Citaré mil veces, nunca me cansaré de loarla y agradecerle su
magisterio, volveré a repetir como en tantas ocasiones (y las que me quedan)
que el crítico que uno ha llegado a ser no sería el mismo sin las enseñanzas de
la gran y añorada Mercedes Gómez del Manzano, aquella docente que, en
principio, no hubiese debido darnos clase pero, por enfermedad de su compañera
Mónica Nedulcu, llegó como sustituta para quedarse todo el curso impartiendo
Literatura Universal Contemporánea. Por hacer el cuento corto, por no repetirme
demasiado y (de nuevo) abusar de la paciencia de los leales (algunos quedan, no
es que lo que quiera pensar, es que así lo señala el contador de visitas), sólo
diré que su modo de hacernos entrar en los libros, sin imposiciones, sin memorizaciones,
allanando el camino, proporcionando herramientas que facilitasen la
comprensión, el análisis, el disfrute (detalle nada baladí en que hacía mucho
hincapié porque es como debe entrar la letra), motivando, despertando
curiosidad y pasiones (o abonándolas sin reticencias), gracias a ella concreté,
verbalicé y llevé a la práctica con sentido y conocimiento aquellas pulsiones
que nacieron en mí desde pequeño, desde que descubrí los tebeos, los cuentos,
los libros y me abstraía, de Mercedes tomé prestados ética y rigor, la
exigencia de responder a sus postulados a la hora de enjuiciar, algo que
siempre he procurado mantener en mi ejercicio profesional (incluso cuando doy
rienda suelta a mi vena más visceral y espontánea), algo que refrendé con el
concurso del también imprescindible Teófilo Ruiz y que coadyuvaron a dar rienda
suelta con su confianza y apoyo al escogerme y permitirme ser yo delante de un
micrófono aquellos que completan el póker de mis maestros, es decir, Miguel
Ángel Yáñez y Beatriz Pécker (y, por supuesto, para hacer repóker la baza
incluiría a Luis Landero). Mercedes preguntaba, escuchaba, rebuscaba, intuía,
esperaba, no quería que repitiésemos lo leído, lo ya escrito, lo que se hubiese
dicho en clase (jamás dictado ni “papagayeado”) las interpretaciones de otros,
demandaba sensaciones, apreciaciones, emociones, argumentos propios, nuestra
lectura, nuestros porqués tanto para alabar una obra como para desaconsejarla
(o derribarla de su pedestal si nos parecía injusto), con Mercedes aprendí a
dialogar con los textos y a exponer mi visión sobre ellos, a encontrar
adjetivos definitorios y huir de las convenciones y las frases huecas.
Y todo este exordio viene a cuento (o eso quiero creer para intentar
justificar una vez más mi grafomanía) porque justo el día antes de tener el
placer de compartir un café con Luis Roso para charlar sobre su novela Primavera cruel, publicada por Ediciones
B el pasado febrero, leía la entrevista que Natalio Blanco le hizo para Diario
16 cuyo llamativo (y estupendo) titular era “Habría que preguntar qué es una
“buena” novela negra” e, inevitablemente, escuché la voz de Mercedes
exhortándonos (con su sempiterna sonrisa) a desterrar de nuestro vocabulario
profesional las palabras “bueno” y “malo” porque no dicen nada y, en todo caso,
son valoraciones excesivamente personales que nunca se pueden explicar (sin
embargo, parte de la responsabilidad del crítico es saber defender y exponer
por qué considera que una obra -literaria en este caso concreto y en las aulas
que evoco- es “aburrida”, “absurda”, “incoherente”, “inconsistente”,
“pretenciosa”, cualquier adjetivo que cuadre en el momento concreto y, de todo
ello, si está suficientemente argumentado, el receptor extraerá la conclusión -o
debería porque hay quien marea la perdiz sin definirse ni mojarse- de si nos ha
gustado o no, si nos parece -matiz
fundamental- “buena” o “mala”, no si lo es, porque eso, como bien afirma Luis,
nunca lo sabremos a ciencia cierta ya que depende del criterio de cada uno
-aunque las redes han dado carta de naturaleza a cualquier expresión e
importancia a seguidores y detractores que santifican o denuestan sin freno ni
contenido ni, por supuesto, criterio, hablando por modas, grupitos, intereses,
juzgando en bloque, generalizando a tutiplén-). Y se da el caso de que uno
solicitó encontrarse con Luis Roso porque tanto Primavera cruel como su primera novela, Aguacero, aquella en la que presentó al inspector Ernesto Trevejo,
le proporcionaron lecturas deleitosas, horas de entretenimiento y también de
reflexión (si la historia plantea un misterio -o varios-, es inevitable que las
células grises que siempre convocaba Poirot -y que tan bien utilizó y nos hizo
utilizar su creadora- se pongan a trabajar, aunque aquí hay otros motivos para hacerlo
-y en seguida explicaremos por qué-), es decir, hablando un tanto en román
paladino y para los cercanos, me parecieron dos buenas novelas, incluso diría
muy buenas novelas, lo que dice poco o nada de los motivos que me provocaron
tanto disfrute porque, como se viene diciendo y un montón de veces reprocho a
los que se las dan de críticos/expertos (e incluso a algún amigo que no se le
cae el adjetivo de la boca, imponiendo su criterio que no es tal puesto que
nunca se sabe por qué), nadie puede afirmar con rotundidad que esto o aquello
es bueno o malo en términos absolutos (una señora fatua que hacía un programa
de radio para la UNED afirmaba que, con su ayuda, los oyentes aprenderían a
escribir un buen -con énfasis- poema;
para ello, primero, habría que saber qué entendía ella por tal, algo muy particular
y ambiguo, cómo distinguirlo de uno malo -dicho
con el mismo soniquete para igualar- y, aún más, quién enseñó a escribir a
Góngora, Miguel Hernández o Gloria Fuertes), pero sí puede (y es lo que debe
hacer si se toma en serio su oficio e incluso su labor de espectador/lector) contar
su experiencia, qué y cómo se sintió durante el tiempo que pasó en, por centrar
definitivamente el asunto, las páginas escritas por Luis Roso.
Y hablaba de reflexionar durante la lectura porque tanto Aguacero como Primavera cruel suceden en la España de los años 50 del pasado
siglo y, como toda novela negra que se precie, el enigma planteado en sus
primeras páginas propicia/acomete un cierto análisis social, nos acerca (uno se
atrevería a afirmar que nos sumerge) a la realidad de aquel momento: “No hay un motivo especial para haber elegido
los 50, más allá de que me pareció la época perfecta para hacer novela negra: hay
una tremenda falta de libertades, la censura actúa con mucha fuerza, es un
momento muy duro históricamente hablando, literariamente es casi más
interesante que nuestros días… bueno, con el tema de la corrupción, tal vez
ahora no sea así en sentido estricto. El caso es que me pareció muy atractiva
una época en que ni los buenos eran tan buenos ni los malos tan malos, espías,
opositores, torturas, ya he dicho en alguna ocasión que no entiendo cómo no hay
más novelas sobre aquel momento en concreto”. Ya lo ven: el propio autor
destierra los adjetivos maniqueos para reivindicar la inmensa variedad de
colores que hay entre un extremo y el otro, esas zonas grises, tonalidad que viene
como anillo al dedo al género (y no es un oxímoron: una cosa es el nombre y
otra muy distinta cómo se le da forma), tonalidad que ayuda a que los personajes
tengan esquinas, sombras, recovecos, turbiedades varias que aportan
interrogantes, tonalidad que conlleva que no todo esté definido (ni se pueda
dar por sabido o resulte previsible), grisuras que imprimen un cariz crítico (e
incluso a veces de denuncia) que está en el germen y en los grandes clásicos de
lo negro y que en concreto en España han sabido utilizar con sabiduría gentes
como Vázquez Montalbán, González Ledesma, Giménez Bartlett, Reyes Calderón o Lorenzo
Silva: “Es un periodo que, entre
comillas, podría calificarse de poco interesante, se diría que no pasaba nada,
se podía dejar la puerta sin echar la llave y no había peligro. Pero eso es lo
que se dice: claro que había crímenes, al margen de que los 50, con la
apertura, el entendimiento con EEUU, tienen poco que ver con los 40, no digamos
con los 60 con el boom del turismo, la televisión y demás; como digo, por más
que en el día a día diese la impresión de que todo era igual, pasaban muchas
cosas en lo que parece, y en gran medida era, una época gris y hasta aburrida”.
Estamos, como ya se ha dicho, ante la segunda novela protagonizada por
un mismo personaje, el inspector de policía Ernesto Trevejo, la historia de Primavera cruel sucede unos meses
después que la narrada en Aguacero,
hay alguna lógica referencia a ésta en aquella, pero no es una continuación, no
es imprescindible haber leído la primera para disfrutar y comprender lo que se
cuenta ahora, entre otras razones porque Luis Roso reconoce que ni en sus mejores
sueños podía imaginar estar comenzando una serie: “Empecé “Aguacero” en el garaje de mi casa, en verano, con 40 grados,
sin saber si se iba a publicar, si a alguien le iba a interesar, no podía ni
imaginar que aparecería en una editorial de las grandes, ¡como para plantearme
una continuación! Al final, una novela negra tiene sus convenciones y no puedes
matar al protagonista al final, hablando en términos generales: el detective
resuelve el misterio o no, pero ahí se queda. No empecé “Primavera cruel” hasta
dos o tres meses después de la publicación de la primera”. Del mismo modo,
que Aguacero fuese una (fantástica
-añadido propio-) novela negra no estaba en la mente del escritor hasta que
empezó a trabajar, hasta que, puede decirse, puso en práctica la tantas veces
traída a colación frase de Picasso sobre la inspiración: “No sé qué fue primero, novela negra o ubicarla en los años 50, lo que
tenía claro es que quería escribir ficción y me puse a ello. Soy muy visual,
pensé en un pantano, algún secreto, el género aún no estaba claro, ni siquiera que
habría un detective; fue un proceso largo hasta que me planteé hacerla durante
el franquismo y empecé a consultar documentación, sobre todo novelas de la
época, Delibes, Aldecoa y demás, tomando notas, cogiendo apuntes de expresiones
de la época, fue viniendo todo de forma muy natural y empecé a armar “Aguacero”
tomando decisiones de las que no era muy consciente hasta que me ponía a
trabajar en ellas”. Y tras los excelentes resultados alcanzados con aquella
(ritmo sostenido que no precisa velocidad a destiempo, acción calmada y a ratos
claustrofóbica, agilidad nunca forzada, tanto en el modo de contarla como la
que inevitablemente se contagia a la lectura), Primavera cruel mantiene el listón en todo lo alto, trenzando una
trama más ambiciosa, muy imbricada en los asuntos políticos de aquel momento,
multiplicando escenarios, inyectando más adrenalina pero sin perder la cabeza,
sin traicionar lo conseguido y siendo muy coherente con lo establecido en Aguacero pero yendo más allá, ampliando
el foco, sin limitarse a/sin quedarse en una mera repetición y con una clara
seña de identidad, unos diálogos vivos, que resuenan en nuestros oídos, que
definen a los personajes y hacen avanzar la acción, todo un prodigio: “Que un diálogo quede natural y logres meter
toda la información con sencillez es cuestión de echar horas e ir puliendo
hasta quedar satisfecho. Conseguir que suenen verosímiles, que respondan a la
época, ha sido a base de leer a autores del momento e ir llenando un par de
cuadernos con expresiones que voy agrupando por temas, que si insultos, objetos
cotidianos, hechos históricos; también he tomado muchas cosas de mi abuelo,
procuro ser bastante fiel aunque, lógicamente, escribo hoy y no siempre puedo
atenerme a lo que era común entonces, en parte para que se pueda comprender sin
problemas lo que escribo”.
Y aunque estamos inmersos en la época, con sutileza, Luis marca alguna
distancia puesto que Aguacero comienza
con la palabra “recuerdo” y, por ejemplo, en Primavera cruel se dice “caminé
hasta emerger a la Gran Vía, por entonces, en el 56, avenida de José Antonio”,
el narrador, el propio Trevejo, escribe en el futuro, pero apenas se
proporcionan datos, indefinición que aumenta el misterio, también en la propia
descripción del protagonista: “Utilizar
la primera persona tiene muchas cosas buenas, pero también malas, y para mí la
peor es la de tener que dejar claro quién escribe, dónde y cuándo. Es algo en
lo que no he querido entrar mucho, lo dejo en el aire, como al propio personaje
que es, sobre todo, una voz narrativa: no se describe, sólo se apunta su edad,
hay algún pequeño atisbo del pasado, pero eliminé un primer capítulo
introductorio para pasar directamente a la acción: con unas cuantas frases
tienes a Trevejo hecho”. Es uno de los máximos hallazgos, el personaje
central, el investigador, el que habla directamente, hijo de su época, con
muchas aristas, con trastienda, de quien sólo conocemos aquello que quiere mostrar:
“Trevejo, a pesar de su ironía, es un tío
muy seco, no es simpático, tampoco antipático en grado extremo: en la vida real
te tomarías con él una cerveza pero no mucho más, es alguien que mantiene las
distancias. Quería un personaje creíble y acorde con la época, no podía ser
piadoso ni idealista, asume quién es y dónde trabaja, puede que no
confraternice con los que mandan pero tampoco es un revolucionario, se limita a
sobrevivir”. Y si ya en Aguacero
salía airoso del reto de anticipar la conclusión/solución antes de las últimas
páginas, en Primavera cruel riza el
rizo porque podría decirse que el misterio está resuelto al menos 100 páginas
antes del final, pero la trama está tan soberbiamente armada, hay tanta tela
que cortar que la emoción no decrece ni todos los interrogantes se responden en
el mismo momento: “Tuve claro muy pronto
que iba a haber varios falsos finales, también sabía desde el principio cuál
sería la conclusión, y mi máxima preocupación fue que, aunque el lector supiese
quién había hecho qué cosas cuando aún queda mucho por leer, no se perdiese el
interés y, a pesar de todo, el misterio siguiera abierto”. Comenté con Luis
algo relativo a dos personajes (uno ya conocido por los lectores de la primera
novela, el otro también pero no diré por qué), pero creo que es mejor no anticipar
nada y, así, vivir la doble sorpresa (y el reencuentro) con la intensidad
merecida, al igual que lo es la expectación por lo que pueda venir después, el
autor confiesa que anda enredado con otra novela en la que no aparece Trevejo con
la que tiene problemas de continuidad de escritura (y de la que ha ido dando
algunas pistas más -en lo que a su elaboración se refiere- en Twitter) pero
asegura que regresará al personaje, que seguirán pasando los años (“y en 2060 escribo algo que suceda en 2018”)
y aún hay muchos misterios por resolver (y queda mucho Trevejo por conocer -o
no, depende de hasta donde quiera contar, el personaje y también el
novelista-).