Siempre he sido muy asustadizo, bastante miedoso, reacciono de manera
extemporánea ante conflictos cotidianos porque me dejo llevar por el pánico a
veces no tengo claro exactamente a qué (y tampoco soy capaz de concretarlo a toro
pasado cuando recupero la calma o algo similar), eso no ha evitado (tal vez lo
ha agudizado, no cabe duda de que hay cierto placer morboso en buscar y propiciar
aquello que nos inquieta) que las historias que pueden ser catalogadas como “de
terror” me hayan atraído especialmente en cualquier formato o posibilidad, hubo
un tiempo en que determinadas composiciones musicales me provocaban inquietud,
me erizaban la piel, me llegaban a aterrorizar (y algunas he tardado muchos
años en poder escucharlas/disfrutarlas sin esa comezón que iba creciendo en
intensidad para hacerme temblar -y llorar cuando tenía pocos años-), pero salvo
en muy contadas excepciones (una versión de El
silencio por Roy Etzel que comenzaba con sonido de viento) las rehuía o
hacía pasar la aguja al corte siguiente, del mismo modo me encantaba Tensión, la serie creada por Brian
Clemens, por mucho que su sintonía me resultase escalofriante, al igual que la cabecera
(o los créditos de salida, no estoy seguro del todo de cuándo aparecían los
escenarios del capítulo totalmente vacíos, pero no tengo que hacer ningún
esfuerzo para evocar el mal rollo que me daba). A todo se le quitaba (o
intentaba) importancia diciendo que era mentira, que eran invenciones, que
Drácula no existía (el caso es que después descubríamos que sí lo hizo), que
todo era fruto de la imaginación calenturienta de escritores y guionistas, pero
fuimos creciendo y la posibilidad del terror se hizo más real, aparecía en lo
cotidiano en filmes como El exorcista o
La profecía (por eso siguen
haciéndonos sudar y muy pocos consiguen igualarlos), Wes Craven nos hizo temer
el momento de cerrar los ojos y dormir (nadie controla sus sueños, aún menos
sus pesadillas), hay mil sucesos (incluso puede que hayamos protagonizado
alguno) que no somos capaces de explicar de una manera que parezca racional, lo
misterioso, lo insólito, lo fantástico, lo que denominamos con mil nombres en
ocasiones para conjurarlo está más cerca de lo que a veces querríamos creer (o saber/tener
constancia de ello).
Aquel chaval que, entre otras cosas, quería reproducir en Madrid, en su
barrio, en el colegio, las aventuras de sus héroes literarios, que jugaba con
Joaquín a ser Los Tres Investigadores (a veces se nos unía un vecino suyo, pero
los dos nos bastábamos para desentrañar misterios -dicho en el sentido más laxo
posible- en el día a día), aquel fascinado por Maya, el personaje de Espacio 1999 que metamorfoseaba en otros
seres o bichos, es también el que escuchaba boquiabierto las leyendas que el
tío Antonio (el cuñado de mi abuelo) contaba como sucedidos, como hechos que se
venían transmitiendo de generación en generación, como realidades tomadas (y
vividas) por tal en el pueblo (siempre llamado El Casar de Talamanca, por más
que su nombre oficial no incluya las dos últimas palabras). Y, al final,
aparecían los hombres lobo, se hablaba de algún pastor que no regresó de la
montaña pero identificaban su aullido en las noches de luna llena, sabían a ciencia
cierta que era él, contado de una forma u otra, es tal vez el mito más
universal, no en vano la palabra “licantropía” procede del griego antiguo, por
más que aparezcan tintes fabulosos, fantasiosos, irreales, por más (nunca mejor
dicho y en el mejor de los sentidos) literatura que se le eche, el asunto de
los hombres lobo resulta muy real, cercano, verosímil/verídico, Rosa Ribas lo
tiene muy claro: “De los monstruos que
hemos creado me resulta el más interesante porque habla de nosotros mismos”.
Gracias al Club de Lectura LL estoy de nuevo frente a una autora a la que,
cuanto más leo, más aprecio y admiro (y aún tengo que hacerme con su Trilogía de los años oscuros escrita junto
a Sabine Hofmann -prometo ahorrar para saldar pronto la deuda-), la editorial
Siruela nos ha abierto sus puertas para compartir en su envidiable y tentadora
biblioteca (dan ganas de empezar a guardar libros en la mochila con la mayor
discreción posible y salir corriendo en cuanto se tenga ocasión -y el peso no
lo dificulte demasiado-) un encuentro con Rosa Ribas, quien se aleja del género
negro que tanta popularidad, seguidores y alabanzas críticas le ha proporcionado
(y sobre el que hablamos hace un tiempo en este mismo rincón: https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2016/06/si-la-dicha-es-buena.html)
para entregar La luna en las minas,
una novela mágica rebosante de exquisitez y emociones, una historia repleta de
realismo puesto que ese fue siempre el punto de partida (y el de llegada): “No pensé en cambiar de registro porque sí, sino
porque encajaba con la historia que quería contar: sentía que tenía una deuda pendiente
porque había tocado el tema de la emigración en otras novelas, pero siempre de
manera tangencial a pesar de lo mucho que me toca, no olvidéis que llevo 26
años viviendo en Alemania, y aunque la mía ha sido una emigración muy diferente
he tenido mucho contacto con aquellos que se ven obligados a dejar su país. Es
un asunto con el que apenas se ha hecho literatura y eso que casi todos
conocemos a alguien que emigró e incluso se ha vivido en primera persona, no sé
si es porque se vive como un trauma o qué. Tenía claro que no quería contar una
historia al uso y el caso es que llegué a algo que me ha fascinado desde
siempre como es la figura del hombre lobo”.
Sí, comprendo que leído así suena extraño, estrambótico si se quiere
(por no decir absurdo), pero les aseguro que en manos de Rosa Ribas la mezcla
funciona a la perfección, no se percibe, arma un conjunto tan sólido que parece
muy natural que se aborde de una manera casi naturalista (por precisa, por
auténtica, por sensorial, por dolorosa) el tema de la emigración (y, en
concreto, de la minería) a través de la peripecia de un hombre que sufre la
condena de transformarse en lobo, y es que fue así cómo germinó todo: “Me encontraba en el aeropuerto de Barcelona
esperando el avión para regresar a Fráncfort, pensando en que quería escribir
algo centrado en la emigración, cuando fue como si pasara un lobo por allí, el
caso es que al momento tenía ambas ideas unidas y empecé a trenzar la historia
de alguien que se ve obligado a emigrar por algo mucho peor, por una maldición,
porque intenta huir de algo aunque sólo sea para descubrir que de uno mismo no
se puede escapar nunca”. La luna en
las minas es, repito, una novela realista, nunca fue otra la intención de
su autora, por eso buscó un escenario que conoce bien, en el que se ha movido,
ha respirado, del que puede transmitir sensaciones: “Escribí una primera versión con Galicia como escenario, me pareció lo
más natural porque es la tierra en que hay más tradición en este aspecto, ahí
está el lobisomem, pero el caso es que la novela no respiraba, no me
funcionaba. Empezó a cuajar cuando la pasé a Castellón, de donde es mi abuelo,
porque me metí en el Maestrazgo, un territorio que conozco muy bien, con ese
paisaje tan peculiar, duro y agreste, allí puedes perderte y no te encuentran, fue
entonces el texto empezó a cobrar vida, además estaba en tierra de maquis, con
gente escondida: había una leyenda propia, algo personal, así fue encajando
todo. Como digo, es el pueblo de mi
abuelo, puedo visualizar los paisajes, sé cómo se camina por ellos, cómo
huelen, cómo son las casas, todo lo que hablo me es familiar, no hay nada falso
ni inventado”.
Ahí están el acierto, el mayor mérito y la principal virtud de la
novela, hablar de sentimientos y sensaciones reconocibles, centrarse en las personas,
tanto en Joaquín, Ximo, el hombre que lleva una bestia agazapada e incontenible
en su interior, como en el resto de la nómina de personajes entrañables (la
abuela, Vicente, los mineros) que pueblan las páginas de La luna en las minas: “Lo que
más importa es la persona, el hombre que sufre la maldición de transformarse en
lobo: ese es el personaje central y me interesaba explorar sus afectos, las
razones por las que merece la pena vivir: conoce la amistad con Vicente, una
amistad infantil que llena de intensidad y nobleza, también en Alemania cuando
emigra, algo que intensifiqué tras entrevistarme con un minero al que cito en
los agradecimientos [Antonio Jiménez Velasco] y que fue tremendamente generoso
conmigo. Me habló de lo especial que es la amistad con los compañeros de la
mina, esa gente con la que bajas y que se va a jugar la vida por ti, incluso
aunque hayas muerto porque lucharán por rescatar tu cadáver, tienen total
confianza los unos en los otros. Y también, claro, hablo del amor, cuando lo
experimenta le nace el miedo a hacer daño, aquello de lo que le advirtió su
abuela”. Y es que esa mujer a la que yo puse los rasgos de Lola Gaos (José
Luis Borau me dijo que su físico era como el paisaje de España, árido, duro, anguloso)
ha de ser estricta en grado sumo e incluso algo más para que Joaquín no olvide
quién es, una fiera a la que temer: “Ya
con el lobo, con el animal, tenemos una relación muy ambigua porque proyectamos
en él rasgos muy positivos como la nobleza o la valentía, pero se ha convertido
en un enemigo del ser humano, sobre todo en las tierras de pastoreo. En el
hombre lobo, como en cualquier monstruo que creamos, lo que proyectamos son
nuestros miedos más profundos y, así, esta figura nos habla de nuestra doble
naturaleza, la animal y la racional, que es la que normalmente domina y
controla pero nos da mucho miedo perderla porque aparece la bestia; en
realidad, el hombre lobo no es ningún monstruo sino nosotros llevados al
extremo, por eso me fascina: porque habla de nuestro miedo a perder la cabeza y
dejar de ser humanos. Por ello, en la novela, cuando aparece la bestia, Joaquín
desaparece y nos quedamos sin narrador”.
La estructura de la novela, dando saltos en el tiempo, con unos insertos
en cursiva, capítulos con diferente numeración al resto (utilizan la romana) que
reproducen las habladurías, los rumores, las maldiciones, “a veces no sabemos quién habla, son voces del pueblo, es la tradición,
la leyenda, la fábula engarzándose en una historia que, estilísticamente
hablando, es muy realista”, anticipar hechos e ir descubriendo otros en el
momento preciso, resolviendo algunas incógnitas, dejando otras abiertas, la
manera en que Rosa Ribas distribuye y reúne sus piezas es un claro ejemplo de
cómo sabe graduar tensión, emoción e información: “Podía haber contado la historia de manera lineal, pero me pareció más
interesante poner en relación el presente con el pasado para que todo resultase
más comprensible e intensificar las sensaciones, este juego de tiempos me ayudó
a profundizar en algunos aspectos y es algo que me gusta como autora y como
lectora: que se vayan haciendo las conexiones precisas cuando conviene”. Puesto que la novela se lee con enorme fluidez
y casi de un tirón (o sin casi), puede caerse en el error de considerarla
fácil, una obra menor, un descanso en la magnífica e impecable trayectoria de
Rosa Ribas, cuando es al contrario: lograr esa sencillez, esa naturalidad, que
nada sobre (ni falte) es reflejo de las horas de trabajo y de la calidad de una
escritora que, a buen seguro, aún tiene muchas alegrías y sorpresas que darnos.
P.D.: No he tenido ocasión de introducir en el texto dos citas de la
novela que no puedo dejar de compartir ahora para abrirles (espero y nada más
conveniente en este caso) el apetito:
En un momento dado, la abuela le dice a Joaquín: “Hay cosas que es mejor no querer saber (…). Porque las explicaciones
siempre se quedarán cortas. Te harán infeliz”. Y páginas más adelante, Joaquín
pone cara a su infortunio: “La maldición.
Siempre era la maldición. La abuela hablaba de ella como otros lo hacen de la
muerte, como si fuera una persona, y él se la imaginaba como una mujer seca, un
pellejo con cara de rata, de rata mala, que caminaba sin hacer ruido metida en
una saya sucia y cubría su rostro con una capucha astrosa. Sólo la muerte era
más fea que ella”.