No podría cifrar el momento exacto, pero
desde hace bastante tiempo soy consciente de que escribo con mayor fluidez
cuando tengo claro el título que voy a poner al escrito, incluso aunque me
lance sin tener demasiado definido el destino, como tantas veces, esa frase me sirve como
brújula, como primera reflexión, un punto de partida que puede transformarse en
la columna vertebral, en un mero apunte, en una muleta para ciertos tramos,
puede que tan sólo sea un guiño personal, el caso es que lo tomo como hilo del
que tirar, como orientación en el laberinto de mi maraña mental, como faro que
ilumina el camino, como trampolín desde el que saltar, como primer impulso para
pasar a la acción. Y, así, el presente texto comenzó llamándose Hablar de Pasolini es algo más porque
conversar con el querido amigo Miguel Ángel Barroso es dejarse llevar por el
placer del diálogo (aunque escuchando la grabación me he avergonzado porque, la
confianza da asco, no me comporté como con otros entrevistados, olvidé mi
faceta profesional y me limité a sentarme con alguien de confianza al que
apabullar con mi verborrea, interrumpí demasiadas respuestas, me puse a cacarear
sin freno, hice lo que tantas veces repruebo en otros -y no es disculpa
suficiente lo de olvidar que estaba haciendo una entrevista porque, más allá de
la comodidad, cercanía y complicidad establecidas, para eso habíamos quedado y,
por lo tanto, muy poco profesional estuve-); después, como por esos azares del
destino que tanto me gusta invocar y reivindicar (soy coherentemente contradictorio,
en parte debería referirse a eso una profesora en la Facultad cuando,
destacándolo como virtud, me tildó de sincrético, aunque puede que a ratos me
exceda de ecuánime y termine siendo un oxímoron andante -aunque creo que soy
capaz de argumentar todos los extremos, como es el caso de mantener una fe
irredenta en lo fortuito y, al mismo tiempo, creer que hay un destino más o
menos marcado (ya ahí aparecen unas fisuras, no lo digo con rotundidad) que
gusta de combinarse con lo caprichoso, que nos concede libre albedrío y, si se
le pone, reconduce nuestros pasos hacia el objetivo inicial… o no), como he
tardado mucho en ponerme a la tarea y cumplir mi promesa (fue a principios de
febrero cuando Miguel Ángel y un servidor tomamos un café de larga sobremesa)
pensé en jugar con aquella canción de Antonio Machín que tanto le gustaba a mi
abuela (en realidad, era gran admiradora del artista cubano-español) y hablar
de una deuda que había que pagar como se pagan las deudas del amor (del cariño,
de la amistad, de la admiración, del respeto). Al final, como se ha podido leer
en el encabezamiento, he optado por otro título, el que fue naciendo en mi
interior mientras veía el estupendo y multipremiado documental (en el
extranjero, por supuesto, ya sabemos cuánto nos cuesta ocuparnos, preocuparnos
y apreciar los méritos de nuestros paisanos, más aún si nos referimos al ámbito
cultural -y qué poco lo hacemos-) PierPaolo
que Miguel Ángel ha dedicado a la figura del artista que ahora reconocemos
por su apellido, habiéndose convertido en categoría, en adjetivo, trascendiendo
como sólo los grandes lo hacen: Pasolini.
Durante muchos años coincidí con Miguel
Ángel en las proyecciones para prensa (en las que, las cosas como son, siempre
ha habido intrusos) en que se daban a conocer (y se sometían a la consideración
de los que ejercían la crítica periodística) los próximos estrenos (lo digo en
pasado porque hablo de más de veinte años atrás y porque lo de ahora es otra
cosa bien distinta, salvo excepciones muy contadas), en seguida conectamos
porque, aun manteniendo opiniones encontradas y opuestas (no siempre, por
supuesto), Barroso es una persona que ama el arte, que disfruta contemplando y
glosando el de los demás, que vivía cada película con ganas, con deseos de
dialogar con ella de un modo u otro (un bostezo puede ser un argumento irrebatible,
depende de cómo se expida y se contextualice), alguien que (y en parte por eso
se nos esfumó el tiempo en nuestro último encuentro) goza comentando lo visto,
analizándolo desde las emociones experimentadas, contrastándolas con las de
otros espectadores, practicando ese viejo y tan olvidado arte de la dialéctica,
reposando las primeras impresiones, demostrando conocimientos y reconociendo
lagunas (no como tanto autoproclamado experto al que nadie corrige ni pone en
su lugar -no hablo de coincidir en gustos, sino de ignorancia pura y dura (y
demostrada en demasiadas ocasiones, minando aún más el de por sí maltrecho
prestigio, si queda algo, de la profesión)-). Pier Paolo Pasolini, la brutalidad de la coherencia fue un libro
que Miguel Ángel publicó hace algo más de quince años en el que narraba la vida
del boloñés a través de su obra, trazando una auténtica biofilmografía,
estableciendo los paralelismos necesarios entre películas y hechos, cómo
Pasolini filmó en cada momento sus propios latidos, por eso sus títulos se
mantienen vivos y sacuden con tanta o más virulencia que cuando se estrenaron: “Pasolini
es de esos autores cuya obra se mantiene pura porque se implicaba de verdad: conseguía
narrar lo más sórdido, lo más doloroso, pero todo con una razón, lo meditaba
primero, jamás perdía de vista que, fuese poesía o cine, estaba creando arte,
arte que le nacía de lo más profundo”. El propio Miguel Ángel se asombra
todavía de los fuertes vínculos personales y artísticos que continúa desarrollando
con el autor de Mamma Roma porque “si
me preguntasen cuál es mi director favorito” yo diría que Antonioni [sobre el
que también escribió un libro], algo que asumo puede sonar muy pedante, aunque
prometo que en mi caso no lo es, porque odio tal cosa, y yo intento que aquello
que amo lo sea con pureza. Puedo afirmar que Antonioni representa el cine, sin
más adjetivos, porque empiezo a leerme sus guiones cuando tenía unos quince
años, sin haber visto las películas, y cuando lo hago compruebo las
diferencias, confirmo que para él los guiones eran “cosas muertas”, es así como
empiezo a saborear el arte cinematográfico y esas sensaciones se me quedan para
siempre. Pasolini es un punto y aparte, no tengo muy claro qué es, me lo tomo
como un espíritu que se apodera de mí, que me visita, es la única persona sobre
la que he escrito un poema, varios en realidad, luego hubo un corto, el libro, el
largometraje era un paso lógico… Pasolini es como un todo, no sé cómo definirlo,
alguien que está ahí y que me obliga a expresarme”.
PierPaolo
es un magnífico y sensible acercamiento al niño, al joven, a la persona, al
hombre, de ahí su título, el documental se centra en sus primeros años, en la
forja del cineasta, en lo que sucedió antes de que se pusiera detrás de la
cámara, un trabajo que Barroso ha ido fraguando despacio, por placer, con mimo,
regresó a un material grabado meses antes sólo cuando encontró una idea (vibrante
idea: la historia la cuentan las casas, las calles, las fachadas, los paisajes,
las palabras íntimas, las publicadas) de montaje, permitiéndole (y
permitiéndose) hace el cine que había soñado (al menos, tomar contacto con él):
“PierPaolo me ha dado una nueva
visión de por dónde continuar si quiero dedicarme al cine, algo que nunca he
querido por meterme en la industria, por figurar, sólo por estar o ganar
dinero, mi vocación es la de expresarme, en esa búsqueda llegaron hace años las
palabras y, sobre todo, la poesía [son varios los libros en que ha dado a
conocer esta faceta], fue un salvavidas, lo sigue siendo en determinados
momentos. Pero con PierPaolo he
aprendido qué quiero hacer y, muy especialmente, lo que no quiero hacer y, así,
puedo afrontar con más fuerza próximos retos”. El documental carece de
cualquier pretensión didáctica, en el sentido de imponer una visión o limitarse
a reunir datos que pueden encontrarse en enciclopedias, en reseñas, en
análisis, en reportajes, en trabajos anteriores, Miguel Ángel lanza impulsos en
forma de citas, de trazos rápidos pero certeros sobre las personas y los hechos
que fueron dejando su poso, su huella, su herida sobre Pasolini, incluso puede
decirse que su madre, su hermano, las mujeres que amó tienen más relevancia y
peso que él, y es que el documentalista busca el germen, la esencia, lo
primigenio, rehuyendo los lugares comunes, manteniéndose a cierta distancia, esbozando,
motivando para descubrir la obra pasoliniana o regresar a ella, haciéndola
presente sin citarla (la cinematográfica, la literaria aparece porque estuvo
ahí casi desde el principio) puesto que estamos en la génesis, dando claves que
cada cual usará como desee cuando vea (o revise) El evangelio según San Mateo o Las
mil y una noches, sin esconder, por supuesto, el episodio que marcó su
vida, el escándalo de Ramuscello, el que le obligó a huir a Roma junto a
su madre: “La vida de Pasolini está
íntimamente ligada a su homosexualidad, le estigmatizan desde joven, tiene que
dejarlo todo por ser señalado como tal, no se puede obviar a la hora de
analizar, conocer y comprender su obra. Si sufrió escarnio público por ello, si
le denunciaban continuamente porque no se doblegaba ni ocultaba, ¿cómo vamos a
dejar fuera de cualquier aproximación a Pasolini que era homosexual?”.
Y hablamos sobre la permanencia de su cine,
sobre esas películas que siguen sobrecogiendo, que aún tienen mucho que
decirnos, y Miguel Ángel lo compara con Bertolucci, más encumbrado, apoyado,
aplaudido, glorificado prácticamente desde el comienzo y, sin embargo (él lo
afirma, aunque yo lo suscribo), muchos de sus títulos se van cayendo, los
nuevos que han llegado han aportado poco más allá de buenos puntos de partida o
secuencias concretas, mientras que Pasolini, superados ciertos prejuicios por
algunos, continúa ganando adeptos y no decepciona a los ya ganados: “Tiene una
creatividad muy fuerte, impresionante, su entorno de artista supera los
prejuicios de muchos, piensa que una de sus grandes cualidades fue la de saber
ganarse a su enemigo; en contra de lo que pueda pensarse por cosas muy
puntuales, era alguien de gran paciencia, de hecho ha sido para mí una de sus
mayores enseñanzas: cuando alguien te provoca, en lugar de responder tal cual,
en caliente, responder dialogando, eso cimienta muchas de sus obras. Además,
creo que ha sido una de las personas más libres que podemos encontrar en la
historia de cualquier arte: decía lo que sentía aunque pudiese enfadar a un
amigo, sin duda la pagó muy cara, pero jamás dejó de ejercer su libertad”.
Precisamente por esto, Miguel Ángel piensa que, aunque fuese sin el apoyo de
productores, hubiese seguido haciendo cine de no haber sido asesinado con 53
años: “De estar vivo [aunque eso significaría que el pasado 5 de marzo hubiese
cumplido 95 años], seguiría haciendo cine gracias a lo digital, hay muchos
ejemplos de cineastas que han creado su mundo y no se doblegan ni se dejan
tentar por cantos de sirena, ahí está, por ejemplo, Lav Diaz, ganador del último
León de Oro. Eso es lo que yo, a una escala más modesta, estoy buscando: poder
hacer películas no para enriquecerme, tan sólo recuperar gastos, poder pagar al
equipo, enrolar a otros cómplices, hacer lo que quiero, lo que necesito
expresar. No quiero luchar contra los elementos, sino aprovecharme de ellos en
el sentido de saber utilizarlos en mi beneficio”. No cabe duda de que ha
encontrado la mejor inspiración posible para seguir dándonos sorpresas tan
gratas como PierPaolo.