miércoles, 7 de febrero de 2018

SIN MÁS RAZÓN QUE LA VERDAD DEL CORAZÓN





   No tengo ningún reparo en reconocer que afronté la lectura de El día que se perdió el amor de Javier Castillo que Suma de Letras editó hace menos de un mes y está vendiendo ejemplares a velocidad ultrasónica con una cierta (con bastante) prevención: había leído opiniones muy elogiosas sobre su ópera prima, El día que se perdió la locura, amantes del género negro y/o del thriller (como tantas veces, utilizando esas etiquetas con gran amplitud de miras y posibilidades) con quienes coincido bastante y a los que considero con un criterio bien formado (que saben exponer y argumentar) cantaban sus excelencias, había sido un fenómeno en Amazon y al pasar al formato físico no había hecho sino expandir (y lo sigue haciendo un año después de su primera edición) la nómina de lectores cual si de Buzz Lightyear se tratase, el caso es que (como tantísimos títulos -por más que seamos voraces ratones de biblioteca se publica muy por encima de nuestras posibilidades-) ahí había quedado y, de repente, llegaron los anuncios de lo que, a priori, tomé por una secuela, una segunda parte, tal vez el tomo de en medio de una trilogía, en fin, uno, ya lo escribí ayer, está muy suspicaz y se teme lo peor a las primeras de cambio (porque han sido más los desengaños -cuando no directamente los engaños- que las alegrías en estos terrenos en que ahora nos movemos). Pero, por otro lado, lector muy curioso e inquieto, quería comprobar por mí mismo quién era Javier Castillo literariamente hablando más allá de los anuncios triunfales (y avalados por ventas) que le consideraban una de las revelaciones de 2017, un éxito que parecía no agotarse y que una segunda novela venía a apuntalar. Por lo tanto, empecé por el principio, es decir, El día que se perdió la cordura y me la liquidé en tres o cuatro sentadas, un ritmo frenético muy bien medido, una prosa veloz con un fantástico oído para los diálogos, una trama hipnótica y bien armada, personajes bien construidos a través de pasiones desbordadas, sentimientos al límite, atmósfera eléctrica, el caso es que el listón se puso tan alto que, más que miedo, empecé a sentir pánico de abrir El día que se perdió el amor y que el castillo de naipes se desmoronase.



   Antes de explicar otras cosas, debo decir que, según iba pasando páginas casi sin sentir, empecé a pensar en la, a mi entender, honestidad demostrada por Javier Castillo en esta segunda entrega, puesto que no repite fórmula, no toma el camino fácil, sino que, con inmensa naturalidad y demostrando gran conocimiento del oficio, completa a la perfección, sin fisuras ni chirridos, la historia de la primera novela (que podría haber quedado como única, pero esa página final en la que uno contiene la respiración merecía rellenar los puntos suspensivos), hace encajar las piezas anteriores con las nuevas con suma facilidad y sin estafar al lector, la novela tiene entidad propia aunque se paladea y disfruta mucho más si se conoce la anterior y, así, se participa del diálogo secreto con el autor, nada restringido pero lógicamente particular, se trata de entrar en su código (algo nada complicado porque te atrapa y arrastra desde el principio) y de ir recopilando detalles para, tal vez, sacar algunas conclusiones antes que los personajes. Al tener la fortuna y el placer de compartir un rato de conversación con Javier Castillo cuando visitó Madrid la semana pasada, confirmé que mi juicio estaba bien cimentado puesto que, antes de que yo pudiera decírselo, fue él quien habló de honestidad sin ínfulas ni prepotencia sino como reconocimiento de la misma y desterrando definitivamente cualquier atisbo de recelo, si es que aún me quedaba, ante la posible trilogía o ante el aprovechamiento de un éxito, puesto que todo estaba pensado de antemano: “Planifiqué la trama pensando en tres novelas, estuve unos cuatro o cinco meses armándolo todo: la primera era “El día que se perdió la cordura”, en la segunda se contaba la historia de Carla tal y como aparece en “El día que se perdió el amor”, aunque con más personajes, contada con más detalle, claro, y la tercera hubiera sido la historia de Bowring y todo lo demás. Pero cuando estaba redactando la segunda no terminaba de convencerme el ritmo, me parecía que era estirar innecesariamente, decidí que lo mejor era sintetizar en una sola novela y dejar lo que realmente enganchase y mantuviese el interés y la esencia de la anterior. Fue un ejercicio de honestidad, como lector no me gusta sentir que la cosa se alarga y el final nunca llega, opté por algo que me convenciese como autor y que no obligase a los lectores a estar pendientes de tres novelas cuando con dos es suficiente”.



   Y eso se nota (y se agradece) porque, al leer los dos libros consecutivamente como fue mi caso, se comprueba lo bien ligado que está todo, la lógica (dentro de las vueltas y revueltas, de las constantes sorpresas, de los órdagos continuos que Javier propone -y de los que sale más que airoso-) con que se desarrollan los acontecimientos, la única trama (por más que con varias ramificaciones) que se narra, es como recuperar (con otro estilo, otro tono y otras intenciones) aquellas novelas río de cuando éramos chavales, aquellas sagas de mil páginas (algo menos entre los dos volúmenes) con tropecientos personajes (aquí no hay tantos). Otra cosa, imagina uno, debió ser el proceso de escritura teniendo sobre los hombros la mirada, las esperanzas, el interés, las ganas de muchos miles de lectores (o tal vez no): “Es inevitable escribir siendo consciente de que hay mucha gente pendiente y esperando otra novela, pero como tenía claro qué quería escribir pude ir con cierta tranquilidad. Sí, hay vértigo, claro, sobre todo mucha responsabilidad para no decepcionar, quería que los lectores se entretuviesen y lo pasaran bien, aunque a ratos lo pasen mal, jajaja, pero sólo porque sufren con y por los personajes. La presión de responder a las expectativas la sentí mucho más que el miedo a no ser capaz de escribir una segunda”. Lo que no falta, lo que no podía faltar en El día que se perdió el amor, más aún si esa palabra aparece en el título, es Jacob hablando en primera persona, taladrando la mente del lector, angustiándole con ese amor que incontenible que vive hasta el último aliento y en constante paroxismo, torrencial, sin saber gestionarlo, simplemente dejándolo salir sin procurar la más mínima contención, expresándolo de la manera más tremenda y poderosa posible, descontrolado y descontrolando: “De Jacob escuchamos sus pensamientos, es un personaje absorbente, muy intenso, tremendamente pasional, enamorado hasta el extremo, roza un poco lo increíble, las cosas se le escapan de las manos, creo que eso es lo que le humaniza. Reconozco que está en el límite de lo tolerable, porque está enamorado, sí, pero obsesivamente; es un tipo de personaje que traigo desde los relatos, si no Jacob exactamente alguno similar, es en gran medida como yo me hablo a mí mismo, mi voz interior se parece mucho a la suya algo que me facilita entrar en esa manera de pensar.



   Javier Castillo no se lo pone fácil al lector en ese sentido: los personajes superan cualquier límite, la adrenalina es tanta que podría llegar al disparate, pero ahí es donde se percibe lo pensado que está todo puesto que, con el pie casi permanentemente en el acelerador, no deja nada al azar o da gato por liebre (o confía en la amabilidad de los extraños, es decir, en la aceptación de cierta inverosimilitud) porque todo queda justificado, todo es creíble dentro del particular universo creado para estos días de pérdidas: “Me gusta que todo vaya rápido, que una cosa lleve a la otra, si bien es cierto que las diferentes historias tienen velocidades distintas y eso ayuda a ir equilibrando: no es lo mismo el desarrollo de la historia de Carla que la de Jacob, sobre todo cuando la narra él, mucha adrenalina, pero reaparece y llegamos a un remanso, todo se ralentiza, incluso hay escenas que parecen mágicas, oníricas”. Carla es, sin duda, el corazón de esta novela, fue su motor (“No es hacer spoiler contar que la última palabra de “El día que se perdió la cordura” es, precisamente, “Carla” y que fue eso lo que me hizo replantearme toda la historia y dejarlo en bilogía”), su historia, plenamente imbricada con la trepidante que protagoniza el resto de su familia, suspende el tiempo, a ratos parece una ensoñación o alucinación, un delirio; lo que iba, como se ha dicho, a ocupar su propio libro ha quedado reducido a lo imprescindible y eso hace que cada capítulo en que aparece Carla constituya una especie de oasis, una buena ocasión para tomar aire, por más que la calma sea relativa, hay muchas amenazas sobrevolando, hay varios frentes abiertos, los hechos que vive/imagina Carla (todo el rato se tiene la duda de si todo es real, hay como un velo sobre estas escenas) tienen lugar nueve años antes que el resto, el lector posee algunos datos que provocan desazón y obligan a estar ojo avizor.



   Como me gustaría que los lectores que no conozcan la primera novela no supieran demasiado (tampoco los que sí pero aún no hayan podido atacar El día que se perdió el amor), me guardo algunas de las cosas que hablé con Javier Castillo, pero no es necesario desvelar nada para decir que mi personaje favorito de El día que se perdió la locura es el doctor Jenkins quien, por lógica (y decir eso no supone destripar nada), no podía tener tanto protagonismo aquí pero, por así decirlo (y el propio autor lo confirma), apareció su sustituto perfecto, el inspector jefe de la Unidad de Criminología del FBI en Nueva York, alguien de nombre tan sorprendente como Bowring Bowring: “Me encantó que sonase ya aburrido por el propio nombre [bored –“aburrido” en inglés- se pronuncia prácticamente igual] y encima dos veces, jajaja. Es un tipo anodino que, en cierto sentido, recoge el testigo de lo que era Jenkins en la primera novela: está desganado profesionalmente hablando, todo le molesta, iremos conociendo su pasado y creo que en parte se le puede comprender pero, por encima de todo, y de ahí su aparición, es un personaje perfecto para ser manipulado. Desde que planifiqué toda la trama, cuando aún no tenía totalmente definido a Bowring, tuve muy claro que en determinado momento aparecería un personaje como él y que, aunque no sabía de qué forma o en qué medida, estaría involucrado, sin él saberlo, con lo que se contaba en la primera novela. Y, así, fui conectando a unos con otros”. Ligazón perfecta a través de detalles, de pequeños guiños al lector, de sucesos que más o menos se repiten, de personajes que tienen remordimientos, que se hacen reproches, que han cometido y cometen fallos, por eso nos interesan y preocupan, incluso cuando rechazamos o no compartimos su modo de actuar, Javier Castillo evita los estereotipos y dota de alma y corazón (fundamental cómo éste dicta los actos de los que somos testigos) a sus criaturas y parece que ha sabido controlarlas: “No he sentido eso que suele decirse de que algún personaje se me escapase, pero es cierto que los que hay que cobran una importancia con la que no cuentas o que al principio no les das, en este caso me pasó con Estrella a la que, además, adoro. Y, además, presta ayuda, facilita las cosas, pero podría haber intervenido mucho menos sin problema”. Y así nos hubiéramos perdido unas páginas maravillosas en las que aflora el humor (y siempre la emoción) para a continuación sobrecogernos, pero no diremos cómo ni por qué ni con quién, descúbranlo y consientan que su corazón lata como si fuese a estallar, sólo de ese modo se siente uno vivo.