Sí, claro, sobre el gusto siempre queda
algo por escribir, es un asunto muy particular, pertenece a cada cual, se va
variando con el tiempo, se suman cosas que agradan, aparecen otras muchas que
se rechazan, a veces se argumenta con solidez, otras es un arrebato, un
impulso, una atracción irresistible, una dentera incontrolable, nadie es más
que nadie por elegir o no un libro u otro, preferir esta película o ignorar los
nuevos trabajos de aquel artista. Uno tiene fama de ser muy lapidario,
tremendista, a ratos desmesurado en mis afectos y desafectos, cierto es que en
ocasiones dejo hablar al espectador, al lector, al receptor, que expreso mi
frustración al haber pagado por una entrada y sentirme estafado, es verdad que,
incluso recubierto de la profesión, ejerciendo un análisis que se pretende
sosegado, ecuánime, reflexivo y reflexionado, soy capaz de recurrir al lenguaje
más incendiario (siempre procurando hacer justicia con el género en sí -es
decir, la crítica- y con aquellos que han tenido a bien otorgarme su confianza
y esperan comentarios sinceros, propios, reconociendo filias y fobias pero
intentando explicarlas o, cuando menos, dejarlas claras, que no haya intereses
creados -y ocultos- que varíen el curso de mi escritura, que lo personal no
invada lo artístico, que nadie pueda decir que, de una forma u otra, me limito
a propagar lo que otros quieren), pero creo que esa es nuestra labor,
transmitir las sensaciones experimentadas, explicarnos como lectores (en el
caso que hoy nos ocupa), tender puentes hacia aquellos que también lo han
probado, tal vez invitar a adentrarse en un universo literario o a abandonarlo
(o ni siquiera intentarlo, depende del grado de complicidad que hayamos
desarrollado con alguien y de lo que la experiencia nos dicta). Y todo viene
por varios comentarios que he leído o escuchado aquí y allá al hilo de la
concesión del Premio Cervantes 2016 a Eduardo Mendoza, recrudecidos y
aumentados en el momento en que aceptó el galardón en la Universidad de Alcalá
de Henares el pasado 20 de abril, especialmente hirientes aquellos que,
simplemente, decretan que no merece tal distinción y se lanzan a enumerar a
otros que para ellos hubiesen debido ser laureados, estableciendo jerarquías,
haciendo pasar su querencia o predilección por baremo suficiente, mezclando
churras con merinas (cada uno de nosotros lleva dentro un jurado, pero solemos
recriminar a éste aquello en lo que caemos, es decir, ¿por qué Mendoza sí y no
sé quién no? Más allá de los gustos de cada uno, ¿cómo comparar y escoger, así
sin más, en bloque, entre el premiado este año y, por ejemplo, Fernando del
Paso, su antecesor en tal honor?); hay quien se limita a unas frases rotundas y
ya está, no explican sus razones (si las tienen), tan sólo resulta que fulano
es muy superior a esta medianía “que no es para tanto” (y se habla de esa
gloria literaria que uno no tiene claro qué es -por fortuna, así seguimos
leyendo y descubriendo, asombrándonos, emocionándonos, sin obligaciones ni
tributos que pagar- ni mucho menos cómo se mide), hay quien se pone a disertar con
frases rimbombantes cogidas aquí y allá (también hay, por supuesto, quien es
capaz de justificar y defender su postura con soltura y acierto e incluso
brillantez -aunque no se comparta su argumentación o se pueda esgrimir una
contraria-), ahorcándose en su propia soga porque dejan al descubierto su
verdadera intención, la de creerse superiores (y algunos no tiene recato en
decirlo bien alto) porque leen a autores “de mayor nivel”, se supone que de
mayor calado, de más hondura, de raíz puramente literaria (¿No venimos todos
del Cantar de Mío Cid? ¿Hay algo más
popular y extendido que eso? ¿No es esa, ya que nos ponemos, la raíz? ¿Sólo la
hay si nos ponemos exquisitos, culteranos, elitistas, si nos dirigimos a “lectores
inteligentes”?).
Eduardo Mendoza tiene un defecto para muchos,
vende demasiado, gusta a los jóvenes, escribe novelas ligeras (la mayoría
tienen varias capas, cada cual puede quedarse en la que le satisfaga, pero lo
que prevalece es el tono irónico, burlón, a ratos sardónico, el noble deseo de
que el lector se lo pase bien, suelte algunas carcajadas muy sonoras), es muy
conocido, es cercano, amistoso, no se da importancia y es lo que tantos
aprovechan para quitársela. Una escritura sencilla y limpia, de fácil acceso,
no implica que no esté elaborada (todo lo contrario) o que el contenido sea
simple, al margen de que Mendoza alterna obras de evasión con textos poliédricos
y trabajados con mimo de orfebre, de hecho su debut (su esplendoroso debut) fue
La verdad sobre el caso Savolta, un
libro que estudiamos en la Universidad hace ya un porrón de años, su título más
emblemático es La ciudad de los prodigios,
incluso a la hora de hacerse con el Planeta dejó de lado a su detective sin
nombre para ofrecernos Riña de gatos. Madrid
1936, El año del diluvio es una
joyita, una pieza de cámara que puede leerse como un folletín (aunque breve) y
que actúa en el lector a ritmo pausado, tampoco llego a comprender por qué ese
desprecio hacia la serie inaugurada con El
misterio de la cripta embrujada, cuando esta jocosa novela y su secuela, El laberinto de las aceitunas, ganaron
muchos lectores para la causa en mis años de bachiller (efecto similar al que
consiguió después Sin noticias de Gurb).
Podría caer en el mismo vicio que otros y citar unos cuantos nombres de gentes
que no me gustaría ver galardonados en sucesivas ediciones, autores con los que
he bostezado, me he hartado, he tenido incluso que leer cómo voces consideradas
autorizadas se burlaban de aquellos que reconocían sin apuros no haber sido capaces
de terminar este libro o aquel, escritores que no me transmiten más que hastío,
poseedores de un vocabulario inagotable al que olvidan dotar de emociones (o
son incapaces de hacerlo, no sé), pero no, prefiero emparentar a Eduardo
Mendoza con Elena Poniatowska, Ana María Matute, Francisco Umbral, Torrente
Ballester, Sánchez Ferlosio, Ernesto Sábato, Juan Marsé, Rafael Alberti, Buero
Vallejo, Miguel Delibes, claro que en el listado de Premios Cervantes quitaría
a algunos para poner a otros, que hay autores que me entusiasman sólo por
algunas de sus obras (tengo, por ejemplo y por no salirnos de Mendoza, un
recuerdo muy etéreo y no demasiado satisfactorio de La isla inaudita, Una comedia
ligera me resultó fallida en algunos tramos), por supuesto que en ocasiones
no he aplaudido la decisión del jurado, pero, al menos conscientemente, jamás
he atacado a los lectores de esos escritores (incluso a esos que, ejerciendo la
crítica -o pretendiéndolo, incluso fingiéndolo-, acarician lomos, doran
píldoras y vuelven a las mismas frases hechas para palmear con -aparente- convicción).
Hay muchas razones personales (algunas han quedado expuestas) por las que uno
se sintió satisfecho por el Cervantes concedido a Eduardo Mendoza, aún más al
escuchar un discurso tan vívido, divertido y evocador que abrió aún más el
apetito para, por fin, lanzarse de una vez por todas a la maravillosa y
demasiado postergada aventura de releer Don
Quijote de La Mancha, un libro en las antípodas de tantos que hoy en día se
glorifican y consideran dignos de premio (de hecho, si les dejasen, el cura y
el barbero lo arrojarían a las llamas y, por lo tanto, ellos mismos dejarían de
existir). Perdón por haber ocupado tanto espacio, les dejo con Eduardo Mendoza:
“No creo equivocarme si digo que la posición que ocupo, aquí, en este
mismo momento, es envidiable para todo el mundo, excepto para mí. Han
transcurrido varios meses desde que me llamó el señor Ministro para comunicarme
que me había sido concedido el premio Cervantes y todavía no sé cómo debo
reaccionar. Espero no haber quedado mal entonces, ni quedar mal ahora, ni en el
futuro. Porque un premio de esta importancia, tanto por lo que representa como
por las personas que lo han recibido a lo largo de los años, no es fácil de
asimilar adecuadamente, sin orgullo ni modestia. No peco de insincero al decir
que nunca esperé recibirlo.
En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y
estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya
veo que me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido
premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la
literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un
género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente
habría que buscar y reconocer en él la excelencia. Pero no soy yo quien ha de
explicar las razones del jurado ni menos aún justificar su decisión. Tan sólo
expresarle mi más profundo agradecimiento y decirles, plagiando una frase
ajena, que me considero un invitado entre los grandes. En el acta que nos acaba
de ser leída, se me honra mencionando mi vinculación con la obra de Cervantes.
Es una vinculación que admito con especial satisfacción. He sido y sigo siendo
un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote.
Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a
sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con
cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector. Pero en mi memoria
quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me gustaría recordar.
Leí por primera vez el Quijote por obligación, en la escuela. En algún
sitio he leído que la presencia obligatoria del Quijote en la enseñanza no pasa
de ser una leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla tiene su excepción. En
nuestro copioso surtido de planes de enseñanza, hubo, tiempo atrás, un curso
llamado preuniversitario, coloquialmente “el preu”, cuyo programa era
monográfico, es decir: un solo tema por cada materia. A los que hicimos
preuniversitario el año académico de 1959/60 nos tocó leer y comentar el
Quijote, tanto a los que habíamos optado por el bachillerato de letras como por
el de ciencias. A diferencia de lo que ocurre hoy, en la enseñanza de aquella
época prevalecía la educación humanística, en detrimento del conocimiento
científico, de conformidad con el lema entonces vigente: que inventen ellos. Las
cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora piso se
llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está, se llama Geografía. Del
mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se
llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de
curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo. El colegio
donde se encontraba esta clase era un edificio vetusto, de ladrillo oscuro,
frío en invierno, en una Barcelona muy distinta de la que es hoy. Por las
ventanas se veían las cuatro torres de la Sagrada Familia tal como las dejó
Gaudí, negras de hollín y felizmente dejadas de la mano de Dios. En la clase de
Literatura nos enseñaban algunas cosas que luego no me han servido de mucho,
pero que me gustó aprender y me gusta recordar. Por ejemplo, la diferencia
entre sinécdoque, metonimia y epanadiplosis. O que un soneto es una composición
de catorce versos a la que siempre le sobran diez. Y allí, contra aquel fiero
rebaño compuesto por treinta adolescentes sin chicas que era la clase del
Hermano Anselmo, arremetió lanza en ristre don Alonso Quijano el Bueno, no sé
si en la edición de Riquer o en la de Zamora Vicente para la lectura, y en la
desmesurada edición de Rodríguez Marín para ir por nota. Porque de esto hace
mucho y el Profesor don Francisco Rico aún no había alcanzado el uso de razón.
La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra
imaginación literaria se nutría de El Coyote y Hazañas Bélicas y las sesiones
dobles del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el Siglo de Oro,
francamente, no. Hay que decir, en nuestro descargo, que en aquellos años, que
Juan Marsé llamó de incienso y plomo, la figura de don Quijote había sido
secuestrada por la retórica oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra
raza y el adalid de un imperio de fanfarria y cartón piedra. También, solo o
con Sancho, a pie o a caballo, se vendía a la gruesa en estaciones y
aeropuertos, y en muchos hogares estaba presente como cenicero, pisapapeles o
apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un aspirante a superhéroe. Pero
entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y a obedecer. Tampoco
nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y con el mismo
entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una tortura dividida en
dos partes. Como es de suponer, de inmediato y casi contra mi voluntad me rendí
a su encanto. Curiosamente, lo que me fascinó entonces no fue la figura de don
Quijote, ni sus empresas y sus infortunios, sino el lenguaje cervantino. Desde
niño yo quería ser escritor. Pero hasta ese momento los resultados no se
correspondían ni con el entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas
son árboles con muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en
escribir, pero no sabía ni cómo ni sobre qué.
La lectura del Quijote fue un bálsamo y una revelación. De Cervantes
aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una
situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso
o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con claridad, sencillez,
musicalidad y elegancia: “Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento
y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron
saco a las alforjas y, sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y
mozo comieron lo que ellas hallaron”. No se puede dar una información más
expresiva con palabras más sencillas y una sintaxis más limpia. Cuál no sería
mi entusiasmo que traté de compartirlo con mi padre, hombre aficionado a la
literatura. Mi padre me escuchó y me respondió que sí, que bueno, pero que era
mejor Lope de Vega. Hasta en eso teníamos que disentir.
Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más tarde. Yo
ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un
licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las
épocas se ha llamado un tonto. Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero
bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el
entusiasmo. Seguía escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos,
en busca una voz propia. Como tenía otros modelos literarios, de mayor
graduación alcohólica, por decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka,
Proust y Joyce), en esa ocasión me atrajo sobre todo el Caballero de la Triste
Figura, su tenacidad y su arrojo. Porque, salvando todas las distancias, yo
aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr mundo, tener amores imposibles
y deshacer entuertos. Algo conseguí de lo primero; en lo segundo me llevé
bastantes chascos, y en lugar de deshacer entuertos, causé algunos, más por irreflexión
que por mala voluntad. Tampoco a don Quijote le salen bien las cosas. También
él se equivoca en el planteamiento. Cree seguir las normas de la Caballería
andante pero es un hijo de Erasmo y de la Reforma. Para él no son las leyes
humanas o divinas las que determinan su conducta, sino la ética personal. Cree
defender a los débiles pero defiende a los rebeldes y a los que luchan por la
libertad, aunque sean delincuentes. Antepone sus deseos a la realidad, y es, en
definitiva, el paradigma del idealismo desencaminado, si esta expresión no es
una redundancia. Poco importa, porque “la gloria de haber emprendido esta
hazaña no la podrá oscurecer malicia alguna”. Y por eso me gustaba. Porque si
Cervantes es hijo de Erasmo, yo era hijo del Romanticismo, y no me atraían los
héroes épicos sino los héroes trágicos. Un héroe épico se vuelve un pelma
cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico nunca deja de ser un
héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí,
no nos ganaba nadie.
La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que
nuestro código civil llama “un buen padre de familia”. Cuando emprendí esta
nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja. Como don Quijote, había
recibido algunos palos, ni muchos ni muy fuertes. Como Sancho Panza, me había
apeado muchas veces del burro. Pero había conseguido publicar algunos libros
que habían recibido un trato benévolo de la crítica y una buena acogida del
público. Hago un paréntesis para decir que, sin quitarme el mérito que me pueda
corresponder, mucho debo al apoyo y, sobre todo, al cariño de algunas personas.
Y creo que sería injusto silenciar, a este respecto, la contribución especial
de dos personas a mi carrera literaria. Una es Pere Gimferrer, que me dio la
primera oportunidad y es mi editor vitalicio y mi amigo incondicional. La otra
es, por supuesto, Carmen Balcells, cuya ausencia empaña la alegría de este
acto. En aquella tercera lectura del Quijote, descubrí y admiré el humor que
preside la novela. Lo que digo puede parecer una obviedad, pero a mi juicio no
lo es. Cuando el Quijote vio la luz sin duda fue recibido y leído como un libro
cómico. Pero los tiempos cambian y aunque el humor es el mismo, nuestra
percepción de lo cómico ha cambiado. En este sentido, en la actualidad el
Quijote ha perdido buena parte de su comicidad. Visto desde mi perspectiva, los
episodios jocosos no son muchos ni muy variados. Hay alguno espléndido, como el
de los molinos de viento, pero el resto repiten un patrón convencional:
confusión y paliza. Una parodia del estilo artificioso de las novelas de
caballerías y varias intervenciones divertidas de Sancho completan el panorama.
Nada de esto desmerecía a mis ojos la calidad de la obra ni rebajaba mi
admiración, pero así pensaba yo. Lo que descubrí en la lectura de madurez fue
que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está
tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre
el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la
complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo
que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo
transforma. Es precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de
relación secreta. Una relación que se establece por medio del libro, pero fuera
del libro, y que a partir de ese momento constituirá la esencia de lo que
denominamos la novela moderna. Una forma de escritura en la cual el lector no
disfruta tanto de la intriga propia del relato como de la compañía de la
persona que lo ha escrito.
Aunque raro es el año en que no vuelva a picotear en el Quijote, con la
única finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el ánimo, lo cierto es
que no lo había vuelto a releer de un tirón, hasta que la cordial e inesperada
llamada del señor Ministro me notificó que me había sido concedido este premio,
y por añadidura en el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las
cosas, pensé que tenía el deber moral y la excusa perfecta para volver,
literalmente, a las andadas. En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos
generales, satisfecho de la vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado
mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y
ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad. Sin embargo, cuando
se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar. En lecturas anteriores
yo había seguido al caballero y a su escudero tratando de adivinar la dirección
que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y sin que en ello interviniera de ningún
modo la melancolía, me encontré acompañando al caballero en su camino de vuelta
a un lugar de la Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a menudo lo
hayamos intentado. Alguna vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si
fingía estarlo para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y
encerrada en sí misma. Aunque ésta es una incógnita que nunca despejaremos, mi
conclusión es que don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está, y
también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencia, le dejarán hacer
cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que
me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están
como una regadera, y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento
de cómo va el mundo. Pero en una cosa le llevo ventaja a don Quijote: en que yo
soy de verdad y él un personaje de ficción.
Una novela es lo que es: ni la verdad ni la mentira. El que lee una obra
de ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se
lo cree todo, va peor. Hoy esto es de conocimiento general. Pero el Quijote es
la primera novela moderna y el pobre don Quijote no ha tenido tiempo de
asimilar los cambios que él mismo trae al mundo. Al contrario, él es el primer
caso certificado de lector demasiado crédulo. No es raro que se haga un lío. Y
así va, hasta que un mal día, en la misma ciudad de Barcelona, donde yo habría
de descubrirlo unos cuantos siglos más tarde, don Quijote visita una imprenta y
allí descubre que en realidad es el protagonista de una novela. Y como ya no
sabe qué hacer a continuación, da media vuelta y regresa a casa. Lo que tampoco
sabe es que su breve periplo, de poco más de un mes, no ha sido en balde. Todo
personaje de ficción es transversal. Va de lector en lector, sin detenerse en
ninguno. Eso mismo hace don Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los personajes
del libro están donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso y
atraviesa fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño
trastorno, pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don
Quijote, hidalgos, venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en
la fosa común de la 9 antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy están
aquí, con nosotros, tan reales como nosotros mismos y, en algunos casos, quizás
un poco más.
Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos
hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato,
en prototipo y en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo
ameno, aunque no necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del
tiempo, la consuman y la recuerden sin pensar, como los insectos que polinizan
sin saber que lo hacen. Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos
confusos e inciertos. No me refiero a la política y la economía. Ahí los
tiempos siempre son inciertos, porque somos una especie atolondrada y agresiva
y quizá mala, si hubiera otra especie con la que nos pudiéramos comparar. La
incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un
cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones
humanas, en definitiva, a nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir
esto no pretendo ser alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser
nocivo, ni brusco, ni traumático.
En este sentido, ahora que los dos vamos de vuelta a casa, me gustaría
discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de
antaño. Sí que los hay, pero son otros pájaros. Ocasiones como la presente
entrañan para el premiado un riesgo inverso al que corrió don Quijote: creerse
protagonista de un relato más bonito que la realidad. Prometo hacer todo lo
posible para que no me ocurra tal cosa. Para los que tratamos de crear algo, el
enemigo es la vanidad. La vanidad es una forma de llegar a necio dando un
rodeo. Es un peligro que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a
solas va escribiendo una palabra tras otra, con mimo y con afán y con la
esperanza de que al final algo parezca tener sentido. La tecnología ha cambiado
el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror que
suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla.
Por lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece
recordatorios de su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva
York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la
camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña,
cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La
camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que
no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el
español… En su momento, esta anécdota nimia me produjo una gran alegría que
nunca se ha disipado. Porque comprendí que habitaba un mundo diverso, rico,
divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son
amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja. Y aquí termino,
repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este premio con profunda
gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que siempre he sido: Eduardo
Mendoza, de profesión, sus labores. Muchas gracias.”