Aunque hay momentos (años enteros en realidad) profesionales a los que
hago poca o ninguna referencia, siempre que me es posible, no reniego de ellos (si
me preguntan, respondo -y a veces sin rencor ni dolor, sólo dando cuenta de un
hecho-) ni hago propósito de olvido (todo lo contrario, quedan ahí para servir como
enseñanza y, así, detectar/evitar situaciones/personajes similares -en la
medida de lo posible, a veces no queda otra si uno quiere tener algún ingreso-);
puesto que, en tanto tiempo dedicado a este oficio, hay muchas experiencias y
gentes de las que hablar con alegría, con agradecimiento, con añoranza, con
satisfacción por haberlas vivido y conocido, ¿para qué dar importancia a y perder
el tiempo con lo (y los) que ya está(n) pasado(s) y superado(s)? Y hoy no puedo
ni quiero evitar recordar al (este sí) apreciado compañero Miguel Losada con
quien formé una especie de tándem parecido al de aquellos dos abueletes del
palco en Los Teleñecos (siempre lo serán para los de mi generación, lo de
Muppets nos pilló mayores) en varios programas de radio y televisión (dirigidos
-ejem- por aquel que, gracias a quien deban darse, puso todo un océano de por
medio, aunque siguió dando mucha lana y ejerciendo su tiranía); el caso es que,
con motivo del estreno de la maravillosa La
milla verde, las agudeza y brillantez de Miguel quedaron claras una vez más
cuando comenzó su exposición diciendo algo así como “nunca pensé que una
película de tres horas con Tom Hanks y un ratón podía gustarme tanto”, con unas
pocas palabras había centrado el asunto a la perfección y había radiografiado
lo que muchos habíamos sentido en aquella proyección para la prensa que
compartimos. Y, olvidando por un momento quién firma la novela (porque con su
nombre en portada la calidad y el disfrute se dan por hechos, así lo demuestra con
cada obra), uno podría decir algo similar tras devorar Cuando sale la reclusa: nunca pensé que una novela policiaca
centrada en unas arañas podía apasionarme, electrizarme y absorberme del modo
en que lo ha conseguido Fred Vargas.
La nueva aventura protagonizada por el ya legendario comisario
Jean-Baptiste Adamsberg apareció recientemente en castellano (con traducción de
Anne-Hélène Suárez Girard) publicada, como el resto de su obra, por Siruela y,
desde el primer momento, ha sido recibida con entusiasmo, ovaciones y adjetivos
muy encomiásticos, incluso por muchos de los que, sin tapujos, desprecian la
literatura de misterio en bloque. Por eso, por todos los que condenan de
antemano o por persona interpuesta (“si no me gusta tal tampoco leo a cual”),
es de agradecer que alguien de la talla de Fernando Savater no tenga reparos en
sacar pecho y decir bien alto “Tengo a
Fred Vargas como una de las mejores novelistas francesas del momento en
cualquier categoría y género”, cita que encabeza la contraportada del
volumen que ahora nos ocupa; cuando se nos pregunta cuáles son nuestros libros
favoritos (o películas, algo que uno ha debido responder en diferentes
ocasiones, encuestas, trabajos propios o coordinados por otro), salvo que haya
alguna especificación porque así lo demande la actualidad o la efeméride, nunca
se nos pide que nos centremos en un género o aparquemos otro, cuando he
respondido este tipo de cuestionarios nunca me he parado a pensar si escojo
tres dramas, dos poemarios, cuántos autores de tal nacionalidad, cuántas
mujeres incluyo, me dejo llevar por la memoria y el alma lectora, por lo que me
ha marcado, por lo que forma parte de mí, por cómo hice/hago este mágico e inacabable
camino por y con la literatura, bien lo saben aquellos leales que me han
escuchado, visto y/o leído a lo largo de los años, este blog es la mejor
expresión de una pasión que, con sus lógicas preferencias y sus fobias
adquiridas (y algún que otro prejuicio, lo reconozco), no atiende a otra cosa
que a aquel libro que, por las razones que sea, apetece leer, sin pensar a qué
corriente pertenece, en qué género se enmarca o quién lo ha escrito. Y no se
utilice a Fred Vargas para demonizar al resto, vale que lo suyo es de otro
planeta, que sus novelas están a años luz de muchos éxitos de venta que (todo
hay que decirlo) avergüenzan al amante del género (que no siempre, por cierto,
y aquí lo hemos denunciado más de una vez, se utiliza con propiedad ni
fundamento, sólo como etiqueta a la que adscribirse para conseguir escaparates
y lectores, en realidad perversiones, aberraciones, infamias que nada tienen
que ver con lo que buscamos), pero jamás olvida que, por encima de todo, está
escribiendo una historia que se enmarca en lo policial, respeta
escrupulosamente sus convenciones/esquema (hasta para romperlos, variarlos,
darles la vuelta), da prioridad al enigma, al rompecabezas, busca entretener,
es decir, se toma muy en serio lo que hace, no da gato por liebre, se sumerge
hasta lo más profundo del género para aportar su viveza, su retranca, su
erudición, su particular modo de entenderlo y desarrollarlo, para hacer pura
literatura.
Cuando sale la reclusa es, en
sí mismo, un título ambiguo, polisémico, que se presta a la especulación y aúna
algunos de los múltiples saberes en que Vargas es experta o demuestra serlo,
esos que maneja con soltura y sencillez, integrando en la trama (como en
anteriores ocasiones) Historia, mitos, arqueología (lo que ella es por
formación y devoción, como dejan claro sus novelas), zoología, haciéndolos
apasionantes para el lego en la(s) materia(s), despertando nuestro interés, haciendo
comprensible cada concomitancia, cada relación que los personajes hacen, sin
ponerse didáctica, aportando datos precisos, exponiendo con claridad,
transmitiendo conocimientos, haciéndonos disfrutar con cada dato, poniendo a la
vista el engranaje de una novela compleja en la que nada chirría (al revés que
en su acción, los que la hayan leído sabrán a qué me refiero y los que lo hagan
comprenderán el guiño en su momento) porque jamás confunde al lector más allá
de lo necesario para que la maquinaria desplegada dé pruebas de su precisión,
de su funcionamiento sin fisuras, parones, distorsiones o averías. El galimatías
es antológico, pero como el protagonista se encuentra tan perdido como el
lector resulta muy sencillo implicarse en una investigación que le obliga (al
comisario, puede que también a quien tiene el libro entre sus manos) a hacer
toda una prospección en su pasado, en sus temores más ocultos y (aparentemente)
sepultados, el retrato humano, sentimental y moral que Vargas ha venido haciendo
de su máxima creación alcanza en esta ocasión cotas impactantes y sublimes en
lo que a describir una conciencia (y un inconsciente) se refiere, Adamsberg adquiere
(si es que no los tenía ya) tintes épicos y afianza el lugar que ha ganado por
méritos propios como personaje icónico e inolvidable.
Porque, por supuesto, no es sólo la incógnita, la lucha contra reloj
para evitar nuevos crímenes, la búsqueda de un culpable, sino cómo esta
investigación afecta a todos los involucrados, cómo Fred Vargas explora el alma
de sus personajes, cómo (nunca mejor dicho) quita telarañas, ilumina recovecos
muy oscuros, psicoanaliza, habla de personas a las que conocemos en
profundidad, dota de tal verosimilitud a cada palabra, movimiento y respiración
que nos enfurecemos con y por ellos, sufrimos del mismo modo, nos encogemos a veces,
nos desesperamos otras, tomamos partido. Y es que la parisina no deja ningún
detalle al albur, cualquier rutina le sirve para describir un ángulo, un
pliegue, un fragmento de vida, la conversación más anodina (o que así pueda
parecer) está llena de significados, no hay nada superfluo, todo tiene un
porqué, caracteriza a sus personajes por el modo de hablar, de moverse, de afrontar las cosas, los define por sus actuaciones, por sus manías, por sus peculiaridades, indaga en sus personalidades, horada sus almas, nos dice mucho a través de lo aparentemente trivial, como, por ejemplo, el hecho de que Adamsberg compre tabaco para su hijo
ausente porque él ha dejado de hacerlo (comprar) y sólo fuma los cigarrillos
que le hurta a aquel; este detalle sirve también para señalar el peculiar
sentido del humor (con retranca, muy próximo a la sorna) que alienta y alimenta
la prosa de Vargas, característica fundamental desde sus inicios, una de sus
señas de identidad que ha ido afilando y dosificando mientras su narrativa iba ganando
densidad y profundidad, ensanchando los límites no ya del género en sí sino de
cualquier narración que se pretenda psicológica. Y es que Fred Vargas no
pretende nada, lo es sin necesidad de tener que demostrarlo en cada párrafo, ha
alcanzado una excelencia que corre el riesgo de no percibirse o valorarse como
merece (aunque en esta ocasión no pueda afirmarse eso) porque todo lo hace
fácil, así es el modo en que construye esta novela prodigiosa que tan pronto
conmueve como repele (por lo que sucede o sucedió), que informa y forma, que
angustia y cautiva, que deleita y admira (y que, a buen seguro, superará con la
siguiente).