Hay quien nace para ser icono, para crear
escuela, en realidad para convertirse en alguien único en su especie, un
torbellino de pasiones difícil de igualar (no digamos de superar), una voz
diciendo sin censura ni medias tintas lo que muchas veces hemos sentido brotar
en el corazón, los escalofríos que han recorrido nuestro cuerpo, las hormonas
que se nos han alborotado hasta perder el oremus, una mujer clara, plena y
orgullosamente sexual, llamando a las cosas por su nombre, revolucionando un
panorama que aún tenía mucha naftalina que quitarse de encima, rompiendo
moldes, yendo más allá de donde algún osado se había atrevido a llegar,
ganándose rápidamente la aquiescencia y complicidad de aquellas que se
sintieron reivindicadas porque, más allá de los sueños húmedos, de las
calenturas, de los éxtasis carnales, se trataba de no ocultar lo que no debe
dar vergüenza, no era exhibicionismo como algunos acusaban para seguir
ejerciendo su supuesto derecho a la condena, tan sólo quitarse de encima un
pesado fardo, una mala conciencia que no correspondía, ser “libre, libre” como
muy bien decía María Jiménez en esa canción que es, ya sólo en su título, una
absoluta declaración de intenciones, una rebelión, una transgresión necesaria,
un soltar amarras y lastre, un magnífico ejercicio de emancipación (y que
también sirve para los hombres, para igualar, para desterrar pesados estereotipos,
para no constreñir, para borrar jerarquías que muchos no deseaban), es decir, Háblame en la cama (¡Qué grande lo de “dime
pequeñeces, dime que tú te creces cuando estás conmigo”!).
María Jiménez triunfó por su desenfado, por
su voz rota capaz de pasar de la sensualidad más pletórica, del goce sexual
explícito, al desgarro más doloroso, por una garganta poderosa para las
lágrimas como para el desprecio, por su condición indiscutible de emblema, de
bandera que en algún momento cualquiera (sin distinción de sexo) querría
enarbolar, por esas canciones que inevitablemente devienen en himnos, porque
uno se las echa al coleto y se queda como nuevo, porque el despecho, el llanto
y la rabia son el mejor alimento para que el coraje, el tronío, la raza
encuentren cauce y se desborden en el escenario, porque las humillaciones
recibidas no pueden quedar sin satisfacción, porque bastante silencio se ha
impuesto, porque “aún yo soy mejor persona, pues no quiero hacerte daño. Sólo sé
que no te quiero: mi amor se fue con los años”. María Jiménez es una artista
capaz de transformar canciones escuchadas hasta la saciedad en una constante
novedad (nunca deja de sorprender, siempre hay algún quejío que no recordábamos, alguna inflexión que cobra un nuevo
significado), algo especialmente notorio cuando versiona (cuando hace suyos)
temas de otros y les insufla nueva vida, les incorpora otro aliento (otro
suspiro, otro gemido), piénsese en cómo atacó el Me muero, me muero que es oro puro en la voz de Olga Guillot (una que
en eso de escupir la letra es maestra absoluta, referencia imprescindible,
feminismo práctico, “te odio tanto que yo misma me espanto de mi forma de odiar”
-¡Ay, ese “bravo” remarcando las labiales, sobre todo la fricativa, como si “b”
y “v” tuvieran en castellano un sonido diferente!-), en cómo, nunca mejor
dicho, puso toda la carne en el asador, cabalgó vientre con vientre y el sudor
impregnó las palabras, pero más allá de lo obvio porque la composición de
Lolita de la Colina se presta fácilmente al añadido de picante y se presenta
como el mejor escenario para la Jiménez, María tiene, por ejemplo, una versión
de El rey de José Alfredo Jiménez que
deja en pañales a las demás, incluso a la canónica a cargo de Vicente
Fernández: acompasada por unas palmas suavecitas, una guitarra que sabe cuándo
callar, un jaleo que susurra (sí, aunque parezca un oxímoron es lo que sucede:
se mantiene en un bendito y prodigioso segundo plano, acompañando y no
invadiendo -o dificultando la escucha-) pero imprime carácter, la intérprete
juega con su voz, musita, recoge, lanza, repliega, estira, añade una cierta
melancolía, despega con ímpetu, pasea la canción, se adueña de ella, pone el
corazón a mil (y, al igual que se escucha en la grabación, uno sólo puede decir
“¡Me encanta, María, me encanta!”).
Y lo mejor de Rosalinda Galán es que no
pretende imitarla, aunque el espectáculo se subtitule “quiere ser María Jiménez”,
ella lo que hace es ponerse bajo sus auspicios, reconocer su magisterio, devolverle
el foco, recoger el testigo, tomar estas Canciones
de carne (así se titula lo que aún puede verse en la sala Off del Teatro
Lara este fin de semana -sólo anuncian funciones hasta el domingo 14, ¡dense
prisa!, aunque es de imaginar/desear que reaparecerá en la cartelera, bien en
el mismo recinto o en otro-) y desplegar sus talentos, alimentar su arte con
unas vitaminas que no han perdido ni un ápice de su poder regenerador, gritos
de libertad que no pueden ser acallados, testimonios que no deben reprimirse,
inyecciones de ánimo que el público recibe con agrado, con implicación, letras
que se convierten en propias y que Rosalinda Galán sabe transmitir con emoción,
con verdad, con una garganta juguetona y exultante que sabe pellizcar cuando
conviene “allí donde más duele”, magníficamente acompañada por dos músicos (Jesús
Garrido y Raúl García) que demuestran conocerla a la perfección porque
anticipan dónde va a tomar aire, dónde va a frenar, dónde vendrá el siguiente
desgarro, dónde el guiño cómplice hacia la platea, al servicio de la arista,
dejando clara su calidad en ese saber acoplarse a la voz y tejer el manto
adecuado para su lucimiento. Aunque la dramaturgia puede resultar un tanto
confusa para quien no conozca la biografía de María Jiménez, aunque en algún momento
puede parecer un estorbo, un empeño a toda costa por dar una línea narrativa a
lo que en realidad no lo precisa tanto (basta con lo que las propias canciones
expresan, no hace falta subrayar el paralelismo entre una artista que busca su
propia voz gracias al ejemplo musical y vital de otra), los colores y matices
que Rosalinda imprime a cada tema, su despliegue de energía, su inagotable
fuerza, su presencia contundente, su hondura cuando hace falta y su gracejo
cuando hay que ir al otro extremo, todo sumado crea una atmósfera de la que es
imposible escapar y en la que uno se siente a gusto y contento, bien por dejar manar
las heridas que puedan quedar mal restañadas, bien por liquidar deudas y cobrar
los intereses (o por descubrir que no se debe pagar por las deudas ajenas, por
mucho que haya mamarrachos empeñados en echar las culpas a las víctimas,
lavándose las manos con cinismo cruel -o simplemente con crueldad-, bien porque
reconocer que “cada vez son más tristes las canciones de amor” hace que ya lo
sean un poco menos, que no demos más importancia de la debida a algo mágico
pero sin lo que se puede vivir perfectamente, y no por conformismo o
incapacidad para encontrarlo/mantenerlo, sino por decisión propia, aprendiendo
de los errores (propios y ajenos), detectando afectos ficticios, palabras que
se lleva el viento, recuperándose del zarpazo y consiguiendo que el mundo sea
otro. Hay que agradecer a Rosalinda Galán que haya recuperado este repertorio,
que haga este sentido homenaje a María Jiménez, que la devuelva a la actualidad
en la única faceta en que nos interesa (como artista), que busque las
cosquillas a unas letras que aún tienen tanta pertinencia como la que dice “yo
no sé matar, pero quiero aprender para disipar todo el mal que me has hecho” o
ese esplendoroso grito, también debido al enorme José Alfredo Jiménez, que
supone Vámomos, “donde nadie nos
juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal”. ¡Brava(s)!