jueves, 7 de agosto de 2014

LONDRES, ESE DECORADO REAL





   ¿Qué decir de Londres que no haya dicho antes? Por fortuna, es una de esas ciudades en las que siempre queda algo por ver, por descubrir, por repetir, por esperar, una exposición, un edificio, esa rutilante, envidiable y ansiada cartelera en constante transformación, ese lugar en que el alma se expande, en que las emociones se acumulan, nuestro destino favorito (lo que no impide que París sea la urbe que más añoramos y veneramos, a la que hemos de volver para quitarnos la espina de nuestro último viaje, genial en su desarrollo, amargado al regresar y toparnos con los detritos de esta profesión, encarnados en una sindicalista que veranea en Sotogrande y cuya fijeza en la empresa a la que llama pomposamente “mi casa” -qué triste y patético considerar de ese modo a tu lugar de trabajo, qué significativo que los que más recurren a esta denominación sean esos sepulcros blanqueados que fingen armonía de espíritu, esos que sonríen falsamente sin engañar a nadie, esos que apuñalan, zancadillean, maltratan pero luego aseguran rezar por aquellos que sufren sus desmanes, buenos padres y madres de impecable educación religiosa-, cómo llegó a su situación de privilegio se salta todos los legalismos que impone desde su atalaya del Comité de Empresa, extendiendo certificados de limpieza de sangre y pertenencia aquella que la tiene muy turbia y que incumple las obligaciones exigidas a otros, sin olvidar la participación fundamental y decisiva del entonces jefe de programas, un mediocre en actitudes vitales que llegaría a director pocos meses después, lo que señala, a su vez, la mediocridad que suele campar en los puestos más altos, en los que sientan en la poltrona a seres como éste, blandengue, cobarde, sin capacidad de reacción, sin conocimiento, sin cerebro, suceso sombrío y muy abstruso que Pablo transformó en literatura en 24 horas de un periodista desesperado), Londres nunca decepciona, siempre da más lo esperado/buscado, nos permite ser nosotros mismos al mil por mil, sin necesitar a nadie más, con nuestro código restringido y particular más activo que nunca, enriquecido con múltiples detalles que se convierten en imprescindibles, en parte de nuestro universo. La primera vez que llegué a Londres (la única ocasión en que fui sin Pablo, aún faltaban demasiados años para encontrarle) no pude evitar exclamar “¡es como si hubiera entrado en un fotograma!”, porque parecía realmente posible que el viento cambiase de dirección y Mary Poppins descendiese desde las nubes o que un Aston Martin frenase justo al lado para que James Bond saludase desde su interior, a buen seguro que Peter Pan estaba agazapado en la segunda estrella a la derecha o William Shakespeare iba camino del Globe Theatre para entregar su nueva obra. Y ese Londres detenido en el tiempo, inmutable, orgulloso de sí mismo, falso pero auténtico, paradójico y atractivo, moderno y anclado en tradiciones ancestrales, esa ciudad que, como ella misma afirma, “conserva intacta su esencia en muchos barrios” es el escenario principal de la divertida y refrescante novela El genuino sabor que Mercedes Cebrián ha publicado recientemente en la colección Literatura Random House en la que disecciona, atomiza, retrata, indaga, fragmenta, trata con sorna elegante e inteligente los pequeños elementos que conforman la idiosincrasia londinense (o, al menos, la que se ha extendido como tal gracias a series, películas, libros, documentales, más real de lo que pueda pensarse).

   La escritora busca sorprenderse a sí misma para, de ese modo, hacerlo con el lector, no se encierra en esquemas o fórmulas, sus propias emociones durante el proceso de escritura, sus descubrimientos, sus tentativas, se van concretando y afinando si le resultan útiles para el objetivo final, aunque no esté definido en su totalidad: “Es inevitable que, mientras estás dando forma a una idea, surjan otros temas y que quieras hilarlos: me encanta buscar conexiones, estrechar lazos, crear toda una constelación. En este caso, mi primer impulso fue sentir que tenía una deuda que saldar con Francia, parece que siempre eres o francófilo o anglófilo, pero al ponerme a la tarea fui descubriendo que, en realidad, era sobre lo inglés sobre lo que tenía mucho que decir y no me negué a ello”. Por eso, aunque la novela se inicia en Francia, el apartado dedicado a Londres es el más extenso, el central, el más vívido, aunque ya desde ese arranque deja claras las reglas del juego: “Me gusta hablar a un lector con ganas, que quiera ser partícipe, lamento si alguien se decepciona porque busca algo mucho más específico, tal vez más concreto, pero me gusta mantener ese tono distante, recubierto de humor; yo creo que lo mío no es tanto una voz como una mirada y por eso necesita de otras, de la de cada lector, para ser completada”. Es un absoluto regocijo recorrer sus páginas, se conozca o no aquello a lo que presta atención, porque la escritura de Mercedes es fresca, directa, sugerente, con muchas cargas de profundidad a las que dar vueltas cuando se cierra el libro, pero que ofrece un disfrute inmediato, sin andarse por las ramas, yendo a la esencia, analizando esos comportamientos que casi podríamos llamar tics, esos absurdos cotidianos a los que todos recurrimos en alguna ocasión (y que, por utilizados, pierden su carácter absurdo o, precisamente por inevitables, lo potencian –esa permanente contradicción en la que vivimos, ese modo de reproducir esquemas por mucho que reneguemos de ellos-), esas rutinas a las que nos lleva nuestro instinto gregario, tras las que nos camuflamos para, en realidad, quedar más al descubierto que nunca, máscaras frágiles que apenas sirven como escondite. Esa es, precisamente, una de sus mayores virtudes como novelista: el modo en que capta los detalles, a veces minúsculos, esas células insignificantes que, aunque se explican en sí mismas, en realidad adquieren su verdadero significado en el conjunto; así es como Mercedes Cebrián va deparando sobresaltos, dosificando hallazgos (en especial el llamado Diccionario biográfico de la presencia española en Londres), rompiendo en apariencia el hilo argumental para, con enorme sencillez, integrar cada pieza en el lugar idóneo: “Me encanta ir generando pequeñas estructuras y, por eso, me decepcionan un tanto las lecturas meramente temáticas que consideran que en ocasiones me aparto de la historia; me ha gustado plantear una novela coral, pero no tanto en el sentido que siempre damos a esta expresión, sino en la de aglutinar diferentes temas, asuntos, circunstancias y, sin embargo, las estampas, las distintas anécdotas, los breves capítulos no funcionan autónomamente, tienen un orden concreto y necesario para que cobren su razón de ser dentro del corpus de la novela”.

   El genuino sabor tiene una protagonista, Almudena, un personaje que a fuerza de vivir en el extranjero por motivos laborales e ir cambiando de lugar cada cierto tiempo no tiene demasiado claro cuál es su lugar en el mundo o dónde ubicarlo y que establece sus vínculos más permanentes con la comida que atesora aunque la fecha de caducidad impresa en los envases haya sido rebasada hace años: “Tenía interés en analizar la relación de las personas con los objetos, con los productos que consumimos, con lo que nos rodea; no niego que tengo algo de socióloga, que puede que sea una vocación un tanto frustrada que puedo volcar en mi narrativa. Desde ese punto de vista, Almudena me interesaba más como vehículo que como personaje en sí mismo: mi novela es de ideas, de experiencias, que cada uno las compare con las suyas, que el destino de Almudena no imponga la lectura o las posibles interpretaciones, aunque por otro lado sea inevitable enfrentarse a ella, compadecerla, comprenderla, discrepar de sus actitudes”. Y es un gran acierto que el personaje sea tan reconocible, tan trasladable al devenir de cada uno, tan enfangado en procesos mentales de los que se ve incapaz de salir aunque tenga la lucidez suficiente como para considerarlos perniciosos o callejones sin salida, porque eso es lo que nos provoca la carcajada estridente, la risa cómplice que lleva implícito (y explícito, depende del volumen de la misma) un “a esta mujer le pasa lo mismo que a mí” (o “a mi madre”, “a mi amigo tal”, “a mi pareja”, “a aquel compañero de trabajo”,…) y propicia la incorporación de nuestras propias apreciaciones, el diálogo con la novela, la interpretación de cada uno: “Mi narrativa siempre nace de alguna pregunta que me planteo, de alguna reflexión, por eso me halaga que alguien me diga que le he hecho pensar, no por profundidad, por trascendencia, sino por haber vivido el texto” y es lo que le reconozco que me ha sucedido, que me ha encantado su manera de sacar los colores a Londres y a todos los que nos gusta pensarlo inalterable, los que lo mantenemos en una burbuja, pero sin hacer sangre, sin exageraciones, reflejando, al mismo tiempo que lo critica, sus múltiples e innegables encantos, su gozosa realidad: “Londres es un icono inevitable para los que tenemos entre 30 y 60 años, no sólo por sus aires de libertad, por lo que representa para las mujeres por el asunto del aborto, es un referente que todavía mantiene su estatus; de hecho, antes, ahora y a buen seguro seguirá pasando cuando la crisis termine, que ha de hacerlo aunque sea para que venga otra, cuando alguien vive una etapa de desencuentro, desubicado, sin tener claro su futuro, sin decirse por cuál es el camino a seguir, siempre aparece el que te dice “vete una temporada a Londres” y no da más razones ni se le piden”.

   Con un lenguaje muy ameno y fluido que no deja traslucir el sin duda arduo trabajo que hay detrás para pulirlo y dejarlo en su esencia, en lo meramente necesario, Mercedes Cebrián nos invita a un viaje (no sólo físico) en torno a la cada vez más compleja búsqueda de lo genuino puesto que, por muchas especificaciones que existan, por muchas costumbres heredadas que definan a los que habitan en determinando lugar, por muchos ritos con los que se cumpla porque “donde fueres haz lo que vieres”, por mucha personalidad que cada uno quiera remarcar y consolidar, al final resulta complicado ser original porque pudiera decirse que ya todo fue hecho por otros o que, ahora mismo, en el rincón opuesto del planeta, hay alguien escribiendo en su portátil pendiente de la batería del mismo, guardando el texto cada pocas líneas para no perderlo como desapareció ayer cuando el engendro mecánico decidió reiniciarse por obra y gracia de él mismo (es decir, lo que le sucedió a un servidor); el caso es que haber tenido que comenzar de nuevo me deja la sensación de haber sido mucho más justo con El genuino sabor, hecho del que me congratulo porque la novela merece muchos y sinceros plácemes.