¿Qué decir de Londres que no haya dicho antes? Por fortuna, es una de
esas ciudades en las que siempre queda algo por ver, por descubrir, por
repetir, por esperar, una exposición, un edificio, esa rutilante, envidiable y ansiada
cartelera en constante transformación, ese lugar en que el alma se expande, en
que las emociones se acumulan, nuestro destino favorito (lo que no impide que
París sea la urbe que más añoramos y veneramos, a la que hemos de volver para
quitarnos la espina de nuestro último viaje, genial en su desarrollo, amargado
al regresar y toparnos con los detritos de esta profesión, encarnados en una
sindicalista que veranea en Sotogrande y cuya fijeza en la empresa a la que
llama pomposamente “mi casa” -qué triste y patético considerar de ese modo a tu
lugar de trabajo, qué significativo que los que más recurren a esta
denominación sean esos sepulcros blanqueados que fingen armonía de espíritu,
esos que sonríen falsamente sin engañar a nadie, esos que apuñalan,
zancadillean, maltratan pero luego aseguran rezar por aquellos que sufren sus
desmanes, buenos padres y madres de impecable educación religiosa-, cómo llegó
a su situación de privilegio se salta todos los legalismos que impone desde su
atalaya del Comité de Empresa, extendiendo certificados de limpieza de sangre y
pertenencia aquella que la tiene muy turbia y que incumple las obligaciones
exigidas a otros, sin olvidar la participación fundamental y decisiva del entonces
jefe de programas, un mediocre en actitudes vitales que llegaría a director pocos
meses después, lo que señala, a su vez, la mediocridad que suele campar en los
puestos más altos, en los que sientan en la poltrona a seres como éste, blandengue,
cobarde, sin capacidad de reacción, sin conocimiento, sin cerebro, suceso
sombrío y muy abstruso que Pablo transformó en literatura en 24 horas de un periodista desesperado),
Londres nunca decepciona, siempre da más lo esperado/buscado, nos permite ser
nosotros mismos al mil por mil, sin necesitar a nadie más, con nuestro código
restringido y particular más activo que nunca, enriquecido con múltiples
detalles que se convierten en imprescindibles, en parte de nuestro universo. La
primera vez que llegué a Londres (la única ocasión en que fui sin Pablo, aún
faltaban demasiados años para encontrarle) no pude evitar exclamar “¡es como si
hubiera entrado en un fotograma!”, porque parecía realmente posible que el
viento cambiase de dirección y Mary Poppins descendiese desde las nubes o que
un Aston Martin frenase justo al lado para que James Bond saludase desde su
interior, a buen seguro que Peter Pan estaba agazapado en la segunda estrella a
la derecha o William Shakespeare iba camino del Globe Theatre para entregar su
nueva obra. Y ese Londres detenido en el tiempo, inmutable, orgulloso de sí
mismo, falso pero auténtico, paradójico y atractivo, moderno y anclado en
tradiciones ancestrales, esa ciudad que, como ella misma afirma, “conserva
intacta su esencia en muchos barrios” es el escenario principal de la divertida
y refrescante novela El genuino sabor que
Mercedes Cebrián ha publicado recientemente en la colección Literatura Random
House en la que disecciona, atomiza, retrata, indaga, fragmenta, trata con
sorna elegante e inteligente los pequeños elementos que conforman la
idiosincrasia londinense (o, al menos, la que se ha extendido como tal gracias
a series, películas, libros, documentales, más real de lo que pueda pensarse).
La escritora busca sorprenderse a sí misma para, de ese modo, hacerlo
con el lector, no se encierra en esquemas o fórmulas, sus propias emociones
durante el proceso de escritura, sus descubrimientos, sus tentativas, se van
concretando y afinando si le resultan útiles para el objetivo final, aunque no
esté definido en su totalidad: “Es inevitable que, mientras estás dando forma a
una idea, surjan otros temas y que quieras hilarlos: me encanta buscar
conexiones, estrechar lazos, crear toda una constelación. En este caso, mi
primer impulso fue sentir que tenía una deuda que saldar con Francia, parece
que siempre eres o francófilo o anglófilo, pero al ponerme a la tarea fui
descubriendo que, en realidad, era sobre lo inglés sobre lo que tenía mucho que
decir y no me negué a ello”. Por eso, aunque la novela se inicia en Francia, el
apartado dedicado a Londres es el más extenso, el central, el más vívido,
aunque ya desde ese arranque deja claras las reglas del juego: “Me gusta hablar
a un lector con ganas, que quiera ser partícipe, lamento si alguien se
decepciona porque busca algo mucho más específico, tal vez más concreto, pero
me gusta mantener ese tono distante, recubierto de humor; yo creo que lo mío no
es tanto una voz como una mirada y por eso necesita de otras, de la de cada
lector, para ser completada”. Es un absoluto regocijo recorrer sus páginas, se
conozca o no aquello a lo que presta atención, porque la escritura de Mercedes
es fresca, directa, sugerente, con muchas cargas de profundidad a las que dar
vueltas cuando se cierra el libro, pero que ofrece un disfrute inmediato, sin
andarse por las ramas, yendo a la esencia, analizando esos comportamientos que
casi podríamos llamar tics, esos absurdos cotidianos a los que todos recurrimos
en alguna ocasión (y que, por utilizados, pierden su carácter absurdo o,
precisamente por inevitables, lo potencian –esa permanente contradicción en la
que vivimos, ese modo de reproducir esquemas por mucho que reneguemos de
ellos-), esas rutinas a las que nos lleva nuestro instinto gregario, tras las
que nos camuflamos para, en realidad, quedar más al descubierto que nunca,
máscaras frágiles que apenas sirven como escondite. Esa es, precisamente, una
de sus mayores virtudes como novelista: el modo en que capta los detalles, a
veces minúsculos, esas células insignificantes que, aunque se explican en sí
mismas, en realidad adquieren su verdadero significado en el conjunto; así es
como Mercedes Cebrián va deparando sobresaltos, dosificando hallazgos (en
especial el llamado Diccionario biográfico
de la presencia española en Londres), rompiendo en apariencia el hilo
argumental para, con enorme sencillez, integrar cada pieza en el lugar idóneo:
“Me encanta ir generando pequeñas estructuras y, por eso, me decepcionan un
tanto las lecturas meramente temáticas que consideran que en ocasiones me
aparto de la historia; me ha gustado plantear una novela coral, pero no tanto
en el sentido que siempre damos a esta expresión, sino en la de aglutinar
diferentes temas, asuntos, circunstancias y, sin embargo, las estampas, las
distintas anécdotas, los breves capítulos no funcionan autónomamente, tienen un
orden concreto y necesario para que cobren su razón de ser dentro del corpus de
la novela”.
El genuino sabor tiene una
protagonista, Almudena, un personaje que a fuerza de vivir en el extranjero por
motivos laborales e ir cambiando de lugar cada cierto tiempo no tiene demasiado
claro cuál es su lugar en el mundo o dónde ubicarlo y que establece sus
vínculos más permanentes con la comida que atesora aunque la fecha de caducidad
impresa en los envases haya sido rebasada hace años: “Tenía interés en analizar
la relación de las personas con los objetos, con los productos que consumimos,
con lo que nos rodea; no niego que tengo algo de socióloga, que puede que sea
una vocación un tanto frustrada que puedo volcar en mi narrativa. Desde ese
punto de vista, Almudena me interesaba más como vehículo que como personaje en
sí mismo: mi novela es de ideas, de experiencias, que cada uno las compare con
las suyas, que el destino de Almudena no imponga la lectura o las posibles
interpretaciones, aunque por otro lado sea inevitable enfrentarse a ella,
compadecerla, comprenderla, discrepar de sus actitudes”. Y es un gran acierto
que el personaje sea tan reconocible, tan trasladable al devenir de cada uno,
tan enfangado en procesos mentales de los que se ve incapaz de salir aunque
tenga la lucidez suficiente como para considerarlos perniciosos o callejones
sin salida, porque eso es lo que nos provoca la carcajada estridente, la risa
cómplice que lleva implícito (y explícito, depende del volumen de la misma) un “a
esta mujer le pasa lo mismo que a mí” (o “a mi madre”, “a mi amigo tal”, “a mi
pareja”, “a aquel compañero de trabajo”,…) y propicia la incorporación de
nuestras propias apreciaciones, el diálogo con la novela, la interpretación de
cada uno: “Mi narrativa siempre nace de alguna pregunta que me planteo, de
alguna reflexión, por eso me halaga que alguien me diga que le he hecho pensar,
no por profundidad, por trascendencia, sino por haber vivido el texto” y es lo
que le reconozco que me ha sucedido, que me ha encantado su manera de sacar los
colores a Londres y a todos los que nos gusta pensarlo inalterable, los que lo
mantenemos en una burbuja, pero sin hacer sangre, sin exageraciones,
reflejando, al mismo tiempo que lo critica, sus múltiples e innegables
encantos, su gozosa realidad: “Londres es un icono inevitable para los que
tenemos entre 30 y 60 años, no sólo por sus aires de libertad, por lo que
representa para las mujeres por el asunto del aborto, es un referente que
todavía mantiene su estatus; de hecho, antes, ahora y a buen seguro seguirá
pasando cuando la crisis termine, que ha de hacerlo aunque sea para que venga
otra, cuando alguien vive una etapa de desencuentro, desubicado, sin tener
claro su futuro, sin decirse por cuál es el camino a seguir, siempre aparece el
que te dice “vete una temporada a Londres” y no da más razones ni se le piden”.
Con un lenguaje muy ameno y fluido que no deja traslucir el sin duda
arduo trabajo que hay detrás para pulirlo y dejarlo en su esencia, en lo
meramente necesario, Mercedes Cebrián nos invita a un viaje (no sólo físico) en
torno a la cada vez más compleja búsqueda de lo genuino puesto que, por muchas
especificaciones que existan, por muchas costumbres heredadas que definan a los
que habitan en determinando lugar, por muchos ritos con los que se cumpla
porque “donde fueres haz lo que vieres”, por mucha personalidad que cada uno
quiera remarcar y consolidar, al final resulta complicado ser original porque
pudiera decirse que ya todo fue hecho por otros o que, ahora mismo, en el
rincón opuesto del planeta, hay alguien escribiendo en su portátil pendiente de
la batería del mismo, guardando el texto cada pocas líneas para no perderlo
como desapareció ayer cuando el engendro mecánico decidió reiniciarse por obra
y gracia de él mismo (es decir, lo que le sucedió a un servidor); el caso es
que haber tenido que comenzar de nuevo me deja la sensación de haber sido mucho
más justo con El genuino sabor, hecho
del que me congratulo porque la novela merece muchos y sinceros plácemes.