Los fieles conocen de sobra mi afición por
lo audiovisual, lo que dicho así hasta suena más o menos bien, pero me refiero en
concreto a ese gusto e incluso en algunos momentos obsesión por ver lo que se
emitía por televisión cuando era chaval, esa atracción que muy pronto sentí por
lo que aparecía a través de esa ventana (sí, es una metáfora muy manida, pero
¿acaso pensábamos que era otra cosa cuando teníamos tres o cuatro años?), la
algarabía con que recibía los anuncios (¡Ay, cómo hemos cambiado!) a los que,
me cuentan, consideraba “mi aca” (la etimología de semejante “palabro” se me
escapa), lo pronto que me aficioné a consumir las mil y unas historias que se
contaban a través de ese medio, ese hábito que algunos miraban mal llegando a
reprochar a mis padres y, sobre todo, a los tíos (al fin y al cabo, era con
ellos con los que más horas pasaba) la permisividad con la que asistían a
aquella actividad que parecía poco menos un descenso a los infiernos, les
censuraban que propiciasen lo que, según ellos, sería dañino para mi cerebro,
para mi alma, para mi educación, para no sé cuántas cosas más (vamos, que eran
de esos que resumían Don Quijote de la
Mancha diciendo “es un señor que se vuelve loco por leer mucho” -o sea, al
final nada era bueno para estos garantes de la moral y las buenas costumbres,
las que ellos consideraban de ese modo-). Pero el caso es que mi expediente
académico desde aquella lejana y hoy mitificada EGB jamás reflejó los estragos
que pronosticaban esos apocalípticos de salón (nada que ver con aquello sobre
lo que teorizó Eco, por cierto: hago referencia al libro de la Biblia que no se
les caía de la boca porque siempre fueron religiosos por temor y sermoneaban
con amenazas), que nunca fui remolón para levantarme al día siguiente aunque no
me hubiese acostado antes del final de la película, serie o programa
correspondiente (¡Quién me ha visto y quién me ve! -aunque sigo levantándome
más o menos presto cuando suena la alarma, en lo que sí he cambiado es el
número de horas de sueño que preciso para no andar luego cabeceando aquí y
allá-), que aprendí, como tantos de aquella generación, a distinguir rápidamente
la realidad de la ficción, que me enamoré de la capacidad de contar y vivir
historias que les sucedían a otros pero que convertía en propias, que entré en
contacto con un universo inagotable, que leí desde muy pequeño con naturalidad,
como hábito necesario, sin esfuerzo, porque quería saber, experimentar,
conocer, soñar, continuar en contacto con tantos personajes que aparecían en
televisión, porque allí me tropecé por primera vez con Heidi, Marco, Tom
Sawyer, el Cid, los tres mosqueteros (aunque fuera en formato perruno), algunos
de los héroes de Julio Verne, el propio don Quijote, la mayoría de los dibujos
animados se basaban en novelas, en leyendas, en epopeyas que aunque aún no se comprendiesen
o valorasen como lo harían en la edad adulta ya despertaban interés (recuérdese
Ulises 31, algún purista se
revolverá, pero gracias a aquella serie conocimos La Odisea y nos divertimos mucho).
Recuerdo, por ejemplo, a la madre de mi
amigo Joaquín, una señora que siempre quiso aparentar más cultura de la que en
realidad tenía, pacata y rancia como tantas herederas de la tía Tula (ésta sí
se casó –“No nos casamos, Tulita”, nunca una frase ha dicho tanto sin
parecerlo, ha denunciado tanto sin que los acusados se den cuenta, sólo una
actriz como Julia Gutiérrez Caba podía insuflar tanta alma a un lamento tan
concreto-, pero por lo demás reproducía a la perfección los vicios que se
pregonaban como virtudes que tanto daño han hecho y tanto atraso han provocado
-y aún pueden sufrirse los efectos, aún continúan activos en demasiados
lugares-), ella quería que su hijo fuese brillante en los estudios, pero el
muchacho no pasaba del aprobado, no le interesaban los libros más allá de la
colección de Los Tres Investigadores, sin embargo le prohibía todo lo que
oliese a subversivo, irreverente, sexual, peligroso, inmoral, todo lo que a
ella le pareciera susceptible de ser condenado a la hoguera (es el capítulo del
Quijote en el que muchos se han
quedado y sin profundizar en lo que se cuenta, sin contextualizarlo), no le daba
demasiadas opciones para interesarle por el saber, sólo lo que a ella le
parecía correcto, y así puso muy mala cara cuando le llevé algunas novelas
policiacas que Joaquín me pidió prestadas para el verano y la edición que tenía
de El cartero siempre llama dos veces traía
en la cubierta un fotograma de la versión protagonizada por Jessica Lange y
Jack Nicholson (no era la escena de la cocina, pero sí era un momento de abrazo
y pasión -el rostro de Jessica y la nuca de Nicholson-), saltaron las alarmas,
la señora demostró que no sabía qué demonios era aquel librito por mucho que
Lana Turner hubiese convertido en legendaria una cinta más ajustada a sus
cánones de tolerancia y que adaptaba también el texto de James M. Cain. Los que
teníamos la fortuna de poder ver Vacaciones
en el mar (hubo una época en que se emitía por las noches) o Starsky y Hutch contábamos al día
siguiente en el colegio lo que había pasado en el capítulo y, así, la buena
señora nos sorprendió en una ocasión en que Joaquín me pedía que le contase qué
había pasado en Hombre rico, hombre pobre
(la segunda parte) y entró en pánico mientras decía “Óscar, no debes ver
esa serie porque habla de una América corrupta”, lo que me llevó a pensar que
ella la veía (igual lo consideraba tanto una obligación -vigilar por el
bienestar de los demás, advertir del peligro- como una penitencia), y en todo
caso nunca supe por qué era malo que uno supiera de los manejos de los
prohombres, que fuese descubriendo que el mundo no es de color rosa, al margen
de que aquello era un folletín entretenido, no se tomaba al pie de la letra, en
el que uno, aunque ya fuese espectador avanzado, se quedaba con lo básico y
ciertos matices los comprendió con el tiempo (hay, por cierto, muchas sorpresas
cuando se revisan series que tuvieron gran éxito en los 70-80, que las señoras
seguían con enorme interés y que no provocaron comentarios escandalizados,
productos considerados de calidad exquisita, hablamos de Yo, Claudio, Retorno a
Brideshead o La joya de la corona, o de la poca sorpresa, más allá del
primer impacto, que supuso que Dinastía tuviese
un personaje abiertamente homosexual, personaje con que todo el mundo
empatizaba y al que se defendía de la violenta incomprensión de su padre).
Unos de los más críticos con mi pasión
televisiva eran los Cela, aquellos amigos de los tíos que durante muchísimo
tiempo venían de visita todos los domingos, con los que había que
confraternizar sí o sí (no es ahora momento para saldar viejas deudas: me
callaré el modo en que devolvieron la amistad sincera de los tíos
-especialmente ella, Luci, que quedó viuda en 1992-, aunque sé que terminaré
por explicar detalladamente lo que tanto me duele porque se lo hicieron a
personas que me importan), que vivían en permanente competición porque sus
hijos (cuatro) fuesen los más amorosos, los más ideales, los más guapos, los
más perfectos, con una hija mayor (Lucita, siempre con ese diminutivo castrador
y reduccionista a modo de burbuja que la mantuviera incólume, pura,
resguardada, alejada de la perversión que aguardaba emboscada en cada esquina)
que se llevó prestado El amante de Lady
Chatterley por consejo del tío Miguel y lo devolvió espantada sin haberlo
terminado, sorprendida de que alguien pudiese disfrutar con “tamaña pornografía”
(creo que esto pasó no más de un año antes de que la muchacha se casara, pero
aún era doncella mental -y lo siguió siendo-), después venía Javi (de quien,
honestamente, siempre he pensado que era homosexual, un tipo bastante sanote y
un tanto al margen del influjo familiar, buen hijo y hermano pero muy independiente),
luego venía Emilio, que era de mi edad, y después José Mari, también llamado
Josito (lo de empequeñecer a la gente se les daba fenomenal), el pequeño, al
que más había que cuidar, el que no podía ver la escena de cama de Oficial y caballero pero sí Rambo u otras películas de acción en las
que la gente saltaba por los aires o sucedían matanzas muy sangrientas y explícitas
(antes de seguir, permítaseme otro paréntesis para de algún modo cerrar uno de
los muchos círculos iniciados en el presente texto: en uno de los muchos
veranos que compartimos en una casa que los Cela tenían en Morata de Tajuña,
repusieron la primera parte de Hombre rico,
hombre pobre, aquella que hizo popular al malvado Falconetti, y no hubo
ningún problema para que los chicos la viésemos -en mi caso por segunda vez- y
luego Emilio y yo jugamos mucho tiempo a reproducir la famosa secuencia de la
pelea entre Nick Nolte y William Smith, se ve que lo de la América corrupta les
quedaba muy lejano o que no tenían los mismos parámetros que la madre de
Joaquín en lo que a detección de peligros se refería). Y el caso es que Emilio
era más alto, más fuerte, más varonil, más hábil, pero un nefasto estudiante, y
eso es algo que nunca me ha importado a la hora de hacer amigos o sentirme
cercano a compañeros de clase, de hecho mi supervivencia en aquel mundillo en
que tantos hacen burla de tu amaneramiento (y de ahí para arriba), que nunca
sufriese el acoso y extorsión que tantos han vivido, que el colegio no fuese un
lugar hostil más allá de lo poco que apetecía ir lo propició en gran parte mi
camaradería con los considerados machitos, con algún que otro repetidor, con
los que el profesorado tildaba de gamberros, con los menos modélicos (Salas,
Quintín, Manolo, ¡qué buena gente!); volviendo a Emilio, nunca olvidaré el modo
en que Luci, su madre, jactanciosa y soberbia como sólo ella podía ser, altiva
y enfática, olvidando lo mucho que me amonestaba por ver tanta televisión “con
el daño que hace” (como si hubiera dejado de leer, de estudiar, de sacar las
mejores notas del colegio -perdón si parezco presuntuoso, quien me conoce sabe
que sólo lo expongo como dato-), fingía un orgullo desmedido, aunque no podía
evitar la hiel que se escurría entre sus dientes, cuando anunciaba que Emilio
iba a cursar estudios de FP en lugar del Bachillerato, “cada cual tiene que
hacer aquello para lo que vale o lo que le gusta”, repetía una y otra vez
convenciéndose, pensando que los demás le señalaríamos con el dedo como ella sí
hubiese hecho en caso contrario, y el caso es que nadie lo veía mal (aunque
luego sí hiciésemos algunas risas con el tema -las máscaras iban cayendo, de
aquella un servidor ya tenía catorce años, fue el tiempo en que leí, por
ejemplo, El Padrino, Lo que el viento se llevó y, ¡oh,
maravilla!, Madame Bovary, ya no me
las daban con queso tan fácilmente ni me callaba tanto, también los tíos se
fueron desengañando aunque los quisieron siempre, sobre todo a Paco, pilar
fundamental para que la relación se mantuviera fluida-).
El caso es que, como tantas veces, me he
dejado llevar en lo que preví como prólogo, como exordio al asunto sobre el que
realmente quería escribir: la programación infantil (y la otra) que se emitía
en televisión cuando los cuarentañeros de ahora teníamos cinco, seis, doce o
quince años, centrándome especialmente en Las
aventuras del hada Rebeca, como tardío homenaje a quien siempre adoraré
como Conchita Goyanes, también de paso como recuerdo a su realizador, Miguel
Picazo, serie que he vuelto a ver tanto tiempo después gracias a la web de RTVE
y que me ha hecho evocar (aunque las tengo muy presentes) tantas tardes
dichosas después del colegio, con los deberes ya hechos o interrumpidos para
merendar, esas jornadas en las que empecé a soñar, algo que no he dejado de
hacer, pero creo que por hoy ya he abusado bastante de la paciencia y confianza
de los lectores, por lo que volveremos sobre este tema en concreto en una
próxima melodía que el arpa ya tiene trenzada entre sus cuerdas.