“Dos décadas después [el libro se publicó en 1995] es difícil
imaginar por qué demonios los documentos del Pentágono se habían convertido en
un casus belli para la Administración. Yo sabía lo importante que era
publicarlos si queríamos tener alguna oportunidad de que el “Post” ascendiera -de
una vez por todas- a la primera división. No publicar la información cuando la
teníamos era como no salvar a un hombre que se estuviera ahogando o como no
decir la verdad. No publicarla sin luchar constituiría una renuncia que
marcaría al “Post” para siempre, catalogándolo de herramienta al servicio de la
administración que estuviera en el poder. Y algo que terminaría con la era
Bradlee antes incluso de que ésta empezara.” Ésta es una de las no excesivas
reflexiones (el asunto apenas ocupa quince páginas en un libro de más de
cuatrocientas) que Ben Bradlee dedica a lo que siempre se ha conocido como los
archivos, documentos o papeles del Pentágono (depende de la traducción),
aquellos que demostraban los modos y maneras en que cuatro administraciones
distintas habían mentido a los ciudadanos sobre la participación militar de
EEUU en Vietnam desde 1945 y cuya publicación, y en torno a los cuales, a su publicación,
se libró una encarnizada batalla entre el Gobierno presidido por Nixon y los
periódicos The New York Times y The Washington Post a partir del 13 de
junio de 1971. Centrándose en la figura de Katharine Graham, la histórica (por
tantos motivos) editora del segundo, la mujer que no se arredró ante las
amenazas de las más altas instancias, la que puso la libertad de expresión en
su lugar y por encima, incluso, de las conveniencias (personales y
empresariales) de los periodistas (y no digamos de la empresa), aquella que era
mirada hasta con cierta conmiseración incluso por los suyos, considerada por
muchos una marioneta, alguien que no merecía el lugar que ocupaba para aquellos
(hagamos énfasis en la “o”) que se creían superiores y la trataban como a una
advenediza (todo le había llegado, consideraban, por mera herencia de su padre y
su marido), la persona (remarquemos: la mujer) que más redaños, osadía, ética y
deontología profesional, amor por el periodismo demostró en esta historia,
decíamos que colocándola en el epicentro, porque lo fue, Steven Spielberg ha
construido una de sus más grandes películas, un encendido (y por desgracia
todavía tan necesario) canto a aquello que debe ser salvaguardado, protegido,
implementado y ejercido cada día, es decir, el derecho a la libertad de
expresión, el periodismo libre y sin cortapisas, con vocación de servicio, no
sujeto ni amordazado por intereses espurios, comerciales, propagandísticos,
políticos, personales, cuando no convertido en cómplice de delitos (o
cometiéndolos directamente a través de falacias, invenciones, tergiversaciones,
soflamas, calumnias, campañas de descrédito, falta de argumentos o datos que
demuestren).
Por más que en España se haya estrenado como Los papeles del Pentágono, uno se refería siempre a esta cinta con
su título original, es decir, The Post (no
por esnobismo, para eso ya tenemos en cartelera The Disaster Artist o Call Me
by Your Name, tan fáciles de memorizar y repetir, aún más para esa amplia
masa de público que no habla -ni tiene por qué- inglés), por escueto y preciso,
porque pone el acento en lo fundamental, en el periódico, en el verdadero
asunto de la película, porque el guión de Liz Hannah y Josh Singer nos habla de
las personas que se vieron involucradas, afectadas, que tomaron parte (y
partido), las gentes de la profesión que (con mayor o menor ambición de
trascendencia, pero con la mira puesta en el oficio en conjunto) plantaron cara
a la injerencia, a la falsedad, a la estafa y la ocultación convertidas en norma
y modo de operar. Spielberg, como tantas veces, demuestra su aliento clásico,
su absoluto dominio del tempo, su pulso firme a la hora de graduar la tensión
(incluso aunque conozcamos qué va a pasar, lo filma de una manera que encoge el
corazón y obliga a contener el aliento), se pone al servicio de la historia con
la maestría invisible del director de orquesta que, aunque tiene sello, estilo y
personalidad propios (y reconocibles), potencia, provoca y busca el lucimiento
de todos los instrumentos, de todos los participantes, de cada componente del equipo.
No copia a nadie, no lo necesita, pero sabe que muchos espectadores tienen en
la cabeza y el corazón (y que la evocación será inevitable) una película que,
por diversas razones, entronca/emparenta con la suya y, por lo tanto, no
reniega de sus referentes, no hace extraños, no rehúye las posibles
comparaciones, filma un documento de una época y, así, capta y transmite la
atmósfera de Todos los hombres del
presidente (estamos en la misma redacción, el mismo edificio, reconocemos a
algunos de los personajes), pero no se queda en la mera réplica (al fin y al
cabo la trama es otra) y, entre medias, reactiva y convoca ese espíritu que,
sin ser conscientes de ello, nos hizo periodistas a los que devorábamos Lou Grant, Ausencia de malicia, Network y títulos similares que jalonaron
nuestros primeros años como espectadores.
“Katharine Graham, Dios bendiga
sus arrestos, iba a ser quien se riese la última, consiguiendo que todos esos
editores y dueños de periódico establecidos que habían sido tan
condescendientes con ella, todos estos tipos de Wall Street que se habían
convertido en hombres de Estado y que cada día la advertían de que estaba yendo
demasiado lejos, la respetaran, no que la utilizaran.” Y no es muy dado Ben
Bradlee en La vida de un periodista (así
se publicaron sus memorias cuando se tradujeron al castellano) a regalar
elogios a otros, incluso es un tanto cicatero, es comprensible el orgullo con
que cuenta los logros alcanzados en sus más de cuarenta años de carrera, es indudable
su compromiso con la profesión, pero no puede evitar resultar un tanto
ególatra, resaltar los defectos de los demás para exacerbar sus virtudes, para
darse en momentos más importancia de la debida, en todo caso cabeza destacada
de un equipo que, en la cima, tenía a Katherine Graham, quien “durante los últimos treinta años (…) me ha
dado generosa y nada egoístamente las oportunidades de hacer aquello para lo
que siento que fui puesto sobre esta tierra. Y le estoy agradecido día a día
por ellas. Que no se malinterprete: hay sólo una cosa que un director debe
tener para ser un buen directo y esa cosa es un buen propietario. (…) [la amo]
por su coraje, por su lealtad, por su determinación para proyectar al Post hacia
la excelencia y ceñirse inmutablemente a ese cometido. Adoro la alegría que
obtiene de su trabajo y la alegría que entrega a los demás. Guardo como un
tesoro su amistad y su confianza.” La relación de indudable camaradería y
complicidad, amén de las otras características citadas por Bradlee, también de
la división de poderes que ambos respetaban entre sí, al igual que la
imprescindible jerarquía que regía su contacto diario, el medido equilibrio con
que interactúan queda marcado desde el primer momento gracias al espléndido
manejo del lenguaje corporal que llevan a cabo Tom Hanks y Meryl Streep, el
primero en una interpretación soberbia (nunca creyó uno que llegaría el momento
en que reclamaría/exigiría un Oscar para él -al menos una nominación, porque ni
eso- y es la segunda vez que sucede tras Al
encuentro de Mr. Banks), la segunda volviendo a batir todas sus marcas,
regalando (y van…) una creación memorable, otra nueva cima, todo un prodigio en
el que cada respiración tiene un porqué, cada palabra posee el matiz que la
hace verosímil, cada mirada transmite un mundo de sensaciones y emociones,
Spielberg planifica las secuencias atendiendo a sus movimientos, sus hombros,
su voz, su cuerpo y la Streep responde a esta confianza llegando hasta las
últimas consecuencias y consiguiendo momentos que son antológicos desde el
mismo momento del estreno, como esa llamada telefónica que concluye con unas
cuantas palabras que hicieron historia y, puede decirse, también la historia
(en concreto y hasta con mayúscula), ese momento que también recoge Bradlee en
su libro, reconociendo que no supo valorarlo en toda su amplitud: “Lo que no entendí cuando sonó en mis oídos
el “De acuerdo… adelante. Publiquémoslo” de Katharine fue lo mucho que había
cambiado el carácter del periódico, y cómo ese cambio se cristalizaba en jefes
y redactores; cómo el “Washington Post” destilaba independencia, determinación
y confianza. En los días siguientes, esa sensación no hizo más que
incrementarse. Nos habíamos convertido en un periódico capaz de enfrentarse a
la acusación de traición, un periódico que se mantenía firme ante las
acusaciones del presidente, del Tribunal Supremo, del fiscal general; que no
prestaba atención al ayudante del fiscal general. Un periódico que mantenía la
cabeza alta, entregándose inquebrantablemente a sus principios.”
Como ya sucediese con algunos de los ejemplos citados y otros muchos que
podrían convocarse, The Post tiene la
gran virtud de interesar/apasionar/ser comprensible para cualquiera, por más
que desconozca la rutina periodística, su argot, sus luces y sombras, su
funcionamiento, porque sabe hacernos partícipe de la investigación, de los obstáculos,
de las implicaciones de ciertos actos, de las complicaciones que éstos pueden provocar,
porque conocemos los hechos a través de las personas que los protagonizan, porque
a Spielberg le importan las personas y explora sus/nuestros recovecos, temores,
creencias (no sólo, no específicamente las religiosas), nos enfrenta a nuestro
reflejo, nos habla directamente, nos hace pensar y sentir (en términos
positivos, por más que a veces nos duela/inquiete/asombre -o debería- que eso
haya pasado), porque sabe recoger lo que Bradlee reflejó en sus memorias: “Nosotros sabíamos que la experiencia vivida
a raíz de los documentos del Pentágono había forjado dentro del “Post” un
sentimiento de confianza entre los Graham y la redacción que duraría siempre,
un sentimiento de que teníamos una misión que cumplir y nuevas metas que
alcanzar. Y ese fue quizá el resultado más importante de la publicación de los
documentos del Pentágono.” Desde el momento en que expelí un suspiro de
satisfacción, arrobamiento, emoción, pasión según comenzaban a desfilar los
créditos, The Post se convirtió en
una de las películas favoritas de mi vida.