre habrá algún objeto,
fotografía, imán de nevera, curiosidad vintage que guardar en el equipaje; las
memorias que Marilyn Monroe dictó a Ben Hecht y un espléndido y lujoso volumen
con millones de fotografías de Lana Turner (recopilado y comentado por su hija)
que Pablo me regaló; una caja que contiene varios tesoros (y la edición en
Blu-ray) relacionados con Sonrisas y
lágrimas; el emotivo libro que su hijo dedicó a Audrey Hepburn y que tiene
un sabor agridulce porque se lo regalaron a Pablo al poco de los vergonzantes
sucesos ya conocidos por los lectores de su novela pero cuyo obsequio habla de
una de las personas más nobles y bondadosas que me he tropezado en este oficio
tan perverso y pervertido llamado periodismo: Marta Conde; sendos ejemplares de
Finales de cine y Madres de película, “nuestros niños”
como los llamamos cariñosamente, impacientes por tener a un hermanito para
completar el trío. Todo esto es lo que acompaña a esa ya comentada biografía de
Judy Garland y a otra sobre Elizabeth Taylor, motivo fundamental de mi
digresión sobre nosotros (no los dos, ustedes, los demás, todos), que sólo
somos pasar: sin duda, los lugares, los objetos, las músicas, los sucesos
quedan impregnados por las personas relacionadas con los mismos, es algo
inevitable por mucho que en ocasiones nos sea desagradable, inquietante,
doloroso o pudiera ser que vomitivo volver a experimentar aquellas sensaciones
que, al modo de la magdalena de Proust, regresan (no se han ido) sin que nadie
las convoque; todos tenemos posesiones (y lo mismo puede ser un pañuelo como un
televisor, unas tijeras como un microondas) que están asociadas a aquel que nos
las regaló o a aquella junto a la que las adquirimos, lo que no implica que su
presencia nos traumatice o entristezca o que menospreciemos ese recuerdo con
tintes de felicidad, alegría, circunstancia que nos produjo gozo: no voy a
dejar de ver una película, leer un libro o ponerme una camisa porque llegasen a
mí a través de alguien que ya no está en mi vida, sería concederle más
importancia de la debida, sería reconocer que la herida (si la hay) no ha
cicatrizado, sería traicionar mi propio recuerdo porque puede que esa bufanda
me la regalase ese que se decía amigo y un día demostró que no lo era tanto
pero, como en realidad el estupor, el desengaño, la congoja ya quedaron atrás,
como los efectos de lo que en su momento me torturaba ya no conturban mi ánimo,
como mi dicha presente es el mejor lenitivo, puedo disfrutar de esa historia,
de esa prenda de vestir, de lo que sea sin necesidad de martirizarme con algo
que quedó muy atrás y está más que superado.
Además, nuestra videoteca (o como deba llamarse con las continuas
innovaciones en los soportes domésticos) es precisamente eso, nuestra, sigue
creciendo, a veces no sabemos exactamente de dónde vino una pieza de la
colección u otra porque, sencillamente, las fuimos incorporando a la comunidad
y porque, por otro lado, no se trata de vivir angustiados como la nueva señora
de Winter porque todo evoca a Rebeca ni acariciamos los tesoros como Gollum,
perdidos en un ayer que no tiene sentido: cada objeto tiene ahora ese algo
especial, esa pátina de estar aquí, de crear hogar, el pasado es precisamente
eso (menos cuando nos apetece rememorarlo porque es hablar de la madre de
Pablo, del tío Miguel, de gentes que nos acarician el corazón). Del mismo modo,
nos contamos representaciones de teatro, viajes, mil y una cosas que hicimos
antes de encontrarnos, es lógico y natural, no resquebrajan nuestra unión, todo
lo contrario; no somos como aquel que en cuanto tiene nuevos amigos (bueno, así
los llama pero en realidad son conocidos que aguantan a su lado un tiempo, bien
hasta que descubren su carácter evanescente, caprichoso, de hoy y ahora, de “mañana
algo –alguien- nuevo”, bien hasta que él los arrincona porque ya los ha
exprimido y le aburren), en cuanto aparecen otras “víctimas” vuelve a repetir
los mismos viajes, itinerarios, espectáculos, para quitarse espinitas y tener
buenos recuerdos (es decir, que valora muy poco lo que vive porque si ya no
tiene la pareja que tenía cuando fue allí parece que aquello que hizo no sirvió
para nada –me encantó repetir en Londres El
fantasma de la ópera puesto que Pablo sólo la había visto en Madrid, fue
maravilloso compartirla, tener esa evocación común, lo que no quita ni un ápice
a la emoción que viví en 1999 puesto que fue mi primer musical en aquella ciudad:
son diferentes momentos, diferentes sensaciones, nadie traiciona a nadie por
haber vivido, aunque esta persona de la que hablo lo vive así porque tiene su
propia canción en la cabeza y tiende a querer repetirla, rodeado de quimeras e
inconsistencias-). Y, sí, es cierto que el regalo siempre va a representar a
quien te lo obsequió, pero no podemos ir deshaciéndonos de todo cada vez que
dejamos de hablarnos con alguien, sobre todo porque eso sucede muy a menudo
como propia circunstancia de la vida, porque hay personas que pasan (igual que
nosotros lo hacemos para ellas y para otras), gente que en realidad supone tan
sólo una estación en la que cambiar de tren, un mero apeadero y no hay que
traumatizarse porque eso suceda, personas que te deslumbraron pero a las que se
les agota la batería, gentes que demuestran saber muy poco de afectos, que son
verdaderos analfabetos en esa materia, que no valoran a nadie más allá de si
les aporta algo material (y no hablo de dinero, sino de que miden cada palabra,
cada gesto, cada plan, reprochan si tienes iniciativa propia y vida al margen
de ellos pero en realidad sólo cuentan contigo para poder decir “fuimos aquí”, “estuvimos
en ese sitio”, “vimos aquello”, se apuntan a todo, se imponen, se adueñan de
cualquier plan pero no proponen nada –eso sí, cuando saben que vas a hacer algo
o lo has hecho tienden a actuar como la zorra con las uvas, esa fábula que
tanto me gusta evocar, aunque, enfermos de la envidia, terminen por hacer eso
mismo y contarlo con entusiasmo como si no tuvieras memoria (por eso hablaba antes
de ser educado y optar por no discutir)-).
LO dijo el gran Antonio Machado, “caminante, son tus huellas el camino, y
nada más”, porque estamos en perpetuo movimiento anímico, equivocándonos,
rehaciéndonos, en constante aprendizaje, y a veces quemar una etapa es
despedirse de un buen compañero, vecino, incluso alguien a quien recordarás
como amigo y lo dirás con la boca bien abierta, dando verdadero sentido a la
palabra, pero que no volverá a tu vida más que a través de Internet, por
teléfono, manteniendo un esporádico contacto y, sin embargo, importándote mucho
más que gente cercana físicamente pero totalmente alejada, ajena, extraña en tu
corazón; en otras ocasiones, puede decirse que cada cual cumplió con su papel, cambiamos
de escenario emocional y, aunque presentes en tu ánimo (una vez concretemos de
quién hablamos ya veremos con qué ánimo), hay personas que salen de escena
porque lo de acumular un millón de amigos sólo era una cancioncita de Roberto
Carlos (si es por ganar una competición en Facebook, vale, venga, pasa el rato,
pero para poder cuidar la amistad, para poder llamarla así, conviene no
dispersarse); y hay quien se marcha porque se siente ofendido, porque no le
bailas el agua, porque para él ser amigo es darle en todo la razón (ni siquiera
hace caso a los refranes, ya ves tú), porque se considera por encima, porque no
tiene recato en decir lo que no le gusta (y lo llama sinceridad, no brutalidad
o mala educación) pero se revuelve como una fiera en cuanto le llevas la
contraria e incluso aunque sus argumentos demuestren tu solidez guarda resquemor
y se mantiene en su desconfianza; y hay a quien decides dejar de hablar porque,
si los años compartidos, lo mucho vivido juntos, los logros alcanzados se
borran de un plumazo para malinterpretarte, poner palabras en tu boca y, sobre
todo, querer que comulgues con ruedas de molino (aunque en su vida profesional
alardee de todo lo contrario), personaje mendaz y mezquino, sólo preocupado por
salvar su parcelita (esa que le dan como cuota, no por él mismo: puede que
aparezca otro tonto más útil y desaparezcas por mucho que contemporices,
querido), mejor estás lejos, igual que esa que ignora la profesionalidad y
talento de tu pareja, a la que pides una opinión y le das libertad y amistad
para que diga lo que piensa, valorando su experiencia, pero decide callarse y
que todo siga igual, no dando la oportunidad de réplica o de aceptación de
errores o cosas que pueden mejorarse, debe ser que cree que todo es terrible (aunque
se le da muy bien intentar quitar méritos a cualquiera que pueda considerar
intruso, ahora resulta que uno se gradúa como autor teatral cuando ella lo decide
y no por escribir bien y mantener una obra en cartel más de un año, mientras que
una concursante de GH sí alcanza el estatus de “compañera” porque coincidieron
en un cortometraje -¿Y eso no le da urticaria o vergüenza?-) o aquella que toma
partido público por un vocinglero ofensivo, misógino e insultante, borra a
Pablo de las redes sociales (ni siquiera tiene la decencia de decírselo, o sea,
sabe que no ha actuado correctamente), pero luego me viene con su gestito
habitual como si yo fuera tonto o no tuviese dignidad (hay tantos que no saben
qué es el amor ni siquiera a través de Lope –aunque, bueno, a ese le leerá
poco, mejor empaparse de Cormac McCarthy, autor que me gusta mucho, puede que
algún día explique esta frase-). Y luego están esos evanescentes, que parecen
que se van a comer el mundo, que te envuelven con su energía, que te hacen
creer en ellos, pero que se les va la fuerza con más facilidad que una bebida
con burbujas en botella de dos litros, que buscan subterfugios, explicaciones
vanas, que no dan la cara, que se esconden tras una inconstancia vital que les
hace ir de acá para allá como vacas sin cencerro; pero, como muy bien me dijo
Pablo cuando quise quitar alguno de los libros antes citados de la mesa, esos
volúmenes ya son nuestros, no dicen nada de los que nos los regalaron cuando
les considerábamos amigos, y no tenemos que privarnos de contemplar los rostros
de la Garland y la Taylor (al fin y al cabo, son regalos que acertaron, que
tuvieron en cuenta a quién iban dirigidos, no como esos estrambóticos,
extraños, que demuestran que el que los eligió no sabe nada sobre ti ni se
preocupa lo más mínimo, esos que o están escondidos o han servido para quedar
bien con alguien que sepa apreciarlos –es cuestión de gustos, claro, pero es
que me lo regalabas a mí, se supone, no a ti- o, simplemente, han pasado, se
fueron, como tantas cosas en la vida).