Hoy corresponde, por deferencia y
agradecimiento a los leales o a aquellos lectores que cayeron por aquí en la
última entrada, completar el tema que quedó en el aire, en realidad abordar
aquel que, en un principio, iba a ser el asunto central hasta que empecé a
tirar de otros hilos y mi proverbial verborrea, esa que me lleva a teclear
compulsivamente y machacando el teclado, hizo el resto. Quería evocar aquella
programación infantil de TVE con la que crecimos, nos divertimos y educamos sin
dolor, sin traumas, sin obligaciones, porque en contra de aquellas voces que la
consideraban infernal (en toda la extensión de la palabra: cuánta lacra beata,
represiva y censora hubo que quitarse de encima -la que se pudo, que mucha aún
sigue bien incrustada en mentes a las que aliena y atrofia-), las de esos que,
como ya conté, reprochaban a mis mayores que no me restringiesen el acceso (que
no tan ilimitado como pueda pensarse, a pesar de todo, recuerdo que Holocausto, algunos episodios de Tensión -la mítica Thriller de Brian Clemens-, determinadas películas no me dejaron
verlas), gracias a la tantas veces despreciada como “caja tonta”, descubrimos
la poesía, el teatro, la zarzuela, la música clásica, la literatura, el cine,
en fin, fuimos enriqueciendo nuestros sentidos, nuestra experiencia, nuestros
corazones. Y no creo que hayamos salido “torcidos”, como pronosticaban -o
retorcidos, ya puestos-, ni mejores ni peores, pero sí con inquietudes,
aficiones y emociones a flor de piel que, por desgracia, a otros les fueron
vedadas, fuimos una generación que con la misma naturalidad veía Un globo, dos globos, tres globos que el
Estudio 1 de la semana (y lo que es
más reseñable: con las mismas ganas, con similar expectación); lo curioso,
permítanme un pequeño inserto antes de entrar de lleno en lo prometido, es que
la misma señora que entraba en pánico al saber que yo veía Hombre rico, hombre pobre, la madre de mi amigo Joaquín, nos hizo
cenar un poco más rápido de lo habitual para poder ver el estreno de El nido de Robin (al que se empeñaba en
llamar “Robín”)… ¡todos juntos! Ya ven, una “América corrupta” no, pero un
humor un tanto zafio y grueso a ratos, con referencias sexuales, la sátira más
descarnada, la parte menos elegante de los británicos (maravillosa, por otra
parte: revisen Los Roper -o
descúbranlos- y sabrán lo que es bueno -y desternillante-), eso no había ningún
problema en que lo viésemos los niños.
Cuando a la gran María Fernanda D´Ocón le
ofrecieron protagonizar un programa infantil sólo puso una condición: no tratar
a la audiencia como si fuese tonta, no tener que hablar con voz de pito ni con
constantes diminutivos, es decir, tratarles como a iguales, desterrar el
didactismo más ramplón, y así pudimos disfrutar de La Mansión de los Plaff, donde ella era la bibliotecaria,
Leocricia, donde se escuchaba música clásica, donde se cantó zarzuela, donde se
habló de infinidad de asuntos a los que se dotaba de atractivo, por los que se
despertaba la curiosidad, no en vano algunos de los guiones salieron de la
mente privilegiada de Gloria Fuertes, esa señora fascinante y arrebatadora que
nos hizo amar la poesía con sus ripios, su voz llena de musicalidad, su tono
zumbón y meloso, nada forzado, por eso nos cautivaba cual música salida de la
flauta de aquel que liberó Hamelín de una plaga, poseedora de un carisma que
rebosaba la pantalla e inundaba la habitación en que estuvieses, una mujer de
verso en pecho a la que, tal vez, no hubiésemos prestado atención de no
habernos hecho conocer a la gata Chundarata, Monto y Lío, el dragón tragón y
otros muchos personajes. Y es que los cuentos, las historias, el gusto por las
narraciones, por las palabras, estaban muy presentes en televisión en formatos
para las diferentes edades, la programación infantil se alimentaba de las
cartas de los espectadores que leía con sonrisa cálida y honesta ternura la
tantas veces llorada María Luisa Seco, el pingüino Petete abría su Libro Gordo
y hacía interesante los mismos asuntos que nos aburrían o terminábamos de
comprender en clase, desde sus inicios, cuando aún no era Sabadabada (lo de Dabadabada no
llegó hasta tiempo después), el programa matinal de los sábados tenía una
sección titulada Yo leo, tú lees, él lee,
Mayra puso especial hincapié cuando se presentó el espacio en que uno de sus
cometidos sería el de hablar sobre libros y recomendar lecturas, hemos
enumerado en infinidad de ocasiones cómo aprendimos a amar el Quijote -ese libro tan mal insertado en
los programas escolares, peor explicado, arrojado como losa al alumnado-
gracias a una espléndida serie de animación, del mismo modo que nos asomamos a Corazón de Edmundo De Amicis porque
existió Marco -aunque la odisea del
muchacho y su mono Amedio llegase a agotar la paciencia del más pintado, venga
capítulos hasta recorrer de los Apeninos a los Andres (sí, hay muchos
quilómetros pero no era necesario que apareciesen todos en pantalla)-, también
así supieron muchos de Julio Verne o Alejandro Dumas (ahí llevaba ventaja:
cuando llegaron Willy Fog y D´Artacán había leído a ambos -aquellas
imprescindibles colecciones de Bruguera-), Mark Twain nunca ha tenido mejor
embajador que Tom Sawyer yendo descalzo a pasear junto al río en forma de
dibujo animado, incluso el Cid antes de que hubiese que estudiar su Cantar
acompañó muchas de nuestras sobremesas.
Una de las primeras series que recuerdo
haber seguido, totalmente enganchado, impaciente porque llegase el siguiente
episodio, soñando e imaginando nuevas peripecias interpretando a todos los
personajes, fue Las aventuras del hada
Rebeca, protagonizada por
Conchita Goyanes, escrita por Salvador Maldonado (aunque firme con sus
apellidos, no olvidemos que su nombre es Lola) y Juan Tébar y dirigida por
Miguel Picazo. Vuelta a ver ahora, 40 años después, sigue cautivando por su
ingenuidad, su frescura, su alegría, un cóctel en el que había espacio para el
salvaje Oeste, lo galáctico, la máquina del tiempo, los monstruos, miles de
referencias a otras creaciones, toma de contacto con universales de la
literatura y el cine de aventuras, una delicia en la que puede encontrarse a
actores como José María Pou, Luis Ciges, Pedro Mari Sánchez, María Elena
Flores, José Carabias, Luis Barbero, Emiliano Redondo, Verónica Luján y, por
supuesto, Concha Goyanes (a la que uno siempre llamará Conchita, con
agradecimiento y cariño, por este temprano conocimiento) y su tía, Pilar Muñoz
(su madre, Mimí Muñoz ponía la voz a uno de los personajes). Y en aquella
televisión si se quiere pacata y todavía con muchas rémoras había tiempo para
reivindicar la imaginación, la fantasía, para convertir en heroína a una
rebelde, a una heterodoxa, a una contestataria (así la llama en alguna ocasión
el Hada Decana cuando no logra doblegar a la indómita que socava su autoridad),
un hada torpe que no consigue el diploma que la acredite como tal y decide
escapar de la escuela en la que no aprende (o en la que no saben enseñar),
encontrando el mejor cómplice posible, Ramiro, un niño autodidacta de
conocimientos casi ilimitados puesto que devora cualquier libro que tenga
cerca, enciclopedias incluidas. ¡Vaya, parece que los mensajes que nos
transmitían no eran tan terribles! Aunque, bien mirado, seguir al pie de la
letra el ejemplo de Rebeca no parece lo más conveniente, tampoco el de Ramiro,
a ratos redicho y poco versado en la vida más allá de cómo ha sido escrita, lo
mejor es mezclarlos y quedarse con lo que puede ser útil de cada uno, no viene
mal un toque de sublevación, no ser dócil ni manejable (sobre todo cuando eso hace
pensar a los demás que somos tontos, que no razonamos, que aceptamos lo que
venga impuesto sin rechistar), hay que cuestionar y cuestionarse, para
manejarse en la práctica es bueno conocer la teoría, diferentes teorías, lo que
pasó antes, lo que inventaron o imaginaron otros.
Tiene su miga, de todos modos, que esos
mayores preocupados de que los niños fuésemos obedientes, responsables, adultos
antes de tiempo (para lo que les convenía), no cayesen en la cuenta de que
aquellos contenidos que sancionaban como adecuados, aquellos cuentos que sí se
podían leer, aquellos a los que nos vendían como ejemplos, aquellos programas
tolerados estaban llenos de personajes que invitaban a escapar, a rebelarse, a
ignorar a los mayores, chavales plenamente independientes (y envidiables) como
Los Tres Investigadores o Los Cinco (los Hollister sólo en parte, aunque los
padres participaban activamente de muchas de las aventuras de sus hijos), no
podemos olvidarnos, por ejemplo, al capitán de quince años o aquellos que se
ganaban dos años de vacaciones a costa de un naufragio dentro de la amplia
nómina de creaciones debidas a Julio Verne, ese Tom Sawyer que burlaba a la tía
Molly y que, a pesar de los castigos, siempre salía airoso y con una gran
sonrisa, ese Cid al que conocimos como Ruy y del que se decía en la canción de
créditos que “nunca podrá estudiar porque vive de la ilusión” (y mira si
consiguió la inmortalidad), la por tantas razones envidiada Pippi Calzaslargas,
vivía en una gran mansión con una maleta llena de dinero, sin padres que la
vigilasen o prohibiesen nada, saltando, brincando, imponiendo su ley, tenía un
mono y un caballo como compañeros, puede que alguna señora al estilo de la
madre de Joaquín frunciese el ceño y pensase que esta chiquilla pelirroja era
una libertina, de lo que no cabe duda es de que nos inoculaba una querencia
libertaria, pensemos en aquel Guillermo Brown (conocer a Richmal Crompton de
chaval para que permanezca como lectura adulta es una de las epifanías más
gloriosas que experimentarse puedan) que lideraba una banda de proscritos (como
homenaje a Robin Hood y otros que se opusieron al rey usurpador, rey al fin y
al cabo), Guillermo también llamado el Travieso, aunque en realidad “él
persigue fines nobles, nunca ve nada perdido” como se decía en la canción compuesta
para acompañar en España a la serie televisiva inspirada en los libros de la
autora británica, también la abeja Maya escapaba de la colmena (de la escuela,
de las rutinas, de la señorita Casandra), los chavales de Dentro del laberinto recorrían diferentes épocas históricas
ayudando a un hechicero a recuperar el Nidus, en Espacio 1999 la doctora y el comandante se besaban con más pasión y
realismo que Emilio Aragón y Lydia Bosch en Médico
de familia, los Electroduendes dejaron muy claro desde el primer programa
que venían a dinamitar lo que hasta el momento se entendía como “programa
infantil ideal” y, así, la parte de La
bola de cristal dirigida en teoría a los más pequeños era la más subversiva
y revolucionaria, todo dentro de un código que no perturbaba a los críos (pero
que nos convirtió en adictos a los que ya empezábamos a creernos adultos), la
mejor herencia del modo de entender el espectáculo para todos los públicos al que
Jim Henson dio vía libre a los Muppets (en aquella época, Teleñecos), ¡si en Barrio Sésamo vivían juntos y compartían
habitación (durmiendo en camas separadas, eso sí) Epi y Blas y a ninguno nos
parecía extraño (sólo la perversión adulta, esa “mirada sucia” que sospecha sin
cesar y detecta peligros hasta en los siete enanitos, el buscar tres pies al
gato, las ganas de incordiar un poco -y de hacer guasa-, motivaron que tiempo
después empezase a especularse sobre cuál era la relación que mantenían ambas
marionetas). Qué quieren que les diga, viendo lo que uno ve (o deja de ver)
actualmente, creo que en este aspecto sí que fue mejor cualquier tiempo pasado,
sobre todo porque veíamos estos y otros muchos programas mientras un viejo
reloj cantaba su canción (dabadabadabada) y aprendíamos Historia sin que
resultase árida o un mero ejercicio de memoria (la aprehendíamos, nos
interesaba, nos gustaba, nos moríamos de la risa).