lunes, 2 de abril de 2018

DEFINIENDO LO BUENO (Y LO MALO)





   Citaré mil veces, nunca me cansaré de loarla y agradecerle su magisterio, volveré a repetir como en tantas ocasiones (y las que me quedan) que el crítico que uno ha llegado a ser no sería el mismo sin las enseñanzas de la gran y añorada Mercedes Gómez del Manzano, aquella docente que, en principio, no hubiese debido darnos clase pero, por enfermedad de su compañera Mónica Nedulcu, llegó como sustituta para quedarse todo el curso impartiendo Literatura Universal Contemporánea. Por hacer el cuento corto, por no repetirme demasiado y (de nuevo) abusar de la paciencia de los leales (algunos quedan, no es que lo que quiera pensar, es que así lo señala el contador de visitas), sólo diré que su modo de hacernos entrar en los libros, sin imposiciones, sin memorizaciones, allanando el camino, proporcionando herramientas que facilitasen la comprensión, el análisis, el disfrute (detalle nada baladí en que hacía mucho hincapié porque es como debe entrar la letra), motivando, despertando curiosidad y pasiones (o abonándolas sin reticencias), gracias a ella concreté, verbalicé y llevé a la práctica con sentido y conocimiento aquellas pulsiones que nacieron en mí desde pequeño, desde que descubrí los tebeos, los cuentos, los libros y me abstraía, de Mercedes tomé prestados ética y rigor, la exigencia de responder a sus postulados a la hora de enjuiciar, algo que siempre he procurado mantener en mi ejercicio profesional (incluso cuando doy rienda suelta a mi vena más visceral y espontánea), algo que refrendé con el concurso del también imprescindible Teófilo Ruiz y que coadyuvaron a dar rienda suelta con su confianza y apoyo al escogerme y permitirme ser yo delante de un micrófono aquellos que completan el póker de mis maestros, es decir, Miguel Ángel Yáñez y Beatriz Pécker (y, por supuesto, para hacer repóker la baza incluiría a Luis Landero). Mercedes preguntaba, escuchaba, rebuscaba, intuía, esperaba, no quería que repitiésemos lo leído, lo ya escrito, lo que se hubiese dicho en clase (jamás dictado ni “papagayeado”) las interpretaciones de otros, demandaba sensaciones, apreciaciones, emociones, argumentos propios, nuestra lectura, nuestros porqués tanto para alabar una obra como para desaconsejarla (o derribarla de su pedestal si nos parecía injusto), con Mercedes aprendí a dialogar con los textos y a exponer mi visión sobre ellos, a encontrar adjetivos definitorios y huir de las convenciones y las frases huecas.

   Y todo este exordio viene a cuento (o eso quiero creer para intentar justificar una vez más mi grafomanía) porque justo el día antes de tener el placer de compartir un café con Luis Roso para charlar sobre su novela Primavera cruel, publicada por Ediciones B el pasado febrero, leía la entrevista que Natalio Blanco le hizo para Diario 16 cuyo llamativo (y estupendo) titular era “Habría que preguntar qué es una “buena” novela negra” e, inevitablemente, escuché la voz de Mercedes exhortándonos (con su sempiterna sonrisa) a desterrar de nuestro vocabulario profesional las palabras “bueno” y “malo” porque no dicen nada y, en todo caso, son valoraciones excesivamente personales que nunca se pueden explicar (sin embargo, parte de la responsabilidad del crítico es saber defender y exponer por qué considera que una obra -literaria en este caso concreto y en las aulas que evoco- es “aburrida”, “absurda”, “incoherente”, “inconsistente”, “pretenciosa”, cualquier adjetivo que cuadre en el momento concreto y, de todo ello, si está suficientemente argumentado, el receptor extraerá la conclusión -o debería porque hay quien marea la perdiz sin definirse ni mojarse- de si nos ha gustado o no, si nos parece -matiz fundamental- “buena” o “mala”, no si lo es, porque eso, como bien afirma Luis, nunca lo sabremos a ciencia cierta ya que depende del criterio de cada uno -aunque las redes han dado carta de naturaleza a cualquier expresión e importancia a seguidores y detractores que santifican o denuestan sin freno ni contenido ni, por supuesto, criterio, hablando por modas, grupitos, intereses, juzgando en bloque, generalizando a tutiplén-). Y se da el caso de que uno solicitó encontrarse con Luis Roso porque tanto Primavera cruel como su primera novela, Aguacero, aquella en la que presentó al inspector Ernesto Trevejo, le proporcionaron lecturas deleitosas, horas de entretenimiento y también de reflexión (si la historia plantea un misterio -o varios-, es inevitable que las células grises que siempre convocaba Poirot -y que tan bien utilizó y nos hizo utilizar su creadora- se pongan a trabajar, aunque aquí hay otros motivos para hacerlo -y en seguida explicaremos por qué-), es decir, hablando un tanto en román paladino y para los cercanos, me parecieron dos buenas novelas, incluso diría muy buenas novelas, lo que dice poco o nada de los motivos que me provocaron tanto disfrute porque, como se viene diciendo y un montón de veces reprocho a los que se las dan de críticos/expertos (e incluso a algún amigo que no se le cae el adjetivo de la boca, imponiendo su criterio que no es tal puesto que nunca se sabe por qué), nadie puede afirmar con rotundidad que esto o aquello es bueno o malo en términos absolutos (una señora fatua que hacía un programa de radio para la UNED afirmaba que, con su ayuda, los oyentes aprenderían a escribir un buen -con énfasis- poema; para ello, primero, habría que saber qué entendía ella por tal, algo muy particular y ambiguo, cómo distinguirlo de uno malo -dicho con el mismo soniquete para igualar- y, aún más, quién enseñó a escribir a Góngora, Miguel Hernández o Gloria Fuertes), pero sí puede (y es lo que debe hacer si se toma en serio su oficio e incluso su labor de espectador/lector) contar su experiencia, qué y cómo se sintió durante el tiempo que pasó en, por centrar definitivamente el asunto, las páginas escritas por Luis Roso.   

   Y hablaba de reflexionar durante la lectura porque tanto Aguacero como Primavera cruel suceden en la España de los años 50 del pasado siglo y, como toda novela negra que se precie, el enigma planteado en sus primeras páginas propicia/acomete un cierto análisis social, nos acerca (uno se atrevería a afirmar que nos sumerge) a la realidad de aquel momento: “No hay un motivo especial para haber elegido los 50, más allá de que me pareció la época perfecta para hacer novela negra: hay una tremenda falta de libertades, la censura actúa con mucha fuerza, es un momento muy duro históricamente hablando, literariamente es casi más interesante que nuestros días… bueno, con el tema de la corrupción, tal vez ahora no sea así en sentido estricto. El caso es que me pareció muy atractiva una época en que ni los buenos eran tan buenos ni los malos tan malos, espías, opositores, torturas, ya he dicho en alguna ocasión que no entiendo cómo no hay más novelas sobre aquel momento en concreto”. Ya lo ven: el propio autor destierra los adjetivos maniqueos para reivindicar la inmensa variedad de colores que hay entre un extremo y el otro, esas zonas grises, tonalidad que viene como anillo al dedo al género (y no es un oxímoron: una cosa es el nombre y otra muy distinta cómo se le da forma), tonalidad que ayuda a que los personajes tengan esquinas, sombras, recovecos, turbiedades varias que aportan interrogantes, tonalidad que conlleva que no todo esté definido (ni se pueda dar por sabido o resulte previsible), grisuras que imprimen un cariz crítico (e incluso a veces de denuncia) que está en el germen y en los grandes clásicos de lo negro y que en concreto en España han sabido utilizar con sabiduría gentes como Vázquez Montalbán, González Ledesma, Giménez Bartlett, Reyes Calderón o Lorenzo Silva: “Es un periodo que, entre comillas, podría calificarse de poco interesante, se diría que no pasaba nada, se podía dejar la puerta sin echar la llave y no había peligro. Pero eso es lo que se dice: claro que había crímenes, al margen de que los 50, con la apertura, el entendimiento con EEUU, tienen poco que ver con los 40, no digamos con los 60 con el boom del turismo, la televisión y demás; como digo, por más que en el día a día diese la impresión de que todo era igual, pasaban muchas cosas en lo que parece, y en gran medida era, una época gris y hasta aburrida”.

   Estamos, como ya se ha dicho, ante la segunda novela protagonizada por un mismo personaje, el inspector de policía Ernesto Trevejo, la historia de Primavera cruel sucede unos meses después que la narrada en Aguacero, hay alguna lógica referencia a ésta en aquella, pero no es una continuación, no es imprescindible haber leído la primera para disfrutar y comprender lo que se cuenta ahora, entre otras razones porque Luis Roso reconoce que ni en sus mejores sueños podía imaginar estar comenzando una serie: “Empecé “Aguacero” en el garaje de mi casa, en verano, con 40 grados, sin saber si se iba a publicar, si a alguien le iba a interesar, no podía ni imaginar que aparecería en una editorial de las grandes, ¡como para plantearme una continuación! Al final, una novela negra tiene sus convenciones y no puedes matar al protagonista al final, hablando en términos generales: el detective resuelve el misterio o no, pero ahí se queda. No empecé “Primavera cruel” hasta dos o tres meses después de la publicación de la primera”. Del mismo modo, que Aguacero fuese una (fantástica -añadido propio-) novela negra no estaba en la mente del escritor hasta que empezó a trabajar, hasta que, puede decirse, puso en práctica la tantas veces traída a colación frase de Picasso sobre la inspiración: “No sé qué fue primero, novela negra o ubicarla en los años 50, lo que tenía claro es que quería escribir ficción y me puse a ello. Soy muy visual, pensé en un pantano, algún secreto, el género aún no estaba claro, ni siquiera que habría un detective; fue un proceso largo hasta que me planteé hacerla durante el franquismo y empecé a consultar documentación, sobre todo novelas de la época, Delibes, Aldecoa y demás, tomando notas, cogiendo apuntes de expresiones de la época, fue viniendo todo de forma muy natural y empecé a armar “Aguacero” tomando decisiones de las que no era muy consciente hasta que me ponía a trabajar en ellas”. Y tras los excelentes resultados alcanzados con aquella (ritmo sostenido que no precisa velocidad a destiempo, acción calmada y a ratos claustrofóbica, agilidad nunca forzada, tanto en el modo de contarla como la que inevitablemente se contagia a la lectura), Primavera cruel mantiene el listón en todo lo alto, trenzando una trama más ambiciosa, muy imbricada en los asuntos políticos de aquel momento, multiplicando escenarios, inyectando más adrenalina pero sin perder la cabeza, sin traicionar lo conseguido y siendo muy coherente con lo establecido en Aguacero pero yendo más allá, ampliando el foco, sin limitarse a/sin quedarse en una mera repetición y con una clara seña de identidad, unos diálogos vivos, que resuenan en nuestros oídos, que definen a los personajes y hacen avanzar la acción, todo un prodigio: “Que un diálogo quede natural y logres meter toda la información con sencillez es cuestión de echar horas e ir puliendo hasta quedar satisfecho. Conseguir que suenen verosímiles, que respondan a la época, ha sido a base de leer a autores del momento e ir llenando un par de cuadernos con expresiones que voy agrupando por temas, que si insultos, objetos cotidianos, hechos históricos; también he tomado muchas cosas de mi abuelo, procuro ser bastante fiel aunque, lógicamente, escribo hoy y no siempre puedo atenerme a lo que era común entonces, en parte para que se pueda comprender sin problemas lo que escribo”.

   Y aunque estamos inmersos en la época, con sutileza, Luis marca alguna distancia puesto que Aguacero comienza con la palabra “recuerdo” y, por ejemplo, en Primavera cruel se dice “caminé hasta emerger a la Gran Vía, por entonces, en el 56, avenida de José Antonio”, el narrador, el propio Trevejo, escribe en el futuro, pero apenas se proporcionan datos, indefinición que aumenta el misterio, también en la propia descripción del protagonista: “Utilizar la primera persona tiene muchas cosas buenas, pero también malas, y para mí la peor es la de tener que dejar claro quién escribe, dónde y cuándo. Es algo en lo que no he querido entrar mucho, lo dejo en el aire, como al propio personaje que es, sobre todo, una voz narrativa: no se describe, sólo se apunta su edad, hay algún pequeño atisbo del pasado, pero eliminé un primer capítulo introductorio para pasar directamente a la acción: con unas cuantas frases tienes a Trevejo hecho”. Es uno de los máximos hallazgos, el personaje central, el investigador, el que habla directamente, hijo de su época, con muchas aristas, con trastienda, de quien sólo conocemos aquello que quiere mostrar: “Trevejo, a pesar de su ironía, es un tío muy seco, no es simpático, tampoco antipático en grado extremo: en la vida real te tomarías con él una cerveza pero no mucho más, es alguien que mantiene las distancias. Quería un personaje creíble y acorde con la época, no podía ser piadoso ni idealista, asume quién es y dónde trabaja, puede que no confraternice con los que mandan pero tampoco es un revolucionario, se limita a sobrevivir”. Y si ya en Aguacero salía airoso del reto de anticipar la conclusión/solución antes de las últimas páginas, en Primavera cruel riza el rizo porque podría decirse que el misterio está resuelto al menos 100 páginas antes del final, pero la trama está tan soberbiamente armada, hay tanta tela que cortar que la emoción no decrece ni todos los interrogantes se responden en el mismo momento: “Tuve claro muy pronto que iba a haber varios falsos finales, también sabía desde el principio cuál sería la conclusión, y mi máxima preocupación fue que, aunque el lector supiese quién había hecho qué cosas cuando aún queda mucho por leer, no se perdiese el interés y, a pesar de todo, el misterio siguiera abierto”. Comenté con Luis algo relativo a dos personajes (uno ya conocido por los lectores de la primera novela, el otro también pero no diré por qué), pero creo que es mejor no anticipar nada y, así, vivir la doble sorpresa (y el reencuentro) con la intensidad merecida, al igual que lo es la expectación por lo que pueda venir después, el autor confiesa que anda enredado con otra novela en la que no aparece Trevejo con la que tiene problemas de continuidad de escritura (y de la que ha ido dando algunas pistas más -en lo que a su elaboración se refiere- en Twitter) pero asegura que regresará al personaje, que seguirán pasando los años (“y en 2060 escribo algo que suceda en 2018”) y aún hay muchos misterios por resolver (y queda mucho Trevejo por conocer -o no, depende de hasta donde quiera contar, el personaje y también el novelista-).