Llevaba muchísimo tiempo queriendo leer a
Natalia Ginzburg, en concreto desde que se estrenó la estupenda Las voces de la noche (2003), versión que
se anunciaba como bastante libre de la novela homónima -aunque publicada en
España como Las palabras de la noche- dirigida a un maravilloso ritmo lento
por Salvador García Ruiz y con una Vicky Peña memorable que se merendaba sin
paliativos con su buen hacer a la un tanto insulsa pareja protagonista formada
por Laia Marull (que por lo menos expresaba algo y variaba de tono) y Tristán
Ulloa (consolidé y cimenté el placer experimentado según terminó la proyección
y la absurda que se las da de experta -mi “cuñá
intelectual”, como muy bien la describió el querido Matías-, esa a la que
entonces trataba me dijo “¿a que te ha gustado? Todo el rato estaba pensando “es
de esas películas lentas que tanto le gustan a Óscar”, tú le habrás pillado el
punto”. A esas alturas ya había descubierto que era mejor no coincidir con sus
apreciaciones, aunque eran erráticas y volátiles, en una semana decía sin pudor
digo donde había dicho Diego, teniendo en cuenta que, por ejemplo, es una de
las máximas valedoras de la saga que convirtió en estrellas a Paul Walker y Vin
Diesel y que acaba de estrenar su octava entrega -si bien es cierto que su
entusiasmo nació con la quinta, vivió su propio camino de Damasco coincidiendo
con la incorporación de Elsa Pataky (aunque siempre obvie este detalle), quedó
deslumbrada sin saber explicar por qué (“oye, ésta sí mola”) por lo que antes
aborrecía-, se comprenderá que una película tan delicada, hecha de silencios,
de rutinas, que trata de gentes que podrían ser nuestros vecinos cuando no nosotros
mismos, que habla de personas condenadas al aburrimiento, a vivir entre
visillos, a no destacar para no molestar, para no romper el equilibrio impuesto
por otros, algo tan poco emocionante y realista no podía implicarla, aunque
años después amó -así lo decía- Pájaros
de papel (2010) porque, le copiaba la frase a Almudena Grandes, respiraba
vida -si la hubiese visto en función de pago (muy concurrida, las cosas como
son), como le sucedió a un servidor, rodeado de personas que habían conocido la
época supuestamente retratada y hubiese escuchado los improperios que proferían
por falsa y ñoña (dijeron algún epíteto más grueso incluso), a buen seguro se
habría ido hundiendo en la butaca mientras apretaba los puños con furia y movía
la cabeza asombrándose de lo ciega que puede estar la gente ante una obra de
arte, ¿sabrán de lo que hablan? (sí, bonita, lo sufieron)-). Perdón, retomo el
hilo: decía -o pretendía decir- que la cinta de García Ruiz me hizo buscar la
novela que la inspiró, quería saber cómo era el material que había servido al
cineasta como punto de partida, por fortuna estaba traducida al castellano y
aún era posible encontrarla en las librerías, pero como tantos volúmenes pasó a
formar parte de la excesivamente bien nutrida y dispersa por varias casas biblioteca
personal (aumentada y sustanciosamente enriquecida con los aportes de Pablo) y
ahí sigue, esperando su momento. Pero, aunque haya habido que dejar pasar trece
años, por fin he hecho justicia, estoy empezando a hacerla, puesto que ando
embarcado en la lectura de parte de la obra de la autora italiana (si bien es
cierto que aún no he abierto la novela que hubiese debido iniciar nuestra relación),
gracias a que la editorial Lumen inició hace un tiempo la recuperación de parte
de su obra, motivo por el que ha aparecido recientemente el volumen A propósito de las mujeres (con traducción
de María Pons Irazábal e ilustraciones de Óscar Tusquets Blanca) que reúne ocho
de sus narraciones cortas y el artículo que sirve para dar título a la
recopilación.
“Ni guapa ni elegante, con rebeca y falda de
color azul ceniza, con ese aire un pelín apagado de tía soltera y sin edad
definida (…) Pelo negro, pocas canas y un cuerpo compacto. Buenas piernas, de
persona acostumbrada a caminar (…) Desde luego parece una mujer sana, hecha
para llevar cargas y dolores con entereza. Sorprende su voz, como de femme fatale. Es como si fuera la voz de
otra, y te atrapa, te fascina…”, así describió Oriana Fllaci a Natalia Ginzburg
cuando la entrevistó y con ese retrato al natural y contemplando la fotografía de la solapa
(la misma que encabeza este desvarió) en la que la escritora nos mira de frente, no se sabe si con gesto molesto ante
lo que considera una invasión o, precisamente por esa razón, lanzándonos un
desafío, peguntándose/preguntándonos qué queremos, puede que desconfiando de
nuestras intenciones pero en realidad dispuesta a iniciar el diálogo, resulta
imposible no hacerlo, las palabras de Ginzburg resuenan, rebuscan, escarban,
profundizan, horadan, pero sin pretenderlo, sin parecerlo al menos, simplemente
fluyen, se deslizan, van empapándonos con lentitud y precisión, pero sentimos
sus efectos, no hay antídoto, es una escritura sutil que va serpenteando hasta
llegar a lo más profundo y eso que, como señala con acierto Elena Medel en su
prólogo, son relatos que “nos provocan la incomodidad, no nos quieren con
ellos, se bastan solos. Funcionan sin el lector, y ahí la paradoja: funcionan
para el lector, igual que si te enteraras de una anécdota que se describiese
sin florituras, tal y como sucedió, con el tiempo exacto, contada porque
necesita contarse”. Y es, podemos decir, esa aparente trivialidad la que nos
impele a seguir leyendo, la que nos golpea y conmueve porque la aceptamos como
tal cuando bajo su velo se ocultan auténticas tragedias, dolores enquistados
que destilan una tristeza permanente y tan instalada en lo cotidiano que no la
reconocemos como tal, cobijados en una burbuja que, por definición, es frágil y
puede estallar con el más leve roce, creyéndonos a salvo y en paz en un refugio
íntimo que siempre está a punto de resquebrajarse y en que las amenazas son
endógenas, por eso no puede evitarse algún que otro escalofrío, un malestar
creciente, una opresión en la boca del estómago cuando leemos Los niños; del mismo modo, nos perturban
e incomodan sin que seamos del todo conscientes hasta terminar la lectura
narraciones como Giulietta y Una ausencia; es esa sensación de
practicar continuamente el funambulismo la que produce vértigo en La madre o Traición (mi relato preferido).
“Las mujeres son una estirpe desgraciada e
infeliz con muchos siglos de esclavitud a sus espaldas y lo que tienen que
hacer es defenderse con uñas y dientes de su malsana costumbre de caer en el
pozo, porque un ser libre no cae casi nunca en el pozo ni piensa siempre en sí
mismo, sino que se ocupa de todas las cosas importantes y serias que hay en el
mundo y sólo se ocupa de sí mismo esforzándose por ser día a día más libre. La primera
que debe aprender a actuar así soy yo, porque de lo contrario seguro que nunca
podré hacer nada serio y el mundo no progresará mientras esté poblado por una
legión de seres que no se sienten libres”, así concluye Ginzburg el breve pero
impactante y poderoso texto que sirve como pórtico y que, como ya se ha
señalado, cede su título a todo el volumen: A
propósito de las mujeres. Esa mirada implacable, sin concesiones, incluso
cruel, buscando una reacción, queriendo provocar (empezando por ella misma como
reconoce sin metáforas ni frases rimbombantes), ese escalpelo afilado con el
que practicar vivisecciones que no pretenden encontrar soluciones (sólo -y no
es poco- sacar a la luz los órganos dañados, la podredumbre que gangrena el
alma) está presente en sus relatos, a veces en sordina, queda al fondo, flota
en el ambiente, pero enrarece la atmósfera, distorsiona lo que pudiera tomarse
por idílico, se escurre por los márgenes, tal vez no se narre pero impregna la
escritura, resuena (lo decíamos antes) como un eco que no se agota, se
vislumbra en el pasado que intuimos (Elena Medel lo resume con rotundidad y
rigor: “La historia que ahora empieza ya terminó” -Ginzburg es experta y
maestra en entrar directamente en el tercer acto sin que sea necesario dar más
que un par de pinceladas (o ni eso) de lo sucedido-), es una afilada espada de
Damocles dispuesta a abatirse sobre los muchos puntos suspensivos que vamos
desgranando con el libro ya cerrado. Y queriendo conocer más me lancé a por el
magnífico volumen Ensayos que Lumen
publicó en 2009, la reunión de Nunca me
preguntes y No podemos saberlo (traducidos
por Flavia Company y Mercedes Corral, respectivamente), los libros que reúnen
la producción periodística de Natalia Ginzburg, lectura que me tiene más
enganchado que alguna novela policiaca que no he terminado recientemente
(permítanme que obvie el título, hay quien no merece ni desprecio), reflexiones,
recuerdos, opiniones que, aunque suene a tópico, parecen escritas ayer mismo
(los textos abarcan de 1965 a 1990, un año antes de su muerte), no sabía muy
bien qué decir sobre Pieles, el primer
largometraje de Eduardo Casanova, me había quedado descolocado y bostezando, pensaba
si merecía la pena esmerarme o podía copiar, con ligeras variaciones y algunos
matices, lo que escribí sobre Magical Girl,
pero leí las palabras que dedicó a Satiricón
de Fellini y lo vi todo mucho más claro, me abrió camino. Lo cierto es que
pensaba copiar muchas de sus frases, pero creo que Ensayos merece su propio espacio una vez lo concluya, al margen de
que, ahora que por fin la descubrí (nunca es tarde, sí, pero no debería
entretenerme tanto), Natalia Ginzburg va a ser una lectura recurrente y mejor
guardar munición para próximas entregas (de hecho, al mismo tiempo que A propósito de las mujeres, Lumen ha
lanzado La ciudad y la casa -al
margen de que aún tengo pendiente Las
palabras de la noche, claro, que lo mío es para hacérmelo mirar-).