jueves, 1 de marzo de 2018

TINTA INDELEBLE






   Dos décadas después [el libro se publicó en 1995] es difícil imaginar por qué demonios los documentos del Pentágono se habían convertido en un casus belli para la Administración. Yo sabía lo importante que era publicarlos si queríamos tener alguna oportunidad de que el “Post” ascendiera -de una vez por todas- a la primera división. No publicar la información cuando la teníamos era como no salvar a un hombre que se estuviera ahogando o como no decir la verdad. No publicarla sin luchar constituiría una renuncia que marcaría al “Post” para siempre, catalogándolo de herramienta al servicio de la administración que estuviera en el poder. Y algo que terminaría con la era Bradlee antes incluso de que ésta empezara.” Ésta es una de las no excesivas reflexiones (el asunto apenas ocupa quince páginas en un libro de más de cuatrocientas) que Ben Bradlee dedica a lo que siempre se ha conocido como los archivos, documentos o papeles del Pentágono (depende de la traducción), aquellos que demostraban los modos y maneras en que cuatro administraciones distintas habían mentido a los ciudadanos sobre la participación militar de EEUU en Vietnam desde 1945 y cuya publicación, y en torno a los cuales, a su publicación, se libró una encarnizada batalla entre el Gobierno presidido por Nixon y los periódicos The New York Times y The Washington Post a partir del 13 de junio de 1971. Centrándose en la figura de Katharine Graham, la histórica (por tantos motivos) editora del segundo, la mujer que no se arredró ante las amenazas de las más altas instancias, la que puso la libertad de expresión en su lugar y por encima, incluso, de las conveniencias (personales y empresariales) de los periodistas (y no digamos de la empresa), aquella que era mirada hasta con cierta conmiseración incluso por los suyos, considerada por muchos una marioneta, alguien que no merecía el lugar que ocupaba para aquellos (hagamos énfasis en la “o”) que se creían superiores y la trataban como a una advenediza (todo le había llegado, consideraban, por mera herencia de su padre y su marido), la persona (remarquemos: la mujer) que más redaños, osadía, ética y deontología profesional, amor por el periodismo demostró en esta historia, decíamos que colocándola en el epicentro, porque lo fue, Steven Spielberg ha construido una de sus más grandes películas, un encendido (y por desgracia todavía tan necesario) canto a aquello que debe ser salvaguardado, protegido, implementado y ejercido cada día, es decir, el derecho a la libertad de expresión, el periodismo libre y sin cortapisas, con vocación de servicio, no sujeto ni amordazado por intereses espurios, comerciales, propagandísticos, políticos, personales, cuando no convertido en cómplice de delitos (o cometiéndolos directamente a través de falacias, invenciones, tergiversaciones, soflamas, calumnias, campañas de descrédito, falta de argumentos o datos que demuestren).

   Por más que en España se haya estrenado como Los papeles del Pentágono, uno se refería siempre a esta cinta con su título original, es decir, The Post (no por esnobismo, para eso ya tenemos en cartelera The Disaster Artist o Call Me by Your Name, tan fáciles de memorizar y repetir, aún más para esa amplia masa de público que no habla -ni tiene por qué- inglés), por escueto y preciso, porque pone el acento en lo fundamental, en el periódico, en el verdadero asunto de la película, porque el guión de Liz Hannah y Josh Singer nos habla de las personas que se vieron involucradas, afectadas, que tomaron parte (y partido), las gentes de la profesión que (con mayor o menor ambición de trascendencia, pero con la mira puesta en el oficio en conjunto) plantaron cara a la injerencia, a la falsedad, a la estafa y la ocultación convertidas en norma y modo de operar. Spielberg, como tantas veces, demuestra su aliento clásico, su absoluto dominio del tempo, su pulso firme a la hora de graduar la tensión (incluso aunque conozcamos qué va a pasar, lo filma de una manera que encoge el corazón y obliga a contener el aliento), se pone al servicio de la historia con la maestría invisible del director de orquesta que, aunque tiene sello, estilo y personalidad propios (y reconocibles), potencia, provoca y busca el lucimiento de todos los instrumentos, de todos los participantes, de cada componente del equipo. No copia a nadie, no lo necesita, pero sabe que muchos espectadores tienen en la cabeza y el corazón (y que la evocación será inevitable) una película que, por diversas razones, entronca/emparenta con la suya y, por lo tanto, no reniega de sus referentes, no hace extraños, no rehúye las posibles comparaciones, filma un documento de una época y, así, capta y transmite la atmósfera de Todos los hombres del presidente (estamos en la misma redacción, el mismo edificio, reconocemos a algunos de los personajes), pero no se queda en la mera réplica (al fin y al cabo la trama es otra) y, entre medias, reactiva y convoca ese espíritu que, sin ser conscientes de ello, nos hizo periodistas a los que devorábamos Lou Grant, Ausencia de malicia, Network y títulos similares que jalonaron nuestros primeros años como espectadores.  

   Katharine Graham, Dios bendiga sus arrestos, iba a ser quien se riese la última, consiguiendo que todos esos editores y dueños de periódico establecidos que habían sido tan condescendientes con ella, todos estos tipos de Wall Street que se habían convertido en hombres de Estado y que cada día la advertían de que estaba yendo demasiado lejos, la respetaran, no que la utilizaran.” Y no es muy dado Ben Bradlee en La vida de un periodista (así se publicaron sus memorias cuando se tradujeron al castellano) a regalar elogios a otros, incluso es un tanto cicatero, es comprensible el orgullo con que cuenta los logros alcanzados en sus más de cuarenta años de carrera, es indudable su compromiso con la profesión, pero no puede evitar resultar un tanto ególatra, resaltar los defectos de los demás para exacerbar sus virtudes, para darse en momentos más importancia de la debida, en todo caso cabeza destacada de un equipo que, en la cima, tenía a Katherine Graham, quien “durante los últimos treinta años (…) me ha dado generosa y nada egoístamente las oportunidades de hacer aquello para lo que siento que fui puesto sobre esta tierra. Y le estoy agradecido día a día por ellas. Que no se malinterprete: hay sólo una cosa que un director debe tener para ser un buen directo y esa cosa es un buen propietario. (…) [la amo] por su coraje, por su lealtad, por su determinación para proyectar al Post hacia la excelencia y ceñirse inmutablemente a ese cometido. Adoro la alegría que obtiene de su trabajo y la alegría que entrega a los demás. Guardo como un tesoro su amistad y su confianza.” La relación de indudable camaradería y complicidad, amén de las otras características citadas por Bradlee, también de la división de poderes que ambos respetaban entre sí, al igual que la imprescindible jerarquía que regía su contacto diario, el medido equilibrio con que interactúan queda marcado desde el primer momento gracias al espléndido manejo del lenguaje corporal que llevan a cabo Tom Hanks y Meryl Streep, el primero en una interpretación soberbia (nunca creyó uno que llegaría el momento en que reclamaría/exigiría un Oscar para él -al menos una nominación, porque ni eso- y es la segunda vez que sucede tras Al encuentro de Mr. Banks), la segunda volviendo a batir todas sus marcas, regalando (y van…) una creación memorable, otra nueva cima, todo un prodigio en el que cada respiración tiene un porqué, cada palabra posee el matiz que la hace verosímil, cada mirada transmite un mundo de sensaciones y emociones, Spielberg planifica las secuencias atendiendo a sus movimientos, sus hombros, su voz, su cuerpo y la Streep responde a esta confianza llegando hasta las últimas consecuencias y consiguiendo momentos que son antológicos desde el mismo momento del estreno, como esa llamada telefónica que concluye con unas cuantas palabras que hicieron historia y, puede decirse, también la historia (en concreto y hasta con mayúscula), ese momento que también recoge Bradlee en su libro, reconociendo que no supo valorarlo en toda su amplitud: “Lo que no entendí cuando sonó en mis oídos el “De acuerdo… adelante. Publiquémoslo” de Katharine fue lo mucho que había cambiado el carácter del periódico, y cómo ese cambio se cristalizaba en jefes y redactores; cómo el “Washington Post” destilaba independencia, determinación y confianza. En los días siguientes, esa sensación no hizo más que incrementarse. Nos habíamos convertido en un periódico capaz de enfrentarse a la acusación de traición, un periódico que se mantenía firme ante las acusaciones del presidente, del Tribunal Supremo, del fiscal general; que no prestaba atención al ayudante del fiscal general. Un periódico que mantenía la cabeza alta, entregándose inquebrantablemente a sus principios.”

   Como ya sucediese con algunos de los ejemplos citados y otros muchos que podrían convocarse, The Post tiene la gran virtud de interesar/apasionar/ser comprensible para cualquiera, por más que desconozca la rutina periodística, su argot, sus luces y sombras, su funcionamiento, porque sabe hacernos partícipe de la investigación, de los obstáculos, de las implicaciones de ciertos actos, de las complicaciones que éstos pueden provocar, porque conocemos los hechos a través de las personas que los protagonizan, porque a Spielberg le importan las personas y explora sus/nuestros recovecos, temores, creencias (no sólo, no específicamente las religiosas), nos enfrenta a nuestro reflejo, nos habla directamente, nos hace pensar y sentir (en términos positivos, por más que a veces nos duela/inquiete/asombre -o debería- que eso haya pasado), porque sabe recoger lo que Bradlee reflejó en sus memorias: “Nosotros sabíamos que la experiencia vivida a raíz de los documentos del Pentágono había forjado dentro del “Post” un sentimiento de confianza entre los Graham y la redacción que duraría siempre, un sentimiento de que teníamos una misión que cumplir y nuevas metas que alcanzar. Y ese fue quizá el resultado más importante de la publicación de los documentos del Pentágono.” Desde el momento en que expelí un suspiro de satisfacción, arrobamiento, emoción, pasión según comenzaban a desfilar los créditos, The Post se convirtió en una de las películas favoritas de mi vida.