martes, 6 de febrero de 2018

ESTA GUERRA NO ES MI WAR






   Reconozco (aunque no lo he negado nunca) que soy bastante irascible, el volumen de mi voz, de por sí más alto de lo que debería (me sale así, procuro reducirlo pero, sin ser consciente de ello hasta que a mí mismo me resulta estridente y sin que ocurra nada que lo provoque, sube de decibelios de manera automática, me mentalizo para rebajarlo pero en cuanto me relajo vuelve a dispararse) se multiplica sin medida a las primeras de cambio, también por alegría, sorpresa o regocijo, pero con mayor frecuencia por enfado, indignación, oposición a algo que se está diciendo, corrección a alguien que discute y niega la razón que en ese caso (un dato erróneo, un desconocimiento palmario, una mentira flagrante) sé sin titubeos que está de mi lado, una reacción desorbitada que, por más que hago examen de conciencia y propósito de enmienda, se repite, en los últimos tiempos más de lo que me gustaría, debido a situaciones un tanto extremas (y que yo agudizo al sentirme al límite o con éste superado) en lo más íntimo y familiar, abonando el estallido con mis propios reproches, mi impotencia, mi darme contra las paredes, mi dolor inagotable ante la decadencia incontenible y voraz de gente a la que amas y no sabes cómo ayudar mejor (o sencillamente hacerlo). No trato de justificarme, aquí estoy como tantas veces en plan confesión general, soy el primero que detecta y asume sus fallos, carencias, defectos, mi autorretrato parece salido de la paleta de Goya, pero lo cierto es que, de un tiempo (ya largo) a esta parte, el ambiente (así en general) invita poco al relax, hay demasiada crispación y a mucha intensidad, diríase que hay que estar de guardia como las esquinas porque esa es la actitud, uno dice con toda la mejor intención “qué buen día hace” y al momento recibes réplicas airadas, afeamientos de conducta, burlas despiadadas, insultos si llega el caso (que prácticamente siempre lo hace, visto, oído y leído lo que llega por cualquiera de esas vías, simple y llanamente transitando por la vida).

   Es fantástico defender ciertas causas, trabajar en pro de una sociedad más justa, más igualitaria, más democrática, más humana, pero estamos tan acostumbrados a pelear por lo más pequeño, por lo que debería ser nuestro desde que nacemos, por un mínimo espacio en el que sentirnos nosotros mismos, por la libertad personal que (al menos hablo por mí, pero es algo que he puesto en común con gente cercana y hemos llegado a conclusiones muy similares) tantos se empeñan en negar, vulnerar, pisotear, prohibir, atacando con violencia (a veces legalizada) a los que se señala como “diferentes”, que al final no queda otra (o eso parece) que responder del mismo modo, aplicar lo del ataque como mejor defensa posible y ser tan o más virulento que aquellos que arremeten contra ti en lugar de vivir y dejar vivir (que es lo que uno procura hacer porque, a pesar de lo sanguíneo, visceral, tremendo que me reconozca, intento evitar/rehuir la confrontación, me deja muchas secuelas en forma de reprobación personal por un comportamiento que no me satisface, aunque a veces me arrepienta de no haber dicho algo prefiero desaparecer, ignorar, minar al oponente con resistencia pasiva). Y, como digo, vivimos en constante tensión, susceptibles a cualquier frase y hasta a cualquier silencio, en permanente estado de alerta, posicionándonos y obligando al resto a hacer lo propio, considerando la equidistancia (la mesura, la ecuanimidad, la dialéctica) como el peor de los pecados, la mayor traición, la cobardía más descarada, si no estás conmigo estás contra mí, o blanco o negro, se acabaron los grises (o se utiliza la palabra como insulto), bien se sabe lo que se dice de los tibios en el Apocalipsis, por más que uno no lo sea pero es como le catalogan los demás si no se les aplaude/apoya incondicionalmente. Así, se vive en el peligro constante de ser tildado de aquello que uno tiene muy claro no ser (incluso lo ha demostrado en el ejercicio de su profesión y en su vida diaria), basta con matizar algo, desmarcarse de lo que no agrada, decir en alto que aquello no te gusta para que, sin solución de continuidad, puedas ser fascista, antisistema, degenerado, machista, feminazi e incluso todo a la vez.

   Por fortuna, han sido muchas las voces femeninas que, ante la bochornosa manera de reivindicar (o pretender hacerlo) en la reciente entrega de los Goya (llamarla “gala” sería decir mucho y parecer que se aplauden unas virtudes que brillaron por su ausencia -nada sorprendente, más aún con los presentadores escogidos-) la igualdad laboral de la mujer en el cine, una petición justa y necesaria que por desgracia aún es desoída y vulnerada a diario, petición extensiva a todos los ámbitos, nadie es más que nadie, menos aún por algo que no depende de uno (es decir, el sexo con que se nace), decía que ya durante la emisión del (en casi todos los sentidos -premiados al margen, el gusto de cada cual dictaminará que se piensa sobre ese aspecto-) sonrojante acto (no puedo decir “espectáculo” porque no lo fue) muchas mujeres (del mundo de la interpretación y de otras disciplinas artísticas y técnicas relacionadas con el cine o de fuera del mismo) se quejaban de lo lamentable de un discursito que algunos cogían con pinzas, recitando sin gracia un par de frases hechas que, si no nacieron así, se han quedado huecas a fuerza de repetirlas, un discurso que sonaba impostado y falso, un querer quedar bien y resultar solidario, en boca de más de uno (incidamos en la “o” en este caso), que parecía ridículo y de chiste por el modo en que lo enarbolaban algunas (lo mismo para la “a”), que se redujo al gesto de los abanicos abiertos como si eso supusiera algo, como si así se cogiese el toro por los cuernos, sustituyendo las palabras (y las acciones) con un movimiento ostentoso (o ni eso) que hubiese quedado aceptable en una versión (barata) de Las amistades peligrosas. Pero decir en voz alta estas cosas u otras similares (se está dando munición al enemigo -y en esta ocasión hay que considerarlo como tal, no queda otra, ahí están los hechos y los contratos-) puede costarte la cabeza, ser acusado y condenado como ya se dijo antes, cuando lo que reclamas, lo que intentas aportar, es mayor efectividad, verdadera implicación, toma de conciencia que se traduzca en resultados, no provocar el efecto contrario ni mayor rechazo del que, indudablemente, reciben movimientos de este tipo a los que se quita importancia, pertinencia, base, verdad (y nadie niega que muchas de las personas implicadas actuaron así movidos por un sentimiento real, por anhelos sinceros, por y con buenas intenciones, pero bien se sabe que éstas sirven en demasiadas ocasiones para empedrar el camino hacia el infierno). Quedándonos en lo estrictamente cinematográfico, repetir tanto la cantinela que (por mucho que tenga sustento sólido y demostrable) no puede evitar quedar teñida de un tono entre plañidero y victimista, provoca que haya muchas voces que (al haber tantas que inciden en ello por encima de los méritos demostrados) resuman los premios recibidos por Isabel Coixet (un tanto contra pronóstico, sobre todo viendo la casi única dirección que los galardones iban tomando durante la noche) en la muletilla “claro, este año tenían que premiar a una mujer”, minusvalorando las bondades y virtudes de La librería (incluso ocultándolas al no hablar de ellas y titular con el sexo de la directora), repitiendo la cantinela de “es la cuarta vez que una mujer obtiene el Goya a la mejor dirección”, dejando fuera del cómputo a las que (como este mismo año Carla Simón) fueron premiadas en el apartado de dirección novel, olvidando los cortos y documentales (no sé si hay muchas, pocas o ninguna mujer que haya recibido recompensa en lo primero, pero la propia Coixet tiene dos -uno compartido con el resto de cineastas que hicieron posible Invisibles-), hurtando el dato de que los Goya deben ser el premio cinematográfico más igualitario que existe, ¿dónde hay tantas directoras laureadas? ¿Sólo una en 82 ediciones de los Oscar (no pondremos 83, aunque a buen seguro será Guillermo del Toro quien, nunca mejor dicho, se lleve el gato al agua dentro de algo menos de un mes)? Sí, ya sé que hay cifras inapelables, pero reconozcamos que, sin necesidad de hashtags, manifestaciones o revelaciones, los académicos españoles (en los que a cine se refiere) no han relegado (tanto) a la mujer como en el resto del mundo (eso por no hablar de las presidentas que en la Academia han sido -y son-).

   Y en estas llegó una de las canciones que optaban a representar a España en Eurovisión a convertirse en vara de medir: si la defendías eras el más feminista del mundo; si decías que no te gustaba eras condenado y lindezas que proferían sus talifanes -perdón por el palabro y su indudable carga peyorativa, pero una cosa es apoyar algo y otra, como punto de partida (y de llegada), insultar, ridiculizar, dudar de la capacidad mental, llegar a amenazar a quien hace lo contrario, creo que esto no pasa de ser algo más o menos gracioso comparado con lo que se ha tenido que aguantar por limitarse a expresar una opinión-. La forma de combatir la abundante y abultada misoginia del reguetón no es usar lo peor del mismo (lo cierto es que tampoco se me ocurre qué tiene de bueno) para, supuestamente, enarbolar un mensaje feminista que queda perdido en ese ritmo machacón que siempre suena igual, farfullando palabras que no se terminan de comprender (sólo de ese modo parece posible que tantas mujeres sigan, bailen, coreen, aplaudan un género -o lo que sea- en el que se las cosifica, denigra y vapulea o se incita a ello -literalmente-), imitando un acento ajeno, diciendo que eso es moderno, liberal, rompedor y, sobre todo, muy español, necesario en Eurovisión, algo que debemos reivindicar (musicalmente hablando). Y luego, como tantas veces, están esos que o no saben o, por su propio interés, ocultan las evidencias, es decir, que Cecilia decía en voz alta verdades como puños en muchas canciones escritas y grabadas en los últimos años del franquismo, faltaban cinco días para la muerte del dictador cuando dio a conocer a medio mundo la letra que compuso para Amor de medianoche, canción de Juan Carlos Calderón de la que sólo conservó la música y con la que obtuvo el segundo puesto de aquella edición de la OTI, artista que impuso su criterio, su calidad, su personalidad y volvió a convertirse en altavoz de muchas para reclamar “yo no quiero ser tu sombra en un rincón, la muñeca que no tiene opinión” o exigir “quiero romper mis viejos lazos, quiero ser mía y nada más”. Es decir, no sería la primera vez que España lanza un mensaje de ese tipo, pero ya se sabe que Cecilia, Mari Trini, Rosa León, la Marisol que se iba quitando el disfraz para acabar siendo Pepa Flores, la propia Massiel a la que tantos reducen a la mínima expresión, tantas valientes quedan en el imaginario colectivo de estos que se las dan de avanzados como artistas trasnochadas, cursis, mal conocidas, ignoradas, desconocidas.

   Me llamarán blando, romanticón o mil cosas peores (lo hacen a menudo, no pasa nada), pero me siento más identificado (aunque la canción no termine de convencerme) con lo que representan Amaia y Alfred, creo que el modo rendido en que él la mira, cómo la acaricia con los ojos, cómo exhibe sin complejos la admiración y amor que siente por ella aporta un mensaje más liberador, más revulsivo, más feminista que lo que (esa es otra) obligaron a cantar de ese modo a dos jóvenes a las que otra mujer hizo sentir fatal por el mero hecho de expresar sus dudas o de intentar buscar su propio sello, adaptar el tema a su carácter y no al revés. Y todo después de que, tras indignarse porque Mónica Naranjo (entre féminas anda el juego) diese a entender que el mayor mérito de Ana Guerra es que era muy guapa, los profesores de aquella Academia hayan puesto siempre el acento (dicho con toda la intención, pero no entraremos ahora en ese aspecto) en que se contoneé, exhiba sonrisa, mueva el cuerpo, interprete Lágrimas negras como si fuese una prostituta (dejando ojiplática a Soledad Giménez que no entendía nada -y adora a los Javis, o sea que la cosa no iba por ahí, habló como artista conocedora del género-), sea leonina, lo que tanto defienden sus seguidores, parece que lo menos importante es su faceta artística, del mismo modo que se apoya una canción por motivos que tienen poco que ver con la propia composición en sí, porque dicha de ese modo y con ese ritmo machacón y estridente la letra (no diremos “el mensaje”) no se capta con facilidad (al margen de que más de uno desconecta automáticamente al primer golpe de música -o acorde, tampoco quiero ofender-). Así las cosas, algunos lo han reducido todo a un duelo entre el feminismo y Disney -así han tildado la canción escogida-, otros se hacen cruces de cómo este país sigue atrasado (si no estás conmigo, ya se sabe), hay hasta quien dice que quiere irse de España, las cosas se sacan de quicio y, al final, estos mismos que van de adalides y promotores del cambio motivan que se den pasos hacia atrás (pero no para tomar impulso). Resumiendo, no se trata de no secundar lo que uno viene defendiendo hace muchos años, no como moda, no como día de, no por corrección, no como consigna, sino, en este caso concreto, de decir qué gusta y qué no, algo similar se está viviendo con Call Me by Your Name, si eres homosexual tiene que alucinarte, no valen los términos medios, no se aceptan las matizaciones, eres sospechoso si no te rindes, tienes que comprar la moto porque es lo que te corresponde, pues, ya que se ponen tan categóricos, al final se trata de lo bueno… y lo malo. Ahí queda dicho.