domingo, 18 de febrero de 2018

LAS MANOS QUE CONSTRUYERON AMÉRICA








   Hubiese podido escribir este texto hace cosa de un mes, pero tuve que dejar el libro aparcado cuando iba más o menos por la mitad para atender otras lecturas de cara a entrevistas y compromisos previos de los que aquí se ha ido dando cuenta (y alguno que se está cocinando); eso, por un lado, ha provocado que llegue en el mejor momento posible, es decir, formando una especie de díptico con El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial (que fue el asunto de la entrada del blog anterior a ésta), es como si aquel relato de Sherman Alexie complementase  el que ahora nos ocupa, añadiendo otra perspectiva en algunos aspectos, y, por otro, al verme obligado a regresar esporádicamente a sus páginas, terminándolo a pequeños impulsos, he podido apreciar aún más su (nunca mejor dicho) sólidamente construida estructura, esa que el propio autor denomina “tipo tapiz” y, así, he ido reuniendo poco a poco las piezas (“entrecruzando los hilos”, continúa con la metáfora el escritor) hasta tener completa la historia que, cubriendo un periodo que abarca de 1886 a 2012, narra Michel Moutot en Las catedrales del cielo, novela editada a comienzos de este año por Grijalbo con traducción de Elena Bernardo Gil y Alicia Martorell Linares. Y no es que no sea absorbente y apasionante lo que se cuenta, no es que no invite a seguir leyendo sin tregua, no es que el ritmo decaiga o la calidad se resienta en algún momento, puede decirse que de la necesidad quiero extraer alguna virtud, pero lo cierto es que, integrándose perfectamente en el conjunto, cada capítulo posee una cierta unidad y acepta una lectura atomizada (pero no independiente, es decir, hay que leerlos todos), aunque no conviene saltarse el orden propuesto para comprenderlo todo e ir conociendo los hechos en la progresión que el autor ha considerado idónea. Ahora bien, sin esta particularidad, sin este hallazgo, sin esta fragmentación que no pierde de vista el todo pero consiente la interrupción (por más que no me haya quedado otra, no ha sido algo voluntario), sin la facilidad con que disemina datos, personajes y escenarios para que el lector no se disperse ni confunda, sin el modo en que está trabajada cada pieza en sí misma, a pesar de lo interesante de la propuesta y de la(s) historia(s) real(es) que componen la novela, es bastante posible que no la hubiese terminado.

   Michel Moutot fue corresponsal de France Presse en Nueva York entre 1999 y 2004, por lo tanto residía en la ciudad aquel fatídico y tristemente conocido día que ha pasado a la Historia como 11-S, como mucho nombrando el mes, pero sin que haga falta dar más datos para saber a qué nos referimos (al igual que, por desgracia, basta decir 11-M para que la herida que Madrid -España- nunca podrá cerrar supure más dolor, la ponzoña sembrada sigue envenenando y pudriendo sonrisas, amores, vidas); sin embargo, no fue exactamente el atentado lo que le movió a dar el salto a la ficción (aunque firmemente asentada en la realidad), sino parte de sus consecuencias y, sobre todo, de las personas que se vieron involucradas: “Aún sin ser consciente de ello, empecé a fraguar la novela cuando, durante la cobertura de los meses posteriores al atentado, en aquellas titánicas tareas de desescombro conocí a un indio trabajador del acero, cuya historia personal me apasionó. En 2002, el Museo Nacional de los Indios Americanos que está en Manhattan organizó una exposición que tituló “Booming Out: Los Ironworkers Mohawks construyen Nueva York” sobre los mohawks como constructores de la ciudad y visitándola fue cuando tuve claro que ahí había una historia que, pensé, ya estaría contada. Pero como al buscar libros sobre el tema no encontré nada parecido, empecé a trabajar en ella”, así lo explicó Michel Moutot durante un encuentro con los responsables de blogs literarios (gracias por incluir este que no lo es estrictamente, Pepa Benavent) cuando visitó Madrid el pasado 22 de enero. Las catedrales del cielo cuenta la construcción de las Torres Gemelas, el atentado que las derrumbó, la frustrante búsqueda de supervivientes entre toneladas de piedras, hierros, escombros que provocaron la reapertura del vertedero de Kills, el mayor de la región, cerrado muy poco antes del 11 de septiembre, el levantamiento de la Freedom Tower, todo a través de John Laliberté, un indio mohawk que, al igual que sus antepasados, es trabajador del acero y se ofrece como voluntario apenas unos minutos después de la catástrofe para participar en las tareas de rescate. A partir de este personaje, una mezcla de varias personas a las que Moutot ha conocido, la novela traza una especie de biografía de los mohawks, recupera su historia y destierra alguna leyenda, especialmente la que afirma que es una raza que no conoce el vértigo: “No es algo real, por supuesto. He estado en Montreal, en Kahnawake, también en otra reserva que hay más al norte, volví a Nueva York para seguir documentándome, encontré su origen en 1886, cuando se construye el puente para el ferrocarril que va a cruzar el río San Lorenzo. Cuando los mohawks reciben a los que vienen a pedirles permiso para cruzar sus tierras, ellos aceptan a cambio de que contraten a los jóvenes y les enseñen a trabajar con el acero, hasta ese momento eran una tribu de carpinteros. El primer contramaestre que los contrata se asombra de lo rápido que aprenden y de la capacidad que tienen para trabajar a gran altura por lo que, buscando una respuesta para esta facilidad que demuestran, empieza a decir que no tienen vértigo, pero hay que tener en cuenta que él sólo se relacionaba con sus trabajadores, no con el resto de la tribu, donde, obviamente, había muchos que lo sufrían y, por eso, no podían formar parte de alguna cuadrilla”.

   Con un estilo a ratos documental, muy tributario (lo que no es negativo, aunque es comprensible que él quiera distanciarse un tanto de esa faceta, desterrando de su escritura los reflejos y mecánica adquiridos durante treinta años) de su probado oficio como periodista (recibió, precisamente, el Premio Louis Hachette por su cobertura de los atentados, anteriormente el Albert Londres por su trabajo en Kosovo), Michel Moutot va transmitiendo datos imprescindibles para comprender los hechos, consigue que lo más abstruso o ajeno sea accesible para cualquier lector y, lo más importante, lo hace apasionante, tanto en lo particular (los pequeños detalles con los que caracteriza y otorga vida a sus personajes) como, muy especialmente, en lo general, ya sea en, por ejemplo, por qué se hundieron las Torres (le bastan dos o tres pinceladas arquitectónicas -y algo más que no debe contarse por más que en parte esté anticipado en el texto- para comprimir la información precisa): “Me gusta comprender cómo funcionan las cosas, las sociedades, las ciudades, tengo mucha curiosidad y creo que es una cualidad para mi trabajo. Conocer cómo se construyó el World Trade Center ayuda a entender por qué cayeron las Torres y desterrar las teorías conspiranoicas de esos cretinos que no se informan pero hablan demasiado: hay una estructura hueca, el fuego quema el acero, vimos todos el resultado en directo”. Y ese conocimiento del terreno es el que le permite escribir en primera persona los capítulos que protagoniza John, meternos de lleno en la tragedia, zarandearnos y espantarnos, lograr una viveza (y crudeza) que ha recopilado de aquellos que fueron testigos directos: “La Zona Cero fue cerrada herméticamente, sobre todo para los periodistas, no hubo filtraciones ni medios privilegiados porque, día a día, lo que salía publicado era prácticamente lo mismo que podía ir conociendo yo, apenas había diferencia entre unos medios y otros. Cuando, coincidiendo con el aniversario de la catástrofe, empezaron a publicarse testimonios, libros que los editores pedían a los que habían trabajado en las tareas de desescombro pudimos ir conociendo el infierno vivido, la desesperación, la frustración, la angustia”. Y todas las refleja Moutot con precisión y ecuanimidad, no exacerba el heroísmo natural de aquellos que, literalmente, se jugaron la vida por intentar salvar la de otros, lanza críticas despiadadas al modo en que el protocolo de rescate no era el mismo para todas las víctimas, habla de los saqueos en medio de los escombros, nos encoge el alma con la desmotivación de los perros entrenados para localizar supervivientes puesto que sólo encuentran cadáveres, describe sin paliativos las terribles consecuencias del aire contaminado más allá de cualquier extremo que respiraban los trabajadores (y de la inconsciencia, por no decir actitud criminal, de los que negaron su existencia y minimizaron secuelas, sentencias implacables).

   Las páginas dedicadas a los mohawks recuperan ese hálito de las sagas y/o epopeyas que conocimos primero a través de la televisión y después en aquellas novelas río a las que tantas horas dedicamos en la juventud (e incluso ahora, pero en aquel tiempo buscábamos especialmente volúmenes con muchísimas páginas e incluso editados en dos tomos), nos permiten conocer la Historia a través de los que la hicieron posible, de lo individual pasa a lo colectivo, hace justicia con unas gentes que estaban en sus tierras, fueron despojadas de ellas, arrinconadas, encerradas en guetos (no otra cosa son las reservas, en este aspecto es donde mejor encaja El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial), a las que se recurre cuando se necesita para que hagan el trabajo sucio, peligroso, el que otros no quieren, el que consideran indigno o pesado o accesorio o todo junto cuando sin obreros que lo llevasen a cabo no habría avance, no habría edificios, no habría ciudades, porque son gentes que construyen y se sienten orgullosos de ello (hablan de los edificios como suyos porque se sienten -y saben- parte de ellos, por eso los aman y cuidan) y de ser quienes son. Al margen de un homenaje a los mohawks en concreto, Las catedrales del cielo es un canto a la convivencia y al respeto, un reconocimiento a quienes los hacen posibles.