Cuando me llegó la propuesta de conversar con Raquel Marín (al margen
del agradecimiento por incluir a este humilde rincón en el que doy rienda
suelta a mi vocación y pasión -mejor en plural-, los convocados éramos muy pocos,
sólo tres -mi querida Pepa Muñoz siempre promocionándome y confiando en mí, al
igual que Silvia Fernández a la que conozco hace mucho tiempo y a la que ha
sido un placer reencontrar, aunque nos habíamos cruzado mensajes durante todo
este tiempo sin vernos, bien por las redes sociales, bien, especialmente, a
través de Pilar Bobadilla en su tiempo como productora de Afectos en la noche-: la imprescindible y nunca suficientemente
loada Pepa, promotora de tantas actividades felices y enriquecedoras en torno a
libros, la querida compañera y amiga Yolanda Rocha, camarada lectora, con las ganas
de conocer siempre despiertas, y un servidor), como digo, lo primero que pensé
al escuchar el título del libro fue “uf, uno de autoayuda, ¿cómo salgo de este
embolado?”, recordé aquellos meses en la Facultad en que nos hicieron perder el
tiempo y una fantástica posibilidad de aprender, investigar y estimular(nos)
con un seminario en teoría apetecible (por no decir apetitoso) con el cine como
eje que se redujo a tener que tragarnos el tocho aquel de Yo estoy bien, tú estás bien, sandez reduccionista que ceñía el
análisis de películas (y de las personas) a la mínima expresión, me eché a
temblar porque me temí lo peor. Y no tengo reparos en decírselo a la propia
autora de Dale vida a tu cerebro, uno
de los últimos lanzamientos de Roca Editorial que motiva el divertido, revelador
y provechoso encuentro con Raquel Marín, precisamente para cantar las excelencias
de su obra que puede ser calificada de muchas formas, pero jamás incluir en la
nómina de esos supuestos manuales repletos de trivialidades, generalidades,
frases comunes adornadas con prosa pseudocientífica (aunque los hay que ni se
molestan en disimular el tocomocho de su prosa -por llamarla algo- placebo).
Desde las primeras páginas, la autora (neurocientífica, catedrática de
Fisiología en la Universidad de La Laguna -Tenerife-, doctorada en Biomedicina
por la Universidad Laval de Quebec, podríamos seguir desplegando el impresionante
currículum que la avala como una de las autoridades mundiales en la investigación
de las enfermedades del cerebro asociadas al envejecimiento pero es mucho mejor
dejar que sus palabras -las que en seguida reproduciré- hagan el resto) deja
claros sus talante y empeño divulgativos, sus cualificación y experiencia para
hablar de estos asuntos que, en sus manos, con infinidad de ejemplos prácticos,
de imágenes comprensibles, de un lenguaje muy trabajado para que sea accesible
a todos (sin rebajar la calidad, la pertinencia, lo puramente científico),
pueden ser leídos sin continuos escollos ni jerga que, al final, se erige como
barrera elitista por alguien tan lego (y ajeno: me parieron de Letras) en la
materia como quien esto escribe. “Lo que
pretendo es que el lector tenga sus propias herramientas, proporcionarle información
veraz, actual y fidedigna, para que cada uno se sienta más libre a la hora de
tomar sus decisiones”, así nos cuenta mientras la escuchamos boquiabiertos
porque expone y comunica con vivacidad, con claridad, con espontaneidad y con
algo básico que queda patente en su libro, algo que también la distingue de
esos otros que rechazábamos antes (y ahora), la alegría: “Hay algo que siempre defiendo: hemos venido a este mundo para pasarlo
bien y divertirnos. No me gusta el típico libro de salud que extiende el dedo
acusador, que regaña, que te hace sentir cada vez peor según avanzas en la
lectura; del mismo modo, tampoco soy partidaria de la autoflagelación, textos
sólo para lamentarse. ¡Busquemos soluciones!”.
Y es algo que aprendimos gracias al mítico e inolvidable Más vale prevenir (en realidad, fue el
propio Ramón Sánchez-Ocaña quien me lo descubrió cuando tuve el inmenso placer
y el aún mayor privilegio de entrevistarle), programa en que ni se
diagnosticaban enfermedades ni se extendían recetas (es decir, no se
prescribían medicamentos), lo mismo que hace Raquel Marín en su libro: aporta
datos contrastados, recoge informes avalados por los investigadores que los
firman y las Universidades u otras organizaciones especializadas que los
propician, habla desde su experiencia, indaga, analiza, estudia, prueba y
comprueba, saca conclusiones, alerta, avisa, da pautas, indicaciones, hábitos
saludables, pero no pontifica, no amenaza, no vende humo ni el bálsamo de
Fierabrás, señala un camino (o varios), sobre todo anima, despierta, motiva,
impulsa, pone en movimiento, destierra mitos y falsedades, utiliza las palabras
con cuidado y acierto, no confunde ni engaña, habla claro y sin perder la
sonrisa, nos lee un párrafo en concreto: “Me
gusta bromear al hablar del envejecimiento. Mi frase favorita es “el
envejecimiento es un proceso evolutivo que se adquiere al nacer”, a lo que
añado “pero la juventud también se adquiere al nacer”. Sin duda, cada día se
envejece un poco; sin embargo, desde mi punto de vista, la sensación de
envejecer puede ser subjetiva: asumirlo puede suponer un aliciente para continuar
la senda de nuestra vida con una sonrisa dibujada en el rostro. El paso de los
años permite desarrollar otras facetas de nuestra existencia, otras formas de
abordar nuestro ser y el contexto que nos rodea, puede ser una experiencia
extraordinaria desde el punto de vista cognitivo y emocional”. Y no se
puede negar que, al menos todavía, el Alzheimer se presenta como enfermedad
incurable pero si no nos dejamos vencer de antemano dando la partida por
perdida porque la cura es imposible, si tomamos conciencia de por dónde y en
qué medida ataca el enemigo, podemos plantarle cara y ponérselo más difícil: “El Alzheimer por factores genéticos sólo
afecta a un 1% de los enfermos; el resto, simple y llanamente, lo sufre porque
se envejece. El riesgo de desarrollarlo, al igual que el Párkinson o la isquemia
cerebral, es el envejecimiento, a partir de los 65 o así, riesgo que aumenta en
las mujeres en la época de la menopausia porque las hormonas sexuales femeninas
son derivadas del colesterol, son de origen graso, por lo que el cerebro está
menos protegido cuando estas hormonas se van perdiendo. Por eso es importante
tomar ciertas precauciones y seguir ciertas pautas e incluso tenerlo en cuenta
para poder entender qué nos está pasando, se genera menos angustia”.
Nos reímos (en realidad no paramos de hacerlo) cuando cuento que tuve
una profesora de Matemáticas en Bachillerato que nos exhortaba a utilizar el
cerebro para que no se nos atrofiase (“Lo que no se usa, se atrofia. Dejen de
usar una mano un tiempo y lo comprobarán”) y que, de alguna manera, Raquel dice
algo similar (y obvio, las cosas como son), aunque le pone matices y, sobre
todo, amplía el horizonte, las posibilidades, no todo va a ser trigonometría: “Nos planteamos cómo ejercitar el cerebro y todo
el mundo se pone a hacer sudokus y no sé cuántas cosas, que están bien, pero no
son necesarias si no te gustan. El cerebro se ejercita leyendo, por supuesto, comunicándose
con los demás, para eso vienen de perlas las redes sociales, haciendo mil
cosas; de hecho, una de las funciones cerebrales que más desarrollamos los
humanos es la que tiene que ver con la parte menos práctica, la que no tiene
que ver con la búsqueda de alimento, la reproducción o la defensa, sino con la
abstracción, la creatividad, la ilusión, la imaginación, el desarrollo
artístico, la espiritualidad, aquello que a priori no tiene nada que ver con la
supervivencia”. Y ahí aparece de nuevo el libre albedrío, lo que cada uno quiera
hacer, el caso es no quedarse inactivo (lo que no significa estar todo el día
sin resuello de acá para allá): “La
motivación es fundamental y básica, si nada nos motiva nuestra vida es un
desastre: uno de los mayores contaminantes de la salud cerebral es el hastío,
el aislamiento, la melancolía. El año pasado apareció un estudio bastante
revolucionario de unos investigadores italianos que indicaba que el inicio que
desencadena el Alzheimer no tiene que ver con la memoria sino con la depresión
y eso supone una revolución farmacológica porque se cambia el patrón de
tratamiento, incluso en lo relativo a la prevención, que es el mejor
tratamiento en las enfermedades cerebrales incurables”.
Dale vida a tu cerebro es de esos
libros que invitan a tomar notas, a interactuar con lo escrito (y dibujado: los
gráficos, los cuadros –“la información en
un flash”-), a bucear entre sus páginas, a ir directamente al punto que nos
interese, a volver atrás, del que todo se aprovecha. Como pinceladas finales,
aunque en palabras de Raquel Marín extraídas de nuestra conversación (pero todo
lo que nos contó está desarrollado por escrito), quedémonos por un lado con
nuestra inevitable parte social, hay que interactuar, hay que participar, hay
que estar y ser: “Somos una especie con
un desarrollo social genuino, algo único y genial que, además, se consiguió en
un periodo muy acelerado, de una forma vertiginosa: multiplicamos nuestro cerebro
por tres en volumen y la parte que más desarrollamos fue la relacionada con la
conciencia. Yo creo que posiblemente coincidió con el momento en que se empezó
a tener consciencia de la mortalidad, somos el único animal que la tiene, y esa
asunción de que somos efímeros nos aporta unas herramientas a la hora de
afrontar nuestra vida: ¿Qué hacemos? ¿Cómo interactuamos? Todo eso genera todo
un estímulo cognitivo de aprendizaje memorístico y emocional enorme, se
empiezan a buscar respuestas, no sólo se atienden los instintos”. Todo ello
sin poder arrinconar, ignorar, desatender nuestra intimidad, si se quiere
nuestro sentir religioso: “Cuando hablo
de religión hablo de una experiencia introspectiva, algo que se ha demostrado
científicamente mejora y modifica la estructura cerebral, sobre todo la zona
del hipocampo, la relacionada con la memoria ejecutiva, la de la acción, la
espacial. Se le puede llamar religión, espiritualidad, abstracción, el caso es
que no todo se alimenta de los estímulos exteriores, nos enriquecemos nosotros
mismos con nuestras propias herramientas”. Perdón por la frase tonta, pero
sólo puedo concluir diciendo “¡Y yo me lo quería perder!” (¡Cuánto daño han
hecho -y hacen- esos libritos de los que huir como de la peste, panfletos que a
la larga hunden más en la miseria, que tratan a los lectores como estúpidos,
que abusan de una confianza que no merecen, que se aprovechan de la
desesperación!). El viaje que Raquel Marín propone es bien diferente y merece
mucho la pena (la merece toda, puesto que se trata de dotar de auténtica vida a
la vida).