lunes, 8 de agosto de 2016

CUANDO PODÍAMOS SER PROSCRITOS






  

   Hoy corresponde, por deferencia y agradecimiento a los leales o a aquellos lectores que cayeron por aquí en la última entrada, completar el tema que quedó en el aire, en realidad abordar aquel que, en un principio, iba a ser el asunto central hasta que empecé a tirar de otros hilos y mi proverbial verborrea, esa que me lleva a teclear compulsivamente y machacando el teclado, hizo el resto. Quería evocar aquella programación infantil de TVE con la que crecimos, nos divertimos y educamos sin dolor, sin traumas, sin obligaciones, porque en contra de aquellas voces que la consideraban infernal (en toda la extensión de la palabra: cuánta lacra beata, represiva y censora hubo que quitarse de encima -la que se pudo, que mucha aún sigue bien incrustada en mentes a las que aliena y atrofia-), las de esos que, como ya conté, reprochaban a mis mayores que no me restringiesen el acceso (que no tan ilimitado como pueda pensarse, a pesar de todo, recuerdo que Holocausto, algunos episodios de Tensión -la mítica Thriller de Brian Clemens-, determinadas películas no me dejaron verlas), gracias a la tantas veces despreciada como “caja tonta”, descubrimos la poesía, el teatro, la zarzuela, la música clásica, la literatura, el cine, en fin, fuimos enriqueciendo nuestros sentidos, nuestra experiencia, nuestros corazones. Y no creo que hayamos salido “torcidos”, como pronosticaban -o retorcidos, ya puestos-, ni mejores ni peores, pero sí con inquietudes, aficiones y emociones a flor de piel que, por desgracia, a otros les fueron vedadas, fuimos una generación que con la misma naturalidad veía Un globo, dos globos, tres globos que el Estudio 1 de la semana (y lo que es más reseñable: con las mismas ganas, con similar expectación); lo curioso, permítanme un pequeño inserto antes de entrar de lleno en lo prometido, es que la misma señora que entraba en pánico al saber que yo veía Hombre rico, hombre pobre, la madre de mi amigo Joaquín, nos hizo cenar un poco más rápido de lo habitual para poder ver el estreno de El nido de Robin (al que se empeñaba en llamar “Robín”)… ¡todos juntos! Ya ven, una “América corrupta” no, pero un humor un tanto zafio y grueso a ratos, con referencias sexuales, la sátira más descarnada, la parte menos elegante de los británicos (maravillosa, por otra parte: revisen Los Roper -o descúbranlos- y sabrán lo que es bueno -y desternillante-), eso no había ningún problema en que lo viésemos los niños.
   Cuando a la gran María Fernanda D´Ocón le ofrecieron protagonizar un programa infantil sólo puso una condición: no tratar a la audiencia como si fuese tonta, no tener que hablar con voz de pito ni con constantes diminutivos, es decir, tratarles como a iguales, desterrar el didactismo más ramplón, y así pudimos disfrutar de La Mansión de los Plaff, donde ella era la bibliotecaria, Leocricia, donde se escuchaba música clásica, donde se cantó zarzuela, donde se habló de infinidad de asuntos a los que se dotaba de atractivo, por los que se despertaba la curiosidad, no en vano algunos de los guiones salieron de la mente privilegiada de Gloria Fuertes, esa señora fascinante y arrebatadora que nos hizo amar la poesía con sus ripios, su voz llena de musicalidad, su tono zumbón y meloso, nada forzado, por eso nos cautivaba cual música salida de la flauta de aquel que liberó Hamelín de una plaga, poseedora de un carisma que rebosaba la pantalla e inundaba la habitación en que estuvieses, una mujer de verso en pecho a la que, tal vez, no hubiésemos prestado atención de no habernos hecho conocer a la gata Chundarata, Monto y Lío, el dragón tragón y otros muchos personajes. Y es que los cuentos, las historias, el gusto por las narraciones, por las palabras, estaban muy presentes en televisión en formatos para las diferentes edades, la programación infantil se alimentaba de las cartas de los espectadores que leía con sonrisa cálida y honesta ternura la tantas veces llorada María Luisa Seco, el pingüino Petete abría su Libro Gordo y hacía interesante los mismos asuntos que nos aburrían o terminábamos de comprender en clase, desde sus inicios, cuando aún no era Sabadabada (lo de Dabadabada no llegó hasta tiempo después), el programa matinal de los sábados tenía una sección titulada Yo leo, tú lees, él lee, Mayra puso especial hincapié cuando se presentó el espacio en que uno de sus cometidos sería el de hablar sobre libros y recomendar lecturas, hemos enumerado en infinidad de ocasiones cómo aprendimos a amar el Quijote -ese libro tan mal insertado en los programas escolares, peor explicado, arrojado como losa al alumnado- gracias a una espléndida serie de animación, del mismo modo que nos asomamos a Corazón de Edmundo De Amicis porque existió Marco -aunque la odisea del muchacho y su mono Amedio llegase a agotar la paciencia del más pintado, venga capítulos hasta recorrer de los Apeninos a los Andres (sí, hay muchos quilómetros pero no era necesario que apareciesen todos en pantalla)-, también así supieron muchos de Julio Verne o Alejandro Dumas (ahí llevaba ventaja: cuando llegaron Willy Fog y D´Artacán había leído a ambos -aquellas imprescindibles colecciones de Bruguera-), Mark Twain nunca ha tenido mejor embajador que Tom Sawyer yendo descalzo a pasear junto al río en forma de dibujo animado, incluso el Cid antes de que hubiese que estudiar su Cantar acompañó muchas de nuestras sobremesas.
   Una de las primeras series que recuerdo haber seguido, totalmente enganchado, impaciente porque llegase el siguiente episodio, soñando e imaginando nuevas peripecias interpretando a todos los personajes, fue Las aventuras del hada Rebeca, protagonizada por Conchita Goyanes, escrita por Salvador Maldonado (aunque firme con sus apellidos, no olvidemos que su nombre es Lola) y Juan Tébar y dirigida por Miguel Picazo. Vuelta a ver ahora, 40 años después, sigue cautivando por su ingenuidad, su frescura, su alegría, un cóctel en el que había espacio para el salvaje Oeste, lo galáctico, la máquina del tiempo, los monstruos, miles de referencias a otras creaciones, toma de contacto con universales de la literatura y el cine de aventuras, una delicia en la que puede encontrarse a actores como José María Pou, Luis Ciges, Pedro Mari Sánchez, María Elena Flores, José Carabias, Luis Barbero, Emiliano Redondo, Verónica Luján y, por supuesto, Concha Goyanes (a la que uno siempre llamará Conchita, con agradecimiento y cariño, por este temprano conocimiento) y su tía, Pilar Muñoz (su madre, Mimí Muñoz ponía la voz a uno de los personajes). Y en aquella televisión si se quiere pacata y todavía con muchas rémoras había tiempo para reivindicar la imaginación, la fantasía, para convertir en heroína a una rebelde, a una heterodoxa, a una contestataria (así la llama en alguna ocasión el Hada Decana cuando no logra doblegar a la indómita que socava su autoridad), un hada torpe que no consigue el diploma que la acredite como tal y decide escapar de la escuela en la que no aprende (o en la que no saben enseñar), encontrando el mejor cómplice posible, Ramiro, un niño autodidacta de conocimientos casi ilimitados puesto que devora cualquier libro que tenga cerca, enciclopedias incluidas. ¡Vaya, parece que los mensajes que nos transmitían no eran tan terribles! Aunque, bien mirado, seguir al pie de la letra el ejemplo de Rebeca no parece lo más conveniente, tampoco el de Ramiro, a ratos redicho y poco versado en la vida más allá de cómo ha sido escrita, lo mejor es mezclarlos y quedarse con lo que puede ser útil de cada uno, no viene mal un toque de sublevación, no ser dócil ni manejable (sobre todo cuando eso hace pensar a los demás que somos tontos, que no razonamos, que aceptamos lo que venga impuesto sin rechistar), hay que cuestionar y cuestionarse, para manejarse en la práctica es bueno conocer la teoría, diferentes teorías, lo que pasó antes, lo que inventaron o imaginaron otros.
   Tiene su miga, de todos modos, que esos mayores preocupados de que los niños fuésemos obedientes, responsables, adultos antes de tiempo (para lo que les convenía), no cayesen en la cuenta de que aquellos contenidos que sancionaban como adecuados, aquellos cuentos que sí se podían leer, aquellos a los que nos vendían como ejemplos, aquellos programas tolerados estaban llenos de personajes que invitaban a escapar, a rebelarse, a ignorar a los mayores, chavales plenamente independientes (y envidiables) como Los Tres Investigadores o Los Cinco (los Hollister sólo en parte, aunque los padres participaban activamente de muchas de las aventuras de sus hijos), no podemos olvidarnos, por ejemplo, al capitán de quince años o aquellos que se ganaban dos años de vacaciones a costa de un naufragio dentro de la amplia nómina de creaciones debidas a Julio Verne, ese Tom Sawyer que burlaba a la tía Molly y que, a pesar de los castigos, siempre salía airoso y con una gran sonrisa, ese Cid al que conocimos como Ruy y del que se decía en la canción de créditos que “nunca podrá estudiar porque vive de la ilusión” (y mira si consiguió la inmortalidad), la por tantas razones envidiada Pippi Calzaslargas, vivía en una gran mansión con una maleta llena de dinero, sin padres que la vigilasen o prohibiesen nada, saltando, brincando, imponiendo su ley, tenía un mono y un caballo como compañeros, puede que alguna señora al estilo de la madre de Joaquín frunciese el ceño y pensase que esta chiquilla pelirroja era una libertina, de lo que no cabe duda es de que nos inoculaba una querencia libertaria, pensemos en aquel Guillermo Brown (conocer a Richmal Crompton de chaval para que permanezca como lectura adulta es una de las epifanías más gloriosas que experimentarse puedan) que lideraba una banda de proscritos (como homenaje a Robin Hood y otros que se opusieron al rey usurpador, rey al fin y al cabo), Guillermo también llamado el Travieso, aunque en realidad “él persigue fines nobles, nunca ve nada perdido” como se decía en la canción compuesta para acompañar en España a la serie televisiva inspirada en los libros de la autora británica, también la abeja Maya escapaba de la colmena (de la escuela, de las rutinas, de la señorita Casandra), los chavales de Dentro del laberinto recorrían diferentes épocas históricas ayudando a un hechicero a recuperar el Nidus, en Espacio 1999 la doctora y el comandante se besaban con más pasión y realismo que Emilio Aragón y Lydia Bosch en Médico de familia, los Electroduendes dejaron muy claro desde el primer programa que venían a dinamitar lo que hasta el momento se entendía como “programa infantil ideal” y, así, la parte de La bola de cristal dirigida en teoría a los más pequeños era la más subversiva y revolucionaria, todo dentro de un código que no perturbaba a los críos (pero que nos convirtió en adictos a los que ya empezábamos a creernos adultos), la mejor herencia del modo de entender el espectáculo para todos los públicos al que Jim Henson dio vía libre a los Muppets (en aquella época, Teleñecos), ¡si en Barrio Sésamo vivían juntos y compartían habitación (durmiendo en camas separadas, eso sí) Epi y Blas y a ninguno nos parecía extraño (sólo la perversión adulta, esa “mirada sucia” que sospecha sin cesar y detecta peligros hasta en los siete enanitos, el buscar tres pies al gato, las ganas de incordiar un poco -y de hacer guasa-, motivaron que tiempo después empezase a especularse sobre cuál era la relación que mantenían ambas marionetas). Qué quieren que les diga, viendo lo que uno ve (o deja de ver) actualmente, creo que en este aspecto sí que fue mejor cualquier tiempo pasado, sobre todo porque veíamos estos y otros muchos programas mientras un viejo reloj cantaba su canción (dabadabadabada) y aprendíamos Historia sin que resultase árida o un mero ejercicio de memoria (la aprehendíamos, nos interesaba, nos gustaba, nos moríamos de la risa).