Podría haber fundido este texto con el
anterior puesto que, de alguna manera, ambos empezaron a gestarse casi al mismo
tiempo y están muy relacionados, aunque cada cual merece su sitio, sobre todo
porque la aún llorada (y lo que nos queda) Paloma Gómez Borrero no consentiría
interferir o usurpar el lugar de otra compañera. Me explico: la cita para
conversar con Cristina López Schlichting sobre su primera novela tuvo lugar el
lunes siguiente a ese terrible fin de semana en que tuvimos que tomar
conciencia de que nuestra adorada Paloma había emprendido el viaje del que no
se regresa y, además, se daba la circunstancia de que uno de nuestros variados encuentros
azarosos (y que tanta alegría nos daban a ambos -no es por presumir, pero la
propia Paloma se lo escribió así, y ha quedado el testimonio, a otra colega-) había
ocurrido en un estudio de la COPE durante la emisión de uno de los programas de
Cristina, en concreto aquel en que tuvo la gentileza de invitarnos para hablar
sobre Madres de película (Pablo
intervino telefónicamente porque estaba en Coruña) porque, a pesar de que cada
uno defienda aquello en lo que cree o a lo que vota (o deja de votar), aunque
cada uno tenga su ideología, mi prima la López Schlichting (así le gusta que
nos llamemos, siempre cercana, cordial y llana -y dice toda orgullosa “oye, es
que somos primos”, mientras suelta una de sus sonoras carcajadas-), en contra
de lo que algunos quieren hacer ver, siempre está abierta al diálogo, no cierra
puertas a nadie, no pregunta qué piensas, qué sientes, qué rezas o no, qué
bandera enarbolas e incluso cuál es tu equipo de fútbol si ese no es el asunto
principal a tratar, se interesa, como en este caso, por un trabajo, sin
establecer jerarquías ni levantar muros por pertenecer (o haber pertenecido) a
medios de comunicación diferentes y, en algunos casos y/o momentos, antagónicos
(no fue la única que nos acogió sin tapujos durante la promoción de nuestro
segundo libro mientras que en algún lugar fuimos vetados -también sin tapujos
por más que algunos quisieron disfrazarlo de indiferencia, pero ahí están
algunas peticiones que llegaron a la editorial y cómo se retiraron las invitaciones
o dejó de responderse a los correos electrónicos-, precisamente en un uno al
que tanto entregamos no sólo en lo profesional y en el que, mire usted por
donde, fuimos mal tratados y peor recibidos -especialmente por aquellos que
hubiesen debido sumarse, aquellos que también eran defendidos en 24 horas de un periodista desesperado,
la novela con la que Pablo exorcizó fantasmas y oreó atmósferas viciadas-,
primero por el mero hecho de ser y estar y después por alzar la voz -¿no somos
periodistas? ¿no es eso lo que debemos hacer?-, por señalar lo que estaba mal
-y no fue ni la mitad de lo que hubiese podido contarse y hasta denunciarse-, “casa”
tomada por un virus de endogamia, corporativismo -cuando y con quien conviene o
está afiliado-, cerrazón, sistema de castas y dictadura -impuesta en gran
medida, ya que estamos digamos las cosas como son, por esos que luego se
pregonan como liberales, demócratas, izquierdistas y no sé cuántas zarandajas
más, esos con el trasero bien untado de sindeticón-). Y perdón porque, como
tantas veces, me desvié de lo principal (pero los asiduos conocen las
circunstancias e imagino comprenden que sea inevitable dejarse llevar por la
indignación), sólo se trataba de agradecer a gentes como Cristina que nos
diesen voz para hablar de nuestro libro, que nos prestasen un micrófono y, en
este caso concreto, eso propiciase el reencuentro con una querida amiga (que es
como siempre recordaré y sentiré a Paloma).
Por lo tanto, Cristina y un servidor
comenzamos hablando sobre uno de nuestros nexos, es decir, sobre Paloma (y
reapareció en algunos momentos de la conversación -extensa a pesar de estar en
plena promoción, casi cincuenta minutos que en algún momento sonarán en Destino: Wonderland, ese espacio que nos
ha devuelto a las ondas y que, aunque no reporta ninguna retribución por mínima
que fuese, así están las cosas, nos mantiene activos y en contacto con la
profesión y, eso queremos pensar y así nos lo tomamos, nos sirve como
escaparate y muestra algo de lo que, perdón por la falsa modestia pero ahí
están los programas y los testimonios de los invitados y oyentes, sabemos hacer
y, sobre todo, disfrutamos haciendo-), pero en seguida nos metimos en harina,
es decir, nos adentramos en el debut de Cristina como novelista, empezamos a
desgranar Los días modernos que
recientemente ha publicado Plaza y Janés, no repetiremos aquí lo que podrá
escucharse en su momento y así no agotamos a los leales que vistan este blog,
atienden a los podcasts e incluso (los que pueden) vienen al teatro a ver La voz hermana que Pablo ha escrito y
dirigido, no hay ni que llamarles, esos que tanto tiempo llevan acompañándonos,
pero me apetece, por así decirlo, añadir algo a la entrevista, dejar negro
sobre blanco algunas sensaciones, evocar, como tantas veces, lo que ha supuesto
una grata y a ratos emocionante lectura, al fin y al cabo Cristina habla de
nosotros, de los que fuimos a EGB, de los que nacimos en los 60 ó 70 del siglo
pasado, de los que tenemos algún recuerdo de Franco, de los que queríamos
descubrir algo cada día, de los que nacimos curiosos porque no teníamos Google
(había enciclopedias y diccionarios, había que trabajárselo, había que buscar
las respuestas, no aparecían por arte de magia como ahora), de los que
aprendimos muchas cosas sin dolor ni esfuerzo gracias a la televisión (por
ejemplo, y así me lo señala mi prima, el postismo, pero sin teorizar ni
especular, sin saber su nombre ni necesitarlo para hacerlo nuestro,
experimentándolo y divirtiéndonos gracias a Gloria Fuertes), aquellos chavales
ingenuos que, por otro lado, nos enfrentábamos al mundo más temprano y con
mayor autonomía que ahora (se jugaba en los descampados, se iba a los recados,
te movías por el barrio sin la vigilancia de los adultos -¡Yo hasta iba solo o
con Joaquín a la biblioteca que estaba en Cuatro Caminos!-, ibas al cine con la
pandilla a edad temprana).
Y Cristina ha dado voz a esa generación
sabiendo combinar los pensamientos de una niña de trece años que parece hablar
en presente (en su presente) con la adulta que, hoy mismo, pasa revista a aquel
tiempo de iniciación, con la nostalgia precisa, sin excederse, sin
triunfalismos ni edulcoraciones, equilibrando a las dos Amelias con acierto
para transmitir con viveza lo que fue un paisaje cotidiano que, con las
particularidades de cada uno, reconocemos como propio los que fuimos niños en
aquellos años en que, efectivamente, cada transformación, por mínima que fuese,
nos parecía lo más y nos hacía sentir terriblemente modernos, ansiosos por lo
siguiente, envidiando a quien se podía permitir estar a la última, siendo
mirado con una cierta admiración cuando contabas que el tío Miguel había
comprado una televisión en color (en la época en que programas como El recreo aún se emitían en blanco y
negro), sin poder evitar morirte de risa al recordar que de la primera que
llegó de la tienda sólo obtuvimos humo, allí estábamos Iván, el nieto de la
señora Matilde, y yo, tan ilusionados, esperando que el tío y Gregorio, el
padre de Iván, terminasen de enchufar, comprobar que todo estaba en su sitio,
siguiendo las indicaciones recibidas, venga, que ya se puede encender, la
pantalla sigue en negro, parece que hay que esperar a que se caliente un poco,
claro que lo hace, no veas cómo, al minuto o así empieza a salir humo del
aparato que, eso sí, no ha hecho ni un amago de iluminar la pantalla. Aventuras
de este calibre son las que Amelia, la protagonista, vive en Los días modernos, ese tiempo en que el
hecho de que la Nancy no tuviese bragas daba para todo un tratado (sobre todo
porque nadie quería explicarlo, incluso se obviaba el comprensible
requerimiento, la lógica extrañeza de una niña bien educada que se mudaba de
ropa interior cuando tocaba) y podía ocupar días enteros mientras se intentaba
resolver el misterio, aquellos días en que el Festival de Eurovisión se vivía
con una intensidad que ríase usted de lo que organizan ahora, pude evocarlo en
su momento junto a Beatriz Pécker cuando me pidió una sección para celebrar
(entonces) los cincuenta años de TVE, nos dejaban quedarnos levantados hasta
que terminaba, nos sentíamos especiales porque veíamos lo mismo que el resto de
Europa (o de países participantes, tampoco nos poníamos precisos), queríamos
ganar por orgullo, por poder alardear de haber sido testigos del triunfo, uno
de mis primeros recuerdos es Peret, aunque se me pierde un poco en las brumas
de mis cuatro años, soy más consciente de haber visto al año siguiente a Sergio
y Estíbaliz (y pensar que aquello era muy divertido porque no paraba de salir
gente a cantar), ese 1975 que aparece en la novela cuando Amelia, sin saberlo
(ni yo tampoco hasta ahora), se convierte en la precursora de aquella otra
sección con la que tan buenos ratos pasé primero con Beatriz y luego en uno de
los veranos de Afectos en la noche,
esa que tantas veces preparaba muerto de risa junto a Pablo, aquel Al pie de la letra en que,
sencillamente, poníamos atención a lo que tantas veces cantamos sin ser
conscientes de lo que se está diciendo (di que sí, Amelia, ¿cómo nos ponemos a
hablar de repente de la emigración en un contexto festivo? ¿Por qué hacemos
alusión a las canas, a lo que envejece?). Hay muchos momentos, como se dijo,
para la sonrisa y también para la compunción, para que el corazón se encoja un
poco, a veces por lo injustos que somos con nuestros recuerdos, con nuestros
mayores, con nuestras vidas, esas que no siempre contamos tal cual fueron, para
bien y para mal, engañándonos (poco en realidad) a nosotros mismos, manteniendo
un discurso bien aceptado pero irreal o cuando menos distorsionado, alterado,
políticamente correcto con quien queremos serlo, para no sentirnos desplazados,
desubicados, señalados, acusados de no sé qué, cuando en lo esencial todos
fuimos iguales (o muy parecidos), no hay más que comprobar las reacciones
similares que nacen ante muchas de las cosas que recrea Cristina López
Schlichting.