martes, 13 de febrero de 2018

SI LAS PIEDRAS HABLARAN O GRITASEN







   Aunque sólo he estado una vez en mi vida (y de eso han pasado algo más de treinta años), Salamanca (como Córdoba o la Alhambra -que no exacta o totalmente Granada en el sentido que hablo, es decir, el de no haber repetido visita pero sentir la huella de la única bien honda en mis emociones-) fue una ciudad que me marcó porque en cada rincón, en cada calle, en cada adoquín, en cada respiración sentía la Historia (en toda su extensión y con mayúscula), evocaba libros leídos o por leer, películas, ficciones, leyendas, historias reales, rumores, en definitiva, todo aquello que siempre me ha gustado, motivado, interesado, cautivado, sentirme conectado a otras vidas, otras realidades, otras épocas, otros mundos, otras imaginaciones. No puedo evitarlo e incluso lo busco, lo provoco, me dejo imbuir, me mimetizo con el ambiente, alerto a todos mis sentidos para que capten el más mínimo detalle, la más leve brisa, el eco por más que resulte lejano y casi apagado de aquellos que pasaron por allí (o a los que alguien soñó, creó, concretó en personajes de novela o teatro o cualquier otro arte), ya sé que puede sonar exagerado (y no sería la primera vez que alguien me responde que le parece una estupidez) pero juro que, puesto que nos llevaron a los escenarios (o así considerados/consensuados) en que vivieron algunos de sus avatares, sentí muy cerca a Lázaro con el río Tormes ante los ojos, escuché hablar a Calixto y Melibea y, sobre todo, noté la respiración de Celestina acechando. En la Universidad olfateé los pasos de Fray Luis, de Unamuno, de Sansón Carrasco, de Alfonso X el Sabio, por un momento pensé que podía oficiar como médium para convocar los espíritus de aquellos que pisaron aquellas aulas (aunque fuese en la ficción, lo hicieron, así los recordamos), puede que más de uno piense que estaba oficiando un aquelarre o ceremonia similar (ya en su momento soporté alguna mirada reprobatoria de aquellos que, aunque amigos -o así los sentía-, se sentían superiores por el mero hecho de estudiar la rama de Ciencias -y todo lo demás les parecía superfluo-), el caso es que los temblores (que los hubo) fueron muy agradables y enriquecedores, dieron para mucho (por ejemplo, aunque pueda parecer que no existe una relación directa, aquella excursión me despertó las ganas de leer Extramuros) y prueba de ello es que los he recuperado mientras leía El manuscrito de fuego de Luis García Jambrina que recientemente ha publicado Espasa.

   No puedo decir que me cogiera de sorpresa semejante reacción, puesto que era algo que el escritor ya había conseguido ocho años atrás con El manuscrito de nieve, la anterior ocasión (la segunda) en que había utilizado a Fernando de Rojas como protagonista de una novela, pero ahora experimenté más intensamente los efectos, hice una inmersión a gran profundidad y me sentí (nunca mejor dicho) como pez en el agua con esta tercera aventura detectivesca en la que aquel que ha pasado a la posteridad como autor de la obra que se conoce y publica, aunque no ese no fuese el original, con el título de La Celestina ejerce como pesquisidor para resolver un crimen, en esta oportunidad se trata de un crimen real que continúa sumido en el misterio y que Jambrina resuelve en la ficción: el asesinato en 1532 de Francés de Zúñiga, más conocido como Francesillo, hombre de placer (lo que solemos llamar bufón) de Carlos V. En una amena y a ratos jocosa (y tremendamente interesante y reveladora por el modo en que el novelista sabe absorber y divertir con sus palabras) conversación compartida con otras blogueras (encantado de poder ponerlo en femenino porque se trata de una reunión de mujeres apasionadas por la lectura, con la curiosidad como bandera, disfrutando de cada libro, compartiendo reflexiones y sensaciones con los autores, mujeres que me han hecho el regalo de dejarme formar parte de un grupo entusiasta que, como un servidor, sólo deja de leer porque hay que hacer otras cosas -es lo que tiene la vida, oye, siempre importunando-), Luis García Jambrina recuerda cómo y por qué se fijó en Fernando de Rojas como posible personaje de una novela: “Había escrito varios cuentos de asunto literario [Muertos S.A.], enigmas reales mezclados con aventuras y así, siguiendo ese camino me apeteció centrarme en Rojas, es un personaje en sí mismo enigmático, ahí está lo del asunto de la autoría de “La Celestina”. Mi idea era hacer un relato, pero el personaje daba para tanto, asimismo la época, no digamos Salamanca como escenario, el caso es que me dio para una novela [“El manuscrito de piedra”], pero como había mucho material que seguir explorando, salió muy pronto la segunda [“El manuscrito de nieve”]”. ¿Y por qué ese silencio de ocho años, tiempo en que Luis ha dado a la imprenta cuatro novelas de temática muy diferente -por ejemplo, En tierra de lobos, inspirada en la gran Margarita Landi o La corte de los engaños, con Fernando el Católico como eje-, en lo que a Rojas se refiere?: “Por la tontería esa de no encasillarme, nada más. Ahora me he dado cuenta, en parte al ver algunas reacciones de lectores que eso es bueno porque la gente te identifica, hay lectores que han cogido cariño al personaje, algunos me han dicho que llevaban tiempo esperando un nuevo manuscrito, ahora quiero que me encasillen, jajaja”.

   Entre el anterior título de la serie y el que ahora nos ocupa hay un salto de algo más de treinta años, nos encontramos con un Fernando de Rojas al final de su vida, retirado en Talavera de la Reina donde ejerce como letrado, al margen de la literatura y de aquel que conocimos en las otras novelas, un personaje en el crepúsculo de su existencia, hecho que, inevitablemente, imprime otro carácter al retrato que de él hace Jambrina y que demuestra la madurez alcanzada como escritor: “Vi la película “Mr. Holmes” y me apeteció hacer algo similar a lo que allí hacen, por eso opté por llevarme a Rojas a sus últimos años, muy mayor, sobre todo para aquel momento. Puedo adelantar que va a haber nuevos casos que, cronológicamente, se insertarán entre “El manuscrito de nieve” y éste, pero no será necesario leerlos todos o en orden, simplemente serán aventuras en un momento concreto. Ahora me apetece seguir trabajando con Rojas, ver cómo va cambiando, que visite otros escenarios”. Y aunque, indudablemente, Rojas vuelve a ser el protagonista, tiene que compartir honores con el ya citado Francés de Zúñiga, el que lo inició/provocó todo: “Francesillo es un personaje fascinante que da para mucho y, al principio, me planteé hacer con él otro tipo de novela, pero como murió asesinado y no se sabe qué pasó, vi que me daba pie a transformarlo en una policiaca y fue entonces cuando decidí integrarla en la serie de Rojas y volver a la serie de los manuscritos”. Los caminos del bufón y el escritor llevaban muchos años convergiendo por lo que era inevitable que ese encuentro diese un fruto como el que ahora nos ocupa: “Conocí a Francés de Zúñiga gracias a Umbral: en diferentes novelas llama Francesillo al protagonista y un día leí algunas explicaciones sobre el personaje en que se inspiraba, por quien declaraba su admiración y le nombraba “santo patrón maldito de los periodistas españoles”, ya que destacaba su labor como cronista social. Todo eso me llamó la atención, busqué su “Crónica burlesca del emperador Carlos V” que editó la Universidad de Salamanca, empecé a tratar al máximo experto en su figura como es José Antonio Sánchez Paso, todo me fue llevando a Francesillo”. Personaje que, al ser asesinado en las primeras páginas, sobrevuela por toda la narración, impone su presencia por lo que dejó escrito y dicho, por el látigo de su ingenio del que tantos aún se duelen (es por eso por lo que su muerte es -sigue siendo- un misterio: hay muchos damnificados que podrían haber buscado venganza), le conocemos, sobre todo, a través de lo que otros cuentan, recuerdan o tal vez inventan, se mire por donde se mire, hay que hacer una investigación en toda regla y Jambrina arma la novela con gran precisión, aunando realidad (mucha más de la que pueda pensarse) y especulación (muy documentada): “Es un personaje complicado por lo poco que se conoce sobre él y, para colmo, la mayoría de los datos que han trascendido son leyendas, anécdotas muy divertidas que no ayudan a construir un personaje de novela. Pero fui conociendo a otros investigadores, pude tener acceso a la realidad del personaje y, así, separar un poco el trigo de la paja, aunque me mantengo fiel a algunas de esas leyendas porque son las que aún hoy sirven para recordarle y porque son muy verosímiles puestas en su contexto”.

   La Salamanca de 1532 cobra vida (y viveza) en El manuscrito de fuego gracias al sabio manejo que Jambrina hace de la abundante documentación utilizada, al modo en que pone la información al servicio de la historia y no al revés, haciendo primar la novela (en el sentido de narración o modo de contar) y desterrando lo discursivo, dosificando con acierto (e insertando con doble oficio de docente y escritor -estuvo un tiempo escribiendo teatro para tener práctica en diálogos que hacen avanzar la acción-) las necesarias contextualizaciones que hagan comprensibles los sucesos, utilizando la aparente mera enumeración de datos como manera de explicar la época, la cotidianidad de ese momento, procurando que la trama avance y que todo lo que se cuenta tenga un sentido y un porqué, sin pretender demostrar todo lo que sabe y ha descubierto (o, las cosas como son, como por desgracia hacen muchos, se limita a copiar de este tratado, aquella monografía, el otro estudio, un blablablá sin vida que aburre más que las parrafadas de tantos profesores -que no maestros, como me gusta matizar-). Y es en ese equilibrio que nunca pierde donde queda clara la calidad de Jambrina como novelista (porque, precisamente, nunca olvida esa condición ni el género en que su obra quiere inscribirse): “Yo soy lector de novela negra o policiaca mucho más que de novela histórica: me gusta su estructura, tener que desarrollar una investigación porque al hilo de ella, que en ocasiones es una mera excusa, se puede ir reconstruyendo, como en este caso, la vida de un personaje y, a partir de ahí, ir dando pinceladas de la época en que vivió, por eso fue totalmente deliberado contarla de esta forma. Como ya hice en las anteriores, traslado unos esquemas al tipo de novela que me apetece escribir, lo que quiero es llevarme lo negro al pasado. Además, considero la picaresca como un antecedente de la novela policiaca, entroncan más de lo que se puede pensar en una primera impresión”. Y el caso es que lo consigue con enorme naturalidad, con gran eficacia y regocijando al lector, tanto al que conoce algo del momento, de los autores citados o convocados, de las obras literarias que se toman como base, de los personajes reales recreados, como al que gracias a él empieza a descubrirlos y, sin duda, quererlos, como en mi caso sucede, especialmente, con Isabel de Portugal, la emperatriz, apasionante desde mis años de estudiante, aún más gracias al dibujo trazado con, se notan, mimo y admiración: “Me encantó poder escribir sobre Isabel de Portugal, esa mujer abandonada mientras el emperador se ocupada de “las cosas de allá”, he leído cartas de personajes de la época para sacar detalles como lo de su comida a solas en la que apenas prueba bocado; no la consideraban la reina porque esa era Juana. Las cartas que Francés le dirige son citas reales y ahí se trasluce una relación muy íntima, pero creo que más de cariño que otra cosa, algo platónico por parte de él”, aunque el tipo tiene la desfachatez de ronearla sin recato (esto lo digo yo, si me lo permiten).

   Y, claro, la Universidad como escenario, como personaje, como tantas cosas, y, por encima de todo, su fachada, de la que no diremos más para que ustedes entren en la intriga como debe ser, sólo que, como casi todo en la novela (y en la Historia) es objeto de pesquisas y de elucubraciones: “Tampoco hay documentación sobre la fachada, faltan los libros de claustro para poder rastrear su construcción, cuándo se aprobaron los gastos, ni siquiera se sabe cuándo se empezó, la única fecha que aparece es  1529, cuando se la da por terminada. Tampoco se sabe quién la hizo a pesar de ser una construcción tan importante, un monumento, ni quién diseñó su iconografía, es perfecta para poder especular”. Por estos y otros motivos es tan absorbente y tan deslumbrante El manuscrito de fuego, por eso un servidor no podía soltarlo, a pesar de que, literalmente, quemaba en las manos por la emoción que provoca y transmite.