Ya hemos sobrepasado el ecuador de 2016, año
en que se cumplen 400 años del fallecimiento de Miguel de Cervantes y William Shakespeare
(en el año sí se ponen de acuerdo los estudiosos), y gran parte de las energías
que podíamos, que aún podemos gastar en celebrarles como merecen, es decir,
leyendo su obra, conociéndola, compartiendo con otros la experiencia, viendo,
si es posible, alguno de los espectáculos inspirados por sus textos que están
representándose aquí y allá o recuperando versiones anteriores que hayan sido
inmortalizadas (al margen, claro, de las cinematográficas o televisivas), interesándonos
sin esperar a nada ni a nadie, sin que haya que imponer nada, como tantas veces
la fuerza (y la impostura, quedando bien -o pretendiéndolo- pero sin buscar
soluciones que, en realidad, poco o nada importan) se nos va por la boca y, en
lugar de predicar con el ejemplo, de actuar, de poner remedio a lo que
denunciamos, todo se nos va en señalar la diferencia que hay entre el trato que
el Bardo (y sólo denominándole así se sabe de quién hablamos) recibe en esas
islas que quieren alejarse aún más de Europa (bueno, parte de sus habitantes
llamados a votar) y el modo en que Cervantes es en España una mera referencia
que algunos sueltan venga o no a cuento para parecer más cultos, más volcados
con la difusión cultural, para acusar a otros de desidia, de ignorancia, de
menosprecio, pero sin seguir el ejemplo quijotesco (¡Qué mejor homenaje!) de “desfacer
entuertos” y enfrentarse a gigantes que no pasan de ser molinos de viento
disfrazados, tan poco interesados en los libros (sólo se quedan con aquello de
que pueden llegar a secar el cerebro y, así, creen que el propio Cervantes cimienta
su rechazo a la letra escrita) que ni presentan batalla, miran con displicencia
y por encima del hombro a estos románticos que optamos (así lo dicen) por mirar
hacia otro lado “con la que está cayendo” cuando son ellos los que, al no posar
su mirada ni siquiera fugaz y esporádicamente sobre novelas, poesías, ensayos,
obras de teatro, destruyen conocimientos, tradiciones, leyendas, memorias, referentes,
experiencias, poca utilidad pueden tener para el desempeño de la cosa pública
si no prestan atención a lo que divierte, entretiene y, además, enriquece,
ayuda a discernir, a dilucidar, a pensar por uno mismo, a participar, a ser (y
estar). Y mientras nos damos por satisfechos (dicho con toda la ironía del
mundo, aunque los hay que lo consideran suficiente) con dos o tres actos casi
producto de individualidades o con la repetición de la lectura continuada de Don Quijote de la Mancha en lo que se ha
transformado en un acto social, una rutina, suceso que se trivializa,
oportunidad que se desperdicia, empeño vaciado de ambición y contenido,
actividad que lava conciencias pero deja poco calado, los ingleses (los
británicos en general, pero conviene recordar -y más a/con ellos que son tan
poco dados a compartir lo que consideran propio- que Shakespeare nació en una
ciudad que está a unas dos horas de carretera desde Londres), los anglosajones
si queremos ser más precisos y hacer referencia a los orígenes de lo que hoy
conocemos como Stratford-upon-Avon, da igual el gentilicio empleado para hacer
hincapié en el modo en que cuidan, protegen, respetan, admiran, nacen rindiendo
pleitesía a su cultura, a las artes, a lo que perciben y reivindican como
propio, a lo que transmiten con naturalidad y sencillez, a lo que llevan insertado
en el ADN, a cómo parecen conocer desde la cuna versos, parlamentos, historias,
ficciones, cómo sus autores, los que sienten como tales, forman parte de su
cotidianidad sin imposiciones.
Y aunque haya algún purista que se ha
llevado las manos a la cabeza (antes de conocer los resultados, siendo injusta
y reaccionariamente apriorístico, queriendo hacer valer su superioridad intelectual),
es muy estimulante que surjan iniciativas como The Hogartgh Shakespeare que
propone a autores contemporáneos que creen una novela (al menos, todos los
seleccionados son celebrados o populares como novelistas) tomando como base,
partiendo de una de las obras de Shakespeare. Javier Marías fue invitado a
participar pero declinó la oferta (algo de lo que uno se congratula,
honestamente, porque sus novelas agotan e irritan, su monumental ego se impone
en cada palabra, todo es rimbombante, un ejercicio de estilo a ratos abstruso,
un dar vueltas alrededor de una idea o frase durante interminables páginas) y
se marcó uno de sus artículos indignados y pedantes (aunque en esa faceta suele
resultarme interesante, de vez en cuando asoma el Marías que no aguanto, el
jactancioso y prepotente) pretendiendo sacar los colores a los promotores de la
idea porque “no es posible mejorar a Shakespeare”; veamos, uno está muy de
acuerdo en que no todo vale y en que no se pueden cometer los crímenes que
algunos llaman versiones y que, por desgracia, tanto abundan, que si quieres ir
por otro camino puedes hacerlo, que en realidad queda poco o nada por inventar,
que todo es revisión, actualización, puesta al día, cuando no directamente
plagio (y, lo peor, muchas veces sin revelar las fuentes -lo del secreto
profesional en este sentido sólo sirve para los periodistas-, tomando al
público por ignorante, creyendo que nadie va a darse cuenta, que nadie va a
decir en voz alta que el emperador lleva sus vergüenzas -porque en este caso lo
son- al aire), pero aquí no se trata de enmendar la plana a quien no lo
necesita sino de reconocer su magisterio, su influencia, su caudal inagotable,
nadie quiere “el Hamlet (u Otelo o Ricardo III, pongan la que prefieran) del siglo XXI”, sino tomar
esos textos para que cada autor fabule, recree, sea infiel, busque su propio
camino usando a Shakespeare como trampolín, como impulso, como guía (y
reconociéndolo, pero sin llamar Romeo y
Julieta a lo que no lo es -¡Ay, esos “modernos” que se amparan bajo el
prestigio del amigo William pero si en la rueda de prensa se les hace una
pregunta sobre el teatro isabelino se burlan porque “anda que no eres antiguo”!
¡Pues no lo llames Tito Andrónico,
inventa algo en lugar de vivir de lo de otros y estropearlo, afearlo,
manipularlo, hacerlo irreconocible!-).
Aunque el primer título editado ha sido Shylock is my name de Howard Jacobson
(no hace falta decir cuál ha sido la obra encomendada, ¿verdad?), ojalá
aparezca pronto aquí y, así, comience a ser traducido al castellano un autor
que suele recibir muy buenas críticas, en España el proyecto ha empezado a ser
publicado por Lumen con la aparición de El
hueco del tiempo en que Jeanette Winterson hace una interesantísima y
magnífica relectura de Cuento de invierno,
logrando una novela que sacude, que impacta, que sorprende, da igual lo cercano
o lejano (o desconocido) que se tenga el original shakesperiano aunque se esboza
en las primeras páginas, algo que podría no ser necesario, que pudiera pensarse
redundante, como ya se dijo cada obra tendrá validez por sí misma, Shakespeare
es la excusa y también el punto de llegada, pero por otro lado supone toda una declaración
de intenciones de la autora, quien no va a despegarse demasiado del Bardo, pero
se va a permitir osadías que, de alguna manera, están en el origen, conviene
tener claro que estamos en el terreno de una obra que se remata “sin
explicación, advertencia ni interpretación psicológica alguna”, que todo queda
a merced de ese tiempo que a veces no sabemos si pasa, que otras sentimos
detenido por lo que entramos en nuestro propio oxímoron (para qué hablar si lo
que pedimos es “tiempo muerto”, ¡si lo suyo es pasar!), que tiene boquetes en
su transcurrir, que nos arrastra pero al que podemos plantar cara (sobre todo,
inconscientemente). Con una prosa poderosa y certera, alternando diálogos muy
picados que confieren un ritmo trepidante con momentos poéticos, oníricos,
remansados, escurriéndose por los huecos de la narración, Winterson no concede
tregua y demuestra con brillantez que no importa conocer (o intuir gracias al
esquema inicial) la conclusión para pasar páginas con emoción y asombro,
abriendo las ganas de regresar o visitar por primera vez Cuento de invierno para constatar su modernidad, su osadía, su
genialidad, la obra que la autora de Manchester no ha copiado y pegado sino que
ha interiorizado, hecho propia, habitado, asimilado, sin duda disfrutado, se la
ha quedado para siempre y, qué suerte la nuestra, la ha transformado y
recreado, la ha contado a su manera, ha expandido el universo shakesperiano y,
al mismo tiempo, ha establecido vasos comunicantes con Robert Lowell, poeta del
que elige unos versos como pórtico a la narración: “Pasados los cincuenta,
descubrimos con sorpresa / y una sensación suicida / que aquello que nos
propusimos y en lo que fracasamos / podría no haber ocurrido / y ha de hacerse
mejor”.
Por mucho que Javier Marías no termine de
asimilarlo, al igual que tantos nos interesamos por Homero gracias a Ulises 31 (eso por no hablar de lo mucho
de Shakespeare que hay en el origen de lo que hoy llamamos Star Wars), para devolver a cada uno lo que es de cada uno (todavía
los hay que tildan de “original” a George R. R. Martin o aquello en que los
guionistas televisivos han convertido Juego
de tronos), bien está que autores que tienen un buen número de seguidores
en todo el mundo tomen al Bardo como referente sin que les duelan prendas,
siempre habrá algún curioso que vuelva los ojos hacia el origen, siempre hay
lectores inquietos que no dejan de buscar y cierran círculos. Aunque uno es un
tanto escéptico con respecto a lo que puedan hacer Gillian Flynn y Tracy
Chevalier (tal vez den la campanada al abandonar su zona de confort, si es que
se atreven a ello), empiezo a frotarme las manos (ambas son, además, autoras
que publica Lumen en nuestro país) puesto que ya se ha publicado en inglés Vinegar Girl, título entre irónico y
cáustico (la traducción literal es “chica vinagre) con que Anne Tyler homenajea
La fierecilla domada y se anuncia
para octubre, también en su idioma original, Hag-Seed, el modo en que Margaret Atwood ha interpretado La tempestad (¿Será una señal la fecha
de su publicación, muy cercana al momento en que la Academia sueca anunciará el
nombre de la persona galardonada con el Nobel de Literatura 2016?).