Cada uno escoge (o así debería ser) a quién sigue, a quién aplaude, de
quién consume sus productos, uno va encontrando afinidades electivas a lo largo
de la vida y, así, lee las novelas de quien le merece confianza y proporciona
placer, busca los artículos de ese o esa periodista que demuestra oficio y
profesionalidad (sí, reconozco que me estoy poniendo utópico, pero precisamente
eso es lo que deseo subrayar para exponer lo que sigue), conecta con los
programas de aquella persona que, con su trabajo, se ha ganado que otros le
dediquen el tiempo que tengan libre (u ocupado: escuchar la radio es casi
siempre un complemento a otra actividad, también lo puede ser ver la televisión
-sin ir más lejos, un servidor la enciende cuando plancha para hacer más llevadera
la tarea, aunque conviene afinar con lo que se sintoniza para no aumentar el
estrés-); sin embargo, en estos tiempos tan polarizados y crispados que
vivimos, la mayoría sólo quiere reforzar aquello que piensa (o que le han
impuesto o que ha tragado sin masticar o que se ha dejado inocular o que acepta
como dogma), son menos cada vez los que practican la dialéctica, el diálogo, el
contraste, el razonamiento, los que miran hacia todos los lados posibles, los
que extraen sus propias conclusiones, los que discuten con argumentos, los que
conocen la obra de aquellos de los que denuestan (e insultan, promueven
campañas en su contra, lanzan infundios -precisamente porque escupen de oídas o
por odios ancestrales inoculados en sus genes cuales Montesco y Capuleto o
Montoyas y Tarantos-, establecen fronteras entre “los míos” y “los
contrarios”). Y, así, cuando hace poco comenté a algunos amigos -incluyendo dos
periodistas- que iba a tener ocasión de compartir conversación con José María
Carrascal, casi todos me dijeron que poco tendría que compartir con él,
quedándose como tantas veces en lo meramente superficial (también los hubo que
se alegraron infinito, al igual que yo, porque nadie debería negar los méritos
profesionales de un currante del oficio o, al menos, hacerlo con conocimiento
de causa, es decir, habiéndole leído/escuchado/visto en sus diferentes destinos
profesionales).
Ya he hablado en otras ocasiones (y la sigo llorando) de mi amistad
guadianesca pero intensa, amorosa y pletórica con la maravillosa Paloma Gómez
Borrero, no volveré ahora sobre lo que ya escribí antes y después de su muerte,
del mismo modo, por ejemplo, se ha asomado a este blog Cristina López
Schlichting, con la que discrepo en muchísimas cosas, pero con la que discuto
en buena lid, nos escuchamos, no nos pretendemos convencer de nada (aunque un
buen argumento nos ha hecho a veces matizar nuestra primera opinión a ambos),
nos tratamos con respeto por más que seamos irreconciliables en muchos aspectos
(y estoy seguro de que a ratos sentirá la misma furia con algunos de mis tuits
o si se asoma al rincón que ocupa el arpa que yo con sus artículos o
intervenciones radiofónicas y televisivas); en realidad, tal vez por aquello de
querer sentirlos próximos o porque así los he considerado durante mucho tiempo,
me indigno mucho más con ciertas gentes a las que sigo (e incluso venero) pero
se van/nos vamos alejando (lo hemos hecho) sin posibilidad, por pequeña que
sea, de salvar lo nuestro, me voy desencantado (supongo que habrá quien también
haya experimentado algo similar con respecto a mí, todos
evolucionamos/involucionamos y no permanentemente en la misma dirección, no se
puede ser sublime sin interrupción, sólo algunas personas geniales son capaces
de ser coherentes de obra y pensamiento), acepto los lógicos desencuentros, me
resulta complicado compartir las adhesiones incondicionales incluso aunque
pueda decir que las experimento en casos muy contados. Y, así, llegamos a José
María Carrascal, en estos momentos de actualidad por la reciente publicación de
su libro Todavía puedo, motivo por el
que la editorial Espasa organizó un encuentro entre el autor y el Club de
Lectura LL, cuyas componentes tuvieron de nuevo la gentileza de invitarme.
Aunque su máxima popularidad le vino cuando regresó a España tras más de veinte
años como corresponsal en Nueva York (primero de Pueblo, después de ABC y
Antena 3 Radio) para ponerse al frente del informativo nocturno de la entonces
(1990) naciente Antena 3 Televisión, uno ya le conocía por sus crónicas y
columnas publicadas y, aunque sin leerle (deuda, por cierto, que estoy pagando
estos días cuando, por esos azares del destino que sólo pueden vivirse en una
librería de lance, cayó en mis manos un ejemplar en perfecto estado de Groovy), por sus escarceos novelísticos
que incluían el Premio Nadal en 1972 y el Ciudad de Barcelona al año siguiente
por la novela citada (por cierto, nada convencional, rompiendo continuamente la
cronología, poseedora de un lenguaje rompedor, a buen seguro en su momento fue
como un vendaval, toda una sorpresa). Y José María rompió moldes, incluso sin
pretenderlo, trajo otros aires, otra forma de hacer informativos (sin que
dejaran de serlo, separando perfectamente la opinión, sin confundir ni
mediatizar -algo que, por desgracia, se hace ahora en cualquier cadena y a
cualquier hora, se llama noticia a lo que es editorial, cuando no inexactitud
por no decir mentira o adoctrinamiento descarado y sin disfraces-), aportó
viveza, cercanía, personalidad, autoría (sin dejar, nunca se repetirá bastante,
de hacer periodismo), algo que sólo se había apuntado tibiamente con aquel
histórico Al cierre de Victoria Prego
y Joaquín Arozamena, estilo personal que también desplegaron (cada uno con su
sello propio) Andrés Aberasturi, Felipe Mellizo, Jesús Hermida (si bien es
cierto que a veces se perdía en su flequillo) o que, en lo tocante a la
opinión, al análisis, al ir más allá de la mera enumeración de hechos, se
convirtió en la seña de identidad de Entre
hoy y mañana, primer informativo de la por entonces igualmente recién
llegada Tele 5.
Por más que su editorial (y, me consta, muchos lectores y colegas) le
reclaman/esperan lo que sin duda serían unas memorias jugosas en y de las que
aprender muchísimo, José María se resiste a ello y ha optado por ofrecer un
libro hablando de su presente, de lo que llama “la última etapa” (cumplirá 88
años a finales de este año), para demostrar, como aparece en la portada, que
aún “quedan muchas cosas por vivir”: “Cuando
me encuentro con coetáneos, siempre surge lo de “no puedo hacer esto” o “ya no
puedo hacer lo otro” y mi respuesta es “¿y lo que puedes hacer todavía?”. Es un
libro optimista que matiza el culto a la juventud que se vive en los últimos
tiempos, aunque es algo que viene desde el 68 y por ahí cuando Lennon dijo
aquello de “no se puede uno fiar de alguien que haya pasado de los 30 años” y
él, desgraciadamente, no vivió mucho más [tenía 40 cuando fue asesinado]”. Su vitalidad es asombrosa, mantiene intacto
el gracejo característico que tanta fama le proporcionó (y seguidores
incondicionales, sobre todo seguidoras afirma un tanto picarón, aunque es
cierto que tuvo en el público femenino su máximo aval, mi madre es un claro
ejemplo de ello porque no faltaba a la cita con Carrascal incluso durante el
algo más de un año que yo trabajé para el informativo nocturno de Telemadrid),
deja a todo el mundo con la boca abierta, reclama y acepta preguntas pero
surgen pocas porque lo cuenta todo tan bien, con tantos detalles, con tanta
gracia, con tanto contenido que sólo decimos algunas frases o palabras para que
él continúe asombrándonos y deleitándonos mientras desgrana parte del contenido
de Todavía puedo, donde pasa revista
a asuntos tan variados como la salud, la soledad, la sinceridad, los
nacionalismos, la violencia de género (que él matiza con las palabras “agresión
machista”), temas a los que a veces denomina “problemas” y que “no trato del mismo modo en que lo hago en
los artículos para el periódico, porque ahí prima la actualidad y aquí tomo
cierta distancia. En realidad, casi todos los problemas que ahora nos acucian
vienen de atrás y al darles dimensión histórica, al menos a mí, asustan menos y
se evita reaccionar precipitadamente”.
Y con la calma y el sosiego que le han caracterizado (y que pueden
encontrarse incluso en sus textos más encendidos y si se quiere airados), y a
pesar de ese optimismo del que hace gala y defiende contra viento y marea,
habla sin paños calientes de lo que supone llegar a una edad como la suya: “Envejecer es quedarse solo: mi padre llegó a
los 96 años y cuando le preguntábamos por qué no salía más con los amigos nos
decía “se han muerto todos”. A mi mejor amigo en Nueva York, el profesor Ángel
Alcalá, me lo encontré, cuando estuve en noviembre [de 2017], entubado por todas partes en el hospital y
murió apenas quince días después; cuando se muere uno de esos amigos que Miguel
Hernández llamó “del alma” se muere algo de uno mismo y es la soledad, tal vez,
el mayor problema de esta edad”. Afirma que hay que asumir la muerte, es
algo inevitable por más que fatal (aunque en otro momento no tiene reparo en
pensar que Dios debe aburrirse terriblemente al ser eterno), no conviene amargarse
más de lo debido peleando contra imposibles, lo que no significa que se abdique
de la vida antes de tiempo, tan sólo aceptar que estamos de paso y que seguir
viviendo es ir quedándose solo: “Me he
inspirado en un ensayo de quien para mí es el mejor filósofo español del siglo
XX, no estoy de acuerdo con que sea Ortega a pesar de lo mucho que le admiro,
lo leo desde los 14 años, en muchas cosas puedo considerarme un discípulo
lejano suyo, pero yo me decanto por Manuel García Morente, profesor de
Metafísica en la Universidad de Madrid. Tiene un ensayo precioso sobre la
soledad donde afirma que es el estado más puro del hombre, aunque hay que saber
soportarla, claro: la soledad significa ser compañero de uno mismo y en eso es
imprescindible utilizar ese instrumento maravilloso que es la memoria”. Y,
sin duda, la suya se mantiene en plena forma, relaciona con facilidad lo más
inmediato con lo histórico, cita con propiedad, se nota su pundonor y pulcritud
de periodista al proporcionar los datos necesarios, expone y argumenta pero no
adoctrina (algo que tampoco sucede en sus artículos -puedes estar de acuerdo
con él o no, pero no cae en los vicios y falta de ética de muchos de sus
colegas, tanto de igual como de diferente credo político-).
Continúa en la brecha, trabaja incansablemente, pero en algunas cosas se
ha tomado muy en serio lo de la jubilación: “No tengo teléfono móvil, me niego a estar en las redes sociales, cuando
tenía un sueldo y un jefe tenía que estar localizable, pero cuando me jubilé me
despojé de todo aquello. En caso contrario tendría que estar todo el día
respondiendo mensajes, atento, y lo más valioso en esta última edad es el
tiempo, el que se pierde no se puede recuperar y en esta etapa en que no se
cumple un año más sino uno menos hay que saber valorarlo y utilizarlo. La
tecnología es muy buena, pero poniéndola a nuestro servicio y no al revés como
tanto sucede”. Pero, por su vinculación con ABC, tiene una cuenta de correo
electrónico (“es un préstamo, un favor
que me hace el grupo Vocento”) y, así, nos pide a los asistentes al
encuentro que le pasemos las nuestras para hacernos llegar la Tercera que había
publicado el día antes (6 de marzo), un texto que a muchos de esos que hablan
de oídas o por y con prejuicios (y desconocimiento) sorprenderá (si lo leen,
pero bien sé que los que se obcecan en no hacerlo seguirán igual) por su
bravura, por su feminismo, por su transgresión, porque -tal y como nos cuenta
muerto de la risa- “me ha dicho algún
amigo que si lo hubiese escrito hace un par de siglos me hubiesen condenado a
la hoguera”: titulado Me Too (It was
about time) –el propio autor traduce la frase entre paréntesis como “ya era
hora”-, en él José María llega hasta los orígenes, se planta en el Génesis para
denunciar la permanente desigualdad que ha regido (y rige) las relaciones entre
hombres y mujeres y afirma sin autocensurarse (y sustentando su tesis) que “la Biblia es misógina desde el comienzo,
hasta el punto de atribuir a Eva nuestra expulsión del Paraíso, asimilándola a
la serpiente, condenada a arrastrarse”, haciendo un rápido pero sustancioso
recorrido histórico hasta señalar que “ni
siquiera la proclamación de los “Derechos del Hombre” (que aluda sólo a hombres
lo dice todo) en las revoluciones modernas las tuvo [a las mujeres] propiamente en cuenta”. Lo demás, si les
interesa, pueden buscarlo en la red, es uno de esos artículos sin desperdicio
porque invita a la reflexión, a preguntarnos qué puede hacer cada uno de
nosotros para que podamos convivir en igualdad, a examinar si somos tan
liberales y estamos tan implicados como afirmamos o todo es una pose, una foto,
una palabra aprendida y colocada cuando corresponde, un fingimiento.
Los lectores habituales y fieles de Carrascal encontrarán en Todavía puedo muchos motivos para el
regocijo porque puede recibirse como un compendio de su pensamiento, una
ampliación (sobre todo en el tono personal que a veces adopta) del sentir y el hacer
de un periodista y escritor que siempre ha sido transparente, honesto y leal a
su modo de pensar, que ha mantenido despierto su espíritu crítico, que no se ha
traicionado (y este aspecto seguro que le ha causado más de una desafección,
pero nunca se ha plegado a lo que podía resultar conveniente, en él ha primado
la ética -otra cosa, volvemos a decir, es que uno coincida con sus tesis, con
sus razonamientos, con sus reacciones, pero no se puede negar lo evidente: leyendo
a José María no se tiene la sensación, como sucede con tantos, de estar ante alguien
que escribe lo que otros esperan y por lo que pagan-), alguien con una obra
sólida y que se presenta como coherente (tal vez por eso parece tan genial) y
cohesionada. Y fíjense si lo es también en su vida diaria que lleva sin cenar algo
más de tres décadas y ahí le tienen, hecho un chaval: “Hace unos treinta años que no como después de las cinco de la tarde,
sigo las indicaciones de Marañón, aunque también heredé de mi padre la
frugalidad. Está demostrado que lo que se come después de esa hora se
metaboliza mucho peor, sigo aquella máxima de “desayunar como un rey, comer
como un burgués y cenar como un pobre” y el cuerpo se acostumbra”. Sin duda,
a él le ha dado buen resultado pero, que me perdone el maestro, en eso no me
veo capaz de seguir sus pasos (ni siquiera de intentarlo). En lo demás, aquí
tiene un discípulo.