jueves, 14 de agosto de 2014

VERÁS QUÉ CONTENTO ME VOY A LA CAMA








  Ahora que, como tantas veces, he regresado a García Márquez (en realidad, nunca le abandono, pero hay épocas en que me limito a abrir alguno de sus libros y recuperar algunas frases), ahora que he querido escribir sobre él refrescando, reafirmando, redescubriendo, dando segundas oportunidades, pagando deudas (pero ya hablaremos de todo ello dentro de poco), es regocijante recuperar la importancia de su abuela en su afición a contar historias, cómo fue ella la que le envenenó con sucedidos, leyendas, anécdotas, experiencias, la que fue entrando en su ánimo para que sintiese la necesidad imperiosa de dejar constancia de todo ese bagaje, esa memoria, esa invención, ese cúmulo de sensaciones que ya eran Macondo antes de serlo, antes de escribir su nombre, antes de que Gabito utilizase como herramientas de trabajo las palabras que le cautivaron desde niño; sin poder compararme con el maestro (es imposible acercarse a su explosión de talento –sí, por desgracia, y hay demasiadas muestras en el mercado, es fácil plagiarle sin gracia ni esmero, con zafiedad e impericia-), pero al igual que les ha ocurrido a tantos hayan o no seguido, de una manera u otra, el camino de las letras, fue mi abuela la que abrió la puerta que daba acceso al mágico mundo de la narrativa al contarme cuentos para que me durmiese (bueno, en realidad debería decir “cuento” en singular, puesto que con esa cabezonería y obsesión que solemos tener todos con pocos años –aunque los hay que no crecen y lo malo es que, sólo por este rasgo de carácter, o de falta del mismo, presumen de seguir siendo niños cuando, queridos míos, como bien dijo Ortega, “no es esto, no es esto”, pero cualquiera intenta explicároslo-, todos los días se repetía la misma escena: mi abuela venía toda sigilosa hasta la cama y me decía “¿quieres que te cuente un cuento?” y yo, que la esperaba impaciente, agitándome, a veces llamándola a gritos si se retrasaba, soltaba un rotundo “sí” para que, de ese modo, ella pudiera preguntarme muy despacio, dejando un pequeño hueco entre una palabra y otra, “¿y cuál quieres que te cuente hoy?”, y mi respuesta invariable era “El de los siete cabritillos y el lobo”). ¡Ah, los cuentos infantiles que algunos han querido ver como perversos, esquemáticos, reduccionistas, transmisores de lacras y no sé cuántas taras más, mientras que otros han peleado por reinterpretarlos a su modo, a su conveniencia, dogmatizando, anatemizando, imponiendo, reconvirtiendo, atribuyéndose moralejas inocentes con claras intenciones políticas y moralizantes! Acusar a La cenicienta o Blancanieves del machismo es tan estúpido como decir que El patito feo es el precursor de esa fiebre por lucir siempre perfecto, joven y bonito (cuando lo suyo es evolución natural y lo otro es una condena perenne e irreversible a lo artificial) porque por fortuna hay muchas voces que contradicen al pensamiento único que se quiere imponer desde un lado u otro, no somos los clones que a todos esos les gustaría que fuésemos y aunque hayamos recibido estas historias en el momento en que somos más maleables cada cual las interioriza a su manera y sigue o deja de seguir los caminos de sus personajes, como debe ocurrir con el arte en cualquiera de sus expresiones (por otro lado, por mucho que los malos resulten atractivos –y sobre eso nos extenderemos en seguida-, de crío empatizas como algo natural con la pobre Cenicienta que sufre la tiranía de su madrastra y no piensas, como llegó a decir cierta “miembra” de un Gobierno aún no muy lejano, que es justo que friegue, limpie, cosa, cocine y todo lo demás porque es mujer –y, sin embargo, no se inquietaba, puestos a indagar en nuestra infancia, por aquella canción de los payasos de la tele en que la niña jamás podía jugar porque tenía que hacer todas esas tareas y algunas más, canción, por cierto, que tal vez aceptábamos como algo “natural”, tampoco teníamos edad para discernir, pero que, al menos en mi caso y en otros muchos que conozco, no nos ha convertido en ese que sienta en el sofá esperando que le traigan las zapatillas, la cervecita y la cena-).

   Nunca he terminado de comprender por qué se critica tanto a la factoría Disney por dulcificar algunas de las historias que convierte en dibujos animados, no veo necesario regodearse en la crueldad física o en el doliente destino de sus criaturas como hicieron Perrault o Andersen, tiempo habrá para que nos enfrentemos de adultos a momentos que nos estremezcan a través de la ficción (sí, ya, ahora dirá alguno que el mundo de color rosa no existe, ya lo sé, ¿pero es necesario desmontárselo tan pronto a los chavales? ¿Hay que traumatizarles tal y como, recuerdo, sucedió con mi generación tras la emisión del primer capítulo de Marco, que nos puso a llorar sin consuelo porque la mamá se alejaba “cruzando el mar a otro país”? ¿Tenían que ser tan gráficos –ese niño corriendo por el puerto, casi saltando al agua, la madre en la popa, imperturbable pero rota por el dolor, esos gritos desesperados de Marco… ¡Si todavía me provocan escalofríos!), tantas de estas adaptaciones y otras similares han servido como toma de contacto con grandes títulos de la literatura universal (Mark Twain, Miguel de Cervantes, Julio Verne, Alejandro Dumas, Rudyard Kipling, incluso Tolkien, han sido tantos los que llegaron a mi biblioteca porque los conocí como dibujos en televisión o el cine). Sin embargo, me resulta apasionante, al menos como punto de partida, la revisión de los cuentos para el público adulto, volver a esos esquemas clásicos sabidos de antemano, preguntarnos por esos personajes y mirarlos con la óptica actual, respetar la esencia que conocemos pero variar la trama, el rumbo, las consecuencias; cuando se centra en esa faceta, cuando hace continuos guiños al espectador, cuando mezcla, agita, confunde, añade, pone en contacto, establece vasos comunicantes entre historias que hemos recitado mil veces de corrido y cerrándolas sin posibilidad de segunda parte, es cuando la estimulante serie Érase una vez adquiere su verdadera razón de ser y alcanza sus más altas cotas de inspiración, innovación y divertida osadía. Del mismo modo, por esa atracción que nos provoca lo oscuro cuando se aleja del maniqueísmo reinante y auspiciado por aquellos a los que señalábamos antes, cuando tiene matices –como todo en la vida-, cuando no esconde su doblez pero sabe instalar dudas en nuestro ánimo (John Silver en La isla del tesoro es uno de los mejores ejemplos), fue simpático ver a la Maléfica interpretada por Angelina Jolie, demostrando que las palabras significan lo que se ha decidido que signifiquen, y que pudo nacer llamándose así alguien con buenos sentimientos (aunque ahí se quedaba alguno que parecía estar descubriendo la pólvora –“En realidad, tendría que ser Benéfica”-, como si fuese más perspicaz que los demás, sin saber lo que iba a ver incluso después de haberlo visto), curiosa vuelta de tuerca que nos hace reflexionar sobre cómo se cuentan los cuentos, es decir, quién narra la Historia, quién la escribe, quién se adueña de ella (y no se trata de comprender/entender/apoyar a la mala, sino de cómo algunos que presumen de moral intachable y van dando lecciones de vida a cada paso provocan entuertos, cometen desafueros, imponen su justicia -que a veces sólo lo es en apariencia- sin tener en cuenta las consecuencias).

   Partiendo también de La bella durmiente, Elizabeth Blackwell ha hecho una reescritura muy interesante a la que ha titulado Mientras las princesas duermen, publicado recientemente por Lumen. Cambiando las tornas desde el inicio, una anciana escucha a una de sus bisnietas narrar una leyenda sobre “la princesa que se pinchó el dedo con el huso de una rueca y durmió durante cien años, de los que despertaría con un beso de amor verdadero” y, puesto que conoce la verdad que ha inspirado el mito, ya que ella fue una de las protagonistas de la auténtica historia, decide transmitir a su descendiente los hechos que vivió junto a la princesa Rose y sus padres porque “no es precisamente la verdad lo que define un cuento infantil”. Desde ese momento, Elise narra en primera persona una crónica que sorprende por su modo de, respetando los ecos, algunos sucesos, la cronología de ciertos hechos y los caracteres de varios personajes del cuento original, transformar lo mágico, idílico, sublimado en una historia tremendamente realista, que incluso podría creerse real (ya sabemos el modo en que la ficción puede quedar abatida, recordemos que Shakespeare se inspiró en muchas ocasiones en hechos documentados), que sabe envolver al lector, apelar a su conciencia de niño pero tratándole como adulto porque es de lo que se trata: con un lenguaje sencillo pero elaborado, amoldándose al esquema de una narración oral (mi abuela hacía las voces del lobo, los cabritillos, la mamá, el que se pusiera por delante) pero rompiendo sus costuras con audacia, con gran intuición literaria, llevando la historia por el cauce conveniente hasta que se detiene en un meandro y cambia el curso, Blackwell se revela como escritora sensible y con capacidad para ir más allá de lo conocido, sorprendiendo con acierto, sin traicionar la esencia pero añadiendo otro perfume, jugueteando, dando voz a un testigo al que no se tiene en cuenta porque no tiene rango y que, sin embargo, es decisivo en el devenir del relato. No hay hadas, pero sí hechiceras; no hay maldiciones, pero sí conocimientos ancestrales; no hay pócimas en el sentido mágico, pero sí hierbas de las que extraer jugos, sustancias, medicinas o brebajes; es una lectura muy grata que deja claro que los cuentos de hadas no tienen edad, sobre todo porque pueden ser más reales de lo que nos suponemos (y, tal vez, porque en ocasiones es mejor pensar que eso sólo pasa en reinos muy lejanos).